18 DE MARZO DE 2005

Una avenida de tilos que conducía hasta la casa de Mauri Kallis, la Heredad Regla, recorría el kilómetro y medio que había desde la carretera. Los árboles eran viejas damas de más de doscientos años, huesudas aunque gráciles, y algunos de ellos huecos como robles. Estaban ordenados a pares, dos a dos, instruyendo a los visitantes que aquí reinaba un orden de muchos cientos de años. Aquí uno se sentaba bien a la mesa a la hora de comer y observaba unas formas corteses y esmeradas.

Al cabo de un kilómetro, la avenida acababa en una verja. A otros cuatrocientos metros otra verja, que estaba montada en un muro de obra vista encalado, rodeaba la zona del patio. Las verjas de hierro eran unos buenos trabajos de herrero, de dos metros de alto, que se abrían con control remoto instalado en los automóviles de la gente que vivía allí. Por el contrario, las visitas tenían que esperar en la parte de afuera de la verja y llamar al portero automático.

El edificio principal era una casa de piedra de color blanco con el tejado negro de pizarra, columnas a los dos lados de la entrada, alas y vitrales. La decoración era básicamente de la segunda mitad del siglo XVI. Sólo en los baños se había roto el estilo pasando al totalmente moderno diseño de Philippe Starck.

Regla era un lugar tan bello que los primeros veranos Mauri apenas podía soportarlo. Era más fácil en invierno. A menudo, en verano le acosaba la sensación de irrealidad cuando corría en coche o paseaba por la avenida. La luz se filtraba a través de las copas de los tilos y caía sobre el camino como una melodía. Casi podía sentir asco de aquel idilio pastoral en el que vivía.

Mauri Kallis estaba tumbado despierto en su dormitorio en el segundo piso. No quería mirar el reloj porque si eran las seis menos cuarto tendría que levantarse al cabo de un cuarto de hora y, en ese caso, era demasiado tarde para volverse a dormir. Por otra parte, quizá aún faltaba una hora para levantarse. Miró el reloj, siempre lo hacía al final. Las cuatro menos cuarto. Había dormido tres horas.

Tenía que dormir más, si no cualquiera se daría cuenta de que todo podía irse al infierno. Intentó respirar tranquilo y relajarse. Le dio la vuelta a la almohada.

Cuando consiguió llegar a un estado de duermevela, volvieron los sueños.

En el sueño estaba sentado al borde de la cama. Su habitación era igual que en la realidad. Amueblada austeramente con un pequeño y ligero escritorio con detalles de marquetería y la bonita y gastada silla gustaviana con apoyabrazos tapizados. Su vestidor, construido a propósito, era de nogal y cristal esmerilado, donde los trajes y las camisas colgaban bien planchados en línea, y los zapatos hechos a mano estaban en un armario especial hecho de un bloque de madera de cedro. Las paredes estaban pintadas del color del aceite de lino, azul pálido satinado.

Había dicho que no quería cenefas ni pinturas decorativas cuando su mujer decidió renovar la casa.

Pero en el sueño vio la sombra de Inna en la pared. Y cuando volvió la cabeza estaba sentada en el alféizar de la ventana. Detrás de ella no brillaba la ría Mälaren. Al contrario, a través de la ventana vio los contornos de Terrassen, los altos edificios donde se crió.

Ella se rascaba y se arañaba la herida acuosa con forma de cinta alrededor del tobillo. La carne se le quedaba debajo de las uñas.

Volvía a estar completamente despierto. Oía los propios latidos de su corazón. Tranquilo, tranquilo. No puede ser, ya no lo soporta, tiene que levantarse.

Encendió la lámpara y apartó el edredón como si fuera el enemigo. Se sentó al borde de la cama y se puso de pie.

«No pensar en Inna. Ya no está. Regla sí. Ebba y los chicos. Kallis Mining».

Él tenía la culpa. Intentaba pensar en los chicos, pero no podía. Sus nombres reales le parecían absurdos y ajenos, Cari y Magnus.

Cuando eran pequeños iban en sus caros cochecitos. Él siempre estaba fuera, de viaje. No los echaba nunca de menos. Por lo menos, no que él recordara.

En ese mismo momento oyó un fuerte golpe en el desván que había encima. Después otro golpe.

«Ester —pensó—. Ya está otra vez en marcha con sus pesas».

Dios, parecía que iba a caerle encima el techo entero.

Fue Inna la que introdujo a Ester en su vida.

—Tienes una hermana —le dice.

Están sentados en el lounge de SAS en el aeropuerto de Copenhague, camino de Vancouver. Fuera parece que sea verano pero los vientos son todavía fríos. En menos de un año estará muerta.

—Tengo tres —contesta Mauri con una voz fría con la que indica que aquella conversación no le interesa.

No le apetece pensar en ellos. Su hermana mediana vino al mundo cuando él tenía nueve años. Al año los de los Servicios Sociales se la llevaron. A él lo fueron a buscar al cabo de otro año.

Suele intentar tener apartados los pensamientos de cuando era niño en Terrassen, el lugar donde los Servicios Sociales de Kiruna tenían viviendas para la gente que no podía tener contrato de alquiler propio. Las voces chillonas y el ruido de peleas y gritos que constantemente traspasaban las paredes pero sin que nunca nadie llamara a la policía. Las pintadas de la escalera que jamás se limpiaban y la sensación de desesperanza que se pegaba alrededor de los edificios.

Hay recuerdos en los que no piensa nunca. La voz de una niña llorando que está de pie en la cuna. Mauri tiene diez años, coge la chaqueta y sale del piso dando un portazo. Ya no puede seguir oyéndola. La voz atraviesa la puerta cerrada y lo acompaña cuando baja la escalera. El sonido de sus propios pasos rebota contra las paredes de la entrada. En casa de un vecino suena Rod Stewart. Del cuarto de las basuras sale una peste dulzona a podrido. Hace dos días que no ve a su madre pero ya no le quedan fuerzas para seguir cuidando de la cría. Y los polvos para el biberón se han acabado.

Su hermana pequeña tiene quince años menos que él. Nació cuando Mauri ya vivía con la familia de acogida. Dejaron que su madre se hiciera cargo de ella durante un año y medio con ayuda de los de los Servicios Sociales. Después, su madre se puso tan mal que la ingresaron en un hospital y entonces también se llevaron a su hermana pequeña.

Mauri vio a sus hermanas en el entierro de su madre. Fue solo a Kiruna en avión. No dejó que los niños y Ebba lo acompañaran. Inna y Diddi no se ofrecieron.

Estaban él y sus dos hermanas, un cura y el jefe médico del hospital.

«Un clima de lo más apropiado», había pensado Mauri junto al ataúd. Lluvia a raudales que bajaba del cielo en forma de cadenas grises y frías. El agua hacía hoyos en la tierra y formaba un delta de corriente de agua que se llevaba tierra y piedrecillas hasta la tumba. Un pobre caldo marrón bajando hasta dentro del agujero. Las hermanas tenían frío y allí estaban, de pie, con sus pobres y desangeladas ropas de funeral. Llevaban falda negra y blusa pero el abrigo era una inversión demasiado importante. Una de ellas llevaba uno azul oscuro y la otra no llevaba. Mauri les dejó su paraguas y la lluvia le estropeó su traje de Zegna. El cura tenía frío y temblaba con el libro de salmos en una mano y el paraguas en la otra, pero hizo un sermón agradable, bastante sincero sobre las dificultades que surgen cuando una persona no es capaz de cumplir con la obligación más importante que se tiene en la vida, hacerse cargo de sus hijos. Después vinieron palabras como «final inevitable» y «el camino hacia la conciliación».

Las hermanas lloraron bajo la lluvia y Mauri se preguntaba por qué lloraban.

Cuando se dirigían hacia los coches empezó a granizar. El cura corría con el libro de salmos apretado contra el pecho y las hermanas se cogieron del brazo para tener sitio debajo del paraguas de Mauri. El granizo rompía a trozos las hojas de los árboles.

«Es mi madre —pensó Mauri mientras dominaba una palpitante sensación de pánico—. No se morirá nunca. Nos moja y nos pega. ¿Qué podemos hacer? ¿Apretar el puño contra el cielo?».

Después del entierro las invitó a comer. Sus hermanas le enseñaron fotos de sus hijos y elogiaron las flores del ataúd. Se sentía muy incómodo. Le preguntaron por su familia y les contestó de forma breve.

Le hacía sufrir que el aspecto de ellas le recordara a la madre que tenían en común. Incluso la forma de moverse se la recordaba. Era como si le dieran una colleja. La mayor de las hermanas, cuando lo observaba, entornaba los ojos y entonces él sentía como un inexplicable calambre de miedo que le recorría todo el cuerpo.

Al final acabaron hablando de Ester.

—¿Sabes que tenemos otra hermana? —preguntó la pequeña.

Claro que podían explicarle cosas. Ahora tenía once años. Su madre se quedó embarazada y tuvo a Ester en 1988. El padre era otro paciente y a Ester se la llevaron de inmediato. La cuidó una familia de Rensjön. Suspiran y dicen: «la pobre». Mauri aprieta los puños bajo la mesa mientras pregunta amablemente si quieren un dulce con el café. «¿Por qué dicen “la pobre” si no tuvo que padecer?».

Parecieron aliviadas cuando él empezó a despedirse. Nadie dijo la tontería de que deberían mantenerse en contacto.

Inna lo observa. Los aviones son como juguetes bonitos que despegan y aterrizan.

—Tu hermana más pequeña, Ester —le dice—, sólo tiene dieciséis años y necesita un lugar donde vivir. Su madre de acogida acaba de…

Mauri se pone las manos en la cara como si se estuviera echando agua y suspira.

—No, no.

—Puede vivir conmigo en Regla. Es sólo provisional. En otoño empezará el segundo curso en la Escuela de Arte Idun Lovén.

No suele interrumpir a Inna. Pero en estos momentos le dice. «Ni hablar». No puede. Ni pensar en tener una imagen viva de su madre paseando por la propiedad. Le dice a Inna que le puede comprar un piso en Estocolmo, lo que sea.

—¡Si tiene dieciséis años!

Y le sonríe suplicante. Después se pone seria.

—Eres el único pariente que…

Abre la boca para nombrar a las otras dos hermanas pero ella, esta vez, no le permite que la interrumpa.

—… que puede hacerse cargo de ella. Y justo ahora tu nombre es una patata caliente… Oh, se me ha olvidado explicártelo. Business Week va a hacer un gran reportaje sobre ti…

—¡Nada de entrevistas!

—… pero para unas fotografías deberías prestarte. De todas formas, si se enteran de que tienes una hermana que no tiene adonde ir…

Ella gana. Mauri, cuando van a subir a bordo del avión que los llevará a Vancouver, piensa que en realidad no tiene importancia ninguna. Regla no es un hogar que se pueda invadir. En Regla tiene a su esposa y a sus hijos, a Diddi, con su mujer embarazada, y a Inna. En Regla hay mucha representación de la empresa. Allí se puede cazar, salir en barco y organizar cenas con invitados.

Siente que le debilita la atención que últimamente le han prestado los medios de comunicación y la vida social que ha surgido a consecuencia de ello. Mucho más que cualquier trabajo que haya hecho nunca. Toda esa gente a quien tienes que estrechar la mano y con la que hay que hablar ¿de dónde sale? Se esfuerza al máximo constantemente para estar tranquilo y ser amable. Inna está a su lado perennemente y le apunta nombres y datos. Sin ella aquello no hubiera podido funcionar. Siente que necesitaría descansar. Actualmente, y periódicamente, se siente completamente vacío. Es como si la gente con la que se encuentra se llevara una parte de él. A veces se inquieta porque de pronto no sabe quién es, o con quién está, o sobre qué es la reunión. Otras veces se siente furioso, como un animal que quiere gruñir, atacar y quedarse en paz. Se irrita por cómo lleva abrochado el traje alguien para disimular que la camisa es la misma que ayer. Porque otro se limpia los dientes con una cerilla después de comer y por el asco que da cuando la pone a la vista en el borde del plato. Porque otro cree que es alguien y porque otro es un arrastrado.

Está deseando aterrizar. Como va camino hacia algún sitio no se siente desasosegado. Aunque esté quieto sentado, lea, duerma, vea una película o se tome algo. Él con Inna.

Mauri Kallis se observa en el espejo. Los ruidos de arriba continúan.

Siempre le había gustado el juego. Hacer grandes negocios había sido su forma de medirse con los demás. El que tiene más dinero gana cuando muere.

Ahora siente que todo aquello ya carece de importancia. Algo le ha alcanzado. Algo pesado. Siempre se había mantenido cerca, justo detrás. Una atracción hacia atrás, de vuelta a los altos edificios de Terrassen.

«Estoy perdiendo el control —piensa—. Lo estoy soltando».

Inna había mantenido a distancia aquella fuerza que lo llevaba hacia atrás.

Justo ahora no quería estar solo. Faltaban dos horas para empezar a trabajar. Miró hacia el techo y oyó el ruido de una pesa que rodaba por el suelo.

Podría subir a hablar un rato o simplemente quedarse allí arriba, sin hacer nada.

Se puso el albornoz y subió a ver a su hermana.