Es martes. Rebecka va todos los martes a la ciudad a ver a una terapeuta y recoger su dosis semanal de Cipramil. La terapeuta es una mujer de unos cuarenta años. Rebecka intenta no menospreciarla. No puede dejar de mirarle los zapatos y pensar que son «baratos» y que la chaqueta le sienta mal.
Pero el desprecio es traidor. De pronto se da la vuelta y dice: «¿Y tú, que ni siquiera trabajas?».
La terapeuta le pide que le hable de su niñez.
—¿Por qué? —le responde Rebecka—. No es por eso por lo que estoy aquí, ¿no?
—¿Por qué crees tú que estás aquí?
Está muy cansada de las contra preguntas profesionales. Observa la alfombra para esconder la mirada.
¿Qué podría explicar? El mínimo hecho es como un botón rojo. Si lo presionas no se sabe qué va a ocurrir. Recuerdas cómo bebías un vaso de leche y después viene todo lo demás.
«No pienso chapotear en todo eso», piensa y fulmina con odio el paquete de pañuelos de papel que siempre está dispuesto sobre la mesa que hay entre ellas.
Se ve desde fuera. No puede trabajar. Se sienta en la fría taza del váter por la mañana y presiona las pastillas para sacarlas del envase, con miedo de qué pasaría si no lo hiciera.
Las palabras son muchas. Embarazoso, patético, lamentable, asqueroso, repugnante, carga, locura, enferma. Asesina.
Tiene que ser un poco agradable con la terapeuta. Complaciente. Mejorando. No siempre tan pesada.
«Le voy a explicar algo —piensa—. La próxima vez».
Podría mentir. Ya lo ha hecho antes.
«Podría decirle: Mi madre. Creo que no me quería».
Y realmente quizá no sea una mentira. Sino una pequeña verdad. Pero esta verdad esconde la gran verdad:
«No lloré cuando murió —piensa Rebecka—. Tenía once años y me sentí fría como el hielo. En el fondo hay algo que está mal dentro de mí».