Anna-Maria Mella paseó la mirada por el despacho de Rebecka Martinsson en busca de un lugar donde sentarse.
—Échalas al suelo —dijo Rebecka señalando con la cabeza las actas que había amontonadas sobre la butaca para las visitas.
—No tengo fuerzas —dijo Anna-Maria resignada y se sentó encima—. No existe.
—¿Papá Noel?
Anna-Maria no pudo evitar sonreír a pesar de estar tan decepcionada.
—El tipo que alquiló el coche. El que llevaba una gabardina clara igual que la que los buzos sacaron del agua en el lugar donde encontramos el cuerpo. John McNamara. No existe.
—¿En qué sentido no existe?
—Fallecido, hace un año y medio. Y la persona que alquiló el coche ha utilizado su identidad.
Anna-Maria Mella se frotó la cara con toda la mano, de arriba abajo, como solía hacer de vez en cuando. A Rebecka le fascinaba aquel gesto, lo encontraba de lo más singular en las mujeres.
—Entonces se podría descartar un juego sexual que saliera mal con algún conocido suyo —dijo Anna-Maria—. Él subió para matarla. ¿No es así? Si no, ¿por qué iba a usar una identidad falsa?
—Así que no se llamaba John McNamara —resumió Rebecka—. Pero ¿era extranjero?
—Hablaba inglés con acento británico, según el chico de Avis. Y tiene que ser él. Llevaba una gabardina clara parecida a la que encontraron los buzos debajo de la cabaña.
—¿Los del LEC, es decir, el Laboratorio Estatal de Criminología, os han dicho algo ya?
Anna-Maria negó con la cabeza.
—Pero la sangre de la gabardina tiene que ser de ella, no puede ser una casualidad. ¿Cuánta gente lleva una gabardina clara y de verano en pleno invierno? Nadie.
Miró fijamente a Rebecka.
—Fue una buena idea mandar a los buzos a mirar debajo de la cabaña —le dijo.
—Fue para buscar el teléfono —respondió Rebecka encogiéndose de hombros como quitándose méritos—. Y allí no estaba.
Anna-Maria juntó las manos por detrás de la nuca, se reclinó en la butaca y cerró los ojos.
—No la mató inmediatamente —comentó casi en sueños—. Primero la torturó. La sujetó a la silla de la cocina y la torturó con descargas eléctricas.
«Se destrozó la lengua a mordiscos», pensó Rebecka.
Anna-Maria abrió los ojos y se incorporó de nuevo.
—Hay que escoger las pistas que queremos seguir —dijo—. No tenemos recursos para investigarlo todo.
—¿Crees que se trata de un profesional?
—Qué decirte…
—¿Por qué se tortura a una persona? —preguntó Rebecka.
—Para martirizarla, porque se le tiene odio —sugirió Anna-Maria.
—Porque se quiere información —contraatacó Rebecka.
—Porque se quiere… advertir.
—¿Mauri Kallis?
—¿Por qué no? —dijo Anna-Maria—. Extorsión. Deja de hacer esto o lo otro, si no, mira lo que te va a pasar, y a tu familia también.
—¿Secuestro? —intentó Rebecka—. ¿Y no pagaron?
Anna-Maria asintió con la cabeza.
—Tengo que volver a hablar con Kallis y su hermano, pero si esto realmente tiene algo que ver con la empresa, tampoco tenemos nada del otro mundo.
Se quedó callada unos segundos y sacudió la cabeza.
—¿Qué pasa? —preguntó Rebecka.
—Esa gente. ¿Sabes? En este trabajo te topas con muchos fulanos a los que les resulta bastante incómodo tratar con la policía. Como mínimo, todos han conducido demasiado rápido, así que hay una especie de respeto mezclado con un poco de miedo.
—Ya.
—Sí, o bien son tipejos que odian a la pasma, pero ahí también hay una especie de respeto implícito. En cambio, con esa gente, da la sensación que se creen que somos unos mequetrefes sin preparación que nos dedicamos a mantener limpias las calles y no tenemos por qué meternos en sus asuntos.
Anna-Maria miró la hora en el móvil.
—¿Te apetece comer conmigo? Había pensado ir al wok de las antiguas galerías Tempohuset.
De camino a la calle Anna-Maria llamó a la puerta del despacho de Sven-Erik Stålnacke.
—¿Te vienes a comer? —-le preguntó.
—¿Por qué no? —respondió Sven-Erik intentando ocultar lo contento que se había puesto.
«Joder —pensó Anna-Maria—. ¿Cómo se ha podido quedar tan solo? Desde que su gato murió está como una flor marchita».
Por la mañana había oído por accidente las plegarias matutinas en la radio del coche. Alguien estaba hablando de la importancia de detenerse, el valor del silencio.
«Una plegaria así debe de ser una bofetada en toda la cara para muchas personas —pensó Anna-Maria—. Tiene que reinar un silencio de mucho cuidado alrededor de Sven-Erik cuando no está trabajando».
Se prometió a sí misma llevar a todo el grupo a hacer algo divertido después de la investigación. No es que hubiera dinero para ocio en el presupuesto, pero por lo menos para una tarde en la bolera y unas pizzas seguro que sí.
Después pensó que ya lo podía proponer él si es que quería hacer algo.
Caminaron por la avenida Hjalmar Lundbohm, subieron por la calle Geolog y entraron en la antigua Tempohuset.
Nadie se animó a romper el silencio.
«Rebecka también es una de esas personas solitarias —siguió Anna-Maria en sus reflexiones—. No, me quedo con tener que lidiar con cabroncetes que dejan tirada la ropa por el suelo y un hombre que tiene integrado algún fallo en el sistema que le impide terminar las cosas. Si cocina, después no recoge la mesa. Y si recoge, nunca limpia ni la mesa ni la encimera».
«Pero nunca cambiaría mi vida por la de ella —pensó Anna-Maria mientras colgaban las chaquetas en las sillas del restaurante y pasaban por caja para pagar el menú del día—. Aunque tenga la barriga súper plana y pueda dedicar todas sus fuerzas al trabajo. Alguna vez podría tenerle celos por eso del trabajo, pero ya está».
Los rumores sobre Rebecka empezaron a correr cuando entró en la fiscalía. Se decía que se sacaba de encima los expedientes en un plis-plas, que ella misma negociaba los procesos, redactaba sola todas las presentaciones de demanda y así las viejas de la secretaría del tribunal en Gällivare no tenían que desplazarse hasta Kiruna.
Sus compañeros de trabajo la veían a veces en el tribunal cuando eran llamados para hacer de testigos. Tajante y bien preparada, así es como la describían; y se alegraban, porque estaban del mismo lado. Así los abogados se llevaban un buen rapapolvo, los muy mamones.
«Verás cuando los chicos se hayan ido de casa —pensó Anna-Maria sirviéndose una cucharada de wok de pollo con verduras y arroz en el plato—. Entonces le iré poniendo casos cerrados uno tras otro sobre la mesa».
Sus pensamientos fueron a parar a un puñado de asuntos relacionados con el asesinato que se habían quedado en el aire y no pudo evitar sentir cierto remordimiento de conciencia.
Después se animó un poco y procuró desviar la atención hacia Rebecka y Sven-Erik.
Estaban intercambiando experiencias con gatos. Sven-Erik acababa de contar algo de Manne y ahora le tocaba a Rebecka.
—Sí, hay que ver qué personajes te acaban saliendo —dijo mientras se echaba salsa de soja sobre el arroz—. En casa de mi abuela todos se llamaban «gatito» a secas, pero igualmente te acuerdas de cómo eran. Recuerdo una época en la que mi abuela tenía dos perros y mi padre otro, así que teníamos tres perros en la casa, y nos hicimos con un gatito. Siempre que teníamos gatitos nuevos les dábamos la comida en la encimera porque al principio les tenían tanto miedo a los perros que no se atrevían a comer en el suelo. Pero ¡éste! Primero se zampaba su comida y después se tiraba al suelo y se ponía a comer de los cuencos de los perros.
Sven-Erik soltó una carcajada y se sirvió un plato de la comida más picante que había en el bufé.
—Tendrías que haberlo visto —continuó Rebecka—. Si hubiese sido un perro habría habido bronca, pero no sabían qué hacer con aquel animal en miniatura. Los perros nos miraban como diciendo: «¿Qué está haciendo? ¿Os importaría quitarlo de ahí?». Al segundo día atacó al perro dominante: se le tiró encima sin ningún temor a la muerte y se quedó colgando del pescuezo de Jussi. ¡Jussi! Era de lo más bonachón, pero ni por asomo se iba a rebajar a enfrentarse a la mosquita muerta aquélla, así que se quedó allí sentado con el gato colgado del cuello. El gato peleaba como un loco pataleando con las patas traseras y Jussi, todo serio, aguantaba con toda la dignidad, el muy infeliz.
—¿Qué está haciendo? ¿Os importaría quitarlo de aquí? —repitió Sven-Erik.
Rebecka se rió.
—Exacto. Y después le entraba el apretón por la comida de perro que se zampaba sólo para putear, pero como era pequeño no llegaba a trepar por el borde de la caja y se lo hacía encima. Mi padre lo limpiaba debajo del grifo, pero siempre se le impregnaba lo bastante como para seguir oliendo a demonios. Luego se acostaba en la cama más grande que había para los perros y ninguno se atrevía a echarlo, pero tampoco se querían tumbar al lado de aquella bola apestosa. Teníamos dos camas de perro en el recibidor. El gatito dormía como un rey en la grande, roncando, y los tres perros se apretujaban en la pequeña y nos miraban con cara de pena cuando pasábamos por allí. Aquel gato gobernó la casa hasta que murió.
—¿Cómo murió? —preguntó Sven-Erik.
—No sé, desapareció.
—Eso es lo peor —dijo Sven-Erik mojando un trozo de pan en la salsa picante de su plato—. Y por ahí viene uno que no tiene ni pajolera idea de gatos.
Anna-Maria y Rebecka siguieron la mirada de Sven-Erik y vieron al inspector Tommy Rantakyrö acercarse a su mesa. Cuando el gato de Sven-Erik desapareció, Tommy le hizo unas cuantas bromas de lo más estúpidas. Por otro lado, Tommy ignoraba felizmente que sus pecados no habían sido perdonados.
—Sabía que os encontraría aquí —dijo pasándole unos papeles a Anna-Maria—. Las llamadas entrantes y salientes del móvil de Inna Wattrang. Pero —continuó— ésas son del teléfono de la empresa. Aparte tenía un número particular.
—¿Y eso? —preguntó Anna-Maria cogiendo la otra impresión.
Tommy Rantakyrö se encogió de hombros.
—Qué sé yo. A lo mejor no podía hacer llamadas privadas con el móvil de la empresa.
Rebecka Martinsson soltó una risotada.
—Perdón —se disculpó—. Se me olvidaba que sois funcionarios. Ahora yo también lo soy, no tiene nada de malo. A ver, ¿qué sueldo tenía? Casi noventa mil, más los extras. En ese caso eres siervo de tu trabajo. Tienes que estar disponible las veinticuatro horas y tus llamadas privadas son el más insignificante de tus gastos.
—Entonces, ¿por qué? —preguntó Tommy Rantakyrö herido.
—La empresa puede revisar los teléfonos de la empresa —pensó Anna-Maria—. Ella quería un teléfono que tuviera garantía de privacidad. Quiero nombre, dirección y número de pie de todas las personas con las que ha hablado por ese teléfono.
Agitó la impresión del móvil particular.
Tommy Rantakyrö levantó el dedo índice y el corazón como una muestra de honor en señal de que sus órdenes iban a ser cumplidas.
Anna-Maria Mella volvió a echarle un vistazo a las hojas.
—No hay llamadas los días antes de su muerte, qué lástima.
—¿Qué compañía es? —preguntó Rebecka Martinsson.
—Comviq —respondió Anna-Maria—, así que allí arriba no hay cobertura.
—Abisko es muy pequeño —observó Rebecka—, de manera que si hizo alguna llamada seguro que la hizo desde la cabina de la oficina de turismo. A lo mejor sería interesante comparar las llamadas salientes de allí con las listas de los móviles.
Tommy Rantakyrö parecía resignado.
—Pero pueden ser cientos de llamadas —se quejó.
—No lo creo —dijo Rebecka—. Si llegó el jueves y la asesinaron en algún momento entre la tarde del jueves y el sábado por la mañana, son menos de cuarenta y ocho horas, así que no pueden ser más de veinte llamadas. La gente esquía y se pasa las horas en el bar, no se meten en la cabina porque sí. Lo dudo mucho, vaya.
—Compruébalo —le dijo Anna-Maria a Tommy Rantakyrö.
—Alerta —avisó Sven-Erik con la boca llena de pan.
Per-Erik Seppälä, un periodista de la televisión pública SVT Norrbotten, se acercaba a su mesa y en cuanto lo vio, Anna-Maria le dio la vuelta a las listas de llamadas.
Per-Erik saludó y se paró unos segundos extra a observar a Rebecka Martinsson. Así que ése era su aspecto real. Él sabía que se había vuelto a instalar en la ciudad y que había empezado a trabajar en la fiscalía, pero nunca se había cruzado con ella. Le costaba dejar de mirar la cicatriz roja que le iba desde el labio superior hasta la nariz, la que le había quedado tras destrozarse la cara aquella vez hacía un año y medio. Él mismo había hecho un reportaje en el que reconstruía el transcurso de los acontecimientos. Lo pusieron en el telediario nacional.
Apartó la mirada de Rebecka y la dirigió a Anna-Maria.
—¿Tienes un minuto? —le preguntó.
—Lo siento, no puede ser —lamentó Anna-Maria—. Daremos una rueda de prensa tan pronto como tengamos algo de interés para el público.
—No, no. O bueno, sí, es sobre Inna Wattrang, pero es una cosa que deberías saber.
Anna-Maria asintió con la cabeza en señal de que le escuchaba.
—No aquí, si eres tan amable —objetó Per-Erik.
—He terminado —le dijo Anna-Maria a sus compañeros y luego se levantó. Por lo menos le había dado tiempo a comerse la mitad.
—No sé si… si significa algo —titubeó Per-Erik Seppälä, pero te lo tengo que explicar, porque es que sí… bueno, por eso prefiero contarlo a puerta cerrada. No me apetece morir antes de hora.
Bajaron por la avenida Gruv y pasaron por delante del antiguo parque de bomberos. Anna-Maria caminaba en silencio.
—¿Sabes de Örjan Bylund? —continuó Per-Erik Seppälä.
—Humm —respondió Anna-Maria.
Örjan Bylund había trabajado de periodista para el diario Norrländska Socialdemokraten. Dos días antes de Nochebuena, que por otro lado era el día que cumplía sesenta y dos años, murió.
—Ataque al corazón, ¿no? —dijo Anna-Maria.
—Oficialmente, sí —dijo Per-Erik Seppälä—. Pero en verdad se suicidó. Se ahorcó en el despacho.
—Vaya —se sorprendió Anna-Maria.
Se extrañó de no haber estado al tanto de aquel detalle, porque era el tipo de cosas que los compañeros siempre saben.
—Pues así fue. En noviembre explicó que tenía algo grande entre manos relacionado con Mauri Kallis. Tienen concesiones por la zona, en las afueras de Vittangi y algunos lagos cerca de Svappavaara.
—¿Sabes de qué se trataba?
—No, pero pensé que… No sé… que tenía que contarlo. Quiero decir, a lo mejor no es una casualidad. Primero él y después Inna Wattrang.
—Pues a mí me resulta muy extraño no haber sabido que se suicidó. Se supone que siempre hay que llamar a la policía si se trata de un suicidio…
—Lo sé. Su esposa va a quedar destrozada. Fue ella quien lo encontró. Cortó la cuerda y llamó a los médicos. Era conocido en la ciudad y siempre acaban apareciendo chismorreos, así que la mujer llamó a un médico que conocía y él escribió el atestado de fallecimiento y llamó a la policía.
—Pero ¡qué coño! —exclamó Anna-Maria Mella—. Entonces tampoco le hicieron la autopsia.
—No sabía si debía… pero me sentí obligado a contártelo. Llega un momento en el que empiezas a dudar de si realmente fue un suicidio. Por eso de que estaba investigando lo de Kallis Mining y tal. Pero lo último que quiero es que Airi salga perjudicada de alguna manera.
—¿Airi?
—Su esposa.
—No, no —prometió Anna-Maria—. Pero tendré que hablar con ella.
Negó con la cabeza. ¿De dónde sacarían el tiempo para investigarlo todo, de hacer una recapitulación y hacerse una idea general? Empezaba a hacérsele grande.
—Si te enteras de algo más… —le dijo.
—Sí, sí, por supuesto. Vi a Inna Wattrang en una rueda de prensa que dio Kallis Mining aquí en la ciudad antes de que cotizara en bolsa una de las compañías de aquí arriba. Ella tenía un atractivo carisma, espero que encontréis al que lo hizo. Pero oye, sed delicados con Airi.
Rebecka Martinsson entró en su despacho muy animada. Le había ido bien no comer sola como de costumbre.
Puso en marcha el ordenador y el corazón le dio un vuelco.
¡Mail de Måns Wenngren!
«Vienes, ¿no?», era lo único que ponía.
Primero el mensaje le despertó cierta ilusión. Luego pensó que si de verdad le importaba le habría escrito más. Después pensó que si en realidad no le importaba, simplemente, no le habría escrito.