—Claro que me acuerdo de un cliente con una gabardina de ésas.
Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke estaban en el aeropuerto de Kiruna hablando con un chico del alquiler de coches. Tenía unos veinte años y mascaba chicle de forma intensiva mientras buscaba en el archivo de su memoria. Tenía bastante acné en las mejillas y en el cuello. Anna-Maria intentaba no mirar un grano maduro, como una larva blanca saliendo de un cráter lunar de bordes rojos. Le puso delante su teléfono móvil. Tenía cámara y le enseñaba la imagen de la gabardina que los buzos habían encontrado debajo del hielo del lago Torneträsk.
—Recuerdo que pensé que iba a pasar frío.
Se echó a reír.
—¡Extranjeros!
Anna-Maria y Sven-Erik se quedaron callados. Esperaban sin preguntar. Era mejor que recordara libremente sin ser dirigido. Anna-Maria asintió con la cabeza animándolo y anotó en su memoria: «Extranjero».
—No pudo ser la semana pasada porque estuve en casa con la gripe. Espera un momento…
Hizo algo con el ordenador y volvió después con un formulario cumplimentado.
—Aquí está el contrato.
«Es increíble —pensó Anna-Maria—. Lo vamos a detener».
Casi no se podía contener hasta que pudo ver el nombre.
Sven-Erik se puso los guantes y pidió el formulario.
—Extranjero —dijo Anna-Maria—. ¿Qué idioma hablaba?
—Inglés. Sólo sé ése así que…
—¿Algún acento?
—No y sí.
Cambió el chicle de lugar y se lo puso entre los dientes de delante; la mitad le salía de la boca con lo que la velocidad al masticar iba cambiando. Anna-Maria se puso a pensar en una máquina de coser que va clavándose en un trozo de tela blanco.
—En realidad, británico. Aunque no ese inglés esnob, más… como de working class. Bueno —dijo asintiendo con un gesto de aprobación consigo mismo—. Sí, porque no estaba muy de acuerdo con la larga gabardina y los zapatos. A mí me pareció que parecía un poco ajado aunque estaba muy moreno.
—Nos quedamos con el contrato —le informó Sven-Erik—. Te quedas una copia pero, por favor, no hables de esto con los periodistas. Y queremos todos los datos que tengas en el ordenador, cómo pagó, bueno, lo que haya.
—Y necesitamos el coche —añadió Anna-Maria—. Si está alquilado haz que lo traigan y le das al cliente otro.
—Es por Inna Wattrang, ¿verdad?
—Cuando devolvió el coche, ¿llevaba la gabardina puesta? —preguntó Anna-Maria.
—No lo sé. Creo que dejó la llave en el buzón.
Puso en marcha el ordenador.
—Sí, probablemente cogió el avión del viernes por la noche. O quizá el que sale pronto el sábado.
«En ese caso quizás alguna azafata lo haya visto sin gabardina», pensó Anna-Maria.
—Damos el aviso del hombre del contrato —le dijo Anna-Maria a Sven-Erik cuando estaban de nuevo sentados en el coche—. John McNamara. Que nos ayude la Interpol en los contactos con los británicos. Después, el laboratorio puede ver si la sangre de la gabardina es de Inna Wattrang y si pueden hacer una prueba de ADN con ella…
—No es del todo seguro porque ha estado en el agua.
—En ese caso que haga la prueba el laboratorio Rudbeck de Uppsala. Tiene que poderse relacionar a ese hombre con la gabardina. No es suficiente con que haya alquilado un coche cuando ella fue asesinada.
—Si no se encuentra nada en el coche…
—Los de la Científica tendrán que revisarlo.
Se volvió hacia Sven-Erik y sonrió abiertamente. Él apretó los pies contra el suelo del coche en una búsqueda instintiva del freno. Quería que mirara la carretera cuando conducía.
—Joder, qué deprisa hemos trabajado —le dijo Anna-Maria apretando el acelerador de lo contenta que estaba—. Y lo hemos hecho solitos, sin los de la Criminal Nacional. De cojones.