Anna-Maria Mella se hundió en el sillón de las visitas de Rebecka Martinsson. Eran las dos y cuarto de la tarde.

—¿Qué tal va todo?

—No muy bien —respondió Rebecka con una media sonrisa—. Estoy bloqueada.

«Y no recibo ningún e-mail de Måns», pensó mientras miraba de reojo el ordenador.

—Uno de esos días, ¿eh? Haces un montón y después lo conviertes en tres montones nuevos. Pero ¿no tenías tribunales esta mañana?

—Sí, y ha ido bien. Sólo que esto…

Rebecka hizo un gesto hacia los expedientes y los papeles que cubrían todo su escritorio.

Anna-Maria le sonrió picara a la vez que exclamaba:

—¡Qué diablos! Esta conversación está tomando un cariz equivocado. Lo que había pensado yo es que siguieras ayudándonos en el caso de Inna Wattrang.

Rebecka Martinsson se puso contenta.

—Muy bien —respondió—. Tú pide.

—Me gustaría que te enteraras de cosas sobre ella. Es decir, todo lo que sale en los registros. La verdad es que no sé lo que estoy buscando…

—Algo fuera de lo normal —añadió Rebecka—. Pagos, hechos y recibidos, la venta inesperada de alguna propiedad. ¿Miro también qué intereses económicos tenía en Kallis Mining? ¿Entró como inversora privada? ¿Ha vendido o comprado de forma extraña? ¿En qué ganó y en qué perdió?

—Sí, por favor —respondió Anna-Maria levantándose—. Tengo que ir al baño. Pensaba ir a la cabaña donde la mataron, así que saldré ahora antes de que se haga oscuro.

—¿Puedo ir contigo? —preguntó Rebecka—. Sería interesante verlo.

Anna-Maria apretó los dientes e hizo una rápida elección. Cierto que debería negarse, ya que Rebecka no tenía nada que ver con el lugar del crimen. Además, había riesgo de que le diera un ataque. ¿Qué podía provocarle el hecho de que se hubiera cometido un asesinato en una cabaña? Era imposible adivinarlo. Anna-Maria no era psicóloga. Por otra parte, Rebecka era una tía legal y colaboraba en la investigación. De lejos, tenía muchos más conocimientos en economía que ningún otro en su grupo. Ni soñar que alguien de los de Delitos Económicos dedicara el mínimo tiempo a buscar algo que Anna-Maria no supiera qué era exactamente. Además, Rebecka era una persona adulta y responsable de su propia salud.

—Pues date prisa —respondió.

Anna-Maria Mella disfrutó del viaje en coche hasta Abisko.

«No puede ser más bonito —pensó—. Con la nieve y el sol y con toda la gente en motonieve y esquiando por el lago».

Rebecka Martinsson iba sentada a su lado y estudiaba el sumario de la causa mientras hablaba con ella.

—¿Tú tienes cuatro hijos?

—Sí —respondió Anna-Maria y se puso a hablar de ellos.

«Si pregunta, yo contesto», pensó.

Le explicó que a Marcus, que estudiaba el último año de bachillerato, apenas le veía el pelo.

—Claro que a veces viene a casa porque necesita dinero o a cambiarse de ropa. A mí no me parece que ensucie la ropa lo más mínimo, pero es una jodienda con tanta ducha, tanto cambiarse y tanto spray. Jenny tiene trece años y es igual. Peter hará nueve la semana que viene. Juega con piezas de Bionicle y es el niño de mamá. Es lo contrario de los mayores. Nunca va con los amigos y le gusta estar solo en casa. Claro que eso tampoco es bueno y una se intranquiliza.

—Y Gustav.

—Humm —murmuró Anna-Maria y se abstuvo de explicar cómo le había ido a Robert el otro día cuando fue a dejar a Gustav en la guardería. Todavía había límites. Esas cosas sólo le parecen divertidas a las otras madres.

Se quedaron calladas. Fue la noche en que nació Gustav cuando Rebecka, en defensa propia, mató a tres hombres en una cabaña en Jiekajärvi. La apuñalaron con un cuchillo y si los compañeros de Anna-Maria no hubieran ido hasta allí habría muerto.

—A ése sí que le gusta darle besos a su madre —dijo Rebecka.

—Pero en realidad es el mayor fan que tiene su padre. Hace unos días Robert estaba en el baño meando. Estoy casada con uno de esos tipos que creen que se puede volver homo si se sienta. ¿Y quién limpia cuando han sido los chicos? Bueno, a lo que iba. Estaba meando y Gustav estaba a su lado con una mirada de total admiración. «Papá —dijo devoto—. ¡Tienes una pirula ENORME! Es como la pirula de un elefante». Deberías haber visto a mi marido después de aquello. Fue como…

Hizo un gesto con el brazo como si batiera un ala y acabó imitando el quiquiriquí del gallo.

Rebecka se echo a reír.

—Pero ¿Marcus es el favorito o qué?

—Qué va, a todos se les quiere de la misma manera —respondió Anna-Maria con la mirada atenta a la carretera.

«¿Cómo narices puede haberlo adivinado Rebecka?». Anna-Maria intentó rebobinar las últimas frases. Era verdad. Marcus era su preferido de una manera un tanto especial. Siempre habían sido algo más que madre e hijo. También eran amigos aunque era algo que ella nunca dejó entrever, explicó o admitió ni siquiera para sí misma.

Cuando bajaron del coche junto a la cabaña de Kallis Mining, Anna-Maria pensó que casi se sentía engañada. Rebecka la había hecho hablar de sus cosas en el camino de subida, del trabajo y de la familia pero Rebecka no había dicho ni una sola palabra de sí misma.

Anna-Maria abrió la puerta y le enseñó la cocina a Rebecka, donde habían arrancado la plancha de linóleo.

—Estamos esperando la respuesta del laboratorio pero partimos de la base de que era la sangre de Inna Wattrang la que estaba en esa pequeña hendidura. Así que creemos que fue justo aquí donde la mataron. Hemos encontrado rastros de cinta adhesiva en una de sus muñecas, en un tobillo y en una silla como esas de ahí.

Señaló las sillas de cocina hechas con roble oscuro.

—Y esperamos saber de qué tipo de cinta se trata. A ver si nos llega el informe del médico forense aunque, de forma preliminar, ha dicho que no fue violada… pero ya sabes, me pregunto si hubo coito. En ese caso, aún se decantaría más hacia una especie de juego sexual…

Rebecka asintió con la cabeza para confirmar que escuchaba mientras miraba a su alrededor.

«Si espero a alguien —pensó Rebecka mientras se le formaba la imagen de Måns Wenngren en la cabeza—, me pongo una ropa interior atractiva. ¿Qué más hago? Limpio y recojo, naturalmente, para que todo resulte bonito y agradable».

Miró el montón de platos en el fregadero y los envases de leche vacíos.

—La cocina está bastante desordenada —le dijo al cabo a Anna-Maria.

—Deberías ver cómo está en mi casa a veces —murmuró la inspectora.

«Y compro algo rico para comer y algo para beber», continuó Rebecka con su reflexión.

Abrió la nevera. Allí había unos platos de comida precocinada para calentar en el microondas.

—¿Sólo había esto en la nevera?

—Sí.

«Sea como fuere, no era una amistad reciente —pensó Rebecka—. No necesitaba aparentar nada. Pero ¿por qué la ropa de deporte?».

No le cuadraban las cuentas. Cerró los ojos y empezó de nuevo.

«Él está de camino —pensó—. Por algún motivo no necesito ni arreglar la casa ni comprar nada. Me llama desde el aeropuerto de Arlanda».

Pensó en la voz cansina de Måns al teléfono.

—El teléfono —le dijo a Anna-Maria sin abrir los ojos—, ¿Tenéis su móvil?

—No, no encontramos ninguno. Pero estamos investigando con los servidores, claro.

—¿Ordenador?

—No.

Rebecka abrió los ojos y miró a través de la ventana de la cocina hacia el lago Torneträsk.

—Una chica así, con un trabajo como el suyo —dijo—. Está claro que tenía portátil y móvil. La encontraron en una cabaña aquí fuera. Yo creo que deberíais enviar a los buzos que trabajan bajo el hielo a ver si el que la llevó hasta la cabaña echó el móvil en el agujero de pescar.

—Sí, es una buena idea —respondió Anna-Maria sin dudar.

Claro que debería sentirse agradecida. O decirle algo a Rebecka para elogiarla, pero no había manera. Lo que sintió fue rabia por no haberlo pensando ella antes. ¿Y para qué cojones tenía a los compañeros?

Anna-Maria miró el reloj. Los buzos podrían llegar antes de que se hiciera oscuro si venían directamente.

A las cuatro y cuarto de la tarde del lunes aterrizó un grupo de buzos formado por tres hombres y Sven-Erik. Con una sierra habían hecho un agujero en el hielo de un metro de diámetro. Habían trabajado con un taladro eléctrico y sierras de motor y después tuvieron un arduo trabajo para separar el grueso trozo cortado de la capa de hielo. Al grupo de buzos les ayudaron a cargarlo y a subirlo los inspectores Anna-Maria Mella, Sven-Erik Stålnacke y la fiscal de refuerzo, Rebecka Martinsson. El sol achicharraba y debajo de sus mojados jerséis les dolían los músculos por el esfuerzo.

A medida que el sol iba desapareciendo, la temperatura bajó y empezaron a sentir frío.

—Tenemos que precintar la zona y marcar esto de puta madre para que nadie se caiga dentro —dijo Sven-Erik Stålnacke.

—Fue una suerte que fuera aquí mismo —dijo el que se encargaba de la cuerda a Anna-Maria Mella y a Sven-Erik Stålnacke—. No debería ser muy profundo, ya veremos.

El buzo de reserva estaba sentado sobre una protección contra el frío junto al agujero y levantó la mano como saludo cuando el compañero desapareció debajo del hielo con un foco de 75 vatios. El encargado de la cuerda soltó y a la superficie salieron algunas burbujas. El buzo nadaba debajo del hielo en dirección hacia la cabaña donde encontraron a Inna Wattrang.

Anna-Maria temblaba de frío. La ropa mojada le robaba el calor y debería correr un poco para mantener el cuerpo caliente, pero no tenía fuerzas.

Rebecka sí lo hizo. Corrió a lo largo de las huellas de la motonieve. Dentro de poco se haría de noche.

—Seguro que cree que somos subnormales —le dijo Anna-Maria a Sven-Erik Stålnacke—. Primero nos tiene que explicar acuerdos y fusiones y cambios en los movimientos de capital, y después nos enseña a hacer nuestro trabajo.

—Ni hablar —respondió Sven-Erik—. Pensó en una cosa antes que tú y eso lo puedes soportar, ¿no?

—No —replicó Anna-Maria sólo medio seria.

Al cabo de doce minutos el buzo salió a la superficie. Se quitó el regulador de la boca.

—No he podido ver nada en el fondo —dijo—, pero encontré esto aunque no sé si es algo. Flotaba debajo del hielo a quince metros del agujero, debajo de la cabaña.

Tiró sobre el hielo un bulto de tela. El encargado de la cuerda y el buzo de reserva ayudaron a su compañero a salir mientras Anna-Maria y Sven-Erik desdoblaban el bulto.

Era una gabardina de hombre, de popelina color beige. A prueba de viento, con cinturón y un ligero forro.

—No tiene por qué ser algo.

Tenía entre las manos una taza de café caliente.

—La gente tira cualquier mierda al agua —dijo—. Joder lo que hay ahí bajo. Envases de albóndigas congeladas, bolsas de plástico…

—Creo que es algo —dijo Anna-Maria al cabo de un rato.

En la hombrera izquierda de la gabardina había unas débiles manchas de color rosa claro.

—¿Sangre? —preguntó Sven-Erik.

—¡Dios te oiga! —exclamó Anna-Maria mientras levantaba las manos en un gesto de oración ficticia a los poderes superiores—. Ojalá sea sangre.