El sol había desaparecido cuando el personal médico me llevó rápidamente al hospital de campaña sueco. Me di cuenta de que podía perder la pierna. Tenía miedo. En el hospital una enfermera me puso una inyección de morfina. No hizo efecto. Resultó que pertenezco al 1 por ciento de las personas cuyo receptor de la morfina no elimina el dolor. La enfermera me puso otra inyección. La pierna me seguía doliendo muchísimo. Me limpiaron las heridas —quitando el tejido dañado, infectado o muerto para ayudar a curarme—. Entonces me prepararon para llevarme a Alemania.
El personal médico nos subió a un avión. Dentro, la impresionante aeronave parecía un hospital con alas: camas, unidades intravenosas, máquinas. Una enfermera se me acercó. Alargué el brazo y le cogí la pierna.
—Me duele mucho. Por favor, ¿puedes darme algo?
Miró la historia clínica.
—Te han puesto dos inyecciones de morfina. No puedes sentir el dolor.
Se alejó para atender a otro paciente. Un poco después vino un doctor y me vio.
Era dolor de huesos —el peor tipo de dolor—. Cuando hay una herida, el cuerpo intenta compensarla y constriñe las arterias para reducir el flujo sanguíneo de la zona con el fin de evitar desangrarse. Con una herida en el hueso, el cuerpo no puede compensar. Mi pálido cuerpo temblaba, y el sudor brotaba de mí mientras apretaba los dientes, tratando de que el dolor no me consumiera. «Reduce el ritmo de tus pulsaciones. Rebaja la respiración. Bloquea el dolor; haz que se vaya. Podía hacerlo cuando era un niño, ¿por qué ahora no funciona? Podía hacerlo cuando era un niño, ¿por qué no puedo hacerlo ahora?». Era el mismo principio que usaba cuando me pegaban en el culo de pequeño: salirme del dolor y no involucrarme físicamente. Modo supervivencia. No podía parar los síntomas físicos de la palidez, el temblor o el sudor, así que traté de controlar cómo mi mente lidiaba con el dolor.
—Este hombre está dolorido —dijo el doctor.
—¿Es una broma? He estado tratando de decíroslo a todos.
Me puso una inyección de Demerol.
—¿Qué tal esto?
Sentí un alivio casi inmediato.
—Muchísimas gracias.
El doctor habló con la enfermera. Después esta se acercó y se disculpó.
—Lo siento. Lo siento mucho. No lo sabía. —Casi estaba llorando.
«¿Voy a perder la pierna?». Aterrizamos en la base aérea de Ramstein en Alemania. El personal de la Fuerza Aérea nos subió a un autobús. Los tipos eran alegres y serviciales.
—Hemos oído que habéis ganado de calle. Os vamos a cuidar bien.
Nos elevaron la moral.
A mi llegada al Centro Médico Regional Landstuhl del Ejército, el mayor hospital estadounidense fuera del país, los médicos me llevaron directamente al quirófano.
En la sala de operaciones me prepararon. Una enfermera trató de ponerme anestesia general.
—No quiero dormirme —dije.
—Tenemos que dormirte para la operación —trató de razonar conmigo.
—No quiero dormirme. Sé que vais a quitarme la pierna. Ella y un enfermero trataron de sujetarme, pero me resistí. La situación era muy tensa cuando entró el cirujano.
—¿Qué está pasando?
—El paciente se resiste —explicó la enfermera—. No deja que le administremos la anestesia general.
El cirujano me miró.
—¿Cuál es el problema?
—Tengo miedo de que me quitéis la pierna si me dormís. No quiero dormir. Por favor.
El cirujano dijo a la enfermera.
—Ponle una epidural.
Me puso una inyección en la parte baja de la espalda. Usada habitualmente para mitigar el dolor de las mujeres cuando dan a luz, me insensibilizó de cintura para abajo.
El cirujano cogió mi brazo y me miró a los ojos.
—Puede que sea el mejor cirujano de traumatología de la Fuerza Aérea. Voy a salvar tu pierna.
Puede que me estuviera engañando, pero parecía sincero y me tranquilizó.
El cirujano me operó mientras yo miraba. Cuando me di cuenta de que no me iban a quitar la pierna, me quedé dormido.
Más tarde me desperté con dolor en el muslo derecho. El efecto de la epidural estaba empezando a pasarse. El cirujano tenía un instrumento que utilizaba para raspar injertos cutáneos de mi muslo. Colocaba los injertos en una máquina que parecía un rallador de queso, que empleaba para practicar agujeros en la piel para hacerlos más grandes. Después grapaba la piel al sitio donde había llevado a cabo la incisión. Gradualmente empecé a sentir algo de dolor. Cuando graparon el último trozo de piel me estremecí.
Si hubiéramos estado en la época de la guerra de Vietnam los doctores me habrían amputado la pierna. Gracias a los avances de la medicina moderna y a un gran cirujano pude conservarla.
Después de la operación me llevaron a mi habitación. La enfermera enganchó una bomba de infusión continua a la cama.
—Si te duele, simplemente aprieta este botón, aquí. No te puedes pasar, pero cuando te duela adminístrate una dosis.
—Estupendo. —Apreté el botón un par de veces y me dormí.
Cuando me desperté, no tenía idea del tiempo que había pasado. Una voz gritaba:
—¡Joder, duele!, ¡joder, duele!
La voz de una enfermera dijo:
—Aguanta. Estamos intentando encontrar una bomba.
Miré a mi alrededor. Era el valiente ranger al que habían disparado en la pierna, dos veces en el hombro y otra en el brazo, y que seguía cargando la munición durante la batalla de Mogadiscio.
Habría transcurrido algún tiempo y la enfermera seguía sin traerle la bomba. El hospital no estaba preparado para la cantidad de heridos que tenían en ese momento entre manos.
El ranger continuó gritando.
Le llamé por su nombre.
Me miró.
—Hurra, sar’nto.
Los rangers abreviaban «sargento» por «sar’nto», y como suboficial de primera clase de la Marina, mi rango equivalía a un sargento del Ejército.
Había una fregona contra la pared cerca de mi cama. La alcancé, la cogí y le acerqué el palo a él.
—Coge esto.
Lo agarró.
—Juntemos nuestras camas —dije.
Tiramos hasta que las ruedas bajo las camas comenzaron a girar. Con las camas juntas, saqué la aguja de mi catéter y se la metí en el suyo, y apreté el botón un par de veces. Como había agotado gran parte de mis fuerzas, no pude separar las camas de nuevo. Ambos nos dormimos.
Cuando la enfermera regresó se puso hecha una fiera.
—¿Qué ha pasado con las camas? ¿Qué está pasando? ¿Por qué le das esa medicina? Si fuera alérgico, ¡le podías haber matado!
Sacó la aguja de su catéter y la metió en el mío.
Un coronel debía haber escuchado el alboroto. Entró.
La enfermera le explicó lo sucedido.
El coronel me miró.
—Bien, soldado, ¿piensas que diriges el hospital?
Le expliqué:
—Hemos estado en un tiroteo intenso. Le dolía. Hice que dejara de dolerle. Fusíleme si quiere.
Los extremos de los labios del coronel subieron esbozando una leve sonrisa. Llevó a la enfermera a un extremo de la habitación.
—A estos tipos les entrenan para que se cuiden. Déjalo por esta vez.
La enfermera me daba la espalda cuando el coronel se dio la vuelta y me guiñó el ojo. Después se marchó.
Al día siguiente sentí que la cabellera me picaba muchísimo. Me rasqué. Una sustancia negra se había acumulado bajo mis uñas. Durante la batalla un ranger al que había acarreado hasta el Humvee había sangrado encima de mí. La sustancia negra de mi cabellera era su sangre reseca.
Resultaba que el tío Earl, de la familia de mi mujer, estaba en Alemania visitando una de sus empresas. Se enteró de dónde estaba y vino a visitarme.
Cuando me vio se quedó mirándome fijamente durante un momento. Después salió y explotó con el personal.
—¡Wasdin está encima de su propia orina!
No me había dado cuenta en ese momento, pero después de la epidural había perdido el control de la vejiga.
—¡Su cuerpo está mugriento!
El personal del hospital trató de calmarlo.
Pero no podía calmarse.
—¡Quiero que le limpien ahora mismo! ¡Quiero que le pongan ropa limpia y que le cambien las sábanas! ¡Limpiadle la sangre del pelo! ¡Entrad ahí y limpiadle los dientes! ¡Es mejor que os encarguéis de él inmediatamente o voy a llamar a alguien en Washington ahora mismo, y voy a hacer que se desaten los infiernos contra este hospital!
Quizá el personal del hospital había estado demasiado ocupado por el flujo repentino de heridos como para realizar los cuidados habituales a los pacientes. Fuera cual fuera el motivo, en cuestión de minutos un celador me limpió el pelo. Me sentía en el cielo. El celador me dio un cepillo de dientes y me los limpié. Además, quitó las sábanas de la cama y, aunque el colchón tenía una funda de plástico, le dio la vuelta. Me dieron una bata limpia. Me sentí mucho mejor.
El tío Earl trajo una silla de ruedas.
—¿Puedo hacer algo por ti?
—Sí, quítame esta bata de hospital.
Me ayudó a subir a la silla de ruedas y me llevó a la tienda de regalos, donde me compró unos pantalones de chándal, una sudadera, una gorra de béisbol y un osito de peluche. El tío Earl preguntó a la cajera:
—¿Podrías cortar los pantalones a la altura de la rodilla? Ella le miró, desconcertada, durante un momento, y después me miró a mí.
—Claro —dijo dulcemente. Sacó unas tijeras y los cortó. Se los entregó a Earl.
—Gracias.
Earl me llevó a los baños de la tienda de regalos y me puso los pantalones encima de mi fijador. El cirujano había hecho unos agujeros en la parte herida de mi hueso, cerca de la fractura. Después enroscó unos tornillos en el hueso. Fuera de la pierna una varilla de metal unía los tornillos para sujetarlos. Los tornillos y la varilla constituían el fijador externo. A continuación, Earl me colocó la sudadera y la gorra.
Me sacó con la silla de ruedas de los lavabos y fuimos a la cafetería, donde compró unas cervezas Hefeweizen, una variedad alemana tradicional, de levadura sin filtrar, que es menos amarga y carbonatada que la filtrada.
—¿Qué quieres hacer? —me preguntó.
—¿Puedes sacarme al patio para que me dé el sol?
Me empujó fuera y nos tomamos las cervezas. Limpio, con ropa nueva y bebiendo unas cervezas al sol, pensé: «Esto está muy bien». Me bebí la mitad de la cerveza y me quedé dormido. Más tarde regalaría el osito de peluche a mi amor de tres años, Rachel.
Al día siguiente un tipo de Delta del otro lado del pasillo que tenía un hombro herido vino a visitarme. Hablamos de la batalla. Dijo:
—No tenía mucho aprecio por vosotros, ya que en realidad no erais parte de nuestro equipo, pero sois de puta madre. ¡No teníamos ni idea de que los SEAL pudieran luchar de esa manera! Especialmente, tú. Te vi dos o tres veces durante el tiroteo. Me hubiera gustado tener más que ver contigo antes de la lucha.
—Está bien —dije.
—Eh, Brad está al final del pasillo. ¿Quieres que vayamos a verle?
—Claro.
Me llevó con la silla de ruedas a ver a Brad, uno de los francotiradores de Delta. Vi la pierna amputada de Brad —cortada cuando un RPG alcanzó su «helo»—. Me dio la mano.
—¿Quieres un poco? —dijo como si todo fuera normal. Estiró la mano y me ofreció una lata de fibra de madera aglomerada, con tabaco de mascar húmedo, Copenhagen.
—Coño, sí. —Pellizqué un poco y me lo coloqué en la boca.
Los tres nos sentamos, hablando y escupiendo.
—Eh, han podido salvarte la pierna —dijo Brad.
—Me dijeron que no me la han tenido que amputar por medio centímetro.
«Brad se lo está tomando mucho mejor que yo, y eso que le han amputado la pierna. Aquí estoy compadeciéndome. Enfadado con el mundo y con Dios. Y aquí está él sin pierna y con una actitud positiva».
Ver a Brad fue una buena terapia para mí. Brad era un francotirador del Black Hawk Super Seis Dos. A su lado estaban los francotiradores de Delta, Gary Gordon y Randy Shughart. Ellos habían volado por encima del segundo «helo» derribado y vieron moverse al piloto, Mike Durant. La muchedumbre somalí le rodeó. Sin amigos que pudieran ayudarle sobre el terreno, Mike estaba completamente solo. Los tres francotiradores y sus artilleros dispararon a la muchedumbre.
Brad, Gordon, y Shughart se miraron entre sí. Asintieron con la cabeza.
Gordon le dijo al piloto:
—Métenos a los tres para que ayudemos a Super Seis Cuatro. El piloto llamó por radio al cuartel general. —Tres operadores piden permiso para asegurar Super Seis Cuatro. Cambio.
—Negativo. Hay demasiados enemigos ahí abajo. No puedo arriesgar otro pájaro.
Cuando un artillero fue alcanzado, Brad se hizo cargo de una de las ametralladoras pequeñas. Todos necesitaban la ametralladora grande en combate para evitar que el enemigo les derribase.
La multitud en tierra aumentó y se aproximó al «helo» derribado de Mike.
—Dos de nosotros vamos —dijo Gordon—. Bájanos.
El piloto volvió a hablar por la radio:
—Dos operadores solicitan asegurar el lugar del derribo hasta que llegue el rescate.
—Negativo.
Gordon insistió.
El piloto hizo descender el «helo» al lugar del derribo. Brad seguía a cargo de la ametralladora pequeña en el Black Hawk y cubrió a Gordon y Shughart mientras descendían con cuerda de rápel.
En tierra los dos francotiradores movieron con calma a Mike y a los otros miembros de la tripulación hasta un lugar más seguro y con buenos campos de fuego. Después, Gordon y Shughart tomaron posiciones defensivas en los lados opuestos del «helo», disparando fríamente en la cabeza de los enemigos, uno a uno; Gordon con su CAR-15 y Shughart con su M-14.
De pronto Gordon dijo con total naturalidad, como si se hubiera dado un golpe con una mesa:
—Coño, me han dado. —Entonces dejó de disparar.
Shughart cogió el CAR-15 de Gordon y se lo dio a Mike. Shughart continuó luchando. Cuando su rifle se quedó sin munición, regresó al «helo» derribado e hizo una llamada por la radio. Caminó por delante del helicóptero y cargó contra la multitud, disparando a quemarropa con su pistola, haciéndoles retroceder hasta que se quedó sin munición. Entonces contraatacaron y lo mataron.
Los cadáveres enemigos estaban dispersos en el suelo, rodeando a los francotiradores caídos. Shughart y Gordon eran «malos» en el mejor sentido del término. La multitud se vengó arrastrando los cuerpos sin vida de los soldados por las calles y troceándolos. Capturaron a Mike y le mantuvieron encerrado con la esperanza de un intercambio de prisioneros. Fue liberado más tarde.
La mayor condecoración militar, la Medalla al Honor, les fue concedida a los dos francotiradores de Delta: Gary Gordon y Randy Shughart.
Un día el general Henry Hugh Shelton, comandante en jefe del Comando de Operaciones Especiales de Estados Unidos, visitó mi habitación del hospital. Me entregó mi Corazón Púrpura y me dio su «moneda del comandante»[6]. Su sinceridad, comprensión y ánimo me subieron la moral.
—¿Te están cuidando bien en el hospital? —preguntó.
—Sí, señor.
El general Shelton preguntó cómo habían combatido los rangers en la batalla de Mogadiscio.
—Lucharon valientemente, señor. —Pensé un momento—. No vamos a dejar esto sin acabar, ¿verdad?
—No, vamos a llevar los tanques, entrar y hacer bien el trabajo.
Aunque estoy seguro de que lo dijo en serio, la Casa Blanca nunca dejó que eso ocurriera.
Permanecí en el Centro Médico Regional Landstuhl una semana, hasta que me mandaron en avión, con otros, a la Base de la Fuerza Aérea de Andrews, en Maryland. Cuando me sacaban del avión en una camilla, Laura y los niños se reunieron conmigo. Un Blake de ocho años corrió a mi lado y puso sus brazos alrededor de mi pecho. Laura estaba embarazada y sujetaba a Rachel, de tres años, que era demasiado pequeña como para entender lo que estaba pasando.
Después de pasar la noche en Maryland, me llevaron al complejo de Team en Dam Neck. Les dije que quería hacer la rehabilitación en el Hospital del Ejército de Fort Stewart, el mismo lugar en que había nacido Blake, que estaba a treinta minutos de casa. El Team me dio una silla de ruedas especial, hecha de un compuesto metálico, que me enteré había costado miles de dólares. Mis dos hijos, mi mujer y yo vivimos con sus padres en Odum, Georgia, durante mi rehabilitación.
Cuando me enteré de que Delta iba a realizar un funeral, quise acudir. Los militares utilizaron un C-12, un pequeño avión de pasajeros, para recogerme en el Aeródromo Hunter del Ejército, en Savannah. Volé hasta el complejo Delta de Fort Bragg para el funeral. Me recibieron allí, con coches familiares, Tim Wilkinson y Scotty, los PJ, y Dan Schilling, el CCT. Me sentí bien al ver a viejos amigos del hangar de Somalia. Aunque eran de la Fuerza Aérea, habíamos combatido juntos en Mogadiscio, lo que me hacía sentir más próximo a ellos que a mis compañeros del Team Six, que no habían estado en combate conmigo. La Fuerza Aérea concedió a Tim la segunda mayor condecoración militar, la Cruz de la Fuerza Aérea (equivalente a la Cruz de la Marina, el Cuerpo de Marines y los Guardacostas; y a la Cruz de Servicios Distinguidos del Ejército). A Scotty le concedieron la Estrella de Plata, la tercera condecoración militar. A Dan le dieron la siguiente, la Estrella de Bronce.
Me llevaron con la silla de ruedas ante un muro donde estaban inscritos los nombres de los caídos de la Delta Force. Vi seis pares de botas de combate del desierto, seis rifles M-16 con las bayonetas clavadas boca abajo en la base del mural, seis bayonetas en los cañones de los rifles y una foto de cada uno de los seis hombres: Dan Busch, Earl Fillmore, Randy Shughart, Gary Gordon, Tim «Griz» Martin y Matt Rierson.
Me acordé de Griz, que tenía una gran mancha de nacimiento en la cara. Un bromista que aparecía con nuevas y exóticas maneras de hacer explotar cosas.
Durante el funeral en el auditorio, el capellán dirigió las oraciones de todo el mundo por los caídos. Las viudas lloraban. Los padres de Dan Busch parecían desolados. Dan solo tenía veinticinco años —increíblemente joven para ser un francotirador Delta— y era de Portage, Winsconsin. Un tipo cuadriculado, un cristiano devoto. Nunca le oí decir palabrotas, lo cual es raro en la comunidad de las operaciones especiales. Recuerdo un día, después de comer, que nos pusimos bronceador y tomamos el sol encima de un contenedor fuera del hangar, en Mogadiscio. Del poco tiempo libre que teníamos, pasé mucho con Dan Busch.
Un sargento pasó lista por última vez. Cada miembro de la unidad contestaba: «Aquí». Excepto los muertos. La guardia de honor hizo tres descargas. Sonó una corneta.
En nuestra profesión, sabemos que existe la posibilidad de morir cuando aceptamos el trabajo. Sin embargo, ver a sus padres, viudas e hijos realmente me afectó mucho. «Estos tipos realmente se han ido. Dan se ha ido. ¿Cómo es que sigo vivo y ellos no? Dan Busch era mucho mejor persona y cristiano que yo. ¿Por qué él está muerto y yo sigo aquí?». Me sentí culpable por haber sobrevivido.
Después del funeral, cuando Scotty, Tim y yo estábamos charlando un rato, un tipo de Delta me preguntó quién era. No me reconocían con barba. Me había encontrado demasiado débil como para afeitarme.
Scotty y Tim le dijeron quién era.
—Ah, bien. —El operador de Delta se fue hasta otro grupo de Deltas y dijo—: Eh, ¡Wasdin está ahí!
Se apiñaron a mi alrededor, me llevaron a la sala de reuniones del Escuadrón Charlie y me dieron cerveza a manos llenas. Pasamos el rato y se rieron cuando les conté cómo le había dado la medicación al ranger en Landstuhl. Después los Delta tenían una fiesta, pero yo tenía fiebre y me faltaba energía para unirme a ellos. Regresé a mi hotel pronto.
Solo el secretario de Defensa asistió al funeral. En su inmensa mayoría la administración Clinton parecía desear que la batalla de Mogadiscio desapareciera convenientemente y Estados Unidos la olvidara.
Después de volar a Georgia, la mañana siguiente me presenté en el hospital para mi visita habitual. Tenía diarrea. La fiebre había empeorado —todo el cuerpo me dolía como si tuviera fuego—. Me sentía desorientado. Literalmente, me moría. Un equipo médico se volcó en mí; me dieron la vuelta rápidamente, me pusieron una inyección en cada nalga y una intravenosa en cada brazo. Me quitaron los vendajes de la pierna y comenzaron a trabajar en ella. El doctor, que se había marchado a casa, regresó vestido de civil.
—¿Dónde has estado? —me preguntó—. Hemos tratado de contactar contigo en casa, pero no estabas allí. Los resultados del análisis de sangre de tu visita anterior mostraron que tienes una infección de estafilococos.
La infección mortal de estafilococos se había colado dentro de mí a través de las sujeciones de mi pierna. Esto explica en parte por qué no tenía ganas de ir a la fiesta de Delta después del funeral.
En la cama del hospital flotaba y me veía a mí mismo tumbado ahí. «Me estoy muriendo. Esta infección de estafilococos te chupa mucho más que el combate».
Al día siguiente el doctor estaba visiblemente disgustado conmigo.
—Si vas a estar bajo mis cuidados, vas a tener que proporcionarnos un medio de estar en contacto contigo. Si no, tendrás que volver a Virginia y dejar a esos doctores de la Marina que se ocupen de ti.
Tenía miedo. El médico me había hecho un favor dejando que hiciera la rehabilitación en ese hospital del Ejército, y yo se lo pagaba casi cargándole con mi muerte.
—Sí, señor.
Me tuvieron en el hospital un par de días hasta que me recuperé.
Sentado en casa en una silla de ruedas, cometí uno de los pecados más graves del Team: sentir pena de mí mismo. Caí en una profunda depresión. Nada más despertarme por la mañana, tenía que emplearme en el cuidado de mi pierna, limpiando la piel alrededor de los cuatro grandes tornillos que sobresalían de ella. Si no lo hacía, la enfermedad avanzaría lentamente desde la zona de los tornillos hasta el hueso —provocando otra infección de estafilococos como la que casi me había matado—. Después volvía a vendarlo de nuevo. Todo el proceso llevaba de quince a veinte minutos. Dos veces al día. Realizar yo mismo el cuidado de la pierna era duro. Pedí a mi mujer y a mi cuñado que me ayudaran, pero no tenían estómago para hacerlo. Tenía una pinta horrible —no hay nada de normal en cuatro tornillos enroscados en un hueso—. El injerto cutáneo tenía un aspecto desagradable, con la carne a la vista.
Las paredes se me caían encima. No estaba acostumbrado a estar atrapado entre cuatro paredes, y la depresión me cercaba. Tenía que salir de casa, así que decidí hacer algo sencillo y rutinario; pero incluso algo tan mundano como hacer la compra tuvo un efecto positivo en mi debilitada autoestima. Un día, mientras avanzaba lentamente con mi silla de ruedas por el pasillo de un supermercado Winn-Dixie en Jesup, Georgia, comencé a darme cuenta de lo bien que me sentaba estar fuera de casa, ayudando a la familia al hacer la compra. Era un cierto regreso a la vida normal.
Una mujer gorda con un peinado de pollo —corto en la parte de atrás y de punta en la parte alta, el tipo de corte de pelo de Kate Gosselin que es habitual en el condado de Wayne— miró fijamente mi pierna. Torció el gesto como si se hubiera comido un limón. Había cortado la pierna derecha de mi chándal por encima de la rodilla para dejar sitio para el fijador externo. Aunque la zona del injerto cutáneo estaba vendada, los tornillos eran visibles.
—¿Por qué no te quedas en casa? —dijo—. ¿No te das cuenta de lo asqueroso que es eso?
Me habían disparado a la pierna sirviendo a su país. Nuestro país. «Quizá esta es la manera en que los estadounidenses corrientes me ven. ¿Les parece bien que salgamos para morir por ellos pero no quieren vernos heridos?». Sentía demasiada pena de mí mismo como para darme cuenta de que ella no sabía quién era yo o cómo me habían herido. En aquel momento, cuando mi moral estaba por los suelos, sus palabras fueron como una patada en los dientes. Necesitaba desesperadamente recuperarme, pero no podía. Esas palabras me hundieron más en la depresión.
En casa me movía en la silla de ruedas, comía y mataba el tiempo viendo la televisión. No podía ducharme ni bañarme porque no podía mojar los tornillos. Tenía que lavarme el pelo en el lavabo y el cuerpo con toallitas húmedas.
Cada dos días hacía rehabilitación en el hospital, en el Fuerte Stewart. Me daban tratamientos de hidromasaje en el pie izquierdo para eliminar la carne muerta. Me dolía como si me volvieran a disparar. Me dieron unas muletas. Me colocaban en barras paralelas para ayudarme a caminar. El dolor era tan intenso que no podía evitar que se me cayeran las lágrimas —no había llorado durante demasiado tiempo antes de mi rehabilitación—. Después me tuvieron que operar de nuevo. Posteriormente tuvieron que hacerlo otras tres veces.
Mi reloj interno no se había adaptado de África a Alemania, y de vuelta a Estados Unidos. Con mucho tiempo disponible, era fácil echarme una siesta de dos o tres horas, lo que hacía que permaneciera despierto por la noche.
El dolor y la depresión tampoco facilitaban las cosas. El dolor de huesos. Mientras esos tornillos siguieran en mi pierna continuaría teniendo dolor. Es comprensible que la gente se vuelva adicta a las pastillas contra el dolor, pero yo las despreciaba —simplemente, me volvían tonto—. De alguna manera, era como si quisiera notar el dolor, pues me sentía culpable por haber sobrevivido mientras un montón de tipos buenos, especiales como Dan Busch, estaban muertos. Pensé que quizá era raro por pensar de ese modo. «Trágatelo, aguanta el dolor».
Fuera del círculo del Team Six y sin gente del Team alrededor de mí, sufría los síntomas de retraimiento de estar aislado de la camaradería. También tenía un shock cultural. La gente de la ciudad podía hablarme de sus vidas, pero yo no podía hablarles de la mía. No podía hacer bromas con ellos sobre mi salto mortal para matar un estante de bandejas que pensaba que era un ciervo, durante la Semana del Infierno. O reírme con ellos sobre el hospital de Alemania donde le di a mi compañero ranger mis inyecciones para combatir el dolor. La gente de la ciudad no lo entendía. Aprendí a callarme estas experiencias. Entonces me di cuenta de lo diferente que me había vuelto respecto a la mayoría de la gente. Lejos de los compañeros del Team, también me sentía olvidado. Sin misiones del mundo real, tenía mono de adrenalina. Ahora ni siquiera podía caminar. En la cultura del SEAL, donde ser ganador tenía recompensa, era el mayor perdedor. Estaba furioso con el mundo en general y con Dios en particular. «¿Por qué me tenía que pasar esto a mí?».
Retrospectivamente veo que Dios me estaba enseñando que solo era humano, y que ser un SEAL es simplemente un trabajo. «Howard, eras demasiado cabezota como para escucharme después de que te dispararan una vez. No me escuchaste después del segundo disparo. Aquí tienes, chico grande, deja que te dé el tercer agujero de bala. ¿Ahora tengo tu atención? No eres Superman. Eres un don de Dios para operaciones especiales, solo mientras yo lo permita. Ésta es mi manera de conseguir tu atención. Ahora que la tengo, deja que te moldee más. No eres el producto acabado». Me dio una lección de humildad y me hizo poner los pies en el suelo. Me hizo convertirme en un padre para mis hijos. En aquel momento nadie podría haberme convencido de todo eso, pero mirando atrás, que me dispararan en la pierna es lo mejor que me había pasado.
Un día me llamó un colega. En su rancho tenía un híbrido especial de ciervo que cruzaba con ciervos americanos de cola blanca.
—Vente y cacemos un rato.
—Sí. ¡Sí! ¡Quiero salir de esta casa! ¡Cualquier cosa!
Me recogió con su camioneta pickup, me llevó al campo, y me colocó en el suelo con mi silla de ruedas. Me empujó casi 30 metros a través de maleza ligera y se detuvo. Señaló un lugar a unos 150 metros.
—Por allí es por donde suelen salir los ciervos.
Mi rifle de caza personal era un Magnum de 7mm con una bonita mira óptica. Era tan feliz, esperé durante casi una hora y media.
Apareció un ciervo enorme. Sentado en mi silla de ruedas coloqué el rifle en el hombro, apreté el gatillo y el ciervo cayó. Un disparo perfecto. Después de dejar el rifle en el suelo me desplacé con la silla hasta el animal. Avanzar con la silla por un camino polvoriento me llevó un rato.
Aparqué la silla cerca del ciervo. El hermoso animal me miró. Resopló y echó la cabeza hacia atrás. Hizo una última convulsión, como si todo el aire de sus pulmones hubiera sido aspirado. Al escucharle morir pensé: «Hubiera sido igual de feliz viniendo y viéndote, en vez de quitarte la vida. He visto morir demasiadas cosas».
Me llevé el ciervo e hice que disecaran la cabeza. En el sur de Georgia la caza es muy importante. Durante la temporada los chicos salen antes de que amanezca y se sientan en sus puestos a la espera de sus presas. Seguía estando dispuesto a matar a alguien para salvarme o para salvar a otra persona —dispuesto a matar en acto de servicio—, pero nunca volví a cazar.
La gente de rehabilitación me trataba como si fuera famoso. En aquella época era el único veterano con heridas de combate en ese hospital. Cada vez que acudía, entre cinco y diez personas venían a hablar conmigo.
Después de seis o siete semanas, mi sobrina me llevó un artilugio que se deslizaba sobre los tornillos de mi pierna, creando un sello de caucho, de modo que podía ducharme. Me sostenía sobre una pierna en la ducha mientras me enjabonaba. Sentí que era el mejor regalo que me habían hecho nunca.
A principios de diciembre, dos meses después del día más largo de mi vida, mi ciudad natal de Scriven, Georgia, me hizo un recibimiento de héroe como parte del desfile de Navidad, con cintas amarillas por todas partes. Un gran cartel cubría la ventana frontal del restaurante: BIENVENIDO A CASA HOWARD, EL HÉROE LOCAL. Casi los novecientos habitantes debieron de firmar en el cartel. La gente del condado de Wayne vino para llenar las calles, verme y transmitirme sus buenos deseos. No tenían ni idea del dolor físico, la angustia mental, la pérdida o el agujero negro de depresión que me atormentaba —antes de honrarme de ese modo—. No tenían ni idea de lo mucho que significó para mí su recibimiento, valorándome como parte de la comunidad. Desde entonces no me sentí tan perdedor.
Mike Durant, el piloto del Super Seis Cuatro, el segundo Black Hawk que se estrelló en Mogadiscio, se había roto la pierna y la espalda. El ministro de Propaganda de Aidid, Abdullahi «Firimbi» Hassan, le tuvo prisionero once días, hasta que él y un soldado nigeriano apresado también fueron llevados por sus captores a un puesto de control en el complejo de la ONU. Uno de los captores de Durant se sacó la documentación de la ONU que le colgaba del cuello en una cadena y se la enseñó al vigilante. Le indicaron que pasara con gestos. El vigilante del puesto de control ni siquiera se dio cuenta de que Mike estaba en el coche. Nadie se enteró hasta que estuvo en la pista. Sus captores lo entregaron a la Cruz Roja. Naciones Unidas mostró suficiente comprensión con el enemigo, pero yo no sentí que también la mostrara con nosotros. Nunca sentí que pudieran ser fiables para operaciones de seguridad. Solo puedes fiarte de aquellos con los que te entrenas y con los que combates. La connivencia del vigilante del puesto de control de la ONU con el captor de Durant, y el hecho de que este tuviera documentación de la ONU, confirmaron mi desconfianza hacia esa institución.
Mike Durant y yo habíamos llegado al punto en que podíamos caminar sin ayuda. Nuestro primer encuentro desde Somalia tuvo lugar en la Base de la Fuerza Aérea de Fairchild en Spokane, Washington, para aprender técnicas avanzadas de supervivencia, evasión, resistencia y escape. Aunque las escuelas SERE, como la de la Base Aérea de la Marina de Brunswick, Maine, simulaban la captura, apresamiento y tortura, este curso tenía lugar en una clase con diez o doce estudiantes que aprendían fundamentalmente los aspectos psicológicos del cautiverio. Con nuestra experiencia en Mogadiscio, Mike y yo pronto nos convertimos en oradores invitados de esa clase concreta. Los instructores nos pedían que nos colocáramos en un extremo de la habitación, donde hablábamos de nuestras experiencias y contestábamos a las preguntas de los estudiantes y de los instructores.
La Marina nos llevó a Casanova, Pequeño Gran Hombre, Amargado, el capitán Olson y a mí al Pentágono para hacernos entrega de la Estrella de Plata. En Mogadiscio el capitán Olson abandonó el cuartel general para participar en el rescate de hombres que seguían atrapados. En la ceremonia de concesión de medallas las cámaras de video grababan y las de fotos hacían destellar sus flashes. Mi mención decía:
El presidente de los Estados Unidos se complace en otorgar la medalla Estrella de Plata al técnico de mantenimiento de buques de primera clase Howard E. Wasdin, de la Marina de los Estados Unidos, por los servicios descritos en la siguiente mención: por el valor y la intrepidez conspicua en acción contra una fuerza hostil durante la operación UNOSOMII en Mogadiscio, Somalia, el 3 y 4 de octubre de 1993. El suboficial Wasdin era miembro de un equipo de seguridad en apoyo de una fuerza de asalto que realizó una incursión de asalto aérea en un complejo enemigo y capturó con éxito a dos oficiales claves de la milicia enemiga y a otros veintidós. Al recibir fuego de armas pequeñas desde numerosos callejones, el suboficial Wasdin se colocó en una posición de disparo y devolvió el fuego. Cuando atacó el callejón con miembros de su unidad, fue herido en la pantorrilla. Tras recibir atención médica durante el combate, continuó con sus obligaciones y siguió eliminando el fuego enemigo. Cuando su convoy salió de la zona con los detenidos, sus elementos recibieron fuego enemigo fulminante. El suboficial Wasdin, junto al equipo de seguridad, se detuvo para suprimir el fuego enemigo que había atrapado la fuerza de bloqueo Ranger. Aunque herido por dos veces continuó proporcionando seguridad y enfrentándose a una fuerza enemiga superior desde su vehículo. Más tarde, tratando de suprimir el fuego enemigo, durante un intento de concentración para evacuar el área del derribo del helicóptero, el suboficial Wasdin fue herido por tercera vez. Sus valerosos esfuerzos inspiraron a los miembros de su equipo así como a toda la fuerza. Por su soberbia iniciativa, acción valerosa, y completa dedicación a su deber, el suboficial Wasdin demostró un gran mérito propio y mantuvo la máxima tradición de la Marina de los Estados Unidos.
Estaba firmado, en nombre del presidente, por John Dalton, el nuevo secretario de la Marina. Casanova y yo entramos en el despacho del secretario de Defensa y le dimos la mano. A la salida, Casanova dijo:
—Ese hombre tenía la mano más blanda que he estrechado nunca.
Posteriormente también fui abroncado por desobedecer una orden directa y ayudar al adolescente somalí que había pisado una mina, mi «op» más exitosa en Somalia.
Casanova y yo nos sentamos a masticar tabaco Copenhagen en la sala de reuniones del Red Team. Era una habitación enorme e informal, principalmente de color neutro. Las órdenes de las misiones, la inteligencia del mundo real y otro tipo de reuniones informativas se llevaban a cabo en una habitación especial. Las fotos de las hazañas del Red Team decoraban una pared. Un tótem ornamental y un auténtico sombrero indio eran los símbolos del Team. En la parte más grande de la habitación había cuatro mesas enormes, que podían albergar a un equipo de bote en cada una, con ocho a diez sillas. Los novatos eran responsables de la limpieza y de mantener las dos neveras llenas de cervezas de distintas marcas. El jefe del Team y el líder del mismo compartían una oficina adjunta a la habitación del Team. También adjunta había una sala de ordenadores para uso general. Justo fuera de la habitación del Team había jaulas individuales donde colocábamos nuestro equipo.
Casanova y yo nos sentamos a una mesa. Pequeño Gran Hombre llegó con un sobre de la compañía de cuchillos Randall. Había ofrecido mandar su cuchillo, contar su historia y patrocinarla: «Un francotirador del Team Six salvado por un cuchillo Randall».
—¿Cuánto te van a pagar? —preguntó Casanova.
Pequeño Gran Hombre abrió la carta y leyó:
—Gracias por compartir tu historia con nosotros. Te haremos un descuento del 10 por ciento si quieres comprar otro cuchillo.
—Idiotas —dijo Pequeño Gran Hombre.
Casanova se rió ruidosa y bulliciosamente. Yo me reí tanto que casi me trago el tabaco de mascar.
Me recuperé rápido, volví al Team y me reuní con el oficial Lameculos. Éste vivía de las apariencias más que de conseguir que se hiciera el trabajo, lo que enfadaba a muchos operadores. Un cierto número de personas abandonó el Red Team para ir al Blue o al Gold por su culpa. Tenía una risa falsa, especialmente en presencia de oficiales superiores. Cuando se reía con nosotros era como si en realidad estuviera pensando en otra cosa. De estatura baja, se dejaba el pelo corto, con la parte superior plana.
Debía encantarle el olor de mi cogote porque me echaba el aliento constantemente. Lameculos era consciente de que carecía de talento. Aunque corría y nadaba bien, se quedaba atrás en los ejercicios de tiro del combate cuerpo a cuerpo, y carecía de una buena y oportuna capacidad de decisión táctica. Con independencia de sus razones, Lameculos averiguó que Delta me quería. Los operadores de Delta del hospital de Alemania me animaron a que me uniera a ellos. Un coronel de Delta me contó, en el hospital de la Base de la Fuerza Aérea de Andrews, cómo me podía reconvertir de los SEAL a Delta. Retrospectivamente, pienso que Delta podría haberme entendido mejor y respetado más —no conozco vínculo más fuerte que el que se establece con la gente con la que has combatido—. Mi relación con Casanova, Pequeño Gran Hombre, los operadores de Delta, los CCT y los PJ era más fuerte que mi relación con otros compañeros de Team.
—Te apoyaré si te quedas —dijo Lameculos—, pero si intentas marcharte seré tu peor pesadilla.
Las acciones de Lameculos me motivaban más a pasar a Delta. Sin embargo sus palabras decían que no quería que me marchara. No tenía sentido. Me quedé porque había entrenado para ser un SEAL, seguía siéndolo y quería seguir siéndolo. Era lo que hacía mejor.
En conjunto, Lameculos no me apoyó. Incluso me lo hizo pasar mal al aparecer yo en la ceremonia de Delta vestido de civil y sin afeitar. En realidad, no podía entender sus razones; casi había muerto de infección por estafilococos al acudir a la ceremonia. Simplemente sobrevivir al día a día consumía toda la energía que tenía. Afeitarme era un lujo que no podía permitirme. Despreciaba su incompetencia tanto como la de Clinton. Lameculos debería haber sido político en lugar de operador. Solo recordarle ahora me dan ganas de patearle la cara.
Laura y yo nos divorciamos. El bebé que estaba esperando no era mío —ni siquiera de la misma raza—. Había ocurrido mientras estaba fuera. Esto es todo lo que voy a decir al respecto. Yo también le había sido infiel. Rachel y Blake se fueron a vivir con su madre porque yo no podría encargarme de ellos cuando tuviera que marcharme a trabajar fuera. No había pasado mucho tiempo con Rachel y ahora pasaría aún menos. Su madre la dejaba hacer la mayor parte de las cosas que quería, pero yo no. Rachel se volvió lo suficientemente mayor como para elegir, y eligió vivir con su madre. Más tarde, cuando estaba terminando el instituto, su madre dejó que se fuera a vivir con su novio —algo que yo no hubiera permitido nunca—. Mi relación con Rachel se deterioró. Aunque era más estricto con Blake que con ella, él eligió vivir conmigo cuando cumplió trece años. Aunque sabía que los vínculos familiares son más fuertes que los de trabajo, sacrifiqué mi familia por los Teams.
A pesar de mis sacrificios, nunca pude volver a ser al cien por cien el francotirador que había sido. Mis pensamientos se volvieron más sombríos. Un día tenía mi SIG SAUER P-226 en la mano. «¿Qué tendría de malo si cogiera esta P-226 y terminara con todo con una bala de 9mm? Hay cosas peores que la muerte». Me convencí de que todo el mundo estaría mejor. Podrían cobrar mi seguro de vida.
Blake estaba de visita.
—Papá.
Esa precisa palabra me sacó de esos pensamientos. Haber acabado con mi vida hubiera sido egoísta. «Si no tengo otra cosa por la que vivir, al menos tengo a mis hijos». Nunca volví a tener esos pensamientos sombríos.
Aunque al principio parecía que iba a perder la pierna, eso no ocurrió. Caminé con muletas antes de lo previsto, utilicé un bastón antes de lo previsto, caminé sin ayuda antes de lo previsto y comencé a nadar antes de lo previsto. Aunque la gente pensaba que nunca volvería a caminar sin cojear, lo hice. A pesar de que muchos pensaron que no volvería a correr, lo hice. Después de regresar al Team, iba al gimnasio todas las mañanas y me entrenaba con ellos. No siempre podía mantener el ritmo, pero trabajé duro sistemáticamente en ello.