Rebecka Martinsson recibe el alta del departamento de psiquiatría del hospital de Sant Göran y coge el tren hasta Kiruna. En estos momentos está sentada en un taxi delante de la casa de su abuela paterna en Kurravaara.
Desde que murió la abuela, la casa pertenece a Rebecka y a su tío Affe. Es una casa hecha de fibrocemento gris y está junto al río. Los suelos de linóleo están gastados y las paredes tienen manchas de humedad.
Antes, la casa olía a viejo pero estaba habitada. Eran constantes los olores de fondo de botas de agua, establo, comida y hornadas. Los olores a seguridad de la abuela. Y de su padre, claro, en aquellos tiempos. Ahora, la casa huele a abandono y a cerrado. El sótano está forrado de aislamiento de fibra de vidrio para mantener alejado el frío del suelo.
El taxista mete sus maletas. Le pregunta si van al piso de arriba o al de abajo.
—Arriba —le responde.
En el piso de arriba era donde vivía la abuela.
Su padre vivía en el piso de abajo. Allí están los muebles en un sueño extraño y tranquilo bajo grandes sábanas blancas. La mujer del tío Affe, Inga-Britt, utiliza el piso de abajo como trastero. Aquí se van amontonando más y más cajas de cartón de plátanos con libros y ropa. Aquí almacena Inga-Britt sillas viejas que ha conseguido baratas y que restaurará en algún momento. Los muebles de su padre debajo de las sábanas se van arrimando cada vez más a las paredes.
Da lo mismo que no tenga el aspecto de antes. Para Rebecka el piso de abajo no ha cambiado.
Su padre lleva muerto muchos años pero en cuanto entra por aquella puerta lo ve sentado en el sofá de la cocina. Es la hora del desayuno arriba, en casa de la abuela. Él la ha oído llegar por la escalera y se ha puesto de pie de inmediato. Lleva puestas la camisa de franela a cuadros negros y rojos y una chaqueta marca Helly-Hansen de color azul. Lleva los pantalones de trabajo azules de nylon forrados metidos dentro de los calcetines gruesos y largos de lana que la abuela le ha hecho a media. Tiene los ojos un poco hinchados. Cuando la ve se rasca la barba incipiente y sonríe.
Ahora ve muchas más cosas que antes. ¿O las veía entonces? Que se mesara la barba con la mano. Ahora se da cuenta que era un gesto como de vergüenza. ¿Qué le importaba a ella que no se afeitara o que hubiera dormido con la ropa puesta? Ni pizca. Está guapo, guapo.
Y la lata de cerveza que está sobre la encimera de la cocina. Está tan usada y tan desgastada. Hace tiempo que contuvo cerveza aunque ahora bebe algo más que eso, pero quiere que los vecinos crean que es cerveza ligera.
Quiere decirle que a ella no le importó nunca. Era mamá la que se ponía furiosa. Realmente yo te quería de verdad.
El taxi se ha ido. Ha encendido la chimenea y ha puesto en marcha el radiador.
Está tumbada de espaldas en la cocina sobre una alfombra de trapo de la abuela. Con la mirada sigue una mosca. Zumba atormentada y con un ruido fuerte. Se da pesadamente, como ciega, contra el techo. Así se quedan las que se despiertan porque de pronto hace calor en la casa. Con un sonido atormentado y alto y un vuelo defectuoso y lento. Ahora aterriza en la pared, anda de un lado a otro débil y sin objetivo. No tiene ninguna capacidad de reacción. Probablemente la pudiera matar de un manotazo. Así no tendría que oír el ruido. Pero no tiene fuerzas. Se queda allí tumbada mirando. De todas formas seguro que se muere dentro de nada. Después ya la barrerá.