Mauri Kallis estaba de cuclillas en la habitación que Ester tenía en la buhardilla. Ojeaba sus pinturas y dibujos, que estaban en dos cajas de cartón de esas de mudanzas. Inna le había conseguido óleos, lienzos, caballete, pinceles, blocs de acuarelas. Todo top of de Une.
—¿Te falta alguna cosa? —le preguntó a la joven Ester que estaba allí minúscula con sus maletas.
—Pesas —respondió Ester—. Pesas y una barra.
Ahora Ester estaba tumbada de espaldas sobre un banco levantando pesas, mientras Mauri revolvía en las cajas de cartón.
«El día que vino yo tenía un miedo atroz», pensó.
Inna le había llamado para explicarle que ella, Ester y la tía de Ester estaban en camino. Mauri se paseó por su despacho, arriba y abajo, pensando en cómo se sintió en el entierro de su madre. Sus hermanas, que tanto le recordaban a ella. Y ahora se iba a arriesgar a encontrarse con su madre en cualquier momento. Iba a ser como la ruleta rusa cada vez que asomara la nariz por la puerta de su dormitorio.
—Estoy ocupado —le dijo a Inna—. Enséñale la propiedad. Te llamaré cuando podáis venir.
Al final se armó de valor y llamó.
Y todo él fue un suspiro de alivio cuando apareció por la puerta. Tenía aspecto de india. No había huella ninguna de su madre.
La tía se sintió obligada a explicarse:
—Gracias por hacerte cargo de ella. Hubiera deseado poder hacerlo yo pero…
Y Mauri, casi confundido, cogió a Ester de la muñeca.
—Naturalmente —dijo—, naturalmente.
Ester miraba a Mauri de reojo. Otra vez miraba sus dibujos. Si volviera a dibujar, se pintaría a sí misma en su cabeza, levantando pesas y encima a Mauri con las cajas de cartón en los brazos. Lo levantaba a él y a su curiosidad. Lo llevaba encima sin que se viera nada. Desplazaba el dolor al pectoral mayor, al tríceps de Bracchi. Levantaba, nueve…, diez…, once…, doce.
«Aun así, lo quiero tener aquí», pensó. «A mi lado debe tener un lugar donde descansar. Ésa es la idea».
Cuando Mauri repasaba los dibujos de Ester, veía otra vida. Se preguntaba qué hubiera sido de él si hubiera ido a parar allí arriba cuando era bien pequeño. Una excursión a una vida alternativa.
Los motivos eran casi todos traídos de la casa de su infancia, la antigua estación de ferrocarril de Rensjön. Separó unos dibujos hechos a lápiz de su familia de acogida. La madre estaba haciendo tareas de casa u ocupada en la cerámica. Estaba el hermano que arreglaba la motonieve en verano, un montón de delicadas flores silvestres lo encuadraban a él y al vehículo, llevaba un mono azul de trabajo y una gorra con un logo. El padre arreglaba la valla de los renos al otro lado de la vía, cerca del lago, donde estaban los renos de carga. Y, por todas partes, en casi todos los dibujos, los musculosos perros lapones con su brillante pelo y sus rabos enrollados.
Ester se esforzaba en poner la barra de las pesas en su base porque tenía los brazos acabados. No le prestaba atención ninguna, casi parecía que se había olvidado de que él estaba allí. Resultaba agradable poder estar allí sentado un rato.
Volvió a hojear los bocetos de Nasti en la jaula.
—Me gusta este hámster —dijo él.
—Es un lemming —le corrigió Ester sin mirarlo.
Mauri observó al lemming. La ancha cabeza con los ojos negros como botones. Las pequeñas patas. Consciente o inconscientemente, Ester las había hecho muy humanas. Eran como pequeñas manos.
Nasti sentado en las patas de atrás y asido a la jaula con las de delante. La parte trasera de Nasti cuando se agacha sobre el cuenco de la comida. Nasti de espaldas sobre el serrín del suelo con las patas arriba. Frío y muerto. Como solía ocurrir en sus dibujos, había algo más aparte del motivo en sí. Una sombra. Un trozo de periódico fuera de la jaula.
Ester se puso boca abajo para hacer levantamiento de espaldas. Fue su padre quien llevó a casa a Nasti. Lo encontró en el lago. Mojado y casi muerto. Su padre se lo metió en el bolsillo y le salvó la vida. Vivió con ellos ocho meses. Uno aprende a querer a alguien en mucho menos tiempo.
«Entonces lloré —pensó Ester—, pero ella me enseñó para qué se pueden utilizar los dibujos».
—Píntalo —le dice su madre.
Su padre y Antte aún no han llegado a casa. Me doy prisa en sacar papel y lápiz. Ya después de la primera línea se tranquiliza aquella sensación tan fuerte. La pena se apaga y se calla dentro del pecho. La mano utiliza el corazón y el sentimiento. El llanto deberá apartarse.
Cuando mi padre vuelve a casa lloro un poco más, por la oportunidad de llamar la atención. El dibujo de Nasti muerto ya está en el fondo de mi caja de cartón en el taller. Mi padre me consuela. Me puedo sentar en sus rodillas. Antte no se preocupa. Es demasiado mayor para sentir pena por un lemming.
—Sabes —dice su padre—. Son muy sensibles. No pueden hacer frente a todos los bacilos que hay por ahí. Lo pondremos en una caja de madera y lo enterraremos en verano.
Las semanas siguientes hago tres dibujos de la caja de madera. En el tejado hay un montón de nieve. La negra oscuridad se ve al otro lado de los cristales helados de las alargadas ventanas. Sólo mi madre y yo comprendemos que en realidad son dibujos de Nasti. Está allí en una caja.
—Deberías volver a pintar.
Ester cambia las pesas de la barra. Se mira las piernas. Los muslos empiezan a verse un poco más gruesos. Quadriceps femoris. Tiene que comer más proteínas.
Mauri busca unos dibujos de la tía de Ester. La hermana de su madre de acogida. En uno de ellos estaba sentada junto a la mesa de la cocina mirando desanimada el teléfono. En otro estaba tumbada en el sofá de la cocina leyendo una novela con una expresión de satisfacción. En una mano aguanta un cuchillo típico de la zona de Mora, en el que tiene clavado un trozo de carne seca.
Está a punto de preguntarle a Ester si sabe algo de su tía, pero se abstiene. Aquella gente es demoníaca, tanto la tía como el padre.
Ester dobla las rodillas por debajo de la barra de pesas. Mira a Mauri. La pequeña arruga que se le forma en el entrecejo. No debería estar enfadado con su tía. ¿Adónde va a ir su tía cuando necesite irse de su casa? Al igual que Ester, ella tampoco tiene otro sitio adonde ir.
De vez en cuando mi tía aparece por Rensjön para vernos. Todo suele empezar con una conversación telefónica con mi madre.
Ha estado llamando toda la semana. Mi madre ha ido con el teléfono pegado a la oreja sujetándoselo con el hombro e intentando que le llegara el cable.
—Humm —dice al teléfono mientras intenta alcanzar algún plato sucio, el cubo de la basura o el cuenco de los perros. No se puede quedar quieta sentada y hablar, es imposible.
A veces dice:
—¡Es un idiota!
Pero casi siempre está callada. Escucha durante un buen rato. Oigo que mi tía llora desconsolada al otro lado de la línea. A veces maldice.
Le voy a buscar a mi madre un alargo. Mi padre se irrita. Se siente invadido por esas conversaciones telefónicas sin fin. Cuando suena el teléfono, se levanta y abandona la cocina.
Así que un día mi madre dice:
—Va a venir Marit.
—Vaya, así que ya estamos otra vez —se resigna mi padre.
Se pone el mono para ir en motonieve y desaparece sin decirle a nadie adonde va y vuelve a casa mucho después de la cena. Mi madre le calienta la comida en el micro. Están callados. Si no fuera porque hace tanto frío en el resto de la casa, Antte y yo nos iríamos al taller o a la buhardilla, donde todo está desordenado. Allí, la ropa tendida se ha quedado tiesa por el frío y el hielo ha formado dibujos como helechos en los cristales de las ventanas.
Pero nos quedamos en la cocina. Mi madre friega los platos. Le veo la espalda y miro el reloj de pared. Al final Antte se levanta y pone la radio. Después va a la sala de estar, enciende la tele y se pone a jugar a fútbol con el ordenador. Sin embargo, el silencio supera todos los sonidos. Mi padre fulmina el teléfono con la mirada.
De todas formas, yo me alegro. Mi tía es un pájaro bonito. Lleva un bolso lleno de cosméticos y perfume que puedo probar si lo hago con cuidado. Mi madre es diferente cuando mi tía está en casa. Se ríe a menudo de un montón de tonterías.
Si todavía pudiera dibujar, reharía todos los dibujos que he hecho de ella. Tendría el aspecto que ella deseaba tener. La cara de una niña pequeña, la boca más tierna. Menos trazos entre las cejas y alrededor de la nariz y de la boca. Y no haría caso de la red en forma de abanico de finas arrugas que van desde la parte exterior de los ojos hasta los pómulos. El delta de las lágrimas.
Viene en tren desde Estocolmo. Tarda una tarde, una noche y medio día.
Estoy en la sala de estar del piso de arriba, donde mis padres duermen por la noche en un sofá-cama. Antte duerme en el sofá de la cocina. Sólo yo tengo habitación propia. Un cuartucho con sitio para una cama y una silla.
Hay una pequeña ventana que está tan alta que me tengo que subir a la silla para ver fuera. Allí estoy subida a veces y miro a los trabajadores del ferrocarril que llevan monos de trabajo de color amarillo y arreglan los cambios de vías. Yo tengo habitación propia porque soy una hija de acogida.
Pero ahora estoy en la sala de estar con la nariz apretada contra la ventana. Si cierro los ojos puedo ver a mi tía.
Estamos en mitad del invierno. Estocolmo es de color sepia y ocre en el papel de acuarela que se ha mojado con la lluvia. Hay unos troncos de árbol negros por el agua; delgadas líneas de tinta.
La veo en el tren. A veces fuma a escondidas en el lavabo. Si no, se sienta a mirar por la ventana. Casa tras casa. Bosque tras bosque. El alma con la sensación de volver a casa.
A veces mira el móvil. No hay cobertura. Igual él ha intentado llamarla. Se oye el sonido de aviso de los pasos a nivel, donde los coches esperan en fila.
Sólo tiene dinero para billete con asiento. Se pone el abrigo encima como si fuera una manta y se duerme vuelta hacia la ventana. Los radiadores eléctricos van a toda marcha. Huele a polvo quemado. Los pies y los delgados tobillos dentro de las medias de nylon salen por debajo del abrigo, descansan sobre el asiento de enfrente y le explican algo delicado y vulnerable. El tren se inclina, susurra y hace ruido. Es muy parecido a la vida antes del nacimiento.
Mi madre y yo la esperamos en el andén de Rensjön. Mi tía es la única que se apea. No han quitado la nieve. Caminamos con dificultad por encima. El atardecer tiene un color azul oscuro. Debajo de las maletas se pega una lámina de nieve.
Va demasiado pintada y la voz es demasiado alegre. Habla y anda a pasitos cortos sobre la profunda nieve. Con el abrigo de Estocolmo y aquellos zapatos se hiela de frío. Tampoco lleva gorro. Yo arrastro la maleta que deja una profunda huella en la nieve.
Mi tía se ríe contenta cuando ve la casa. En una de las alas, la nieve está a la altura de la ventana del piso de arriba. Mi madre le explica que hace quince días mi padre tuvo que salir por aquella ventana del piso de arriba, y que él y Antte tardaron cuatro horas en desenterrar la puerta.
Mi tía trae regalos. Un caro bloc de acuarela para mí con las páginas encuadernadas.
Mi madre me dice que no lo gaste todo de una vez y después reprende a mi tía: «Es demasiado caro».
Al principio mi tía quiere comer lo que ella y mi madre comían cuando eran pequeñas. Mi madre hace reno ahumado, morcillas, tortitas de sangre y tiras de carne de alce y por la noche mi tía corta la carne seca en delgadas lonchas y come mientras habla. Y bebe vino y licor que ella ha traído como regalo.
Mi padre pone la calefacción en la sala de estar y por la noche se va allí a ver la televisión. Mi madre y mi tía se quedan en la cocina a hablar. Ésta suele llorar pero, en mi familia, esas cosas hacemos como si no las viéramos.
—Siempre estás de un lado a otro —le dice mi padre cuando entra en la cocina a llenar el vaso de whisky de mi tía—. Igual deberías comprarte una caravana.
Mi tía no hace ningún gesto pero puedo notar que los iris de sus ojos se convierten en dos agujas.
—No sé elegir a los hombres —responde con una voz engañosa y suave—. Yo creo que es herencia por parte de madre.
Por la noche pone a cargar el móvil. Apenas se atreve a salir a dar una vuelta porque entonces el teléfono se enfría y la batería deja de funcionar.
Una noche suena el teléfono y es el cabrón con pintas. Mi tía habla bajito en la cocina. Mucho rato. Mi madre nos dice que vayamos a jugar. Jugamos casi dos horas en la oscuridad. Hacemos una cueva en un montón de nieve. Los perros también cavan como locos.
Cuando podemos entrar, mi tía ya ha acabado de hablar. Escucho mientras me quito el mono de invierno y las botas.
—No lo entiendo —reconoce mi madre—. Que puedas aceptarlo de nuevo. Sólo necesita chascar los dedos. Vaya desperdicio de energía el tuyo.
—Desperdicio de energía —repite mi tía—. ¿Qué es más importante que esforzarse en intentar encontrar un poco de amor antes de que la vida haya pasado de largo?
«Eso es lo que es difícil —piensa Ester poniendo más pesas en la barra—. Cuando Mauri sube a mi buhardilla y mira los dibujos. Ahora que he empezado a pensar en mi tía vuelven los otros recuerdos también. Primero recuerdas algo inofensivo pero detrás se hace sitio lo difícil».
Lo difícil: mi tía y yo vamos por la carretera de Noruega camino del hospital de Kiruna. Está oscuro y hay nieve. Mi tía se coge fuerte al volante. Tiene carnet de conducir pero no está acostumbrada.
El final está cerca. Y pensar que no recuerdo dónde están Antte y mi padre.
—¿Te acuerdas de la mosca? —me pregunta la tía en el coche.
No le contesto. Nos encontramos de frente con un camión. Mi tía frena justo antes de chocar. Es lo último que se debe hacer, eso hasta yo lo sé porque es fácil que resbales y entonces te hacen puré. Pero tiene miedo y hace las cosas mal. Yo no tengo miedo, por lo menos no de eso.
No recuerdo la mosca, pero mi tía me lo ha contado otra vez antes.
Tengo dos años. Estoy sentada en las rodillas de mi tía junto a la mesa de la cocina. El periódico NSD está abierto ante nosotras. Hay la foto de una mosca. Yo intento sacar la mosca de la página del periódico.
Mi madre se ríe de mí.
—Eso no se puede hacer —me dice.
—No la enseñes a que no puede —responde mi tía de mal humor.
Mi tía es un poco débil en ese sentido, por parte de madre. La parte que puede parar la sangre y ver cosas. Seguramente está un poco enojada con mi madre porque sospecha que su hermana tiene más de aquella parte de lo que aparenta. No quiere que mi madre me enseñe a tapar lo que pasa. Desde que yo era una recién nacida me miraba a los ojos y le decía a mi madre: «¿Lo ves? Es áhkku, como la abuela».
Una vez mi padre lo oyó.
—Cabezas de chorlito —les dijo a las dos—. Si ni siquiera es pariente nuestra. No tiene nada que ver con vuestra abuela.
—No entiendo qué pasa —me dijo mi tía como haciendo broma y hablándome sólo a mí aunque yo era un bebé, así que lo decía para que lo oyera mi padre—. Ése se cree que sólo se es pariente si se tiene algo biológico en común.
Yo intento coger la mosca de la foto del periódico y de pronto, puedo. Zumba por encima de nuestras cabezas, choca contra las gafas de leer de mi tía, baja al suelo revoloteando y allí se arrastra de un lado a otro, despega pesadamente y aterriza sobre mi mano.
Y yo grito. De forma loca y desgarradora. Mi tía intenta tranquilizarme, pero es imposible. Mi madre espanta la mosca para que se vaya por la ventana y se muere de frío inmediatamente. En la imagen sigue estando la mosca pero mi tía mete el periódico en el fuego de la cocina de leña y se destruye con un crepitar.
—Seguramente era una mosca de invierno que se ha despertado —me explica mi madre eligiendo ser realista.
Mi tía no dice nada. Ahora en el coche, catorce años más tarde, me pregunta:
—¿Por qué chillaste de aquella manera? Creíamos que no te podríamos calmar nunca más.
Yo le digo que no lo recuerdo. Y es verdad. Pero eso no significa que no lo sepa. Sé exactamente por qué grité. La sensación es la misma que cuando sucedió y me ha ocurrido más veces en la vida.
Te conviertes en uno más del resto aunque, a la vez, te vas separando. La sensación de la disolución. Como cuando un viento baja por una depresión de terreno y aparta la niebla. Es horrible. Especialmente cuando se es pequeña y no se sabe que es pasajero.
Puedo saber que está en camino. Es como si perdiera la sensibilidad debajo de los pies, como mil agujas. Después es como un cojín de aire entre los pies y el suelo. Estás más unido a tu cuerpo de lo que parece y es desagradable separarte de él.
Le podría decir a mi tía: «Imagínate que de pronto desapareciera la ley de la gravedad». Pero no quiero hablar de eso.
Sé por qué mi tía me recuerda lo de la mosca allí en el coche. Es su manera de decir que soy pariente de mi madre. Que llevo a la abuela de ellas dentro de mí.
En realidad, nadie lo quiere saber. Tampoco mi tía.
Tengo tres años. Vuelvo a estar sentada en las rodillas de mi tía junto a la mesa de la cocina. Mi tía y mi padre hace casi dos semanas que están molestos el uno con el otro y mi padre se ha ido con Antte a las montañas. Pero este día ha sonado el teléfono. Mi tía ha reservado el billete que la llevará a casa y ha hecho la maleta. Me enseña unas fotos. Este hombre tiene un gran barco de vela. Me enseña una foto del barco.
—Está en el mar Mediterráneo —me explica.
Van a ir navegando hasta las Islas Canarias.
—Lo recuerdo —respondo—. Tú estás sentada aquí llorando.
Señalo la proa del barco.
Mi tía se echa a reír. Eso no lo quiere oír. En estos momentos rechaza que Ester pueda ver cosas.
—Eso no lo puedes recordar, bonita. No he puesto nunca un pie en un barco de vela. Ésta será la primera vez.
Mi madre me advierte con la mirada. No quieren saberlo, significa. Que se puede recordar hacia adelante y hacia atrás. El tiempo va hacia los dos lados.
«Mauri tampoco quiere saber», pensó Ester poniéndose la barra de las pesas sobre los hombros. Está en peligro pero es absurdo intentar explicárselo.
—Me podrías pintar a mí —sugirió sonriendo.
«Es verdad —pensó Ester—. Lo podría pintar. Es la única imagen que tengo dentro de mí. Las demás se han acabado. Pero él no quiere verlo. Ha estado dentro de mí desde la primera vez que lo vi».
Inna nos recibe a mi tía y a mí en la puerta de Regla. Le da un abrazo a mi tía como si fueran hermanas. Mi tía se relaja. Supongo que siente aflojarse los remordimientos de conciencia que siente por mí.
Yo me siento de lo más violenta por estar allí. Una carga para cada uno de ellos. No puedo pintar, no me puedo mantener, no tengo otro lugar adonde ir. Y, dado que no quiero estar allí, desaparezco todo el tiempo. Pero da lo mismo. Cuando mis pies pasan sobre dos alfombras, camino de Inna, yo soy dos tejedores, un hombre con la lengua todo el tiempo en el hueco que hay en la fila de los dientes, y un joven. Rozo el panel de madera de una pared, soy un ebanista al que le duele la cadera en la que se apoya para cepillar la madera. Todas esas manos que han moldeado, tejido, cosido, tallado. Me canso tanto que no puedo tenerme en pie. Me obligo a alargar mi mano hacia Inna. Y la veo. Tiene trece años y apoya la mejilla contra la de su padre. Todos dicen que lo tiene a su merced pero tiene los ojos muy sedientos.
Inna nos enseña la casa. Apenas se pueden contar las habitaciones que hay. Mi tía mira a su alrededor impresionada. Todos aquellos antiguos muebles de madera brillante con las patas torneadas. Las macetas en el suelo con motivos chinos de color azul.
—Vaya sitio —me dice en un susurro.
Lo único que a mi tía no le gusta son los perros de la mujer de Mauri, que se pasean libremente por todas partes y se suben a los muebles. Es cuando se tiene que contener para no cogerlos del pescuezo y echarlos fuera.
No le contesto. Quiere que me sienta contenta de haber ido allí. Pero yo no conozco a aquella gente. No es mi familia. He sido transportada.
De pronto suena el teléfono de Inna. Cuando cuelga dice que ya puedo ir a ver a mi hermano.
Entramos en su sala, que es una combinación de dormitorio y despacho. Va vestido con traje, aunque está en su propia casa.
Mi tía le estrecha la mano y le agradece que se hagan cargo de mí.
Y él me sonríe. Y dice «naturalmente». Dos veces lo dice y me mira a los ojos.
Yo tengo que mirar hacia abajo de lo contenta que estoy. Y pienso que él es mi hermano y que tengo un lugar junto a él.
Me coge de la muñeca y entonces…
El suelo desaparece. La gruesa alfombra ondea como una serpiente de mar para deshacerse de mí. Me pica debajo de los pies. Necesitaría algo a lo que agarrarme, un pesado mueble, pero ya estoy junto al techo.
Los cristales de las ventanas caen en la habitación como una tremenda lluvia. Un viento negro absorbe las cortinas hacia dentro y les destroza los flecos.
Me he perdido a mí misma.
La habitación casi se oscurece del todo y se encoge. Es otro dormitorio desde hace mucho tiempo. Un dormitorio que está dentro de Mauri. Un hombre gordo está tumbado encima de una mujer en una cama. El colchón no tiene tela, es simplemente amarillo, sucio, de espuma. Su espalda es ancha y está sudada como una gran piedra lisa junto al borde del agua.
Después entiendo que la mujer es mi madre y la de Mauri. La otra. La que me parió. Pero esto es de mucho antes de que yo existiera.
Mauri es pequeño, dos o tres años. Se cuelga del cuello del hombre encima de su espalda y grita «Mamá, mamá». Ninguno de los dos se preocupa de él más que si fuera un mosquito.
Es mi retrato de Mauri.
Una pequeña espalda pálida, como una gamba, encima de una espalda como una roca, allí, en la habitación oscura y cerrada.
Después me suelta la mano y vuelvo. Y entonces sé que debo llevarlo a cuestas. Ninguno de los dos tiene un lugar en Regla y nos queda poco tiempo.
Ester hizo una arremetida con la barra de pesas por encima de los hombros. Dio un pesado paso hacia adelante.
Mauri le sonrió y lo intentó de nuevo:
—Te puedo pagar. Hay mucho dinero para los artistas de retratos. El ego de la industria y el comercio es grande como los zeppelines.
—No te gustaría —respondió simplemente. Lo miró de reojo. Vio que intentaba elegir no sentirse herido. Pero ¿qué es lo que le podía decir?
De todos modos, ya no soportaba que siguiera rebuscando entre sus dibujos. Dobló las rodillas debajo de la barra de pesas y él desapareció por la escalera.