JUNIO DE 2004

Fue una suerte para Rebecka Martinsson no ver al fiscal jefe, Alf Björnfot, suplicar para que la emplearan. En ese caso, su orgullo le hubiera hecho rechazar el trabajo.

El fiscal jefe, Alf Björnfot, va a ver a su superiora, la jefa de la fiscalía, Margareta Huuva, a la hora de comer, después del trabajo. Elige un lugar con auténticas servilletas de lino y flores naturales en los jarrones de las mesas.

Margareta Huuva se pone de buen humor. Además, el muchacho que va a servirles le aparta la silla y le hace un cumplido.

Se podía pensar que aquello era una cita. Una pareja que se ha encontrado tarde en la vida, los dos con más de sesenta años.

La jefa de la fiscalía, Margareta Huuva, es una mujer baja y algo corpulenta. Le queda bien el cabello plateado muy corto y el color de su pintalabios hace juego con el polo de color rosa que lleva debajo de la americana azul.

Cuando Alf Björnfot se sienta, se da cuenta de que los pantalones de pana que lleva tienen las rodilleras gastadas. Las tapetas de los bolsillos de la americana siempre las tiene medio metidas. Cuando se guarda cosas, siempre están en medio y por eso se quedan así.

—No te metas tantas mierdas en los bolsillos —suele ordenarle su hija cuando intenta aplanar las arrugadas tapetas.

Margareta Huuva le pide a Alf Björnfot que le explique por qué quiere emplear a Rebecka Martinsson.

—Necesito a una persona en mi distrito que sepa de delincuencia económica —le aclara—. La empresa LKAB no hace más que subcontratar, de manera que allá arriba tenemos cada vez más empresas y más embrollos económicos que resolver. Si conseguimos convencer a Rebecka Martinsson tendremos mucho abogado por lo que le paguemos. Trabajó en uno de los mejores bufetes de Suecia antes de venir a vivir aquí.

—Antes de que cayera enferma psíquicamente, quieres decir —replicó Margareta Huuva perspicaz—. Realmente, ¿qué es lo que le pasó?

—Yo no estaba, pero mató a aquellos tres hombres de Jiekajärvi hace poco más de dos años. Estaba claro que había sido en defensa propia, así que nunca se habló de acusación. Bueno… y cuando empezaba a recuperarse pasó lo de Poikkijärvi. Lars-Gunnar Vinsa la encerró en el sótano, luego mató a su hijo y después se suicidó. Cuando ella vio al chico, se vino abajo.

—La encerraron en un psiquiátrico.

—Sí. Estaba que no sabía dónde tenía la mano derecha.

Alf Björnfot se queda callado y piensa en lo que le explicaron los inspectores de policía, Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke. Que Rebecka Martinsson gritaba como una loca. Que veía cosas y gente que no estaban. Cómo la tuvieron que coger para que no se tirara al río.

—Y tú quieres que la nombre fiscal de refuerzo.

—Ya está bien. Esta oportunidad no se presentará más. Si no le hubiera ocurrido todo eso, estaría en Estocolmo ganando un montón de dinero. Pero ha vuelto a casa. Y creo que ya no quiere seguir trabajando para el bufete.

—Cari von Post dice que no hizo un buen trabajo como representante de Sanna Strandgärd.

—Porque limpió el suelo con él, por eso. No debes hacerle caso. Ese tipo se cree el ombligo del mundo.

Margareta Huuva sonríe y mira el plato. Ella no tiene ningún problema con Cari von Post. Es de esos tipos amables con sus superiores. Claro que es un mierdecilla egocéntrico. Ella no es tan tonta como para no verlo.

—Bueno, seis meses. Para empezar.

El fiscal jefe Alf Björnfot suspira.

—Ni hablar. Es abogada y gana más del doble que yo. No le puedo ofrecer un empleo de prueba.

—Abogada o no, en estos momentos no sabemos si puede clasificar la fruta en un súper. Un tiempo de prueba y punto.

Y fue lo que se decidió. Luego pasaron a temas más agradables: cotilleos sobre compañeros, policías, jueces y políticos locales.

Una semana más tarde el fiscal jefe, Alf Björnfot, está sentado junto a Rebecka Martinsson en la escalera de la casa de Kurravaara.

Las golondrinas vuelan como cuchillos lanzados al cielo. Se las oye cuando se meten debajo del tejado del establo. Después, vuelven a salir y dejan a los polluelos pidiendo más comida.

Rebecka mira a Alf Björnfot. Un hombre de unos sesenta años, pantalones feos y gafas para leer que le cuelgan de un cordón alrededor del cuello. Parece un hombre simpático. Se pregunta si hace bien su trabajo.

Toman café en taza grande y ella lo invita a galletas digestivas directamente del paquete. Él ha ido hasta allí para ofrecerle el nombramiento como fiscal de refuerzo de Kiruna.

—Necesito a alguien capaz —le dice simplemente—. Alguien que se quede.

Mientras ella responde él cierra los ojos con la cara vuelta hacia el sol. No le queda mucho pelo y se le ven las manchas de la edad arriba, en la coronilla.

—No sé si puedo seguir con ese tipo de trabajo —se sincera Rebecka—. No confío en mi cabeza.

—Pero seguro que no es un desperdicio intentarlo —le responde él sin abrir los ojos—. Prueba seis meses. Si no puedes pues no puedes.

—Me volví loca. ¿Lo sabes, verdad?

—Claro que lo sé. Conozco a los policías que te encontraron.

De nuevo le recuerdan que es un tema de conversación.

El fiscal jefe Björnfot sigue con los ojos cerrados. Piensa en lo que acaba de decir. ¿Debería haber dicho otra cosa? No, a esta chica hay que irle de cara, lo ve muy claro.

—¿Son ellos los que te han dicho que he vuelto? —le pregunta.

—Sí, uno de los policías tiene un primo que vive aquí en Kurravaara.

Rebecka se echa a reír. Una risa sin alegría y seca.

—Sólo yo no sé nada de nadie. Fue demasiado para mí —añade—. Nalle allí muerto sobre la grava. De verdad que le tenía aprecio. Y su padre… creí que iba a matarme.

Él emite un gruñido como respuesta. Los ojos todavía cerrados. Rebecka aprovecha para observarlo con tranquilidad. Es fácil hablar con él si no la mira.

—Es una de esas cosas que uno cree que nunca van a ocurrirle. Al principio tenía mucho miedo de que volviera a pasar. Y tener que quedarme allí. Vivir en una pesadilla el resto de mi vida.

—¿Todavía tienes miedo de que te vuelva a ocurrir?

—¿Quieres decir en cualquier momento? Atravesar la calle y… ¡plaf!

Ella abre y cierra la mano, estira los dedos, como para ilustrar unos fuegos artificiales de locura.

—No —continúa—. Era entonces cuando necesitaba la locura. La realidad era demasiado pesada.

—De todas maneras a mí todo eso no me preocupa —le dice Alf Björnfot.

Ahora la mira.

—Necesito buenos fiscales.

Se queda callado. Luego vuelve a hablar. Mucho tiempo después Rebecka recordará sus palabras y pensará que aquel hombre sabía exactamente lo que hacía. Cómo manejarla. Descubrirá que es un hombre que conoce a la gente.

—Aunque lo cierto es que comprendo que tengas dudas. El lugar de trabajo es en Kiruna, así que será un trabajo jodidamente solitario. Los demás fiscales están en Gällivare y en Luleå y sólo vienen cuando se celebran los juicios. La idea es que te hagas cargo de la mayor parte de los juzgados de primera instancia. Una secretaria de fiscales irá una vez a la semana para expedir las solicitudes de juicios y cosas así. De modo que es aislado.

Rebecka le promete pensarlo aunque aquello de trabajar sola la decide. No tener que estar con gente a su alrededor. Eso y el hecho de que un funcionario de la Seguridad Social la llamó hace una semana para hablar de empezar un entrenamiento para integrarse poco a poco a la vida laboral. En aquel momento Rebecka se sintió enferma de miedo. Ponerla con un grupo de gente que padece el síndrome del agotamiento para hacer cursos de informática o de piensa en positivo.

—Se acabó la buena vida —le explica a Sivving por la noche—. Puedo probar lo de la fiscalía igual que cualquier otra cosa.

Sivving está junto a la cocinilla dándole la vuelta a unas rodajas de morcilla.

—Deja de darle pan a la perra por debajo de la mesa —le dice—. Que te veo. Así que de abogada, ¿eh?

—Nunca más.

Piensa en Måns. Ahora tendrá que despedirse. Por una parte le resulta agradable. Se ha sentido como una carga para el bufete durante mucho tiempo. Claro que él entonces desaparecerá para siempre.

«Mejor —se dice a sí misma—. ¿Cómo sería una vida junto a él? Le miraría los bolsillos cuando duerme en busca de recibos y corbatas manchadas para saber si ha estado en el bar bebiendo. Las huellas aterran, dicen. ¿Se pueden tener peores relaciones? Poco y mal contacto con sus hijos adultos. Separado. Sólo relaciones cortas».

Hace una lista de sus defectos. No le ayuda en absoluto.

Cuando trabajaba para él ocurría que a veces la rozaba de alguna manera. «Buen trabajo, Martinsson», y el roce. La mano en la parte superior de su brazo. Una vez una rápida caricia en el pelo.

«Voy a dejar de pensar en él —se ordena a sí misma—. Me atonta. La cabeza entera ocupada por un hombre, sus manos, su boca, por detrás y por delante y todo lo demás. Pueden pasar meses sin que una tenga un pensamiento sensato».