A las siete menos cuarto, Mikael Wiik, el jefe de seguridad de Mauri Kallis, subía por la avenida de tilos que llevaba a Regla. Desde Kungsholmen, en el centro de Estocolmo, se tardaba una hora en llegar. Aquella mañana se había levantado a las cuatro y media para poder tener una reunión a primera hora con Mauri Kallis, pero no se quejaba. A él no le importaba madrugar y, además, el Mercedes que llevaba era nuevo. En fin de año había invitado a su pareja a un viaje a las Maldivas.

A doscientos metros de la primera verja de hierro pasó al lado de Ebba, la esposa de Mauri, que iba montada en un caballo negro. Empezó a aminorar la marcha con bastante margen, la saludó amablemente y Ebba le devolvió el saludo. Por el retrovisor vio cómo el caballo daba unos pasos de baile cuando las puertas de la verja empezaron a abrirse. El coche no lo había asustado.

«Putos caballos —pensó mientras cruzaba la segunda verja de hierro—. Nunca saben qué es peligroso de verdad. De pronto les da por encabritarse porque hay una ramita en el camino que ayer no estaba».

Mauri Kallis ya estaba sentado en el comedor con una montaña de periódicos, dos suecos y el resto extranjeros, al lado de la taza de café.

Mikael Wiik saludó con un hola y se proveyó de café y un croissant. El desayuno de verdad se lo había tomado en casa antes de salir. No era la clase de tipo que se sentaba a zamparse un plato de gachas de avena delante de su jefe.

«Nadie conoce a un hombre tanto como su guardaespaldas», pensó mientras tomaba asiento. Sabía que Mauri Kallis le era fiel a su mujer, si no se tenían en cuenta las ocasiones en las que los socios en algún negocio invitaban a café, copa, puro y chicas, por así decirlo. O cuando el propio Kallis era el que invitaba, consciente de que eso era lo que el pez necesitaba para morder el anzuelo. En esos casos formaba parte del trabajo, así que no contaba.

Kallis tampoco bebía demasiado. Mikael Wiik sospechaba que lo hacía antes, cuando sólo estaban Kallis, Inna y Diddi Wattrang. Claro que en los dos años que Mikael Wiik llevaba trabajando para él se había tomado una y dos copas de vino y alguna cosita más junto a Inna. Pero en el trabajo, nunca. Cuando había cenas de negocios o reuniones en algún local, uno de los cometidos de Mikael Wiik era hablar con los camareros y el personal de servicio y soltarles algo para que a Mauri Kallis le sirvieran bebidas sin alcohol y zumo de manzana en lugar de whisky sin que nadie se diera cuenta.

Cuando salía de viaje, Mauri Kallis se hospedaba siempre en hoteles con buenas instalaciones deportivas y solía bajar al gimnasio a primera hora para entrenarse. Prefería el pescado a la carne y leía biografías y estudios, no novelas.

—El entierro de Inna —le dijo Mauri Kallis a Mikael Wiik—. Había pensado pedirle a Ebba que se encargara, así que tú y ella podríais hablar para ver cómo lo hacéis. La reunión con Gerhart Sneyers no la podemos aplazar porque vuela de Bélgica o Indonesia pasado mañana, o sea que tendremos cena sencilla y dejaremos la reunión para el sábado por la mañana. Habrá más gente del African Mining Trust, tendrás una lista mañana al mediodía como muy tarde. Viajan con su seguridad privada, evidentemente, pero bueno, ya sabes…

«Ya lo sé», pensó Mikael Wiik. Los caballeros que se dirigían a Regla iban bien protegidos pero eran bastante paranoicos, aunque algunos tenían motivos para serlo.

Gerhart Sneyers, por ejemplo. Propietario de minas y de compañías petroleras. Presidente del African Mining Trust, una unión de empresarios extranjeros con compañías en África.

Mikael Wiik recordó la primera reunión de Mauri y Gerhart Sneyers. Mauri e Inna habían volado hasta Miami sólo para verse con él. Mikael Wiik nunca había visto a Mauri tan nervioso.

—¿Cómo voy? —le preguntó a Inna—. Voy a cambiarme de corbata. ¿O paso de llevarla?

Inna le había impedido que volviera a subir a la habitación.

—Estás perfecto —le aseguró—. Y recuerda: es Sneyers quien ha querido tener esta reunión. Él es el que tiene que estar nervioso y quien te tiene que dar jabón. Tú sólo tienes que…

—… echarme hacia atrás y escuchar —terminó Mauri como si se lo supiera de memoria.

Se encontraron en el vestíbulo del hotel Avalon. Gerhart Sneyers rondaba los cincuenta y se mantenía en buena forma. Le empezaban a asomar las canas entre su pelo rojo tupido, era guapo de cara, con rasgos masculinos y bastante marcados, y tenía la piel blanca y cubierta de pecas. Primero saludó a Inna como un caballero, luego a Mauri Kallis. A los guardaespaldas no se les prestó la menor atención, aunque entre ellos sí se saludaron de manera casi imperceptible. Al fin y al cabo, se dedicaban a lo mismo.

Sneyers llevaba dos guardaespaldas. Iban vestidos con traje y gafas de sol, lo cual les daba un considerable aspecto de mañosos. Mikael Wiik se sentía como el chaval que llega del pueblo, con su chaqueta verde menta y su gorra. Su defensa interior se activó bastante con pensamientos despectivos.

«Seboso», pensó de uno de los guardaespaldas. «Ése no pasa de los cien metros. Aunque no le cuenten el tiempo».

«Un cachorro», pensó del otro.

Bajaron todos en comitiva por Ocean Drive hacia un barco que había alquilado Gerhart Sneyers. El viento movía las hojas de las palmeras, pero aun así hacía suficiente calor como para sudar.

El cachorro se desconcentraba todo el rato; le brotaba una sonrisita burlona cada vez que veía algún musculitos haciendo footing por la orilla de la playa para quemar grasa y con los pantalones cortos metidos entre las nalgas para tener un bronceado uniforme.

El barco era un Fairline Squadron de 74 pies, cama doble en cubierta, motores Caterpillar dobles y una velocidad punta de 33 nudos.

—It’s what the celebrities want —dijo el cachorro con su inglés macarrónico mirando la cama de la cubierta—. No es precisamente para tumbarse a tomar el sol —aclaró.

Mauri, Inna y Gerhart Sneyers habían bajado al camarote. Mikael Wiik se disculpó y les siguió el paso.

Cuando llegó al salón se quedó parado después de atravesar la puerta.

Gerhart Sneyers estaba a punto de decir algo, pero hizo una pausa cuando apareció Mikael Wiik, lo bastante larga como para que Mauri tuviera tiempo de pedirle que se marchara. Pero Mauri permaneció callado y se limitó a echarle una mirada a Gerhart en señal de que podía continuar.

«Una demostración de fuerza —pensó Mikael Wiik—. Mauri decide quién puede estar y quién no. Gerhart está solo, Mauri tiene a Inna y a mí».

Inna le lanzó a Mikael la mirada más corta del mundo. Eres uno de los nuestros, nuestro equipo, los ganadores. Los peces gordos como Gerhart Sneyers van como locos por tener una reunión con nosotros.

—Lo dicho —le dijo Gerhart Sneyers a Mauri—. Llevamos tiempo con los ojos puestos en ti, pero quería ver qué rumbo tomabas en Uganda. No sabíamos si ibas a vender cuando terminara la prospección. Quería ver de qué madera estás hecho y he podido comprobar que de la buena. Los cobardes no se atreven a invertir en esas regiones, son demasiado inseguras. Pero glory to the brave, ¿no es cierto? ¡Por Dios, qué yacimiento! Allí pueden extraer oro hasta los niños con un palo de madera y un trapo, así que imagínate lo que podríamos hacer nosotros…

Hizo una pausa para que Mauri tuviera la oportunidad de decir algo, pero Mauri continuó callado.

—Ahora mismo eres propietario de grandes minas en África —continuó Sneyers—, así que nos sentiríamos halagados si quisieras entrar en nuestro pequeño… club de aventureros.

Está hablando del African Mining Trust, una unión de propietarios extranjeros de minas en África. Mikael Wiik los conoce de oídas por conversaciones de Inna y Mauri, y también les ha oído hablar de Gerhart Sneyers.

Gerhart Sneyers aparece en la lista negra de Human Rights Watch de compañías que negocian con oro sucio del Congo.

«Su mina en el oeste de Uganda es más bien una tapadera para blanquear dinero», había dicho Mauri. «Las guerrillas saquean minas en el Congo, Sneyers les compra oro a ellos y también a Somalia y luego lo vende como si lo hubiera extraído de sus minas en Uganda».

—Tenemos muchos intereses en común —prosiguió Gerhart Sneyers—. Construir infraestructura, dispositivos de seguridad. En caso de disturbios, los miembros del grupo pueden tomar un avión en menos de veinticuatro horas. Desde cualquier punto. Créeme, si hasta el momento no te has visto metido en algo así, ten por seguro que tarde o temprano te va a tocar, a ti o a tu personal. También trabajamos a largo plazo —dijo mientras rellenaba las copas de Mauri e Inna.

Inna se había terminado la suya, se la había cambiado a Mauri sin que nadie se diera cuenta y se había terminado también la de él. Gerhart Sneyers continuó hablando:

—Nuestro objetivo es meter a políticos europeos, americanos y canadienses en la junta directiva de nuestras empresas. Varias de las compañías madre del grupo cuentan con antiguos jefes de Estado entre sus directivos. También es una medida de presión. Ya sabes, son personas de gran influencia en los países que cooperan con el desarrollo. Sólo para que los negros no nos toquen las narices.

Inna se disculpó y preguntó por los servicios. En cuanto desapareció, Sneyers dijo:

—Vamos a tener problemas en Uganda. El Banco Mundial amenaza con congelar la ayuda para forzar unas elecciones democráticas, pero Museveni no está dispuesto a renunciar al poder. Y si se queda sin la ayuda tendremos un nuevo Zimbabwe. Ya no habría motivo para mantener buenas relaciones con Occidente y echarían a los inversores extranjeros de una patada. Y entonces nos quedaremos sin nada. Él se quedará con todo. Pero tengo un plan, aunque cuesta dinero.

—Veamos —dijo Mauri.

—Su primo Kadaga es general del ejército y han entrado en conflicto. Museveni cree que su primo no le es leal, lo cual es cierto, a decir verdad. Para reducirle el poder a Kadaga, Museveni está dejando de pagar los sueldos de sus soldados y tampoco les envía suministros. Sin embargo, Museveni tiene otros generales a los que sí apoya. La cosa ha llegado tan lejos que ahora Kadaga ni siquiera se acerca a Kampala por miedo a que lo encarcelen y que lo acusen de algún delito. Tiene montado todo un infierno allí arriba en el norte. El LRA y otros grupos están luchando contra tropas del gobierno para tomar el control sobre varias minas del Congo. Dentro de poco abandonaremos el norte de Uganda y entonces empezarán a luchar por esas minas. Para financiar sus guerras necesitan oro. Si el general Kadaga no puede pagar a sus soldados, se largarán con el mejor postor, otras tropas del gobierno o los grupos guerrilleros. Está dispuesto a negociar.

—¿El qué?

—Se le dan medios económicos para rearmarse en poco tiempo y entrar en Kampala.

Mauri miró receloso a Gerhart Sneyers.

—¿Un golpe de Estado?

—Quizá no. Para las relaciones internacionales es mejor que haya un régimen legal. Pero si Museveni fuese… eliminado, entonces se puede proponer un nuevo candidato para unas elecciones. Y ese candidato necesita el respaldo del ejército.

—¿Y de qué candidato se trata? ¿Cómo se puede saber que las cosas van a mejorar con un presidente nuevo?

Gerhart Sneyers sonrió.

—Evidentemente, no puedo decirte de quién se trata, pero nuestro hombre tendrá la sensatez de llevarse bien con nosotros. Sabría que nosotros fuimos los que decidimos el destino de Museveni y que podríamos decidir también el suyo. Y el general Kadaga lo apoyará. Si Museveni desaparece del mapa, los demás generales también se apuntarán. Al menos la mayoría. Museveni is a dead end. Así que… ¿contamos contigo?

—Lo voy a pensar —respondió.

—No tardes demasiado. Y mientras piensas, transfiere dinero a un lugar desde donde puedas pagar sin que se pueda vincular a ti. Te pasaré el nombre de un banco de lo más discreto.

Inna regresó de su visita al baño. Gerhart Sneyers volvió a llenar sus copas y soltó su último cartucho:

—Fíjate en China. Les importa una mierda que el Banco Mundial no preste dinero a Estados no democráticos. Se meten a hacer préstamos de miles de millones para proyectos de industrias en países en vías de desarrollo y con ello se convierten en propietarios de las crecientes economías futuras. No pienso quedarme sentado mirando. Ahora tenemos una oportunidad en Uganda y el Congo.

Mikael Wiik salió de su ensimismamiento cuando Ebba Kallis entró en la cocina. Todavía llevaba puesta la ropa de montar y se bebió un vaso de zumo de un trago sin sentarse.

Mauri levantó la mirada del periódico.

—Ebba —dijo—. Los invitados de la cena de mañana, ¿lo tienes todo listo?

Ebba asintió.

—Y también había pensado pedirte que te encargaras del funeral de Inna —añadió—. Su madre… bueno, ya sabes… Tardaría un año en hacer la lista perfecta de invitados. Además, doy por hecho que me tocará a mí pagar la cuenta, así que estaré contento si eres tú y no ella quien lo compra todo.

Ebba asintió otra vez. No quería, pero no le quedaba elección.

«Él sabe que no me quiero encargar del funeral —pensó—. Y me menosprecia porque lo hago de todos modos. Soy su empleada más barata. Encima, me tocará a mí aguantar cuando venga la madre con sus deseos imposibles. No quiero montar ningún funeral —pensó Ebba Kallis—. ¿No la podemos simplemente… tirar a una zanja o algo así?».

No siempre había sentido eso. Al principio, Inna la había seducido a ella también y la dejó fascinada.

Es una noche a principios de agosto. Mauri y Ebba se acaban de casar y se han mudado a Regla, pero Inna y Diddi todavía no se han instalado allí.

Ebba se despierta porque siente que alguien le está clavando la mirada. Cuando abre los ojos ve a Inna inclinada sobre su cama y con un dedo cruzándole los labios pidiendo silencio. Sus ojos brillan con travesura en la oscuridad.

Inna está empapada y la lluvia sigue azotando la ventana. Mauri murmura algo en sueños y se da la vuelta. Inna y Ebba se miran conteniendo la respiración hasta que Mauri vuelve a respirar de manera pausada y constante. Entonces Ebba sale con cuidado de la cama y sigue los pasos de Inna mientras bajan a hurtadillas hasta la cocina.

Se quedan allí sentadas. Ebba va a buscar una toalla para que Inna se seque el pelo, pero no quiere ropa seca. Descorchan una botella de vino.

—Pero ¿cómo has entrado? —le pregunta Ebba.

—He subido hasta la ventana de vuestro dormitorio. Era la única que estaba abierta.

—Estás loca. Te podrías haber partido la crisma. ¿Y la verja? ¿Y el vigilante?

Un herrero de la localidad justo acaba de instalar las puertas de hierro automáticas, así que Inna no tiene mando en el coche y el muro que rodea la casa solariega mide dos metros de altura.

—He aparcado el coche fuera y he trepado por encima del muro. Mauri quizá debería considerar cambiar de empresa de seguridad.

De pronto un rayo ilumina la noche exterior y el trueno llega apenas pasados unos segundos.

—Vamos a bañarnos al lago —dice Inna.

—¿No es peligroso?

Inna sonríe y se encoge de hombros.

—Sí.

Bajan corriendo al embarcadero. Hay dos en el recinto de la propiedad: el viejo está un poco más allá y para llegar hay que cruzar un bosque bastante espeso. Ebba ha pensado construir una pequeña casa de baños en el futuro. Tiene muchos planes para Regla.

La lluvia cae a cántaros. El camisón de Ebba queda empapado y se le pega en los muslos. Cuando llegan al embarcadero se desnudan. Ebba es delgada y tiene poco pecho, Inna guarda las curvas de una estrella de cine de los años cincuenta. Los rayos atraviesan el cielo y los dientes de Inna brillan blancos en la oscuridad y la lluvia. Se tira de cabeza desde el embarcadero mientras Ebba se queda de pie tiritando en el último travesaño. La lluvia azota la superficie del agua y parece que el lago esté hirviendo.

—¡Salta! ¡Está caliente! —grita Inna agitando las piernas en el agua.

Y Ebba se tira.

El agua está increíblemente caliente y el frío se le pasa de golpe.

Es una sensación mágica. Nadan en el agua como dos criaturas, de aquí para allá, se zambullen y vuelven a salir resoplando. La lluvia les golpea la cabeza, el aire de la noche es fresco, pero bajo la superficie el agua está caliente y es agradable como en una bañera. La tormenta se les concentra encima hasta el punto de que Ebba apenas tiene tiempo de ver el rayo cuando suena el trueno.

«A lo mejor me muero aquí», piensa.

Y en ese momento no le importa demasiado.

Ebba se sirvió un café largo y un plato grande de macedonia de fruta. Mauri y Mikael Wiik estaban hablando sobre los preparativos de seguridad de cara a la cena que se estaba preparando para el viernes. Los invitados eran visitantes que venían del extranjero. Ebba desconectó de la conversación y dejó que volvieran los recuerdos sobre Inna.

Al principio habían sido amigas. Inna había logrado que Ebba se sintiera de lo más especial.

Nada une más a dos mujeres que compartir experiencias que hayan tenido con sus madres locas. Las suyas estaban obsesionadas con la familia y coleccionaban un montón de basura. Inna le habló de los armarios de la cocina de su madre, que estaban repletos de vajilla de las Indias Orientales arreglada con pegamento y grapas de metal. Y, aparte, todos los fragmentos sueltos que no se podían tirar por nada del mundo. Ebba había contraatacado con la biblioteca de Vikstaholm, a la que a duras penas se podía entrar. Allí había estanterías metálicas puestas de cualquier manera colmadas de libros viejos y manuscritos de los que nadie se podía ocupar y que despertaban remordimientos de conciencia porque todos sabían que los habían toqueteado sin guantes, que las avispas se zampaban la celulosa y se iban deteriorando cada vez más con el paso de los años.

—Yo no quiero quedarme con toda aquella mierda —se rió Ebba.

Inna ayudó a que Ebba le quitara a su madre de la cabeza lo de deshacerse de parte de la herencia cultural a cambio de cierta compensación económica, ya que le hizo ver que el yerno tenía dinero.

«Era como una hermana y mi mejor amiga», pensó Ebba.

Después las cosas cambiaron, cuando Ebba y Mauri tuvieron a su primer hijo. Él empezó a viajar más que antes y cuando estaba en casa se pasaba el día hablando por teléfono o se sumía en sus pensamientos.

Ella nunca logró comprender que no se interesara por su propio hijo.

—Esta etapa no se repetirá nunca —le dijo—. ¿No lo entiendes?

Recordó sus intentos frustrados de hablar con él. A veces se sentía enfadada y acusadora, a veces pedagógica y tranquila. Él no cambiaba nunca.

Las reformas de la casa de Inna y Diddi terminaron y finalmente se mudaron a Regla.

Inna perdió el interés por Ebba al mismo tiempo que Mauri.

Están en una fiesta para relacionarse con gente en la embajada americana. Inna está en la terraza hablando con un grupo de hombres de mediana edad. Lleva un vestido escotado y tiene una carrera en la media negra. Ebba se acerca al grupo, ríe alguna broma y le dice discretamente al oído a Inna:

—Se te ha hecho una carrera en la media. Tengo unas extra en el bolso, vamos al baño y te cambias.

Inna le lanza una rápida mirada impaciente y molesta.

—No seas tan insegura —le suelta irritada.

Después vuelve su atención hacia los demás y mueve el hombro lo justo para que Ebba casi se quede a su espalda.

Con eso queda excluida de la conversación y se aleja para buscar a Mauri. Echa de menos a su bebé. No debería haber ido.

Tiene la extraña sensación de que Inna se ha metido en el baño para romperse la media a propósito. Una carrera así le corta el aliento a cualquier mujer que la vea, pero los hombres no se fijan. Y, como de costumbre, Inna es de lo más abierta y natural.

«Es una señal —piensa Ebba—. Esa carrera en la media. Es una señal».

Lo que no entiende es de qué ni para quién.

Ebba se incorporó para servirse otra taza de café y en ese instante alguien hizo sonar la aldaba del portón de entrada y se oyó un «hola» desde el recibidor. Era la voz de Ulrika, la esposa de Diddi.

Un segundo más tarde apareció en el umbral de la puerta con el bebé apoyado en la cadera. Se había recogido el pelo en un moño para que no se viera lo sucio que lo llevaba. Tenía los ojos enrojecidos.

—¿Sabéis algo de Diddi? —preguntó con voz quebradiza—. El lunes, después de que fuerais a Kiruna, no volvió a casa, y no ha aparecido desde entonces. He intentado llamarle al móvil, pero… —negó con la cabeza—. A lo mejor debería llamar a la policía.

—En absoluto —dijo Mauri Kallis sin levantar la vista del periódico—. Lo último que necesito es llamar la atención de esa manera. El viernes por la tarde vienen representantes del African Mining Trust…

—¡Estás loco! —gritó Ulrika.

La criatura que llevaba en brazos se echó a llorar, pero ella no parecía darse cuenta.

—No he sabido nada de él, ¿lo entiendes? Y a Inna la han asesinado. Sé que le ha pasado algo, lo presiento. Y mientras, ¡tú solo piensas en tus cenas de negocios!

—Esas «cenas de negocios» son las que te llevan la comida a la mesa y las que te pagan la casa en la que vives y el coche que llevas. Y sé muy bien que Inna está muerta. ¿Soy mejor persona si me olvido de todo y dejo que nos hundamos como si nada? Hago todo lo posible por mantenerme entero, y lo mismo con esta empresa. ¡No como Diddi! ¿Estamos de acuerdo?

Mikael Wiik tenía los ojos clavados en su zumo y hacía como si no estuviera presente. Ebba Kallis se puso de pie.

—Bueno —dijo como una madre.

Se acercó a Ulrika y le cogió al bebé para que se calmara.

—Pronto volverá a casa, lo prometo. Quizá sólo necesite estar a solas unos días. Ha sido un shock. Para todos.

Lo último lo dijo mirando a Mauri, quien seguía con la mirada fija en el periódico pero aparentemente no lo leía.

«Si pudiera escoger entre caballos y personas —pensó Ebba Kallis—, no tardaría ni medio segundo en decidirme».