—Nunca fue una persona muy alegre. Eso ya lo sé. Tomaba antidepresivos… y de vez en cuando algún calmante. Pero aun así, nunca pensé que… ¿Queréis el café de cafetera americana o normal? A mí cualquiera de los dos me va bien.

Airi, la viuda de Örjan Bylund, se volvió de espaldas a Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke y metió unos bollos en el microondas.

Sven-Erik se sentía incómodo, no le gustaba hacer aquello de hurgar en heridas que justo empiezan a curarse.

—¿Fuiste tú quien convenció al médico para que no llamara a la policía? —le preguntó Anna-Maria.

Airi Bylund asintió con la cabeza, todavía de espaldas.

—Ya sabes cómo habla la gente. No responsabilicéis al doctor Ernander, todo fue idea mía.

—La cosa no funciona exactamente así —subrayó Anna-Maria—, pero nuestra intención no es responsabilizar a nadie.

Sven-Erik vio cómo Airi Bylund se llevó la mano rápidamente hasta la mejilla para secarse una lágrima que no quería que vieran y le invadió el deseo de abrazarla para darle consuelo. Después se dio cuenta de que su mano también había sentido el deseo de agarrarle el culo, ancho y hermoso, y de la vergüenza que interrumpió enseguida el pensamiento. Por Dios, que esa pobre persona estaba llorando el suicidio de su marido.

A Sven-Erik aquella cocina le resultaba un espacio agradable. El suelo era de linóleo imitando baldosas de color terracota y tenía varias alfombras de trapo hechas en casa. Pegado a la pared había un sofá abatible que era un poco demasiado ancho y blando para sentarse, pero que incitaba a hacer la siesta después de comer. Tenía un montón de cojines agradables, no de esos pequeños y duros de simple decoración.

Quizá había demasiadas cositas por todas partes, pero con las mujeres siempre pasaba lo mismo: nunca quedaba una superficie libre. Por lo menos no se trataba de una colección extraña de duendecillos o hipopótamos ni botellas de cristal. Una vez habló con una testigo que tenía la casa abarrotada de cajetillas de cerillas de todos los rincones del mundo.

En la cocina de Airi Bylund había macetas apretujadas en la ventana, de las normales y de las colgantes, en la encimera estaba el micro y había una columna de cestas de bambú que servían para secar setas y especias, y en un gancho estaban colgadas varias manoplas que parecían estar hechas por algún nieto. Pegados a la pared de azulejos había una hilera de tarros de cerámica con tapa y con letras muy elaboradas que decían «Harina», «Azúcar», «Frutos secos» y demás. Uno estaba sin tapa y en él Airi Bylund había colocado batidores y utensilios de madera.

Aquellos tarros de cerámica tenían algo. A Hjördis también le encantaban; se los llevó cuando lo dejó. Y en casa de su hermana también había.

—¿Tenía despacho en casa? —preguntó Anna-Maria— ¿Podemos echar un vistazo?

Si la cocina de Airi Bylund estaba repleta de cosas, por lo menos estaba ordenada y limpia. En el despacho de su difunto marido había artículos de prensa arrancados e informes amontonados en columnas tambaleantes que se alzaban desde el suelo. Había una mesa plegable con un puzle de mil piezas, que estaban colocadas boca arriba y separadas por colores. En la pared colgaban varios puzles terminados y pegados sobre láminas de cartón piedra. Sobre un sofá viejo descansaban varias prendas de ropa y una manta.

—Bueno, no he tenido tiempo para… o no he tenido fuerzas —dijo Airi señalando el desorden con un gesto.

«Menos mal», pensó Anna-Maria.

—Mandaremos a alguien para que se lleve papeles, objetos y cosas así —explicó—. Lo tendrás todo de vuelta. ¿No tenía ordenador?

—Sí, pero se lo regalé a uno de mis nietos.

Los miró con sentimiento de culpabilidad.

—Su jefe no dijo nada acerca de que quisieran que se lo devolviera, así que…

—Tu nieto, el que se quedó con el ordenador…

—Axel. Tiene trece años.

Anna-Maria sacó el teléfono del bolsillo.

—¿Cuál es su número?

Axel estaba en casa y le contó que el ordenador estaba intacto en su habitación.

—¿Has formateado el disco duro? —le preguntó Anna-Maria.

—No, ya estaba formateado. Pero sólo tiene veinte gigas y quiero bajarme cosas de Pirate Bay, o sea que si queréis el ordenador de mi abuelo quiero uno nuevo con un procesador de 2,1 gigahercios.

Anna-Maria no pudo contener una carcajada. Menudo negociante.

—Ni lo sueñes —le contestó—. Pero como soy tan buena te lo devolveré cuando hayamos terminado.

Cuando terminó de hablar con Axel le preguntó a Airi:

—¿Formateaste tú el disco duro?

—No —respondió Airi Bylund—. Ni siquiera sé programar el vídeo. —Clavó la mirada en Anna-Maria—. Procura aprender cómo funcionan esas cosas, porque de repente te encuentras con que estás sola.

—¿Y vino alguien del periódico y le hizo algo al ordenador?

—No.

Anna-Maria marcó el número de Fred Olsson, que contestó al primer tono.

—Si alguien ha formateado un disco duro, ¿verdad que se pueden recuperar, como mínimo, los documentos y las cookies?

—Claro —dijo Fred Olsson—. Siempre y cuando no se le haya hecho un PEM.

—¿Un qué?

—Someterlo a un pulso electromagnético. Hay algunas empresas especializadas que lo hacen. Tráemelo, tengo algunos programas para recuperar la información de un disco duro.

—Me paso hoy —dijo Anna-Maria—. No te vayas del trabajo, puedo tardar un rato.

Después de la conversación, Airi Bylund parecía pensativa. Abrió la boca y la volvió a cerrar.

—¿Qué ibas a decir? —le preguntó Anna-Maria.

—No, nada… Pero cuando lo encontré… Fue aquí, en el despacho, por eso la lámpara del techo está ahí en la cama.

Anna-Maria y Sven-Erik miraron el gancho de la luz del techo.

—La puerta del despacho estaba cerrada —continuó Airi Bylund—. Pero el gato estaba dentro.

—¿Sí?

—Nunca lo dejaba estar aquí. Hace diez años tuvimos otro gato que siempre se colaba y se meaba en sus montones de papeles y en sus zapatillas de piel. Después de aquél, todos los gatos tuvieron prohibida la entrada.

—A lo mejor no le importó cuando…

Sven-Erik se calló a mitad de la frase.

—Ya, yo también lo pensé —afirmó Airi Bylund.

—¿Crees que fue asesinado? —le preguntó Anna-Maria sin rodeos.

Airi Bylund se quedó callada unos segundos antes de responder.

—Quizá me gustaría que fuera así. De algún modo extraño. Es tan difícil de entender…— se llevó la mano a la boca.

—Pero no era una persona alegre. Nunca lo fue.

—Así que tienes gato —comentó Sven-Erik, a quien se le hacía arduo el estilo directo de Anna-Maria.

—Sí, sí —dijo Airi Bylund con una pequeña sonrisa—. Está durmiendo en el dormitorio. Ven, que te enseño una cosa de lo más entrañable.

Sobre la colcha de ganchillo de la cama doble había una gata durmiendo con cuatro gatitos amontonados de cualquier manera a su alrededor.

Sven-Erik cayó de rodillas como ante un altar.

La gata se despertó al instante, pero no se movió del sitio, y uno de los gatitos también abandonó el sueño y se acercó con torpeza hasta donde estaba Sven-Erik. Era una hembra, gris y rayada y con un anillo casi negro alrededor de un ojo.

—¿Verdad que es divertida? —comentó Airi—. Parece que se haya metido en una pelea.

—Hola, boxeadora —le dijo Sven-Erik a la gatita.

El animal se paseó sin ningún tipo de reparo por el brazo de Sven-Erik ayudándose de sus garras de lo más afiladas para no perder el equilibrio. Le subió hasta el hombro y luego cruzó hasta el otro pasándole por detrás de la nuca.

—Hola, pequeñita —le dijo con devoción.

—¿La quieres? —le preguntó Airi Bylund—. Me está costando colocarlas.

—No, no —se opuso Sven-Erik al mismo tiempo que sentía el pelo suave de la gata contra su mejilla.

El animal saltó a la cama y despertó a uno de sus hermanos a base de morderle la cola.

—Llévatela y nos vamos —le animó Anna-Maria.

Sven-Erik negó rotundamente con la cabeza.

—No —dijo—. Te acabas atando demasiado.

Se despidieron. Airi Bylund los acompañó hasta la puerta. Antes de marcharse, Anna-Maria le preguntó:

—Tu marido, ¿fue incinerado?

—No, lo enterraron. Pero yo siempre he dicho que a mí me tienen que esparcir sobre Taalojärvi.

—Taalojärvi —repitió Sven-Erik—. ¿Cómo te llamabas de soltera?

—Bueno, Tieva.

—Vaya —dijo Sven-Erik—. ¿Sabes qué? Hace unos veinte años subí en motonieve hasta Salmi. Iba de camino a Kattuvuoma y justo enfrente del pueblo, en el lado este del estrecho de Taalojärvi, había una cabaña. Yo llamé para preguntar por el camino hasta Kattuvuoma y la mujer que vivía allí me dijo que «normalmente cruzas por el lago, luego las ciénagas y después a la izquierda y llegas a Kattuvuoma». Y estuvimos hablando un poco más y me pareció que era un poco reservada, pero al final hice de tripas corazón y me puse a hablar en finlandés, y de golpe la mujer se volvió mucho más amable.

Airi Bylund se rió.

—Ya me imagino, se pensaría que eras un rousku de ésos, un suequito más.

—Exacto. Y cuando me monté en la moto y estaba a punto de irme me preguntó: «Pero ¿tú de dónde vienes y de quién eres, muchacho, si sabes hablar finlandés?». Así que le conté que era hijo de Valfrid Stålnacke, de Laukkuluspa. «Voi hyvänen aika —dijo juntando las manos—. Madre mía. Pero ¡chico! ¡Si somos familia! No puedes ir por el lago. Hay muchos hoyos y es muy peligroso. Tú sigue la orilla».

Sven-Erik se rió.

—Se llamaba Tieva. ¿Era tu abuela?

—¿Estás tonto o qué? —dijo Airi Bylund sonrojándose—. Era mi madre.

En cuanto salieron a la calle Anna-Maria empezó a dar pasos como un soldado en plena marcha. Sven-Erik la seguía con pasitos apresurados.

—¿Vamos a buscar el ordenador? —le preguntó.

—Quiero sacarlo —dijo Anna-Maria.

—Pero si es pleno invierno. La tierra está helada.

—No me importa. ¡Voy a sacar el cuerpo de Örjan Bylund ahora! ¡Pohjanen tiene que hacerle la autopsia! ¿Adónde vas?

—Voy a informar a Airi Bylund, evidentemente. ¡Ve tú! Nos vemos en la comisaría.