Eran las cinco y cinco de la mañana cuando Anna-Maria Mella aparcó su rojo Ford Escort delante del hospital. El vigilante de Securitas la dejó bajar por el pasillo subterráneo del edificio. Del techo se oía el rugido de los tubos de ventilación. No había nadie en aquel pasillo. El suelo era de linóleo y se oía el ruido de las puertas que automáticamente se abrían ante ella. Se encontró con un conserje que se desplazaba en patinete. Por lo demás, todo estaba tranquilo y en silencio.

En la sala de autopsias no había luz pero en la de fumadores estaba tumbado el jefe médico Lars Pohjanen, que dormía sobre el desgastado sofá de los años setenta, tal y como esperaba encontrarlo. Estaba tumbado de lado con la espalda hacia fuera. El delgado pecho se alzaba con un respirar fatigado, arriba y abajo.

Hacía unos años lo habían operado de cáncer de garganta. Su asistenta forense, Anna Granlund, era la que, cada vez más, se hacía cargo de su trabajo. Serraba cajas torácicas, sacaba los órganos, hacía las pruebas necesarias, volvía a poner los órganos en su sitio, cosía abdómenes, llevaba los maletines de Pohjanen, contestaba el teléfono, pasaba las llamadas más importantes, en principio las de la señora Pohjanen, mantenía la sala de autopsias fregada y ordenada, se encargaba de que la bata de él estuviera limpia entre trabajo y trabajo y pulía los informes.

Al lado del sofá estaban sus deplorables y gastados zuecos, bien puestos, uno junto a otro. Hubo un tiempo en que habían sido blancos. Anna-Maria fantaseaba con que Anna Granlund tapaba al jefe médico con la manta a cuadros de fibra sintética que él tenía encima, juntaba los zuecos al lado del sofá, le quitaba el cigarrillo de la boca y apagaba la luz antes de irse a casa.

Anna-Maria se quitó la chaqueta y se sentó en el sillón que hacía juego con el sofá.

«Treinta años de suciedad y todo bien ahumado —pensó poniéndose la chaqueta encima a modo de edredón—. Qué agradable».

Se quedó dormida al instante.

Media hora más tarde se despertó con la tos de Pohjanen. Estaba sentado inclinado hacia delante en el borde del sofá y parecía como si medio pulmón le fuera a ir a parar a las rodillas.

Anna-Maria se sintió tonta y violenta de inmediato. Meterse así a hurtadillas y dormir en la misma sala. Era casi como si se hubiera metido en su dormitorio y se hubiera acostado en su cama.

Allí estaba él con su tos matutina mientras la de la guadaña le pasaba un brazo por los hombros. Era una cosa privada de cada uno.

«Estará de mal humor —pensó—. ¿A qué tengo que venir aquí?».

El ataque de tos de Pohjanen se acabó en un carraspeo forzado. Automáticamente la mano palpó el bolsillo del tabaco para asegurarse de que el paquete de cigarrillos estaba allí.

—¿Qué es lo que quieres? Aún no he empezado. Estaba congelada cuando la trajeron ayer noche.

—Necesitaba un sitio para dormir —respondió Anna-Maria—. Mi casa está llena de críos que duermen de través, dan patadas y no te dejan sitio.

La fulminó con la mirada, divertido a su pesar.

—Y Robert se tira pedos durmiendo —añadió.

Él se echó a reír para ocultar que se había calmado. Luego se levantó y le hizo una señal con la cabeza indicando que podía acompañarle.

La asistenta forense acababa de llegar. Estaba en la sala de lavado vaciando el lavavajillas como si fuera un ama de casa. La diferencia era que sacaba cuchillos, tenazas, pinzas, escalpelos y recipientes de acero inoxidable en lugar de cubiertos y vajilla.

—Es una auténtica hätähousu —dijo Pohjanen a Anna Granlund señalando con un gesto a Anna-Maria—. Culo inquieto —añadió cuando vio que Anna Granlund no le entendía.

Anna Granlund le dedicó una sonrisa reprimida a Anna-Maria Mella. Ésta le caía bien, pero la gente tenía que dejar de joder y agobiar a su jefe.

—¿Se ha descongelado? —preguntó Pohjanen.

—No del todo —respondió Anna Granlund.

—Pásate después de comer y te haré un informe preliminar —le sugirió Pohjanen a Anna-Maria Mella—. Las pruebas tardarán unas más que otras, como siempre.

—¿No me puedes decir nada aún? —preguntó Anna-Maria intentando no parecer una hätähousu.

Pohjanen sacudió la cabeza como si se rindiera cuando se trataba de Anna-Maria.

—Pues vamos a echar un vistazo —concedió.

La mujer estaba tumbada sobre la mesa de autopsias.

Anna-Maria Mella se dio cuenta de que había caído líquido del cuerpo en el desagüe bajo la mesa.

«¿Al agua potable?», pensó.

Pohjanen se dio cuenta de lo que miraba.

—Se está descongelando —informó—. Pero será difícil analizarla, eso está claro. Las membranas de las células de la musculatura explotan y se aflojan.

Señaló la caja torácica de la mujer.

—Aquí tienes un agujero de entrada —le dijo—. Se puede deducir que es lo que la mató.

—¿De cuchillo?

—No, no. Esto es algo completamente distinto, probablemente puntiagudo.

—¿Alguna herramienta? ¿Un punzón?

Pohjanen se encogió de hombros.

—Tendrás que esperar —le respondió—. Pero parece estar perfectamente emplazado. Puedes ver lo relativamente poco que ha sangrado en la ropa. Probablemente el corte ha ido directamente al cartílago de la caja torácica y ha seguido hasta la bolsa que envuelve el corazón y ahí te queda un corazón taponado.

—¿Taponado?

—Algo habrás aprendido con los años. Si la sangre no ha salido del cuerpo, ¿adónde ha ido? Bueno, probablemente la bolsa que envuelve el corazón se ha llenado de sangre de manera que el corazón, al final, no ha podido latir. Es bastante rápido. La presión también baja, por eso no se sangra tanto. Además, puede ser que se haya taponado un pulmón, un litro en el pulmón y buenas noches. Por cierto, tiene que ser más largo que un punzón porque hay un agujero de salida en la espalda.

—Algo que la ha atravesado. ¡Joder!

—Sigamos —continuó Pohjanen—. No hay signos de violación. Mira esto...

Iluminó con una linterna la entrepierna de la mujer.

—No hay hematomas ni arañazos. Puedes ver que le han golpeado en la cara, aquí y… mira aquí, sangre en la nariz y una pequeña hinchazón sobre la nariz. Además, alguien le ha secado la sangre de encima del labio. Pero no tiene marcas de estrangulamiento ni tampoco de ligaduras en las muñecas. Sin embargo, esto es extraño.

—¿Qué es esto? —preguntó Anna-Maria—. ¿Una quemadura?

—Sí, la piel está claramente quemada. Una herida delgada y en forma de cinta alrededor de un tobillo. Hay otra cosa curiosa.

—¿Sí?

—La lengua. Se la ha mordido hasta destrozarla completamente. Es habitual que ocurra en graves accidentes de circulación, por ejemplo. En un estado así de shock, vale… pero de un arma afilada, no lo había visto nunca. Y si estaba taponado y fue rápido… No, esto es un pequeño misterio.

—Déjame ver —pidió Anna-Maria.

—Es carne picada —añadió Anna Granlund, que colgaba toallas limpias junto al lavabo—. Pienso hacer café; ¿queréis?

Anna-Maria Mella y el forense respondieron afirmativamente al café a la vez que el forense iluminaba con la linterna el fondo de la boca de la mujer muerta.

—¡Uf! —exclamó Anna-Maria—. Así que a lo mejor no murió del corte. ¿Y qué pudo haber sido?

—A lo mejor te puedo responder esta tarde. El corte es mortal, casi lo aseguro. Pero me confunde el curso de los acontecimientos. Y mira esto.

Volvió una de las manos de la mujer hacia Anna-Maria.

—Esto también es un signo de shock. Mira las marcas. Ha cerrado las manos y ha hundido profundamente sus propias uñas en las palmas.

Pohjanen estaba con la mano de la mujer en la suya sonriendo por dentro.

«Por eso me gusta trabajar con él», pensó Anna-Maria del forense. Todavía le parece jodidamente divertido. Cuanto más difícil y complicado, mejor.

Notó, con cierto remordimiento, que lo estaba comparando con Sven-Erik.

«Pero Sven-Erik está tan apático —se defendió a sí misma—. ¿Y qué puedo hacer yo? Tengo bastante con insuflar entusiasmo a los críos de mi casa».

Tomaron el café en la sala de fumadores. Pohjanen encendió un cigarrillo, sin darse por enterado de la mirada que le echó Anna Granlund.

—Lo raro es lo de la lengua —dijo Anna-Maria—. Decías que suele ocurrir cuando hay un shock, ¿no? Y esta marca tan extraña alrededor del tobillo… Pero la cuchillada le atravesó la ropa así que, ¿iba vestida cuando la mataron?

—Aunque no creo que hubiera salido a entrenar —dijo Anna Granlund—. ¿Has visto el sujetador?

—No.

—Puro lujo. Puntillas y arco. Aubade, es una marca cara de cojones.

—¿Cómo lo sabes tú?

—Una se permitía ciertas cosas en aquellos tiempos en que había esperanza.

—Así que ¿nada de sujetador de deporte?

—Realmente, no.

—Si como mínimo supiéramos quién era —dijo Anna-Maria Mella.

—A mí me parece conocida —respondió Anna Granlund.

Anna-Maria se irguió en su asiento.

—Eso le parece también a Sven-Erik —exclamó—. ¡Intenta recordar! ¿En Konsum? ¿En el dentista? ¿De Gran Hermano?

Anna Granlund sacudió la cabeza mientras pensaba.

Lars Pohjanen apagó el cigarrillo.

—Ahora vete a molestar a otro —le dijo—. Un poco más tarde la abriré y así veremos si podemos definir a qué se debe la herida en forma de cinta que tiene en el tobillo.

—¿A quién puedo ir a molestar? —se quejó Anna-Maria—. A las siete menos veinte de un domingo por la mañana. Sólo vosotros estáis en pie.

—Pues perfecto —dijo Pohjanen seco—. Así tendrás el placer de despertarlos a todos.

—Sí —dijo seriamente Anna-Maria—. Eso es lo que voy a hacer.