Rebecka Martinsson acabó las negociaciones a la una. Metió algo de comida en el micro y aprovechó mientras se calentaba para mirar el correo de la mañana. Justo cuando se sentó a su escritorio sonó una señal en su ordenador. E-mail de Måns Wenngren. Ver su nombre en la pantalla era suficiente para que sintiera una especie de calambre a través de todo el cuerpo. Pulsó una tecla para abrir el e-mail como si fuera un test de reacción.
«Supongo que ahí arriba hay mucho que hacer en estos momentos. Esta mañana he leído lo de Inna Wattrang. Por cierto, este fin de semana nos vamos todo el bufete hasta Riksgränsen a esquiar. Tres días, de viernes a domingo. Anda, vente a tomar una copa».
Nada más. Leyó el e-mail varias veces. Pulsó la tecla de enviar/recibir como para hacer magia y sacar algo más, otro e-mail, quizá. «Este hombre me haría infeliz —pensó—. Lo sé muy bien».
Dado que ella era su abogada adjunta, tenía el despacho contiguo al de él, oyéndolo cuando hablaba por teléfono. Su: «Oye, estoy a punto de entrar en una reunión», aunque Rebecka sabía que no era verdad. «Te llamo… que sí, claro que te llamo… te llamo esta tarde». Después, o se acababa la conversación, o la persona al otro lado de la línea no se rendía y entonces lo que se oía era un portazo.
Nunca hablaba de sus hijos, ya adultos, quizá porque no tenía contacto con ellos, quizá porque no quería recordar a la gente que ya tenía más de cincuenta años.
Bebía demasiado.
Se acostaba con las abogadas recién contratadas e incluso con alguna cliente.
Una vez se insinuó a Rebecka. Era la fiesta de Navidad del bufete. Por lo visto estaba bastante borracho y las demás le habían dicho que ni hablar. Su intento de conquista así de bebido no fue ni siquiera un cumplido, fue un agravio.
A pesar de ello, ella seguía pensando en aquella mano que le puso en la nuca. En todas las veces que habían estado en los juicios y habían comido juntos. Siempre un poco demasiado cerca el uno del otro, justo para rozarse de vez en cuando. ¿O eran todo imaginaciones?
Y cuando la apuñalaron, estuvo a su lado en vela por las noches.
«Es exactamente por eso —pensó—. Es eso de lo que estoy tan cansada. Esa continua machaconería. Por un lado y por otro. Por un lado esto y aquello significa que le importo. Por otro, esto y aquello significa que no le importo. Por un lado debería olvidarme de él. Y por otro, debería agarrarme a un clavo ardiendo al mínimo indicio de amor que se me presente. Por un lado es complicado. Por otro, el amor nunca es fácil».
El amor es como estar poseído por un demonio. La voluntad se derrite como la mantequilla, el cerebro se llena de agujeros y no se puede evitar.
Hizo todo lo que pudo cuando trabajaba para Måns. Se puso la camisa de fuerza, el bozal y la correa de adiestramiento cada mañana. Atenta para no ser descubierta. Entraba en la frialdad y se escondía en ella. No hablaba con él más de lo necesario. Se comunicaban con notas en post-its y e-mails, aunque Måns estaba en el despacho de al lado y ella solía mirar por la ventana cuando él la hablaba.
Pero trabajaba para él como una loca. Era la mejor abogada adjunta que había tenido nunca.
«Como un patético perro», pensaba ahora.
Debería contestarle al e-mail. Escribió una respuesta pero la borró casi de inmediato. Después se hizo muy difícil. Escribir una sola letra era como escalar una montaña. Le daba la vuelta a las palabras. Nada le servía.
¿Qué hubiera opinado su abuela de él? Pensaría que era un crío. Y seguramente era verdad. Era como uno de los perros de caza de mi padre que nunca quería dejar de jugar. Nunca se hizo adulto de verdad. Corría por el bosque y volvía con palos para mi padre. Al final le pegaron un tiro. En casa no había lugar para un perro inútil.
La abuela se hubiera dado cuenta de las finas manos que tenía Måns. No habría dicho nada, pero hubiera pensado mucho. Juegos de cachorros en lugar de trabajo de verdad. Vela y aparatos en el gimnasio. Rebecka recordaba todavía una negociación de dos días que se pasó quejándose porque había volcado en el archipiélago con su artefacto para ir a vela por el hielo y tenía hematomas por todas partes.
Completamente diferente a mi padre y a los otros hombres del pueblo.
Podía ver a su padre y a su tío Affe sentados en la cocina de la abuela. Están tomando cerveza. Affe corta unas rodajas de salchicha cruda de la zona de Falun, para su perra Freja. Le pone la rodaja delante y le pregunta: «¿Qué hacen las chicas de Estocolmo?». Y Freja se tumba boca arriba con las patas al aire.
A Rebecka le gustan sus manos. Capaces de hacer cualquier tipo de trabajo. Las puntas de los dedos siempre un poco agrietadas y negras de algo que ningún jabón puede eliminar; siempre hay alguna máquina que tienen que reparar.
A su padre le gusta que se siente en sus rodillas. Puede quedarse allí todo el tiempo que quiera. Con su madre las posibilidades son fifty-fifty. «Oh, pesas mucho», le dice. O «Deja que me tome el café tranquila».
Su padre huele a sudor, a algodón caliente y un poco a aceite de motor. Le pone la nariz junto a la barba del cuello. Siempre tiene morena la cara, el cuello y las manos, pero el cuerpo está blanco como el papel. No toma nunca el sol. No lo hace ningún hombre del pueblo, sólo sus esposas. Las mujeres suelen tumbarse en una hamaca al sol y limpian el jardín en bikini.
A veces su padre se tumba sobre la hierba para descansar, con un brazo debajo de la cabeza y la gorra sobre la cara. Martinsson, el agricultor, tenía el derecho y el privilegio de tumbarse de vez en cuando a descansar sobre la hierba de su jardín.
«Mi padre trabaja duro. Conduce tractores en el bosque por la noche para que resulte rentable toda la inversión que se ha hecho. Hace las cosas que hacen falta en el campo y, cuando no hay mucho que hacer en el bosque, trabaja extra para un fontanero en la ciudad».
Pero de vez en cuando se tumba un rato. En invierno en el sofá de la cocina. En verano ahí, en medio del jardín. El perro más viejo, Jussi, suele ir a tumbarse a su lado y al cabo de un rato tiene a Rebecka en el otro brazo. El sol calienta. La camomila dulce crece en la pobre tierra arenosa y huele fuerte. Pero no crece en muchas partes. Siempre tienes que estar muy cerca para notar algo.
Rebecka nunca ha visto a su abuela tumbarse así. No descansa nunca. Si alguna vez lo hiciera delante de la casa, la gente creería que ha perdido la razón. O, simplemente, que se ha muerto.
No, Måns hubiera sido una rara avis en casa de la abuela. Uno de Estocolmo que no sabe desmontar un motor, pescar con cerco, ni rastrillar la paja. Y rico. La mujer del tío Affe, Inga-Britt, estaría nerviosa y hubiera puesto hasta servilletas. Y todos pensarían: «Y ahora, ¿de quién es ahora Rebecka?».
Como ya lo hacían. Se sentía constantemente obligada a demostrar que no había cambiado. La gente siempre decía: «No es nada raro… estás acostumbrada a algo mejor». Y entonces tenía que decir más veces que la comida estaba muy buena, que hacía mucho tiempo que no comía perca y qué rico estaba todo. Los demás podían comer tan tranquilos sin decir nada. Entonces aún se hacía más evidente que a ella se le habían pegado las costumbres de Estocolmo, demasiados elogios.
Había algo en su padre que le faltaba a Måns. No quería decir profundidad porque Måns no era un hombre superficial, pero Måns nunca se había tenido que preocupar de su sustento ni inquietarse por si no había suficiente trabajo para cubrir los pagos de los tractores. Y había otra diferencia. Algo que no se debe a la preocupación: una pincelada de melancolía.
«Esa melancolía —pensó Rebecka—. ¿Qué fue lo que hizo que mi padre se fuera detrás de mi madre con tantas prisas?».
Creo que ella apareció en su vida con su risa y su levedad, porque en sus buenos momentos era ligera como el viento. Y creo que él la cogía de los hombros con las dos manos. La sujetaba fuerte y con ímpetu. Y creo que a ella le gustaba, pero sólo un momento. Creo que pensaba que necesitaba aquello. La seguridad y la tranquilidad de su abrazo. Después se fue a hurtadillas como una gata impaciente.
«¿Y yo qué? —pensó Rebecka con los ojos puestos en el e-mail de Måns—. ¿No debería encontrar yo a alguien como mi padre? A diferencia de mi madre, yo me mantendría a su lado».
El corazón enamorado es una cosa invencible. Se pueden esconder los sentimientos pero, allí dentro, el corazón se hace cargo de toda la actividad. La cabeza cambia de trabajo, deja de razonar o de tomar decisiones importantes y se ocupa de pintar escenas patéticas, románticas, sentimentales y pornográficas. Todo el maldito registro.
Rebecka Martinsson reza una oración petulante: «Dios, líbrame de la pasión».
Pero es demasiado tarde. Escribe:
Me alegro por vosotros. Espero que no sean muchos los que se rompan una pierna en las pistas. Mantengo la invitación en suspenso para ir a tomar una copa. Depende del tiempo, del trabajo y de esas cosas. Pero estamos en contacto.
R.
Después cambia «R» por «Rebecka». Y después lo vuelve a cambiar. El e-mail es tonto de corto y simple, pero tarda cuarenta minutos en redactarlo. Después lo envía. Más tarde lo abre de nuevo una y otra vez para repasar lo que ha escrito. Luego no hace nada sensato. Mover papeles de un lado a otro.