El fiscal jefe, Alf Björnfot, se sacudió todo lo que pudo para quitarse la nieve que le había caído encima, arrastrando bien los zapatos al entrar en los pasillos de la jefatura. Una vez que tenía prisa, hacía de eso unos tres años, se resbaló por culpa del hielo que llevaba pegado a las suelas y se dio un golpe en la cadera. Al cabo de una semana aún estaba tomando paracetamol.

«Es la edad —pensó—. Uno tiene miedo de caerse».

No solía trabajar los fines de semana. Y nunca tan pronto, un domingo por la mañana, pero la inspectora jefe, Anna-Maria Mella, lo llamó la noche anterior y le explicó lo de la mujer muerta que había sido hallada en una cabaña de pesca sobre el lago helado y él le había pedido tener una corta reunión a la mañana siguiente.

La fiscalía tenía sus locales en el piso de encima de la jefatura de policía. El fiscal jefe le echó una mirada llena de remordimientos a la escalera y pulsó el botón del ascensor.

Cuando pasó por delante del despacho de Rebecka Martinsson tuvo la sensación de que había alguien dentro y, en lugar de seguir hasta su despacho, se paró, se dio la vuelta, llamó a la puerta con los nudillos y abrió.

Rebecka Martinsson levantó la mirada sentada a su escritorio.

«Tiene que haberme oído salir del ascensor y por el pasillo —pensó Alf Björnfot—. Pero no sale de su despacho a ver. Se queda callada como un ratón esperando no ser descubierta».

No creía que le cayera mal y tampoco era porque fuera huraña, aunque era una auténtica loba solitaria. Querría esconder lo mucho que trabaja, supuso él.

—Son las siete —dijo él mientras entraba. Apartó un montón de legajos de la silla de las visitas y se sentó.

—Hola, entra, siéntate.

—Ja, ja. Aquí siempre tenemos las puertas abiertas, que lo sepas. Es domingo por la mañana así que ¿es que te has venido a vivir aquí?

—Sí. ¿Quieres café? Tengo un termo, en lugar del agua sucia de la máquina.

Le puso café en una taza.

La había metido de cabeza en el trabajo como fiscal de refuerzo. Ella no era de ese tipo que empieza poco a poco yendo al lado de alguien durante varias semanas, se dio cuenta ya el primer día. Fueron juntos a Gällivare, cien kilómetros al sur, donde trabajaban los demás fiscales del distrito. Fue a saludarlos a todos amablemente pero parecía inquieta e incómoda hasta lo indecible.

El segundo día le entregó un montón de documentos.

—Son procesos sencillos —le dijo—. Presenta acusación judicial y deja que las chicas de la oficina pongan fecha a la vista. Si tienes dudas sólo tienes que preguntar.

Pensó que con aquello tendría faena para una semana.

Al día siguiente le pidió más trabajo.

Su ritmo de trabajo despertó intranquilidad en el departamento.

Los demás fiscales le hacían bromas y le preguntaban si pensaba mandarlos al paro. A sus espaldas decían que no tenía más vida, sobre todo vida sexual.

Las señoras de la oficina se sintieron agobiadas. Le decían a su jefe que la nueva no contara con que ellas pudieran expedir las solicitudes procesales de todos los casos que ella les iba pasando. Tenían otras cosas que hacer.

—¿Qué otras cosas? —le replicó Rebecka Martinsson cuando el fiscal jefe delicadamente le expuso el problema—. ¿Navegar por la red? ¿Jugar al solitario con el ordenador?

Después levantó la mano antes de que a él le diera tiempo de abrir la boca para contestar.

—Está bien. Ya pasaré a limpio la documentación y la expediré yo misma.

Alf Björnfot la dejó trabajar como ella quería. Tuvo que hacer de su propia secretaria.

—Es una buena noticia —le dijo a la jefa de la oficina—. Así no tendréis que ir tan a menudo a Kiruna.

A la jefa de la oficina aquello no le pareció bien en absoluto. Era difícil hacer ver que eran imprescindibles cuando Rebecka Martinsson tan fácilmente prescindía de ellas. Se vengó dándole a Rebecka Martinsson tres juicios a la semana. Sólo dos ya hubiera sido excesivo.

Rebecka Martinsson respondió sin emitir ni una sola queja.

Al fiscal jefe Alf Björnfot no le gustaban los conflictos. Sabía que en su distrito reinaban las secretarias dirigidas por la jefa de oficina. Valoraba que Rebecka Martinsson no se quejara y que se buscara cualquier motivo para trabajar en Kiruna en lugar de ir hasta Gällivare.

Hizo un gesto con el pulgar. El café era bueno.

Por otra parte, no quería que se matara trabajando. Quería que se sintiera a gusto. Que se quedara.

—Trabajas mucho —le dijo.

Rebecka Martinsson suspiró y echó la silla hacia atrás. Se quitó los zapatos.

—Estoy acostumbrada a trabajar así —respondió—. No te preocupes. Ése no era mi problema.

—Ya lo sé, pero…

—No tengo hijos. Ni familia. Ni siquiera una maceta, la verdad. Me gusta trabajar. Déjame hacerlo.

Alf Björnfot se encogió de hombros. Se sentía aliviado. Por lo menos lo había intentado.

Rebecka dio un sorbo al café y pensó en Måns Wenngren. En el bufete de abogados se mataban a trabajar pero a ella no le importaba porque no tenía otra cosa que hacer.

«En realidad no estaba bien de la cabeza —pensó—. Podía pasarme trabajando una noche entera sólo por su exiguo “bien” o simplemente por un gesto de aprobación. No pienses en él», se ordenó a sí misma.

—Y tú ¿qué haces por aquí hoy? —le preguntó.

Alf Björnfot le explicó lo de la mujer que habían encontrado en la cabaña de pesca.

—No me parece tan extraño que nadie la haya dado aún por desaparecida —dijo Rebecka—. Si alguien ha matado a su mujer… puede que esté en cualquier parte borracho como una cuba y llorando, sintiendo lástima de sí mismo. Si nadie más la ha echado de menos.

—Es posible.

Llamaron a la puerta y un segundo más tarde asomó la cabeza la inspectora jefe, Anna-Maria Mella.

—Así que estás aquí —le dijo alegre al fiscal jefe—. Vamos a empezar. Han llegado todos. ¿Te apuntas?

Lo último se lo dijo a Rebecka Martinsson.

Rebecka sacudió la cabeza. Ella y Anna-Maria Mella se encontraban a veces. Se saludaban pero no mucho más. Anna-Maria Mella y su compañero de trabajo, Sven-Erik Stålnacke, estaban presentes cuando se volvió loca. Sven-Erik Stålnacke la había llevado hasta la ambulancia. A veces pensaba en ello. Que alguien la había cogido. Se sintió bien.

Pero era difícil hablar con ellos. ¿Qué les iba a decir? Antes de irse a casa solía mirar el aparcamiento a través de la ventana. A veces veía allí a Anna-Maria Mella o a Sven-Erik Stålnacke. Entonces se quedaba un rato más hasta que ellos se iban.

—¿Ha ocurrido algo más? —preguntó Alf Björnfot.

—Nada después de lo que hablamos la última vez —respondió Anna-Maria Mella—. Nadie ha visto nada y aún no sabemos quién es.

—Déjame verla —pidió Alf Björnfot alargando la mano.

Anna-Maria Mella le pasó la foto de la mujer muerta.

—¿Puedo? —preguntó Rebecka.

Alf Björnfot le dio la foto y observó a Rebecka.

Iba vestida con téjanos y un jersey. No la había visto así desde que empezó a trabajar para él. Claro que era domingo. Los demás días llevaba una ropa muy distinguida. Él solía pensar que era una rara avis. Algunos de los otros fiscales también se ponían traje chaqueta o traje cuando iban a los juicios. Él mismo había cambiado de estilo hacía tiempo. Se contentaba poniéndose la americana de trabajo cuando había negociación. Sólo planchaba el cuello de las camisas y encima se ponía un jersey de lana.

Pero Rebecka siempre iba muy bien arreglada. Con ropa cara pero muy sencilla, con trajes grises o negros y blusa blanca.

Era algo a lo que le daba vueltas. Aquella mujer. La había visto vestida con traje.

—No, no la reconozco —informó Rebecka.

Como Rebecka. Blusa blanca y traje. Aquella mujer también era una rara avis.

Se diferenciaba de los demás.

¿De quiénes?

Se le apareció la imagen de una mujer de la política. Traje y el cuello de la blusa que le salía por fuera. El pelo rubio, a lo paje. Estaba rodeada de hombres trajeados.

El pensamiento se le quedó al acecho como un lucio entre los juncos. Sentía las vibraciones de algo que se acercaba. ¿UE? ¿ONU?

No. No era de la política.

—Ahora me acuerdo —exclamó Alf Björnfot—. La vi en las noticias. Estaban filmando a un grupo de gente trajeada que se habían preparado para una foto de grupo en la nieve, aquí en Kiruna. ¿De qué narices era? Recuerdo que me eché a reír porque llevaban una ropa demasiado ligera. Nada de abrigo y los zapatos finos. Estaban en la nieve y levantaban los pies como si fueran cigüeñas. Eran divertidos. Y ella estaba entre ellos…

Se dio unos golpecillos en la frente como para que la ficha cayera en la máquina y le saliera el premio.

Rebecka Martinsson y Anna-Maria Mella esperaban pacientes.

—Sí, ahora… —dijo chascando los dedos—. ¡Claro que sí! Era aquella gente de Kiruna que tiene la nueva mina. Era cuando tenían la asamblea general de accionistas o algo así por aquí arriba… ¡Qué cabeza la mía! No me acuerdo de nada.

»Venga, ahora vosotras —dijo pidiendo ayuda a Rebecka y a Anna-Maria—. Salió en las noticias antes de Navidad.

—Yo me quedo dormida en el sofá después de los dibujos animados —reconoció Anna-Maria.

—¡Ya lo sé! —exclamó Alf Björnfot—. Se lo preguntaré a Fred Olsson. Él tiene que saberlo.

El inspector de policía Fred Olsson tenía unos treinta y cinco años y era imprescindible como informal experto en ordenadores de toda la casa. Era a él a quien se llamaba cuando el ordenador se quedaba colgado o cuando querías bajarte música de la red. Tampoco tenía familia así que le gustaba ir a casa de los compañeros por la tarde y ayudarles con los aparatos electrónicos si lo necesitaban.

Y conocía a la gente de la ciudad. Sabía dónde estaban los gamberros y qué hacían. A veces los invitaba a un café para mantenerse informado. Conocía la delicada red del poder. Sabía qué jerifalte de la ciudad apoyaba a alguien porque era un familiar, porque lo tenía pillado por algo o como pago por algún favor.

Alf Björnfot se levantó y salió al pasillo para bajar la escalera y entrar en las oficinas de la policía.

Anna-Maria le hizo una señal a Rebecka y las dos mujeres salieron corriendo detrás.

Camino hacia Fred Olsson, de pronto Alf Björnfot se dio la vuelta y al ver a las dos mujeres les gritó:

—Kallis. ¡Se llama Mauri Kallis! La verdad es que ha nacido aquí aunque hace tiempo que se marchó a vivir fuera.

Después continuó hacia el despacho de Fred Olsson.

—Bueno, ¿y qué pasa con Mauri Kallis? —le dijo Anna-Maria en un susurro a Rebecka—. Si lo que tenemos es una mujer.

Se encontraban ya los tres en la puerta de Fred Olsson.

—¡Fredde! —resolló el fiscal—. ¡Mauri Kallis! ¿Verdad que tuvo una reunión aquí con un montón de peces gordos en diciembre?

—Claro que sí —respondió Fred Olsson—. Kallis Mining tiene una mina aquí en la ciudad que se llama Northern Explore AB, una de sus empresas que cotiza en bolsa. Era una inversora canadiense que vendió todas sus acciones a finales de año. Así que hubo mucho cambio de directivos…

—¿Podrías encontrar alguna foto de la junta de accionistas? —preguntó Alf Björnfot.

Fred Olsson se giró dando la espalda a las tres personas que habían aparecido en su puerta y puso en marcha su ordenador. Los tres visitantes esperaban obedientes.

—Eligieron a uno de Kiruna en el consejo de administración, Sven Israelsson —dijo Fred Olsson—. Voy a ver qué encuentro. Si busco por Mauri Kallis seguro que me salen varios miles de resultados.

—Recuerdo la imagen de un grupo de gente trajeada en la nieve para que les hicieran una foto —dijo Alf Björnfot—. Creo que la mujer de la cabaña de pesca estaba en esa foto.

Fred Olsson escribió algo en el teclado durante un momento. Después dijo:

—Aquí está. Claro que es ella.

En pantalla había una foto de un grupo de hombres con traje. En el centro de la imagen había una mujer.

—Claro que sí —afirmó Anna-Maria—. La de la nariz antigua. Es como si le naciera entre las cejas.

—Inna Wattrang, jefa de información —leyó Alf Björnfot.

—¡Lo tenemos! —exclamó Anna-Maria Mella—. Está identificada. Debemos comunicárselo a sus familiares. Me pregunto cómo acabó en el lago.

—Kallis Mining tiene una cabaña en Abisko —dijo Fred Olsson.

—¡No me digas! —exclamó Anna-Maria.

—¡Seguro! Lo sé porque el ex de mi hermana es fontanero y estuvo allí haciendo la instalación cuando hacían la casa. En realidad no es una cabaña sino una casa para los fines de semana, o algo parecido.

Anna-Maria se volvió hacia Alf Björnfot.

—Naturalmente —respondió Alf Björnfot antes de que ella preguntara—. Voy a redactar la orden de registro domiciliario inmediatamente. ¿Llamo a los cerrajeros de Benny Lås & Larm?

—Sí, por favor —agradeció Anna-Maria—. ¡Nos vamos! —ordenó después saliendo hacia su despacho a buscar la chaqueta—. Cambiamos la reunión a la tarde.

De su despacho se la oyó decir:

—¡Vente tú también, Fredde! ¡Sven-Erik!

Un minuto más tarde ya habían desaparecido. De golpe se hizo un silencio de domingo en la casa. En el pasillo se quedaron Alf Björnfot y Rebecka Martinsson.

—Bueno, pues —dijo Alf Björnfot—. ¿Dónde nos habíamos quedado?

—Estábamos tomando café —respondió Rebecka sonriendo—. Es hora de otra taza.

—Mira qué bonito —dijo Anna-Maria Mella—. Como un folleto turístico.

Iban en su Ford Escort por la carretera de Noruega. A su derecha estaba el lago Torneträsk. El cielo estaba completamente azul y la nieve resplandecía con el sol. Por todas partes a lo largo del lago había cabañas de pesca de todos los colores y de todos los modelos. Al otro lado de la carretera se alzaban las altas montañas.

Ya no hacía viento pero no hacía calor. Anna-Maria miraba entre los abedules mientras pensaba que la nieve seguramente tendría una buena corteza. Igual se podía ir en trineo sobre la capa dura de la nieve a través del bosque.

—Haz el favor de mirar la carretera —le ordenó Sven-Erik, que iba sentado a su lado.

La cabaña en la montaña de Kallis Mining era una gran casa de madera. Estaba muy bien situada junto al lago. Hacia el otro lado se alzaba el monte Nuolja.

—El ex de mi hermana me hablaba de este lugar cuando venía a trabajar aquí —explicó Fred Olsson—. Y su padre trabajó en la construcción de la casa. Son dos casas de madera de Hälsingland que las transportaron aquí. La madera tiene doscientos años. Y allí abajo junto a la playa está la sauna.

Benny, el cerrajero de Benny Lås & Larm, estaba sentado en el coche de su empresa en el patio. Bajó la ventanilla y les gritó:

—Ya he abierto pero me tengo que ir —dijo saludando con la mano y marchándose sin esperar.

Los tres policías entraron. Anna-Maria pensó que nunca había visto una casa así. Las paredes de madera cortada a hacha color gris plateado habían sido decoradas con sencillez con pequeños óleos con motivos de alta montaña y algunos espejos rodeados de pesados marcos dorados. Había grandes armarios roperos de estilo indio en color turquesa y rosa, contrastando con las zonas sin pintar. El techo era tan alto como la casa y se veían las vigas. Sobre el ancho suelo de madera había alfombras de trapo en todas las habitaciones a excepción de una: delante de la chimenea de la sala de estar había una piel de oso con cabeza y la boca abierta.

—¡Jesús! —exclamó Anna-Maria.

La cocina, el recibidor y la sala de estar se distribuían en una superficie diáfana. En uno de los lados había grandes ventanales con vistas al lago, que brillaba ahora a la luz de principios de primavera. Al otro lado de la sala entraba la luz a través de unas pequeñas ventanas de vitrales de diferentes colores situadas a bastante altura.

Sobre la mesa de la cocina había un paquete de leche, otro de muesli, un plato y una cuchara. Y en la encimera había una pila de platos sin fregar, uno dentro de otro, con cubiertos entre medio.

—¡Uf! —se lamentó Anna-Maria cuando agitó el paquete de leche y notó los grumos que forma la leche cuando se echa a perder.

No porque ella tuviera su casa recogida y limpia. Pero estar una sola en un lugar así de bonito y no mantenerlo arreglado… Ella lo tendría todo bien recogido si alguna vez viviera en una casa así. Poder ponerse los esquíes en la puerta y salir a dar un paseo sobre el lago. Llegar luego a casa y hacer la comida. Escuchar la radio mientras fregaba a mano, o en silencio, pensando en sus cosas con las manos metidas en el agua caliente. Tumbarse en el tentador sofá de la sala de estar y encender la chimenea para oír crepitar el fuego.

—Esta gente quizá no friegue los platos —comentó Sven-Erik Stålnacke—. Seguro que viene alguien a limpiar cuando se van ellos.

—Pues a esa persona la vamos a encontrar.

Abrió las puertas de los cuatro dormitorios. Las grandes camas de matrimonio tenían edredones hechos con patchwork. Encima de los cabezales había colgadas pieles de reno, crines plateadas contra las paredes de madera del mismo color gris.

—Bonito —dijo Anna-Maria—. ¿Por qué no lo tengo yo así en mi casa?

En los dormitorios no había armarios. Por el contrario en el suelo había grandes cofres americanos y baúles antiguos para guardar cosas. Había ropa colgada en bonitos biombos indios y en las paredes había perchas para ropa, graciosos ganchos y cuernos. Había una sauna, un lavadero y un gran armario secador. Junto a la sauna había un gran vestidor con espacio para la ropa y las botas de esquí.

En uno de los dormitorios había una maleta abierta, con ropa revuelta tanto dentro como fuera. La cama estaba sin hacer.

Anna-Maria estuvo mirando algunas de las prendas.

—Un poco de desorden pero no hay señales de pelea ni de robo —dijo Fred Olsson—. No hay sangre por ninguna parte, nada raro. Voy a ver los baños.

—Pues aquí no ha pasado nada —observó Sven-Erik Stålnacke.

Anna-Maria maldijo para sí misma. Necesita determinar el lugar del crimen.

—Me pregunto qué hacía aquí —comentó observando una falda que parecía cara y un par de medias de seda—. Esto no es ropa para ir a esquiar, precisamente.

Anna-Maria asintió con la cabeza e hizo un gesto hacia su compañero que significaba que se sentía defraudada.

Fred Olsson apareció detrás de ellos. Llevaba un bolso de mano. Era de piel negra con hebillas doradas.

—Estaba en el baño —aclaró—. Prada. Entre diez y quince mil.

—¿Dentro? —preguntó Sven-Erik.

—No, es lo que cuesta.

Fred Olsson vació el contenido sobre la cama deshecha. Abrió el monedero y le mostró el carnet de conducir de Inna Wattrang a Anna-Maria.

Anna-Maria asintió con la cabeza. Claro que era ella. No había duda.

Miró el resto de cosas que había sacado del bolso. Tampones, una lima de uñas, pintalabios, gafas de sol, polvos y un montón de post-it amarillos.

—No hay ningún teléfono —constató.

Fred Olsson y Sven-Erik asintieron con un gesto. Tampoco había teléfonos en ninguna otra parte. Podía significar que el autor de los hechos era alguien a quien conocía, alguien que estaba en la agenda del móvil.

—Vamos a llevar sus cosas a la comisaría —decidió Anna-Maria—. Y vamos a precintar esto de todas maneras.

Su mirada cayó de nuevo sobre el bolso.

—Está húmedo —constató.

—Iba a decirlo —replicó Fred Olsson—. Estaba en el lavabo. El grifo debía de gotear.

Se miraron desconcertados.

—Esto es sospechoso —declaró Anna-Maria.

El enorme bigote de Sven-Erik tomó vida debajo de la nariz, moviéndose hacia fuera y hacia dentro y de un lado a otro.

—¿Podéis dar una vuelta alrededor de la casa? —preguntó Anna-Maria—. Yo miraré por aquí dentro.

Fred Olsson y Sven-Erik Stålnacke salieron. Anna-Maria se puso a mirarlo todo muy detenidamente.

«Si no murió aquí —pensó—, el criminal ha estado aquí de todas formas. Si fue él quien cogió el teléfono. Pero, claro, quizá lo llevaba encima cuando salió a correr o a lo que fuera. Lo llevaba en el bolsillo».

Miró el lavabo donde había estado el bolso. ¿Por qué estaba allí? Abrió el armario del baño. Completamente vacío. La típica casa para ser utilizada por invitados y empleados o para alquilar. No quedaba ningún objeto personal.

«Puedo partir de la base de que los objetos personales que haya aquí son de ella», pensó Anna-Maria.

En la nevera había unos cuantos platos de comida precocinada para calentar en el microondas. De los cuatro dormitorios, tres estaban sin tocar.

«Aquí hay más cosas que ver», pensó Anna-Maria mientras iba de nuevo al recibidor.

Sobre una cómoda blanca había una lámpara antigua. Hubiera parecido kitsch en alguna otra parte pero aquí quedaba bien, consideró Anna-Maria. El pie, hecho de porcelana, tenía pintado un paisaje que parecía sacado de los Alpes alemanes, una montaña en el fondo y un espléndido ciervo en primer plano. La pantalla era de color marrón coñac, con flecos. El interruptor estaba justo debajo del casquillo para la bombilla.

Anna-Maria intentó encenderla. Cuando no lo consiguió, descubrió que no era porque tuviera fundida la bombilla, sino porque faltaba el cable.

«¿Qué es lo que han hecho con el cable?», pensó.

Quizá habían comprado la lámpara en algún mercadillo o en un anticuario y estaba así. Igual la pusieron sobre la cómoda pensando que la arreglarían y allí se había quedado desde entonces.

Anna-Maria tenía mil cosas así en su casa. Cosas que iban a arreglar cualquier año. Aunque, al final, uno se acostumbraba a los defectos. Por ejemplo, la puerta del lavavajillas. Hacía juego con los armarios de la cocina pero se había desprendido hacía cien años y por eso era demasiado ligera para los muelles que tenía. Toda la familia Mella se había acostumbrado a llenarlo y a vaciarlo con el pie puesto en la puerta, de manera que no se cerrara por sí misma. Ella también lo hacía en casa de otros sin pensar. La hermana de Robert solía reírse de ella cuando Anna-Maria la ayudaba a poner dentro los platos sucios.

Quizá simplemente cambiaran la lámpara de lugar y el cable se quedara entre una pared y otro mueble y se saliera del sitio. Pero podría ser peligroso. Si el cable todavía seguía conectado y estaba suelto.

Pensó en el riesgo de incendio y después pensó en Gustav, su hijo de tres años, y todos los tapones de plástico que pusieron en los enchufes de la casa para hacerla más segura.

Le cruzó la mente una imagen de Gustav cuando tenía ocho meses e iba a gatas por todas partes. ¡Qué horror! Un contacto en un enchufe o con un cable cortado tirado por el suelo. Los hilos de cobre fuera del recubrimiento de plástico. Y Gustav, cuya mejor herramienta para investigar el mundo era la boca. Apartó la imagen de la cabeza al momento.

Después cayó en ello. Descarga eléctrica. A lo largo de su vida había visto unas cuantas. Dios mío, aquel chico que murió hacía cinco años. Fue allí para constatar que había sido un accidente. El chico estaba descalzo sobre la encimera de la cocina y había intentado arreglar la lámpara del techo. La piel de la planta de los pies era negra de lo quemada que estaba.

Inna Wattrang tenía una quemadura en forma de cinta alrededor del tobillo.

«Se podría pensar que alguien arranca el cable de una lámpara —pensó Anna-Maria—. Por ejemplo, de una lámpara con un ciervo. Arranca el cable, le quita el recubrimiento de plástico y pone uno de los hilos de cobre alrededor del tobillo de alguien».

Abrió la puerta de golpe y llamó a sus compañeros. Éstos vinieron dando grandes zancadas sobre la profunda nieve.

—¡Joder! —exclamó—. ¡Murió aquí! ¡Lo sé! Llama a Tintín y a Krister Eriksson.

El inspector de policía con perro adiestrado, Krister Eriksson, llegó al lugar casi una hora después de que le llamaran sus compañeros. Habían tenido suerte porque solía estar de servicio con su perro Tintín.

Tintín era una hembra de pastor alemán. Era una perra muy hábil en la búsqueda de huellas y cadáveres. Un año y medio antes había encontrado a un cura asesinado, envuelto en una cadena y hundido en el lago Nedre Vuolosjärvi.

Krister Eriksson parecía un extraterrestre. Tenía la cara completamente quemada por un accidente sufrido cuando era joven. No tenía nariz, sólo dos agujeros en medio de la cara. Las orejas eran como las de un ratón. No tenía pelo, ni cejas, ni pestañas y los ojos eran raros, ya que los párpados se los habían reconstruido con cirugía plástica.

Anna-Maria observó su piel gris rosácea y brillante y el pensamiento se le fue de vuelta a Inna Wattrang y a su tobillo quemado.

«Tengo que llamar a Pohjanen», pensó.

Krister Eriksson le puso la correa a Tintín. La perra dio una vuelta alrededor de los pies del amo gimiendo expectante.

—Siempre pone mucha pasión —aclaró Krister enredándose con la correa—. Todavía la tengo que frenar, si no, busca demasiado rápido y puede perderse algo.

Krister Eriksson y Tintín entraron solos en la casa. Sven-Erik Stålnacke y Fred Olsson doblaron la esquina para mirar a través de las ventanas.

Anna-Maria Mella se sentó en el coche y llamó al médico forense, Lars Pohjanen. Le explicó lo del cable de la lámpara que faltaba.

—¿Y bien? —preguntó después.

—Claro que la quemadura alrededor del tobillo puede ser la marca de un cable por el que le dieran una descarga eléctrica —admitió Pohjanen.

—¿Un hilo pelado envuelto alrededor del tobillo?

—Claro que sí. Y el otro cierra el circuito.

—¿La han torturado?

—Quizá. También puede ser un juego que se les haya ido de las manos. No es muy habitual pero puede ocurrir. Hay otra cosa.

—Dime.

—Tiene marcas de pegamento en los tobillos y en las muñecas. Deberías poner a los de la Científica para que controlen los muebles de la casa. Ha estado sujeta con cinta, quizá sólo le hayan pegado las manos y los pies, pero pueden haberla sujetado a un mueble, a las patas de una cama, de una silla o… Espera un momento…

Pasó un minuto. Después volvió a oír la voz cascada del médico forense.

—Me he puesto los guantes para examinarla ahora —aclaró—. Sí, hay una marca pequeña pero clara en el cuello.

—La marca del otro hilo del cable eléctrico —afirmó Anna-Maria.

—¿El cable de una lámpara, has dicho?

—Humm.

—Entonces debería haber restos de cobre en la piel donde está la quemadura. Voy a hacer una prueba histológica de tejidos, entonces lo sabremos seguro. Pero probablemente sea lo que parece. De todas formas, ha sufrido un trastorno rítmico con lo que ha acabado en este estado parecido al shock. Podría explicar lo de la lengua completamente mordida y las huellas de sus propias uñas en las manos.

Sven-Erik Stålnacke llamó a la ventanilla del coche y señaló la casa.

—Tengo que colgar —se disculpó Anna-Maria con el médico forense—. Te llamo después.

Salió del coche.

Tintín ha encontrado algo —la informó Sven-Erik.

Krister Eriksson estaba en la cocina con Tintín. La perra tiraba de la correa, ladraba y rascaba frenética el suelo.

—Está indicando aquí —aclaró Krister Eriksson señalando un punto del suelo de la cocina entre la encimera y los fogones—. No puedo ver nada pero parece estar completamente convencida.

Anna-Maria miró a Tintín, que aullaba frustrada porque no podía llegar hasta el final.

Un linóleo color turquesa con dibujos orientales cubría el suelo. Anna-Maria se adelantó y lo observó detenidamente. Sven-Erik Stålnacke y Fred Olsson le hicieron compañía.

—Yo no veo nada —se disculpó Anna-Maria.

—No —admitió Fred Olsson sacudiendo la cabeza.

—¿Puede haber algo debajo del linóleo? —preguntó Anna-Maria.

—Algo hay —respondió Krister Eriksson, que bastante trabajo tenía controlando a Tintín.

—Bueno —dijo Anna-Maria mientras miraba su reloj—. Nos da tiempo de ir a comer a la estación turística mientras esperamos a los de la Científica.

A las dos y media de la tarde los técnicos habían cortado el recubrimiento de linóleo del suelo de la cocina. Cuando Anna-Maria Mella, Sven-Erik Stålnacke y Fred Olsson volvieron a la casa, estaba en el recibidor, enrollado y envuelto en papel.

—Mira esto —dijo uno de la Científica a Anna-Maria Mella señalando un pequeñísimo corte en la tabla de madera que había debajo del recubrimiento de linóleo.

En el pequeño corte había algo marrón que parecía sangre seca.

—Esa perra tiene que tener un olfato tremendo.

—Sí —admitió Anna-Maria—. Es muy lista.

—Tiene que ser sangre teniendo en cuenta la reacción de la perra —dijo el de la Científica—. El linóleo es un material fantástico. Mi madre tuvo un suelo que aguantó bien más de treinta años. Se repara solo.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, si se le hace un rasguño, un corte o algo así, se contrae de manera que no se ve. Parece como si un arma afilada o una herramienta pasara a través del suelo de plástico e hiciera un corte aquí, en la madera de debajo. Luego la sangre ha pasado hacia el corte. Después de que el material se contrajera, y cuando lo has limpiado, no se ve huella alguna. Enviaremos la sangre, si es que es eso, para un análisis y ya veremos si es de Inna Wattrang.

—Me apuesto cien pavos a que sí —se arriesgó Anna-Maria—. Murió aquí.

Eran las ocho del domingo por la tarde cuando Anna-Maria se puso la chaqueta y llamó a Robert para decirle que tenía turno de noche. No parecía ni enfadado ni cansado e incluso le preguntó si había comido. También le dijo que le dejaba comida para que se la calentara cuando llegara a casa. Gustav dormía. Habían salido a dar una vuelta con el trineo. Peter les había acompañado, aunque solía quedarse encerrado en casa. Jenny estaba con una amiga, le explicó y añadió que ya venía para casa, antes de que a Anna-Maria le diera tiempo de pensar: «Mañana hay que ir al colegio».

Anna-Maria se sintió ridículamente contenta. Habían salido, habían hecho ejercicio y habían respirado aire sano. Estaban contentos. Robert era un buen padre. En estos momentos no importaba que la ropa de todos estuviera tirada por el suelo y la mesa después de cenar a medio quitar. Ella lo recogería de buen humor.

—Y Marcus ¿no está? —preguntó.

—No, creo que se queda a dormir en casa de Hanna. ¿Cómo ha ido?

—Bien. Bien de verdad. Sólo han pasado veinticuatro horas y ya sabemos quién es, Inna Wattrang, una jerifalte de Kallis Mining. Mañana saldrá en los periódicos. Hemos localizado el lugar del crimen pero los que lo cometieron intentaron limpiar todas las huellas. Aunque los de la Criminal se hagan cargo después, nadie podrá decir que no hicimos un buen trabajo.

—¿Le clavaron algo?

—Sí, pero no sólo eso. El asesino la torturó con descargas eléctricas. Los de la Científica estuvieron allí esta tarde y encontraron pegamento en una de las sillas de la cocina, en los reposabrazos y en las patas. Y el mismo pegamento lo tenía en los tobillos y en las muñecas. Alguien la sujetó con cinta adhesiva en una silla de la cocina y la torturó con descargas eléctricas.

—¡Joder! ¿Y cómo?

—Yo creo que con el cable de una lámpara. Lo peló, separó los hilos, le rodeó un tobillo con uno y le conectó el otro al cuello.

—¿Y después la mataron de una puñalada?

—Sí.

—¿Sabes por qué?

—No lo sé. Puede ser un loco o alguien que la odiaba. También puede ser un juego sexual… que de alguna manera ha salido mal, aunque no parece que haya semen dentro de ella, ni sobre ella. Tenía como una baba alrededor de la boca pero sólo era vómito.

Robert dejó escapar un sonido de desagrado.

—Prométeme que nunca me dejarás —le pidió—. Imagínate estar colgado en un bar buscando a otra… y cuando llegas a casa lo que quiere es que le des una descarga eléctrica.

—Mejor conmigo que me contento con el misionero.

—El honroso y aburrido sexo de siempre.

Anna-Maria emitió un arrullo de paloma.

—A mí me gusta el sexo de siempre —aclaró—. Si todos los niños duermen cuando llegue a casa…

—No me digas. Llegarás, comerás algo y después te quedarás dormida en el sofá delante de cualquier serie americana. Deberíamos renovarnos un poco.

—Podemos comprar el KamaSutra.

Robert se echó a reír y Anna-Maria se puso contenta. Lo había hecho reír y, además, hablaban de sexo.

«Deberíamos hacerlo más a menudo —pensó—. Tontear y hacer broma».

—Exacto —asintió Robert—. Posturas como las acrobacias en el aire. O yo hacer el puente y tú encima haciendo el espagat.

—Vale. Hecho. Voy ahora mismo.

Anna-Maria Mella apenas había colgado cuando volvió a sonar el teléfono. Era el fiscal Alf Björnfot.

—Hola —dijo—. Sólo quería informarte de que Mauri Kallis vendrá mañana.

Anna-Maria lo pensó un momento. Esperaba que volviera a ser Robert que de pronto se le ocurría que debía comprar algo camino de casa.

—¿Mauri Kallis como Kallis Mining?

—Sí. Acabo de hablar con su secretaria por teléfono. Además, me llamaron los compañeros de Estocolmo. Se lo han comunicado a los padres de Inna Wattrang. Naturalmente ha sido un shock para ellos. Inna Wattrang y su hermano Diddi trabajaban para Kallis Mining. Ha construido una mansión muy grande junto a la ría Málären, donde viven también los dos hermanos. Los padres le dijeron a los compañeros de allí que se lo comunicarían a su hijo y le pedirían a Mauri Kallis que subiera para identificarla.

—¡Mañana! —suspiró Anna-Maria—. Me iba a ir a casa.

—Pues, vete.

—No me puedo ir. Tengo que aprovechar y hablar con él. De Inna Wattrang, de su papel en la empresa y de todo. No sé ni una mierda de Kallis Mining. Le va a parecer que somos idiotas.

—Rebecka Martinsson tiene sesión del tribunal mañana. Así que seguro que estará por allí. Dile que estudie Kallis Mining y que te haga un resumen en una media hora mañana por la mañana.

—Yo no se lo puedo pedir. Tiene…

Anna-Maria se interrumpió durante medio segundo. Estaba a punto de decir que Rebecka Martinsson también tenía una vida propia, pero eso no era así. Entre los compañeros se decía que Rebecka Martinsson vivía sola en el campo y no se relacionaba con nadie.

—… tendrá que dormir como todos los demás —dijo, rectificándose—. No se lo puedo pedir.

—De acuerdo.

Anna-Maria pensó en Robert, que la estaba esperando en casa.

—¿O sí puedo hacerlo?

Alf Björnfot se echó a reír.

—Lo que yo voy a hacer es plantarme delante de la tele a ver alguna serie americana —dijo.

—Yo también —respondió Anna-Maria malhumorada.

Acabó la conversación con el fiscal y miró a través de la ventana. ¿Por qué no? El coche de Rebecka Martinsson seguía en el aparcamiento.

Tres minutos más tarde, Anna-Maria llamaba con los nudillos a la puerta del despacho de Rebecka Martinsson.

—Bueno, sé que tienes mucho que hacer —dijo para empezar—. Y que éste no es tu trabajo. Así que estaré de acuerdo si te niegas…

Miró el montón de documentos que había sobre el escritorio de Rebecka.

—Olvídalo —añadió—. Ya tienes bastante faena.

—¿Qué pasa? —preguntó Rebecka—. Si tiene algo que ver con Inna Wattrang, pregúntame. Los…

Se interrumpió.

—Iba a decir «los asesinatos son entretenidos» —continuó—, pero no es eso lo que pienso.

—Es igual —respondió Anna-Maria—. Entiendo perfectamente lo que quieres decir. La investigación de un asesinato es algo especial. No quiero, por nada del mundo, que asesinen ni a una sola persona pero, si ocurre, me gusta involucrarme y resolver el crimen.

Rebecka Martinsson parecía aliviada.

—Era con lo que soñaba en aquellos tiempos en que elegí empezar en la escuela de policías —declaró Anna-Maria—. ¿Quizá tú también cuando empezaste a estudiar derecho?

—No, no sé. Me fui de Kiruna y empecé a estudiar porque me puse a malas con mi congregación. Que fuera Derecho fue más una casualidad. Después, como era estudiosa y aplicada, conseguí trabajo enseguida. Es como si hubiera ido deslizándome hacia todo. No hice una elección consciente hasta que me volví a vivir aquí.

De pronto se habían acercado a un serio tema de conversación pero se conocían poco como para seguir por el camino iniciado. Por ello se pararon y se quedaron calladas un momento.

Rebecka sintió agradecida que el silencio no se hacía molesto.

—Así que… —exigió Rebecka con una sonrisa—. ¿Qué me querías pedir?

Anna-Maria le devolvió la sonrisa. Entre ella y Rebecka Martinsson había existido cierta tensión por algún motivo. No le había causado preocupación pero a veces pensaba que era extraño que uno no se sintiera cercano a alguien que le había salvado la vida. Ahora sentía que la tensión había desaparecido de golpe, como si se hubiera ido volando por la ventana.

—El jefe de Inna Wattrang, Mauri Kallis, viene mañana —le explicó.

Rebecka dio un silbido.

—Eso es lo que quiero decir —continuó Anna-Maria—. Y tengo que hablar con él pero no sé nada, ni de la compañía ni de lo que hacía Inna Wattrang en ella, nada de nada.

—Tiene que estar todo en internet.

—Exacto —asintió Anna-Maria con un gesto de sufrimiento.

Odiaba leer. Lengua y Matemáticas habían sido sus peores asignaturas en la escuela. Apenas consiguió el aprobado que se necesitaba para entrar en la escuela de policías.

—Ya te entiendo —dijo Rebecka—. Te haré un resumen para mañana. A las siete y media, porque tengo un juicio que durará todo el día y empieza a las nueve.

—¿Estás segura? —preguntó Anna-Maria—. Es mucho trabajo.

—Pero se me da bien, que lo sepas —presumió Rebecka—. Reducir un montón de basura a un A4.

—Y mañana tienes sesión del tribunal todo el día. ¿Ya has acabado de prepararlo?

Rebecka sonrió.

—Ahora te sientes un poco culpable —dijo provocadora—. Primero quieres que te haga un favor y después que te dé la absolución.

—Olvídalo —respondió Anna-Maria—. Prefiero tener remordimientos de conciencia que leer todo lo que haya. Además es una de esas compañías que…

—Humm, Kallis Mining es un grupo internacional de empresas. No un consorcio. Se podría decir que es una esfera. Pero también te explicaré la estructura de la empresa, que en realidad no es complicada.

—¡No, seguro! Sólo cuando dices «estructura de la empresa», «consorcio» y «esfera» me salen sarpullidos en los brazos. Pero de verdad que te agradezco que lo hagas. Y pensaré en ello cuando esta noche aparque el culo en el sofá delante de la tele. Pero oye, en serio, ¿quieres que vaya a comprarte una pizza u otra cosa? Si es que te vas a quedar aquí.

—Me voy a casa. También pienso aparcarme delante de la tele. Esto lo haré mientras tanto.

—Pero ¿tú quién eres? ¿Superwoman?

—Sí. Anda, vete a casa a ver la tele. ¿Es que no tienes un montón de críos para meter en la cama y darles un beso de buenas noches?

—Humm, los dos mayores ya no le dan un beso a su madre. Y la niña sólo le da besos a su padre.

—Pero el pequeño…

—Gustav. Tiene tres años. Ése sí que quiere besos de su mamá.

Rebecka sonrió. Una sonrisa amable y cálida con una rápida pincelada de tristeza que la hacía parecer tierna.

«Me da pena —pensó Anna-Maria un momento después, cuando iba sentada en el coche camino de su casa—. Ha tenido que pasar por mucho».

Sintió una punzada de remordimiento por haber hablado de sus hijos. Rebecka no tenía ninguno.

«Pero ¿qué puedo hacer? —se defendió a sí misma más tarde—. Son una gran parte de mi vida. Si es tabú hablar de ellos me resulta imposible hablar de otra cosa».

Robert había recogido e incluso había limpiado la mesa de la cocina. Calentó las barritas de pescado y el puré de patata en el micro y tomó una copa de vino tinto para acompañar. Se alegró de que el puré fuera casero, hecho con patatas de verdad. Sintió que tenía la mejor vida que se podía desear.