Como era habitual, Anna-Maria Mella se despertó porque Gustav le daba patadas en la espalda.
Miró el reloj. Las seis menos diez. De todas formas dentro de poco sería la hora de levantarse. Atrajo hacia sí a su hijo y le apretó la nariz contra el pelo. Gustav se volvió hacia ella. Estaba despierto.
—Hola mamá —la saludó.
Al otro lado del niño gruñía Robert, que se tapó la cabeza con el edredón en un inútil intento de robar unos cuantos minutos más de sueño.
—Hola, amigo mío —le respondió Anna-Maria fascinada.
¿Cómo podía ser alguien tan precioso? Le acarició su suave pelo de niño y lo besó en la frente y en los labios.
—Te quiero —le dijo—. Eres el más guapo del mundo.
Él también le acarició el pelo y de pronto se puso serio, le tocó con cuidado alrededor de los ojos y dijo preocupado:
—Mamá, estás rota del todo.
Debajo del edredón al otro lado se oyó una risa ahogada mientras se veía que el cuerpo de Robert saltaba arriba y abajo.
Anna-Maria intentó darle una patada a su marido pero era difícil porque Gustav estaba en medio como un muro protector.
En ese mismo momento sonó su teléfono.
Era el inspector de policía Fred Olsson.
—¿Te he despertado? —preguntó.
—No, ya he tenido una auténtica wake up call —respondió riendo Anna-Maria que intentaba todavía darle una patada a Robert, a la vez que Gustav trataba de meterse debajo del edredón con su padre.
Robert se había enrollado en él y hacía todos los esfuerzos del mundo para que nadie lo destapara.
—Has dejado dicho que quieres oír las malas noticias de inmediato.
—No, qué va —se reía Anna-Maria saliendo de la cama de un salto—. Yo nunca he dicho eso y hoy ya me han dado la peor noticia del año.
—¿Qué es lo que está pasando por ahí? —preguntó Fred Olsson—. ¿Es que estáis de fiesta? Escucha lo que te digo: el hombre con la gabardina de color claro…
—John McNamara.
—John McNamara. No existe.
—¿Qué quieres decir con que no existe?
—Has recibido un fax de la policía británica. El John McNamara que alquiló un coche en Kiruna murió hace un año y medio en Iraq.
—Voy enseguida —dijo Anna-Maria—. ¡Joder!
Se puso la ropa y al edredón viviente le dio una palmadita de despedida.