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Amenazas de muerte al embajador

Aunque seguía experimentando dolor a diario y pasando noches de insomnio por culpa de las heridas, me recuperé hasta el punto de que me encargaran la misión de proteger al embajador en Filipinas John Negroponte, que había recibido amenazas de muerte. Era un licenciado en Yale que dejó la Harvard Law School para convertirse en diplomático. Era de ascendencia griega y hablaba inglés, francés, griego, castellano y vietnamita.

Conmigo vino, del Team Six, Johnny. Había estado destinado en Filipinas anteriormente, posiblemente en un despliegue con el Team One, y tenía un montón de amigos —muchos de ellos del género femenino—. Se había apuntado voluntario a la misión para divertirse.

Johnny siempre estaba alegre. Vivíamos en un piso, en la planta décima de un edificio de Mikati, un barrio de clase alta de Manila. Una noche se produjo un terremoto. Nos despertó y también a la sirvienta, Lucy. Johnny y yo salimos de nuestras habitaciones, él en calzoncillos y yo desnudo. Por la ventana se veían los edificios balancearse de lado a lado. Podía sentir cómo nuestro edificio también se balanceaba.

—¿Qué podemos hacer? —pregunté.

Johnny tenía su gran sonrisa en la cara.

—No podemos hacer nada. Simplemente prepararnos para cuando toquemos el suelo.

Nos lo tomamos a risa y volvimos a la cama.

Nuestro trabajo incluía entrenar a ciudadanos filipinos, algunos de la policía nacional de aquel país, para proteger al embajador. Les enseñamos cómo hacer avanzadillas diplomáticas, gestionar una caravana de tres vehículos, llevar a cabo un diamante en detalle (un agente camina en la punta, uno a cada lado del protagonista, y otro a cargo de la retaguardia), y más cosas. Les llevamos a disparar con sus Uzis. Estas armas son malas en cuestión de precisión, y los filipinos eran malos tiradores con cualquier tipo de arma. El embajador tenía suerte de que no tuvieran que disparar para proteger su vida. Nuestra recomendación al oficial ayudante de la seguridad regional fue que los nativos llevaran escopetas en lugar de las Uzis, de modo que tuvieran más posibilidades de dar a algo. No hicieron el cambio.

Nos reunimos con el comandante y el asistente de la seguridad regional y, basándome en mi experiencia de llevar un piso franco de la CIA en Somalia, elaboramos un plan mejor de defensa, escape y evasión para la embajada. También nos llevamos a los vigilantes marines de la embajada al campo de tiro para practicar.

—Eh, somos marines. Sabemos disparar.

Después de pasar unos cuantos días en el campo con Johnny y conmigo se les abrieron los ojos.

—¡Qué bueno!

El embajador Negroponte no parecía parar nunca, siempre reuniéndose con gente, y jugaba bien al tenis. Nos trató como si fuéramos de su familia. Me sentí próximo a sus hijos, a los que también protegíamos. Su mujer británica era educada y dulce. Nos invitaron a Johnny y a mí a la cena de Acción de Gracias en la residencia de Baguio, una mansión llena de lámparas de araña y óleos.

Un día Johnny y yo fuimos de avanzadilla para la visita del embajador a una quiropráctica. Yo llevaba puestas mis gafas de sol Oakley. Llegamos a la recepción y nos presentamos. El recepcionista nos invitó a pasar. Mientras buscábamos tipos malos en las habitaciones, interrumpimos a la quiropráctica mientras comía. Nos disculpamos y continuamos.

Más tarde nos llamó el embajador para decirnos que quería vernos. Salimos de nuestro piso de Makati y nos reunimos con él. Educadamente nos dijo:

—La próxima vez que vayáis a la consulta de la quiropráctica, no lo hagáis de esa manera brusca. Resulta que también es amiga mía.

Esto fue antes del 11-S, por lo que la seguridad era menos prioritaria, pero nosotros habíamos ido de avanzadilla tal y como nos habían entrenado. Nos explicó:

—Tengo una lesión en el hombro causada por el tenis, y si no me realinea la columna vertebral me duele.

Yo era escéptico respecto a los quiroprácticos, y no pensaba que pudieran ser eficaces para aliviar el dolor constante que tenía en la pierna y el cuello, pero, de cualquier modo, guardé la conversación en algún lugar de mi mente.

En la embajada, Johnny y yo nos reunimos con un médico estadounidense de mediana edad que temía por su vida.

—Como médico, llevo a cabo trabajo social. Solo trato de ayudar a la gente. Y el populacho trata de robarme y matarme.

—¿Cómo lo sabe?

—Me siguen. La gente llama a mi hotel para comprobar si estoy. Me esperan en el hotel.

Johnny y yo se lo dijimos al oficial ayudante de seguridad regional (ARSO), que trabajaba para el Departamento de Estado.

—Realmente pensamos que el populacho va a matar a este tipo.

Johnny y yo íbamos de civil. Como no queríamos tener pinta de agentes del servicio secreto o de la seguridad diplomática, no llevábamos radio. Me gustaba llevar pantalones caqui Royal Robbins porque es fácil correr con ellos, tienen un montón de bolsillos y son bonitos. Encima de una camiseta azul de la Marina llevaba un chaleco de fotógrafo con un par de prismáticos y un kit de la victoria en el bosillo. En una pistolera en la cadera llevaba mi SIG SAUER, con un cargador de quince balas. En la funda del cinturón llevaba otros dos cargadores. Encima del chaleco me ponía una camisa sin botones que ocultaba la pistola y los cargadores de repuesto.

Dejamos al médico en la embajada, y Johnny y yo realizamos una mini contravigilancia del hotel del doctor. No era un lugar de primera categoría, como el Intercontinental, pero tampoco era un antro. A tres manzanas del hotel, Johnny y yo nos colocamos en uno de los pisos superiores de un edificio. Llamé a la recepción y me presenté como alguien que trabajaba para la seguridad diplomática. Expliqué la situación y pedí al recepcionista que abriera las cortinas de la habitación del doctor. También le dije qué aspecto tenía y a qué hora iba a llegar.

Cuando se abrieron las cortinas pudimos ver dentro de la habitación con los prismáticos que habíamos traído del Team —Bausch & Lomb (ahora se venden bajo el nombre Bushnell) de bolsillo, impermeables, con tratamiento antirreflejos, transmisión de luz realzada y alto contraste de color—. No parecía que nadie estuviera esperando en la habitación. Me sentí aliviado al no tener que realizar una entrada a la fuerza y meternos en un tiroteo. El recepcionista comprobó que no había nadie dentro. Todo bien hasta el momento. Podían estar tendiéndonos una trampa.

Nos movimos por una amplia plaza alrededor de la zona del hotel, en busca de alguien que estuviera realizando una vigilancia. Después nos fuimos acercando al hotel en cuadrados concéntricos.

Un vehículo viejo estaba enfrente del hotel con dos tipos dentro. Mi sexto sentido me produjo un hormigueo. «Ésos son dos tipos ante los que tengo que estar alerta». No vestían como hombres de negocios y no daba la impresión de que estuvieran ahí para recoger a alguien. Nadie más en la zona parecía una amenaza.

Johnny y yo aparcamos nuestro Jeep Cherokee cerca de la esquina del edificio, desde donde podíamos ver la habitación del doctor que estaba encima y a los matones de enfrente del hotel. Pasé mi SIG SAUER de la pistolera al bolsillo del chaleco, manteniendo la mano en ella y el dedo cerca del gatillo. Entonces bajé del coche y me dirigí al hotel.

En el vestíbulo mis ojos escrutaron a cualquiera o cualquier cosa que estuviera fuera de lugar. En ese momento de mi carrera podía echar un vistazo a la gente, fijarme en su postura o lenguaje corporal y saber si eran una amenaza. Parte de mi conciencia parecía ser un sexto sentido intensificado, como cuando piensas que alguien te está mirando y te giras y descubres que alguien realmente lo está haciendo.

El recepcionista, probablemente un familiar del dueño del hotel, me acompañó a la escalera. Un ascensor puede ser una trampa mortal. Puede ser detenido entre pisos. Puede haber alguien encima de él —esto no solo pasa en las películas—. O puede estar esperando una gran sorpresa cuando se abren las puertas. Si esto era una trampa, el recepcionista se pondría más nervioso conforme nos acercáramos a la habitación del doctor. Sabría que tenía muchas posibilidades de morir en una emboscada. Si la emboscada no le mataba, lo haría yo.

Llegamos a las escaleras. Saqué mi pistola y empecé a subir deslizándome por los escalones, escrutando por encima en busca de cañones de armas o de alguien que estuviera a punto de tirarnos un ladrillo en la cabeza, y mirando también los escalones que tenía delante.

Cuando llegamos a la cuarta planta, iba a pedirle al recepcionista que se colocara delante de mí, pero ya lo había hecho. Me condujo a través del pasillo y abrió la puerta de la habitación del doctor. Una vez dentro, cerré la puerta y puse el pestillo. No quería ninguna visitante sorpresa detrás de nosotros. El recepcionista fue al centro de la habitación y comenzó a empaquetar las pertenencias del doctor —perfecto; si alguien nos atacaba, primero irían a por él—. Además, su actitud relajada me proporcionó más pruebas de que no me estaba tendiendo una trampa. Registré la habitación en busca del malo: ducha, armarios, bajo la cama —por todas partes—. Cuando todo estuvo despejado, cerré una cortina hasta la mitad para indicar a Johnny que estábamos dentro y que no había problemas. Quizá le podría haber hecho una señal desde la ventana, pero no me arriesgué a comerme la bala de un francotirador. Si no le hubiera hecho la señal en cinco minutos desde que le había dejado, Johnny hubiera venido a apoyarme.

El recepcionista utilizó una maleta de ruedas, un portatrajes y un maletín, que estaba lleno de dólares. Me pregunté de dónde habría sacado el doctor la pila de dinero —miles de dólares, por lo que pude ver—. Quizá lo había traído desde Estados Unidos para vivir. Quizá estaba involucrado en algo que no debía.

Después de que el recepcionista terminara de empaquetarlo todo, se llevó el equipaje por las escaleras. Me sentí más cómodo; seguía teniendo la pistola en la mano, pero ya no apuntaba a cualquier peligro potencial. Al llegar al piso de abajo metí la pistola en el bolsillo. Miré rápidamente el vestíbulo. Todo parecía estar bien.

Di las gracias al recepcionista y cogí el equipaje. Después de enganchar el portatrajes a la maleta, lo levanté con la mano izquierda mientras llevaba la maleta en la derecha.

Cuando salí del hotel, los dos matones me vieron. Parecía que sabían para qué estaba allí, y parecían saber que yo sabía para qué estaban allí. «¿Os merece la pena intentar eliminarme?». Si hacían un movimiento, tendría que soltar la maleta de mi mano derecha y sacar la pistola del bolsillo. Podía moverme mientras disparaba, y ellos estarían confinados en su vehículo. Si lo intentaban, haría que tuvieran un mal día. A pesar de todo, mi ano se arrugó.

Johnny trajo el Jeep Cherokee y se paró en ángulo detrás de ellos. Si querían bajarse y disparar al Jeep, deberían hacerlo y girarse —sin que las puertas hiciesen de escudo entre ellos y nosotros—. Johnny se apeó con el arma fuera y esperó en su lado. La puerta le servía de escudo de la parte baja del cuerpo desde donde estaban los dos matones. La presencia de Johnny me tranquilizó.

Caminé pasando al lado de los matones, eché el equipaje en la parte de atrás y me senté en el asiento del copiloto. Los matones habían girado las cabezas para mirarnos, animándose ostensiblemente y hablando rápido entre sí. Johnny salió de allí, dio la vuelta a la manzana y cuando regresamos ya se habían marchado.

Recogimos al doctor en la embajada, le dimos su equipaje y le llevamos a un economato estadounidense de Manila donde tenían tiendas y un restaurante. Estuvimos allí con él hasta que iba a salir su vuelo. Nos dio las gracias una y otra vez.

Cuando le llevábamos al aeropuerto, había otro de nuestros vehículos delante de nosotros para asegurarse de que la ruta estaba despejada.

—Me habéis salvado la vida —continuó dándonos las gracias. Embarcamos al doctor en un avión.

Posteriormente escribió a la embajada para agradecerles nuestra ayuda, lo que nos dio mucho prestigio. Más tarde averiguaríamos que el doctor había estado saliendo con la hija de un mafioso. Ella había perdido la virginidad con él y él le había prometido casarse con ella —aunque tenía planes para marcharse del país—. Cuando el jefe de la mafia se enteró, encargó que lo liquidaran. Quizá se lo merecía.

Había recorrido un largo camino para recuperarme de mi pierna herida. Sin embargo, seguía teniendo días dolorosos y noches insomnes y la misión de seguridad diplomática era un trabajo fácil para lo que suelen ser las misiones del Team Six —pan comido—. Sabía que no iba a volver a ser capaz de realizar una misión difícil.

Después de completar la misión de seguridad diplomática regresé al Team. Hacíamos nuestros ejercicios rutinarios: correr, la casa de la muerte, el campo de tiro. Me di cuenta: «Esto no va a funcionar». Hablé con el capitán del Six.

—Voy a recoger mis cosas y marcharme a Georgia. Tengo un dolor constante. Siento en la pierna un dolor punzante todo el día. También me duele mucho la cadera y el cuello. No puedo dormir bien.

En aquella época no sabía qué me pasaba. Al haber cambiado mi forma de andar para ajustarme a la herida de bala, me movía mal —mi pie girado externamente estaba afectando a la cadera—. Mi cuello lo compensaba moviéndose en la otra dirección. Es parecido a una casa: si los cimientos se inclinan hacia la derecha y se hunden un poco, el tejado hace lo mismo, excepto que mi cuello tiraba en la dirección contraria.

—Entiendo exactamente de dónde vienes. Si lo deseas te puedo transferir al Team que quieras, mandarte al BUD/S para que seas instructor… Puedes elegir una división aquí: operaciones aéreas, operaciones navales, demostraciones… Lo que quieras hacer. Solo dímelo y será tuyo.

Nunca seré capaz de hacer lo que hagan mis compañeros. Me recuerdo subiendo las escaleras en la casa de la muerte —retrasando a los tres últimos tipos en la cadena—. Eso no me había pasado nunca. Sabía cuándo estaba en lo más alto. Y ahora no lo estaba. Era una realidad difícil de encarar. «No soy tan bueno ni tan rápido, y mis sentidos no son tan agudos como solían ser. Definitivamente, no estoy haciendo lo que solía en lo físico».

—Gracias capitán. Pero si no voy a ser uno de los tipos del Team que hacen el trabajo, prefiero ponerme con la siguiente fase de mi vida. Hacer algo diferente. Ver qué hay ahí fuera.

La mayor parte de mi vida adulta la había pasado en el Ejército. Iba a ser una nueva aventura: «¿Qué puedo hacer en la vida civil?».