Rebecka cenó por la noche en casa de Sivving. Estaban en la sala de la caldera. Rebecka, junto a la mesita de fórmica, veía a Sivving preparar la cena en el pequeño hornillo eléctrico. Ponía rodajas de masa de pescado en una cazuela de aluminio y las calentaba con cuidado con un poco de leche. En una olla al lado cocía patatas variedad almendra. Sobre la mesa había bollitos de pan seco en una cesta hecha de finas láminas de madera y un paquete de margarina salada marca Bregott. El aroma de la comida se mezclaba con el olor de los calcetines de lana recién lavados que estaban tendidos en una cuerda.
—Vaya fiesta —exclamó Rebecka—. ¿O qué dices tú, Bella?
—Ni se te ocurra —le dijo Sivving de forma apagada a su hembra vorsteh, a la que le había ordenado que se quedara tumbada en su sitio al lado de la cama de él.
De los lados de la boca le caían dos hilillos de saliva. Sus ojos marrones testificaban un hambre al borde de la muerte.
—Después te daré mis restos —le prometió Rebecka.
—No hables con ella. Lo interpreta como que tiene permiso para salir de su sitio.
Rebecka sonrió. Miraba la espalda de Sivving. Era un ser fantástico. El pelo, que no lo tenía ralo aunque blanco como la seda y algo más fino que antes, le salía de la cabeza como una esponjosa cola de zorro. Llevaba unos pantalones del economato militar, metidos en unos gruesos calcetines de lana. Maj-Lis tenía que haber tejido una gran cantidad de ellos antes de morir. Y sobre la imponente barriga, llevaba una camisa de franela. Encima se había puesto un delantal de Maj-Lis, y como no le alcanzaba a abrochárselo detrás, se había metido las cintas en los bolsillos traseros del pantalón para mantenerlo sujeto.
La parte de arriba de la casa, Sivving la había decorado toda con motivos navideños. En cada ventana había puesto una lámpara en forma de estrella, en la ventana de la cocina otra estrella de cartón color naranja que había conseguido en el supermercado ICA, y en la sala de estar una estrella hecha de paja en trabajos manuales. Había sacado los duendes navideños, candelabros de adviento y los mantelitos bordados de Maj-Lis. Dentro de poco, todo volvería a las cajas de cartón que subía a la buhardilla. Los manteles no hacía falta lavarlos, ya que no comía nunca sobre ellos. En la parte de arriba de la casa nada se ensuciaba.
Abajo, en la sala de la caldera donde se había trasladado a vivir, todo seguía igual. Nada de mantelitos y nada de duendecillos sobre la cómoda.
«Me gusta esto —pensó Rebecka—. Que todo sea igual. Las mismas cazuelas y los mismos platos en el estante de la pared. Todo tiene una función. La colcha no deja pasar los pelos del perro a las sábanas cuando Bella se sube encima a escondidas. La alfombra de trapo porque el suelo está frío, no como adorno». Se dio cuenta de que se había acostumbrado. Ya no pensaba que era raro que Sivving se hubiera trasladado a vivir al sótano.
—Vaya historia lo de Inna Wattrang —comentó Sivving—. Todos los días sale en primera página.
Antes de que Rebecka tuviera tiempo de contestar, sonó su teléfono. El número empezaba por el 08 de Estocolmo. En pantalla vio que era del bufete de abogados.
«Måns», pensó Rebecka y se inquietó tanto que se puso de pie de golpe.
Bella aprovechó la ocasión para levantarse también. En medio segundo estaba delante de la cocina.
—Vete de aquí —la riñó Sivving.
Y a Rebecka le dijo:
—Dentro de cinco minutos están listas las patatas.
—Un minuto —le respondió Rebecka y salió hacia las escaleras. Cuando cerraba la puerta del sótano, oyó la voz de Sivving que ordenaba: «Vete a tu cama».
No era Måns, era Maria Taube.
Maria Taube todavía trabajaba para Måns. En otra vida ella y Rebecka habían sido compañeras.
—¿Qué tal? —preguntó Rebecka.
—Una catástrofe. Vamos a subir hasta Riksgränsen a esquiar con el bufete. ¿Oyes lo que digo? ¿Qué ideas son ésas? ¿Qué tiene de malo ir a un sitio donde haga calor a tomar el sol y beber copas con sombrilla? ¡Estoy en baja forma! Bueno, por lo menos mi hermana me deja el equipo de esquiar pero parezco una salchicha de las más gordas. Y eso que en Navidad pensé que pasadas las fiestas haría dieta y que podría adelgazar medio kilo a la semana. Como de todas formas después iba a hacer régimen y me quedaría delgadísima, pues en Navidad me puse las botas. De golpe estábamos en Año Nuevo y enero llegó y pasó en un suspiro y pensé empezar a adelgazar en febrero y si bajo un kilo a la semana…
Rebecka se echó a reír.
—… y ahora sólo quedan cuatro días —continuó Maria Taube—. ¿Qué crees? ¿Puedo adelgazar tres kilos?
—Los boxeadores suelen pasar un buen rato en la sauna.
—Humm, gracias por la idea. De verdad. «Muere en la sauna. Le dio tiempo de llamar al Libro de Récords Guiness». Y tú ¿qué haces?
—¿En estos momentos o en el trabajo?
—En estos momentos y en el trabajo.
—En estos momentos voy a cenar en casa de mi vecino y en el trabajo estoy estudiando un poco la empresa Kallis Mining para la policía.
—¿Inna Wattrang?
—Si.
Rebecka cogió aire.
—Por cierto —dijo—. Måns me envió un e-mail para decirme que subiera hasta Riksgränsen a tomar una copa cuando estéis vosotros.
—Oh, me encantaría. Por favor, ven a vernos.
—Humm.
«¿Y qué le digo ahora? —pensó Rebecka—. ¿Le pregunto si cree que le gusto?».
—¿Cómo está el jefe?
—Seguro que bien, me imagino. La semana pasada tuvieron una importante negociación en el caso de una compañía eléctrica. Y le fue bien, así que ahora está bastante humano. Antes de eso estaba… pues que pasábamos por delante de su puerta rezando para que no nos viera.
—Y los demás, ¿qué tal?
—No sé. Aquí no pasa nada. Bueno, sí, Sonja Berg se prometió el sábado pasado con un viajante de comercio.
Sonja Berg era la secretaria más antigua de Meijer & Ditzinger. Estaba separada y tenía dos hijos. La empresa había tenido la alegría de ver que el pasado año la cortejaba un hombre con un coche tan bonito y un reloj tan caro como los socios del bufete. El pretendiente era representante de calendarios y papel. Sonja se refería a él como su «viajante de cositas».
—¡Ohhh!, explica, explica —le pidió Rebecka expectante.
—¿Qué te puedo decir? Cuando le pidió la mano fueron a cenar al Grands Franska y la piedra del anillo, bueno, para que me entiendas, era tan grande como para llevar el brazo en cabestrillo. ¿Subirás hasta Riksgränsen?
—A lo mejor.
Maria Taube era buena persona. Sabía que no era por ella, sino por Rebecka. Desde que salió del hospital, se habían visto dos veces. Fue cuando Rebecka se sentía deprimida y vendió su piso. Maria la invitó a cenar a su casa.
—Prepararé algo sencillo —le dijo—. Y si no te apetece ver a gente o a mí, ya sabes, si sientes que te quieres quedar en casa fumando hasta que te quemes por dentro, me llamas y lo dejamos correr. Lo que tú quieras.
Rebecka se echó a reír.
—Estás loca, no puedes hacerme esas bromas, porque estoy al límite. ¿Lo entiendes? Tienes que ser extra buena, extra buena y extra dulce conmigo.
Cenaron juntas, y la noche anterior al viaje de Rebecka a Kiruna estuvieron en el Sturehof tomando unas copas.
—¿No vas a subir al bufete a despedirte?
Rebecka negó con la cabeza. Con Maria Taube iba bien, todo iba bien con ella siempre, pero era completamente imposible exponerse ante todo el bufete de abogados. Y, tal y como se encontraba, tampoco quería ver a Måns. La cicatriz que le iba desde la nariz al labio aún se veía mucho. Roja y brillante. El labio superior había quedado un poco subido, así que parecía que llevara debajo una porción de tabaco picado o que tuviera el labio un poco leporino. Quizá la volvieran a operar, todavía no estaba decidido. Además, se le había caído un montón de pelo.
—Prométeme que mantendremos el contacto —le había pedido Maria Taube cogiéndole las dos manos.
Y lo habían mantenido. Maria Taube a veces la llamaba. Rebecka se ponía contenta pero ella nunca le devolvía la llamada. Parecía que así funcionaban bien. Maria no dejaba de llamar porque le tocara hacerlo a Rebecka.
Acabó la conversación telefónica con Maria Taube y bajó corriendo a la sala de la caldera. Sivving acababa de poner la comida en la mesa.
Comieron y dejaron que la comida les acallara la boca.
Pensó en Måns Wenngren. Cómo sonaba su risa. Las caderas tan estrechas que tenía. Los rizos de su oscuro pelo. Lo azules que eran sus ojos.
Si ella hubiera sido una tía buena y no fuera incapaz para las relaciones además de estar loca, se lo habría llevado a su casa hacía tiempo.
«No elegiría ningún otro», pensó.
Quería ir hasta Riksgränsen y verlo. Pero ¿qué se iba a poner? Tenía el armario lleno de bonitos vestidos y trajes para ir al trabajo pero ahora necesitaba algo diferente. Téjanos, estaba claro. Tenía que comprarse unos nuevos y alguna otra cosilla. Además, tenía que cortarse el pelo.
Seguía pensando en ello cuando se acostó por la noche.
«No debe parecer que me he esforzado en ponerme guapa —pensó—. Pero tiene que ser algo bonito. Quiero que le guste lo que vea».