Ester Kallis fue engendrada en un departamento de encierro psiquiátrico. La responsable de la sección P12 del Hospital Psiquiátrico de Umeå lo explica en una reunión de personal. Britta Kallis está embarazada de quince semanas.

Los otros jefes de sección despiertan de su ensimismamiento y sorben café. Es mejor tomarlo mientras esté bien caliente y así no se nota el sabor. Esto sí que va a ser un folletón interesante. Y, a Dios gracias, no es problema suyo.

Cuando la jefa de sección acaba de hablar, el jefe médico, Nils Gunnarsson, se coge la cabeza con las manos y arruga la boca en un gesto parecido al que hacen los hamsters.

—Vaya, vaya, vaya —dice pensativo.

«Como un pollo en el cascarón», piensa uno de los médicos del grupo con un repentino estremecimiento de ternura.

Éste sí que es un personaje. Con el pelo cano demasiado largo. Las enormes y anticuadas gafas son como gordos culos de botella y tiene la mala costumbre de tocarse los cristales con los dedos para ponerlas en su sitio cuando se le deslizan por la nariz. En una ocasión los empleados nuevos del hospital intentaron impedirle que saliera del departamento creyendo que era un paciente.

—¿Quién es el padre?

—Britta dice que es Ajay Rani.

Hay un rápido intercambio de miradas. Britta tiene cuarenta y seis años aunque parece que tenga sesenta. Está así por lo que fuma desde que tenía doce años y la fuerte medicación que toma. Un cuerpo hinchado en el sofá delante de la tele pensando machaconamente siempre en lo mismo, una y otra vez. Con incontrolables movimientos de boca, con la lengua que se le sale y la mandíbula moviéndose de un lado a otro.

Ajay Rani tiene treinta y tantos. Sus muñecas son pequeñas y tiene los dientes blancos. Todavía se espera mucho de él. Va a rehabilitación y estudia sueco para extranjeros.

El jefe médico, Nils Gunnarsson, pregunta qué ha dicho Ajay sobre el asunto. La jefa de sección sacude la cabeza y sonríe lamentándose. No, claro que no. ¿Quién querría saber de ella? Britta tiene el último puesto en la escala más inferior entre los pacientes.

—Y ella ¿qué dice? ¿Quiere tener al niño?

—Ella dice que es un niño del amor.

El jefe médico evita un «Dios mío» y ojea el informe de Britta. Nadie dice nada durante un rato. Su pensamiento roza avergonzado las pastillas abortivas y la antigua esterilización forzosa.

—Tenemos que dejar de darle litio —ordena—. Intentaremos sacar adelante esa pequeña vida lo mejor que podamos.

«¿Quién sabe? —piensa—. Quizá Britta se arrepienta cuando se empiece a sentir peor y quiera sacarse al niño de encima. Sería lo mejor para todos los implicados».

El jefe médico, Nils Gunnarsson, intenta cerrar el informe y acabar pero la jefa de la sección no deja que se vaya tan fácilmente. Llevada por la emoción advierte indignada:

—No pienso tener a Britta sin medicar en la sección sin más recursos. Se va a armar un buen circo allí arriba.

El jefe médico promete hacer todo lo que pueda.

La jefa de la sección aún no está satisfecha.

—Lo digo en serio, Nisse. No me responsabilizo de la sección si tengo que tenerla con unos pocos sedantes. Me voy.

El jefe médico, con la boca seca, siente en su interior que Britta es capaz de prender fuego a la sección y la jefa de allí sería su primera víctima.

Seis meses más tarde ingresan a Britta en camilla en la sección de partos. No deja de jurar y maldecir. Las comadronas, las asistentes sanitarias y la obstetra observan impresionadas. ¿Va a parir así? ¿Atada? ¿De pies y manos?

—Es que es la única forma —aclara el jefe médico, Nils Gunnarsson, mientras se pone debajo del labio una porción de tabaco picado.

Los de partos lo miran asombrados mientras él va de un lado a otro en la sala como una parodia de un padre de familia de los viejos tiempos, cuando el hombre no podía estar presente en el parto.

Dos cuidadores de la sección están dentro. Un chico y una chica, tranquilos y decididos, con camiseta de manga corta. Él lleva tatuajes en los brazos y ella un anillo en la ceja y una chincheta en la lengua. Esto no se lo dejan a cualquiera. Son los de partos quienes se han visto defenestrados de sus puestos.

Britta está fuera de sí. Durante el embarazo su situación ha ido empeorando paulatinamente, ya que le han retirado la medicación que pudiera afectar al feto. Vuelve a tener alucinaciones y también brotes agresivos.

Entre contracción y contracción mete toda la bulla que puede. Maldice como una posesa a Satanás, a sus peludos ángeles y a todos los que están presentes. Son todas unas putas, unas zorras y la puta que parió a Satanás… Luego busca el siguiente insulto. De vez en cuando se pierde hablando de forma incomprensible con seres que sólo ella puede ver.

Pero cuando le viene la siguiente contracción grita llena de pavor: «No, no», mientras el sudor le mana por todo el cuerpo. Entonces hasta los asistentes de su sección se preocupan. Uno intenta hablar con ella. «¡Britta! ¡Hola! ¿Me oyes?». Y el dolor aumenta. «¡Se va a morir, se va a morir!».

Se miran unos a otros. ¿Se muere? ¿Se puede morir así?

Entonces el dolor remite y vuelve la ira.

El jefe médico, Nils Gunnarsson, la escucha a través de la puerta. Está tan orgulloso de ella. De la manera en que se ayuda con su furia. Es todo lo que tiene en estos momentos. Su aliado contra el dolor, las alucinaciones, la enfermedad, el miedo. La tienen bien asida. La están ayudando a atravesar todo aquello y les grita que ellos tienen la culpa. El jodido médico y las putas zorras. Se da cuenta de que una de las zorras sonríe. Claro que sí. ¿De qué se ríe? ¿Ehhh? ¿Por qué no contesta, esa jodida tirana? Que conteste cuando se le pregunta, jodida hija de Satanás… Y la zorra se ve obligada a intentar responder algo como que realmente no sonreía y le responde que coja el mango de una escoba y que se lo meta en el… Un nuevo latigazo de dolor le interrumpe la frase.

Ahora empiezan las contracciones de verdad. La comadrona y la obstetra la animan: «Venga, Britta». Y Britta responde que se vayan al infierno. Le gritan que todo va muy bien y Britta les escupe intentando alcanzar a alguien.

Al final sale la niña. La ponen bajo custodia de inmediato, según el párrafo 2 de la Ley de Atención al Menor, y la sacan de allí. El jefe médico indica que le den a Britta un calmante y un analgésico. Se ha portado bien, ha luchado durante el parto y la clínica también ha luchado durante todo su embarazo.

No parece tener claro qué es lo que ha ocurrido. Debe seguir tumbada y atada mientras la cosen. Inmediatamente se tranquiliza y se siente muy cansada.

En alguna otra parte, la comadrona mira a la recién nacida. Pobrecilla, pobre pequeña vida. Vaya forma de empezar. Están todos completamente agotados.

Se ve que su padre tiene que ser indio. Es que esos niños son mucho más bonitos que los suecos. La niña es absolutamente bella con esa piel morena, tanto pelo y los ojos oscuros y serios. Casi quieren llorar. Es como si lo entendiera todo.

A la siguiente semana, y aunque nadie piense en ello, los que estuvieron presentes en el parto sufren incidentes de uno u otro tipo. Britta ha enviado sus maldiciones contra ellos y allí han quedado, sobre sus cabezas. La mayoría quedaron en agua de borrajas pero algunas echaron raíces en sus vidas.

Una de las enfermeras tuvo una infección en una muela. La obstetra, dando marcha atrás con el coche, rompe una de las luces traseras. También le entran a robar en casa. Otra pierde la cartera. La novia del cuidador de los brazos tatuados muere en un incendio que se declara en el piso donde viven.

Así de fuerte es la capacidad de Britta. A pesar de que es un fragmento de lo que podría haber sido y a pesar de no tener conciencia de lo que hace. A pesar de todo ello, las palabras adquieren fuerza cuando ella se encuentra en una situación que la supera. Por el lado materno ha heredado diversas facultades, aparte de las normales, pero han pasado muchas generaciones sin que nadie fuera consciente de ellas.

La pequeña Ester Kallis también tiene facultades. Y Ester va a tener una madre de acogida de la que también va a heredar otros talentos.