La inspectora jefe, Anna-Maria Mella, y su compañero Sven-Erik Stålnacke llegaron al lugar del hallazgo a las doce menos cuarto de la noche del sábado. La policía había tomado prestados dos motonieve de la estación turística de Abisko. Una remolcaba un trineo. Uno de los guías turísticos se había ofrecido a ayudarles y bajaba a los dos policías a través de la tormenta y la oscuridad.

Leif Pudas, que había encontrado el cuerpo, estaba en la estación turística de Abisko y ya había sido interrogado por los de la unidad móvil, que habían sido los primeros en llegar al lugar.

Cuando Leif Pudas llegó a la estación turística, la recepción estaba cerrada. El personal del pub tardó un rato en tomárselo en serio. Era sábado por la noche y, por lo visto, allí estaban acostumbrados a la ropa informal. La gente podía quitarse el mono polar de conducir la motonieve y quedarse a tomar cerveza en ropa interior. Pero Leif Pudas había llegado con botas y vestido con un anorak de mujer que le llegaba sólo hasta el ombligo, y con unos calzoncillos largos en la cabeza a modo de turbante.

Entendieron que algo grave había ocurrido cuando rompió a llorar. Primero escucharon y después se hicieron cargo de él mientras llamaban a la policía.

Dijo que había encontrado a una mujer muerta y repitió varias veces que no era su cabaña. A pesar de ello, pensaron que se trataba de un hombre que había matado a su mujer. Nadie había querido mirarlo directamente a los ojos. Se quedó solo sentado y llorando sin molestar a nadie hasta que llegó la policía.

Fue imposible precintar la zona alrededor de la cabaña. El viento se llevaba la cinta constantemente. Lo que hicieron fue atar una cinta amarilla y negra alrededor de la cabaña. La rodearon como si fuera un paquete. Después empezaron a temblar a causa del frío viento. Los de la Científica habían llegado y trabajaban en la pequeña superficie a la luz de unos focos y la tenue iluminación de la lámpara de gasóleo que ofrecía la cabaña.

Dentro de la cabaña no cabían más de dos personas. Mientras trabajaban los de la Científica, Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke se quedaron fuera intentando mantenerse en movimiento.

Era completamente imposible oír lo que se decían el uno al otro a través de la tormenta y de los gruesos gorros que llevaban puestos. Hasta Sven-Erik llevaba un gorro con orejeras. Normalmente no llevaba nada en la cabeza aunque fuera pleno invierno. Se gritaban el uno al otro y se movían como gordos muñecos de Michelin con sus monos de ir en motonieve.

—Mira —le chilló Anna-Maria—. Esto es ridículo.

Extendió los brazos y se quedó como una vela contra el viento. Era una mujer pequeña, no pesaba demasiado. Además, la nieve se había derretido durante el día para después congelarse y convertirse en brillante hielo por la noche. Cuando se puso de aquella manera el viento la empujó y empezó a desplazarla despacio.

Sven-Erik se echó a reír y aparentó apresurarse para cogerla antes de que se la llevara hasta la otra orilla del lago.

Los de la Científica salieron de la cabaña.

—De todas formas, éste no es el lugar del crimen —gritó uno de ellos a Anna-Maria Mella—. Parece ser que le clavaron un cuchillo. Pero, lo dicho, no parece haber sido aquí. Podéis llevaros el cuerpo. Nosotros continuaremos mañana cuando se pueda ver algo.

—Y para que no se nos hiele el culo —gritó el compañero, que llevaba una ropa demasiado ligera.

Los de la Científica se sentaron en el trineo que remolcaba la motonieve y fueron llevados de vuelta a la estación turística.

Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke entraron en la cabaña.

Aquello era muy pequeño y hacía frío.

—Por lo menos no tenemos que aguantar el puto viento —dijo Sven-Erik cerrando la puerta—. Así. Ahora podremos hablar sin gritarnos.

La pequeña mesa abatible que estaba atornillada a la pared tenía un forro imitando a la madera. Las sillas, cuatro, eran de plástico blanco y estaban apiladas una dentro de otra. Había una cocinilla y un pequeño fregadero. En el suelo había una cortinilla de cocina a cuadros blancos y rojos junto a unas flores artificiales de tela en un florero de cerámica, bajo la ventana de plexiglás. Un cojín apretujado resguardaba del viento que quería entrar a través de la ventana.

Sven-Erik abrió el armario. Dentro había un infiernillo. Volvió a cerrarlo.

—Anda, esto no lo habíamos visto —dijo.

Anna-Maria miró a la mujer que estaba en la litera.

—¿Uno setenta y cinco? —preguntó.

Sven-Erik asintió con la cabeza mientras se quitaba unos trozos de hielo que se le habían formado en el bigote.

Anna-Maria sacó la grabadora del bolsillo. Se peleó con ella un momento porque las baterías se habían enfriado y no querían funcionar.

—Venga, dale —le decía al aparato, que acercó al infiernillo que luchaba valiente para calentar el interior de la cabaña, a pesar de la ventana rota y de la gran rendija de la puerta.

Cuando puso el aparato en marcha dictó una descripción.

—Mujer, rubia, con melena estilo paje, de unos cuarenta años… Es bonita, ¿verdad?

Sven-Erik asintió con un murmullo.

—Pues a mí me parece bonita. Uno setenta y cinco de altura, delgada, grandes pechos. No lleva anillos ni otras joyas. El color de los ojos es difícil decirlo en esta situación, quizá el médico forense… Chaqueta de chándal azul claro, cortaviento, con probables manchas de sangre, pero lo sabremos dentro de poco. Pantalones a juego y zapatillas para correr.

Anna-Maria se inclinó sobre la mujer.

—Va maquillada, lápiz de labios, sombra de ojos y rímel —siguió grabando—. ¿No es extraño si iba a entrenar? ¿Y por qué no lleva gorro?

—Hoy ha hecho un buen día y mucho calor, y ayer también —respondió Sven-Erik—. Mientras no haga viento…

—Pero ¡si estamos en pleno invierno! Tú eres el único que nunca lleva gorro. De todas formas la ropa no parece barata y ella tampoco. De alguna manera tiene estilo.

Anna-Maria apagó la grabadora.

—Esta misma noche iremos a llamar a algunas puertas. La de la estación turística y las de la zona este de Abisko. Preguntaremos también a los comerciantes si saben algo. Alguien debe de haber denunciado su desaparición, digo yo.

—A mí me parece que la conozco de algo —dijo Sven-Erik reflexivo.

Anna-Maria asintió con la cabeza.

—Entonces quizá sea alguien de Kiruna. Piensa un poco. Alguien que hayas visto en alguna parte. ¿En el dentista? ¿Una dependienta? ¿En el banco?

Sven-Erik sacudió la cabeza.

—Vale ya —replicó—. Ya me saldrá si me sale.

—También tenemos que ir a ver todas las cabañas de pesca —añadió Anna-Maria.

—Sí, en medio de esta puta tormenta.

—Aun así.

—Claro que sí.

Se miraron un momento.

Sven-Erik parecía cansado, pensó Anna-Maria. Cansado y deprimido. Le ocurría con las mujeres muertas. Sobre todo, en circunstancias trágicas. Podían estar muertas de una paliza en la cocina mientras el marido lloraba desconsolado en el dormitorio. Y aún se podía dar gracias si no tenían niños pequeños que lo hubieran presenciado todo.

A ella nunca le afectaba tanto, bueno sí, si se trataba de niños. Niños y animales, a eso no se llegaba a acostumbrar nunca. Pero un asesinato como éste, no. Tampoco es que se alegrara o pensara que sólo era una persona muerta. No era eso. Pero un asesinato como éste… era algo que exigiría toda su atención. Y ella podría dedicarse por completo.

Sonrió para sí misma al ver el gran bigote mojado de Sven-Erik. Parecía un animal atropellado en la carretera.

Últimamente lo llevaba bastante crecido y sin arreglar. Se preguntó si realmente no estaba demasiado solo. Su hija vivía en Luleå con su propia familia. Seguro que no se veían a menudo.

Y hacía un año y medio que había desaparecido el gato que tenía. Anna-Maria intentó convencerlo para que se hiciera con otro, pero Sven-Erik se negó en rotundo. «Sólo son molestias —le dijo—. Te ata mucho». Ella sabía lo que aquello significaba. Se quería proteger de aquel dolor en el corazón. Dios sabe lo que se había preocupado por Manne hasta que finalmente perdió las esperanzas y dejó de hablar del gato.

«Fue una lástima», pensó Anna-Maria. Sven-Erik era un buen hombre. Sería una buena pareja para una mujer. Y un buen amo para cualquier animal. Él y Anna-Maria se avenían bien pero a ninguno de los dos se le ocurriría relacionarse fuera del trabajo. No sólo porque él era mucho mayor, simplemente no tenían mucho en común. Si se encontraban por casualidad en la ciudad o en la tienda cuando no estaban de servicio, no sabían qué decir. Sin embargo, en el trabajo se pasaban el día hablando y se encontraban la mar de a gusto el uno con el otro.

Sven-Erik miró a Anna-Maria. Realmente era una mujer pequeña, poco más de metro y medio. Casi desaparecía en el enorme mono de ir en motonieve. El pelo largo y rubio, aplastado por el gorro. No le importaba. No era de maquillarse y cosas así. Tampoco tenía tiempo. Cuatro hijos y un marido que no parecía que hiciera mucho en casa. Aparte de eso, no había más problemas con Robert. Anna-Maria y él parecían estar bien juntos. Sólo que él era un poco vago.

Aunque ¿cuánto había colaborado él en su casa cuando estaba casado con Hjördis? Pues no lo recordaba. Lo que sí recordaba era que no sabía cocinar al principio, cuando empezó a vivir solo.

—Bueno, pues —dijo Anna-Maria—. ¿Nos vamos tú y yo a través de la tormenta a ver todas las cabañas y los otros que vayan al pueblo y a la estación turística?

Sven-Erik sonrió.

—Será lo mejor. De todas formas ya se ha estropeado la noche del sábado.

En realidad no se había estropeado. ¿Qué hubiera hecho, si no? Habría mirado la tele y quizá hubiera estado un rato en la sauna del vecino. Lo mismo de siempre.

—Es verdad —respondió Anna-Maria mientras se subía la cremallera del mono.

Aunque ella no sentía lo mismo. Aquella noche del sábado no estaba perdida para ella. Un caballero no puede quedarse en casa al abrigo de la familia. Así se vuelve una loca. Tiene que salir y sacar la espada. Volver a casa, cansada y llena de aventuras. Con su familia que seguramente le ha dejado los cartones de la pizza y las botellas de plástico amontonados encima de la mesa de la sala de estar. Pero daba lo mismo. Eso era lo mejor de la vida. Llamar a las puertas en la oscuridad y sobre el hielo.

—Espero que no tuviera hijos —dijo Anna-Maria antes de meterse de lleno en el viento.

Sven-Erik no contestó. Le daba un poco de vergüenza. Él no había pensado en los hijos. Todo lo que había pensado era que esperaba que no hubiera un gato encerrado en un piso en alguna parte esperando a su ama.