16 DE MARZO DE 2005

La mujer muerta llegó navegando a través de la oscuridad hasta la inspectora de policía, Anna-Maria Mella. Flotaba de la manera que lo hubiera hecho si un mago le hubiera pasado la capa por encima y la hubiera hecho alzarse, tumbada de espaldas con los brazos pegados a los lados.

«¿Quién eres tú?», pensó Anna-Maria.

Su blanca piel y los ojos congelados hacían que pareciera una estatua. Sus rasgos también recordaban a una estatua de mármol de la antigüedad. Tenía el principio de la nariz muy alto, entre las cejas, la frente y la nariz, de perfil, formaban una línea sin interrupción.

Gustav, el hijo de tres años de Anna-Maria, se dio la vuelta durmiendo y le dio unas cuantas patadas en el costado. Cogió el pequeño pero musculoso cuerpo de niño y lo giró con resolución, de manera que se quedara tumbado con el culo y la espalda contra ella. Lo acercó hacia sí y le acarició la barriga por debajo del pijama con movimientos circulares, apretó la nariz contra su sudado pelo y le dio un beso. Él suspiró en sueños.

A esta edad los críos tienen unos cuerpecillos de lo más dulce. Se vuelven grandes muy deprisa y entonces se acabaron las caricias y los besuqueos. Anna-Maria no quería pensar en el momento cuando ya no quedara ningún pequeño en la casa. Posiblemente tuviera nietos. Tenía esperanzas en Marcus, su hijo mayor podría empezar pronto.

Y en caso de apuro está Robert, pensó sonriendo hacia su marido que dormía. Hay ciertas ventajas en mantener el mismo marido que al principio. Por muchas arrugas y flacideces que yo tenga, siempre verá aquella chica que conoció al principio de los tiempos.

O siempre me puedo rodear de unos cuantos perros, siguió ella con sus pensamientos. Que duerman en la cama con las patas sucias, goteando pipí y todas esas cosas.

Soltó a Gustav y cogió el móvil para ver la hora. Las cuatro y media.

Le quemaba una mejilla. Seguro que se le había quedado un poco helada la noche anterior cuando fue con Sven-Erik a llamar a las puertas, andando sobre el hielo. Pero nadie de las cabañas vecinas había visto nada. Ella y sus compañeros preguntaron en la estación turística, despertaron a los turistas esquiadores y retuvieron a los que estaban en el bar. Nadie sabía nada de la mujer. También se habían puesto en contacto con los propietarios de la cabaña donde la habían encontrado. Parecían sinceramente afectados y no reconocieron a la mujer muerta de la fotografía.

Anna-Maria pensó en un posible desarrollo de los acontecimientos. Está claro que se puede salir a hacer ejercicio sobre las huellas de una motonieve con la cara maquillada. Quizá corriera por la carretera de Noruega. Se para un coche. Es alguien a quien ella conoce. Alguien que le pregunta si quiere que la lleve. ¿Y después? ¿Se sienta en el coche y le dan un golpe en la cabeza? O siguen camino y luego se van un rato a la sauna. La violan, ella se defiende y le clavan un cuchillo.

O era un desconocido. Ella va corriendo por la carretera de Noruega. Un hombre pasa en un coche. Se da la vuelta un poco más adelante. Quizá la atropella con el coche y la sube al asiento de atrás, donde es más fácil de manejar. Y no hay nadie a la vista. La lleva hasta una cabaña…

Anna-Maria le da la vuelta a la almohada e intenta volverse a dormir.

Igual no la violaron, piensa después. Igual corría sobre las huellas de una motonieve sobre el lago. Se encontró con un loco perdido con el cuerpo lleno de drogas y un cuchillo en el bolsillo. De ésos hay por todas partes. También en los lagos. La pesadilla de todas las mujeres. Encontrarse con el hombre equivocado justo cuando le da la locura.

«¡Vale ya! —se dice a sí misma—. Nada de adelantar acontecimientos antes de saber más del tema».

Tiene que hablar con el forense, Lars Pohjanen. Volvió de Luleå ayer por la tarde. La cuestión es si ya ha hecho algo con el cuerpo congelado.

Es una tontería seguir en la cama. Y, en realidad, ¿por qué habría de seguir durmiendo? No estaba cansada. Tenía la cabeza llena de neuronas bombeándole adrenalina que jugaban a: dibuja, adivina, corre.

Se levantó y se vistió. Estaba acostumbrada a hacerlo en la oscuridad, en silencio y con rapidez.