Cuando nos retiramos al complejo, todo el mundo se estaba equipando para algo grande. Los helicópteros se elevaban, los Humvees se colocaban en posición y todos llenaban los cargadores. Aunque el sol brillaba intensamente en el cielo azul, sabía que las tropas no salían de picnic:
—¿Qué estaba pasando?
El comandante Olson se acercó a nosotros antes de que bajáramos de nuestro «cutvee» —un Humvee reducido, sin parte de arriba, puertas o ventanas, llamado oficialmente transporte de tropas/carga M-998. Sin blindaje especial—. Desde Estados Unidos habían llegado representantes técnicos una semana antes y habían colocado una capa balística de Kevlar bajo el vehículo para protegerlo contra minas u otro tipo de explosivos de fragmentación. Me senté en el asiento del conductor con Casanova, que llevaba un fusil. Detrás iban Pequeño Gran Hombre y Amargado. Detrás de ellos el vehículo tenía dos bancos paralelos donde se sentaban dos tipos del Ejército —creo que eran rangers, pero podrían ser operadores de Delta—. Además, un ranger manejaba la ametralladora de calibre.50.
El comandante Olson nos dio las órdenes en solo unos pocos minutos.
—Vais a formar parte de una fuerza de bloqueo. Delta se lanzará con cuerdas y asaltará el edificio. Vosotros os haréis cargo de los prisioneros. Después os marcháis de allí.
Normalmente una sesión de estas duraría entre hora y hora y media. Delta, los rangers y otros tuvieron esa sesión, pero nosotros nos la perdimos. Aunque la misión era lo suficientemente importante como para que nos hubieran informado en detalle, había surgido de pronto, mientras estábamos en la ciudad colocando los repetidores para la CIA. El comandante Olson me dio una palmada en el hombro.
—No debería llevar mucho tiempo. Buena suerte. Os veo cuando volváis.
Cada uno de los Little Birds AH-6J ligeros llevaba a cuatro francotiradores, dos en cada lado del «helo». Los Little Birds también portaban misiles debajo —lo que no iba a ser bueno allí donde íbamos—. Los dos AH-6J, armados con pequeños fusiles de 7,62 mm y misiles de 2,75 pulgadas, vigilarían la parte frontal del edificio que era el objetivo desde el aire, mientras otros dos estarían sobrevolando la parte trasera. El escuadrón C de Delta se descolgaría con cuerdas rápidas desde dos Little Birds MH-6 y asaltaría el edificio.
Ocho Black Hawks vendrían detrás, dos llevando a los asaltantes de Delta y su comando de tierra. Cuatro de los Black Hawks introducirían a los rangers. Uno sobrevolaría por encima con un equipo de combate de búsqueda y rescate. Los ocho Black Hawk llevaban a los dos comandantes de la misión, uno que coordinaba a los pilotos y el otro que dirigía a los hombres sobre el terreno.
Tres «helos» OH-58D Kiowa, que se distinguen por la bola negra que llevan encima del rotor, también volarían sobre el espacio aéreo del objetivo. La bola negra era una mira con una plataforma que contenía un sistema de televisión, un sistema de cámara térmica y un localizador/designador láser para proporcionar audio y video del terreno al general Garrison y al Centro de Operaciones Conjuntas. Muy por encima de todos volaba en círculos un P-3 Orion.
Me coloqué en posición, más o menos el tercer vehículo del convoy. Detrás de nuestros Humvees marchaban al ralentí tres camiones de cinco toneladas, y cinco Humvees más iban en retaguardia. Los rangers constituían la mayor parte del convoy. En total había diecinueve aviones, doce vehículos y 160 hombres.
Los hombres de Aidid nos habían visto hacer esto anteriormente en seis ocasiones, y ahora íbamos a operar a plena luz y en su propio campo. Muchos de sus milicianos ya estarían colocados con el khat a esa hora del día. No se les empezaba a pasar el efecto hasta última hora de la tarde. Son acciones audaces que compensan los riesgos. Las que no los compensan son estúpidas. Una parte de mi trabajo incluía correr riesgos.
A las 15:32 los helicópteros despegaron primero, siguiendo la costa. Cuando nos dijeron que los pájaros se dirigían hacia el interior salió nuestro convoy. No tenía miedo —todavía—. «Ésta va a ser una “op” de rutina».
De camino el Humvee que iba primero hizo un giro equivocado. Nadie le siguió. Tendrían que alcanzarnos más tarde. Aceleramos en dirección noreste en la calle Gesira. Antes de alcanzar la rotonda K4 nos encontramos con fuego esporádico. Pequeño Gran Hombre gritó:
—Mierda, ¡me han dado!
«¿Nos estamos dirigiendo a una emboscada? ¿Tiene Pequeño Gran Hombre una herida en el pecho que le ha afectado a los pulmones?». La aguja de mi contador del miedo seguía estando cerca de cero. Habían disparado a Pequeño Gran Hombre, no a mí. De todas formas estaba preocupado por él y mi nivel de alerta aumentó.
Me aparté de la carretera debajo de un saliente, y pegué un frenazo para comprobar cómo estaba Pequeño Gran Hombre. Se encontraba tumbado en el suelo con parte de la hoja de su navaja Randall a su lado. Esperaba ver sangre saliendo de algún lado, pero solo encontré una gran mancha roja en su pierna. Una bala de un AK-47 había chocado con ese cuchillo Randall que tanto le gustaba y que llevaba a todas partes. La hoja estaba en el suelo. Le había salvado la pierna; merecían la pena todas las bromas que había padecido por culpa de ese gran cuchillo.
El convoy siguió avanzando durante el minuto en que estuvimos aparcados en la cuneta. Regresé al asiento del piloto y aceleré, alcanzando nuestra posición anterior. El convoy pasó la rotonda K4 y siguió hacia el norte por la calle Lenin, después hacia el este por la calle Nacional. Finalmente giramos a la izquierda en una calle polvorienta paralela y al sur de la calle Hawlwadig.
A las 15:42 llegamos cerca del Hotel Olympic, un edificio blanco de cinco pisos. No sabía que a un kilómetro y medio al este del objetivo la milicia se estaba reuniendo en el mercado Bakara, distribuyendo armas y municiones de contrabando. Al este, a un kilómetro y medio, era donde los insurgentes extranjeros habían llegado recientemente. Ya nos estaban encajonando y no lo sabíamos.
Nuestra gente de inteligencia probablemente ya había bloqueado todos los móviles de la zona del objetivo. Bajo una tormenta de polvo provocada por las hélices de los «helos», los operadores de Delta bajaron con cuerdas al edificio que era el objetivo, un edificio de dos plantas en la parte frontal y tres en la trasera, con una estructura en forma de L en la parte superior y árboles en el patio —uno de los cuarteles generales de la milicia de Aidid—. Los Delta se amontonaban cerca de la puerta, haciendo cola uno detrás de otro, preparados para entrar y hacerse con el objetivo. Cuatro grupos de rangers, cada uno de doce individuos, descendieron con cuerdas rápidas y acordonaron las cuatro esquinas de la manzana alrededor del edificio. Constituían la fuerza de bloqueo. Nadie entra y nadie sale.
Abandoné el «cutvee» y me coloqué en una posición de disparo en un callejón paralelo al hotel. En la trasera de este un francotirador enemigo se movía detrás de un muro. Cinco plantas más arriba y a la izquierda detecté a otro francotirador en un mirador.
Al cambiar de posición para tener una mejor visión, me di cuenta de que no podíamos realizar un disparo claro desde donde estábamos. Dije al francotirador de Delta:
—Vamos a tener que acercarnos.
Subimos y nos acercamos hasta menos de 90 metros. Mientras nos instalábamos en nuestra nueva posición, el enemigo ya había comenzado a disparar al edificio que Delta había asaltado. Esto me parecía una trampa. Estaban demasiado bien preparados. Era demasiada coincidencia que esos francotiradores se hubieran colocado de forma tan perfecta. «Probablemente se trataba de una filtración de Naciones Unidas».
El francotirador pegó su rifle a la pared, a aproximadamente entre 90 y 140 metros de distancia, y apuntó la mira a los rangers de mi convoy. Tenía una buena posición de tiro, dejando al descubierto solamente su cabeza. Al apretar el gatillo la ponía más al descubierto todavía.
A través de un callejón vi el mirador del edificio cercano de cinco plantas. A unos 180 metros de distancia, en el quinto piso, dos hombres disparaban con AK-47 a la trasera del edificio donde estaban los asaltantes de Delta. Desde donde yo estaba no tenía un disparo claro.
Eché una ojeada al operador de Delta:
—Tenemos que acercarnos a esos dos o la cosa se va a poner realmente mal.
Nos escabullimos a través del callejón y tomamos posiciones detrás de una columna a nuestra derecha. Seguíamos sin tener un buen disparo.
Los dos hombres del quinto piso continuaban apareciendo, disparando a la fuerza de asalto Delta, y volviendo a desaparecer dentro.
El operador de Delta y yo nos volvimos a adelantar. Encontré un buen sitio y me tumbé boca abajo mientras mi compañero protegía el perímetro a mi alrededor. Fijé el punto rojo de mi mira en el lugar en el que el malo había aparecido a la derecha. En lenguaje de francotiradores se llama una emboscada —apuntar a un lugar y esperar a que el objetivo aparezca ahí—. La misma técnica se podía utilizar para una diana móvil —apuntar a un sitio delante de la trayectoria del que se está moviendo—. Cuando el hombre con la AK-47 apareció a la derecha, apreté el gatillo, alcanzando la parte superior de su torso. Desapareció en el edificio y no volvió a aparecer. Con una mampara de cemento ocultando su desaparición, el segundo tipo con una AK-47 no aprendió del error del primero. Apareció para disparar con su AK-47, pero también recibió un disparo mío en la parte superior del torso y desapareció. Si no hubiera eliminado a esos dos, hubieran tenido más oportunidades de matar a alguien a través de las ventanas del edificio —la peor pesadilla de un atacante—. Cuando un asaltante se apodera del edificio y controla todo dentro, de pronto las balas le llegan desde fuera a través de las ventanas.
Al menos habían transcurrido treinta minutos desde nuestra llegada. Cada minuto que pasábamos en la zona del objetivo aumentaba el nivel de peligro. Por la radio nos llegó la orden de regresar al convoy. En mi camino a través del callejón, de regreso al «cutvee», una bala rebotada me dio en la parte trasera de la rodilla izquierda, derribándome. Durante un momento no pude moverme. En un baremo del miedo de 1 a 10, siendo 10 volverme loco de miedo, la aguja subió a entre 2 y 3. El dolor me sorprendió porque había llegado a un punto en mi vida en que realmente pensaba que era sobrehumano. Estaba mejor entrenado. A la gente a mi alrededor le habían disparado o herido, pero no a mí. Incluso a otros SEAL les habían disparado o herido porque no eran yo. «Por eso te caíste de esa escalera de espeleología —porque no eres Howard Wasdin—. Por eso no pudiste adelantarme en la pista O —porque no eres Howard Wasdin—». Incluso después de haber recibido un disparo esa primera vez en la batalla de Mogadiscio, seguía aferrado a mi arrogancia. Más que nada, estaba atónito de incredulidad.
Apareció Dan Schilling, el CCT. Casanova llegó y con calma disparó a un «comemocos». Después a otro. Ya había comenzado a tratarme un médico cuando Dan cogió mi cartuchera y me sacó de la zona de muerte enemiga. El médico llenó mi pierna de vendaje Kerlix y la envolvió. Entonces volví a ponerme de pie.
Los malos quemaron neumáticos —una señal para que sus compañeros se unieran a la lucha y una cortina de humo negro para oscurecer nuestra visión—. Milicianos con AK-47 surgieron de detrás del humo, de las calles laterales y de los edificios —de todas partes—. Tan pronto como derribaba de un tiro a uno aparecía un sustituto. Mujeres desarmadas salían como observadoras, y después señalaban nuestras posiciones al enemigo. Los RPG explotaban.
Los hombres de Aidid gritaban en los megáfonos. No entendía que sus palabras significaban: «Salid y defended vuestras casas» pero sí que no manifestaban buenas intenciones para nosotros.
Uno de los camiones de cinco toneladas de nuestro convoy fue alcanzado por un RPG y comenzó a arder. Alguien de nuestro convoy destruyó el camión con una granada termita para que no cayera en manos enemigas.
Delta subió a dos docenas de prisioneros esposados en dos de los camiones restantes de cinco toneladas. Entre los prisioneros estaba el principal asesor político de Aidid, el ministro de Exteriores Omar Salad. Aunque Delta no pudo capturar a Qeybdid, se hicieron con un lugarteniente de rango similar, Mohamed Assan Awale. También se encontraron con un extra, un jefe de un clan llamado Abdi Yusef Herse. Después de regresar al complejo, Delta separaría al pez gordo de los demás y liberaría a los chicos.
Transcurridos treinta y siete minutos, se oyó una voz en la radio, «Super Seis Uno derribado». Un RPG había abatido un Black Hawk con una viñeta de Elvis Presley en el lateral, con la leyenda VELVET ELVIS. Su piloto, el brigada Cliff Wolcott, había hecho imitaciones de Elvis y era uno de los que nos habían llevado de safari. Ahora el objetivo de nuestra misión cambiaba de hacer prisioneros a rescatar a alguien.
Nos subimos al convoy para volver a movernos. Apuntando con un rifle automático de pelotón, al final de una calle estaba tumbado un ranger que no parecía tener más de doce años.
Yo, desde el asiento del conductor, le dije:
—¡Sube, vámonos!
El chico permanecía inmóvil.
Salté del «cutvee», corrí hasta la esquina del edificio y le di un puntapié.
Me miró desde abajo con ojos aturdidos.
—¡Sube tu culo al vehículo!
Se levantó y subió al Humvee.
A veces los jóvenes rangers están tan centrados en aquello que se supone que tienen que hacer que pierden de vista la visión de conjunto. Su visión no se amplía en respuesta a los cambios del entorno, y sus oídos no escuchan las órdenes verbales. Al experimentar sobrecarga sensorial del sistema nervioso simpático, no podían captar todo lo que estaba ocurriendo.
Afortunadamente, la severidad de mi padre conmigo cuando era niño me preparó para ese tipo de dificultades. Además de esta preparación, estuvo la Semana del Infierno, el Team Two, el Team Six, la escuela de francotiradores del cuerpo de marines —un entrenamiento intensivo durante años—. Cuanto más te entrenas en tiempos de paz, menos sangras en la guerra. La Tormenta del Desierto me ayudó a prepararme. Había desarrollado un nivel de tolerancia a la sobrecarga sensorial. Algunos de estos rangers habían terminado el bachillerato solo un par de años antes, pero todos ellos lucharon valientemente.
Me monté en el «cutvee» con Casanova, Pequeño Gran Hombre y los demás. Amargado no estaba con nosotros. Mi mente estaba tan centrada en el combate que no oí a Pequeño Gran Hombre cuando me dijo que le habían destinado a tres Humvees que evacuaban a un ranger muerto al complejo. Pequeño Gran Hombre y Casanova estuvieron conmigo en el «cutvee» junto al convoy principal.
Conduje fuera de la zona del objetivo, hacia el norte, por la carretera Hawlwadig, pavimentada y barrida por la arena. Con la mano izquierda en el volante, mi mano derecha disparaba el CAR-15. Las balas de AK-47 nos llegaban de izquierda y derecha. Mientras los proyectiles pasaban por encima de mi cabeza, creaban ondas de presión más rápidas que la velocidad del sonido, ondas que golpeaban entre sí como si fueran dos manos palmoteando. Oía las balas que llegaban —el palmoteo— y después su sonido al pasar.
Había extensas estelas blancas de humo, resultado de los RPG que explotaban y que movían el aire, llenándolo de un olor amargo. El tufo de los neumáticos y la basura ardiendo, que se sobreponía al hedor habitual de Mogadiscio, hacía que apestara como si estuviéramos en el infierno.
Nuestras ametralladoras de calibre.50 recitaban de corrido, sacudiendo nuestro Humvee y retumbando en nuestros oídos. Sin embargo, nos sentíamos bien teniendo un calibre.50, y yo estaba demasiado ocupado utilizando mis ojos para escrutar «comemocos» en mi campo de fuego como para que me molestara el terrible ruido. Los veteranos del SEAL han comentado a menudo lo tranquilizador que es cuando su ametralladora dispara en combate. Nos entrenan para utilizar la sorpresa, la velocidad y la violencia de la acción para ganar batallas. En nuestro convoy no estábamos sorprendiendo al enemigo y no nos podíamos mover más rápido que el Humvee que iba delante de nosotros. El calibre.50 nos ayudaba con la violencia de la acción. Su cañón estaba al rojo vivo debido al flujo continuo de balas que salían de él, mordiendo a través del cemento, el metal y la carne —literalmente derribaba muros—. «Sí, el.50 gana por goleada». Desgraciadamente, el enemigo también tenía armas de.50, atornilladas al suelo de sus camionetas pickup cortesía del taller de Osman Atto. Las camionetas aparecían y desaparecían de los callejones disparándonos.
El cañón de un helicóptero atacó al enemigo, demoliendo el lateral de un edificio. Los somalíes corrían en todas direcciones. Algunos gritaban. Otros se quedaban paralizados. Había hombres y burros muertos en el suelo.
«La gente de Aidid está mucho mejor equipada de lo que pensábamos, lucha mejor, y son más de los que imaginábamos». Ahora temía que nos ganaran de calle. En mi escala del miedo la aguja superó el 3 y alcanzó el 5. Cualquiera que diga que no tiene miedo en combate o es un idiota o un mentiroso. Todo el mundo pasa miedo. Es un miedo sano. No me gustaría entrar en combate con alguien que no tuviera algo de miedo. Lo que convierte a uno en un guerrero es ser capaz de controlar y centrarse en ese miedo. Desarrolla esta habilidad de controlar el miedo creyendo que «puede» hacerlo. Se consigue esta creencia habiendo superado el miedo en experiencias anteriores, viendo cómo lo superan otros compañeros, sabiendo que eres un guerrero de élite, y canalizando esa energía ansiosa para aumentar su rendimiento.
En nuestro convoy teníamos heridos en «todos» los vehículos. Seguíamos queriendo rescatar a Velvet Elvis y su tripulación del Super Seis Uno derribado. Al acercarnos a una calle donde había un par de rangers heridos, pensé: «¿Qué coño pasa con estos somalíes? Estamos aquí para acabar con la guerra civil, de modo que la gente pueda comer, y nos están matando. ¿Es así como nos lo pagan?». No podía creérmelo. Detuve el «cutvee» en el arcén. El primer ranger que recogí estaba herido en la pierna. Le montamos en la trasera del «cutvee». Después montamos al otro, que había sido herido en la base del pulgar de la mano —una herida que no es tan debilitante—. Cuando regresé al asiento del conductor miré hacia atrás. El ranger con la pierna herida nos estaba ayudando a reabastecernos de munición mientras que el otro ranger estaba sentado aturdido, con la cabeza baja y mirando fijamente su mano herida.
El ranger que nos reabastecía de munición volvió a ser herido, esta vez en el hombro, pero siguió suministrándonos munición a los que estábamos delante. Entonces una bala le alcanzó el brazo. Siguió proporcionándonos munición.
Mientras tanto, el ranger al que le habían disparado una vez a través de la base del pulgar de su mano seguía fuera de sí, con la aguja de su medidor de miedo en 10. Fue el único ranger al que he visto recular ante el combate. Aun así, a nadie le disparan todos los días. Su reacción de quedarse en estado de shock es comprensible —era, simplemente, un joven en medio de una batalla horrible—. Teniendo en cuenta la juventud de algunos y su falta de experiencia, todos los rangers combatieron con valentía.
Pisando a fondo el acelerador conseguí alcanzar al resto del convoy. Giró a la derecha en una calle polvorienta. Cuando el primer Humvee disminuyó la velocidad en el cruce, todos los vehículos de detrás se vieron obligados a hacer lo mismo, provocando un efecto acordeón. Entonces giramos otra vez a la derecha, hacia el sur; pero acabábamos de venir del sur.
Estaba empezando a cabrearme con el jefe de nuestro convoy terrestre, el teniente coronel Danny McKnight, pero no sabía que estaba haciendo simplemente lo que los pájaros en el cielo le decían. El avión espía Orion podía ver lo que estaba pasando, pero no podía hablar directamente con McKnight. Así que transmitía la información al comandante del JOC. A continuación este llamaba al mando de los helicópteros. Finalmente este último transmitía la información por radio a McKnight. Para cuando este recibía las instrucciones para girar ya se había pasado de la calle.
Lo único que sabía es que me estaban disparando otra vez, haciendo más agujeros en nuestro «cutvee». Alcanzando a los hombres de la parte de atrás. «Mierda». Quería pisar el acelerador para salir de la zona de muerte, pero solo podía ir tan deprisa como el Humvee que me precedía. Disparé a los milicianos que venían hacia nosotros desde las calles laterales. Trataba de conducir y de disparar a los milicianos que aparecían y desaparecían de las bocacalles. Me sorprendería si hubiera tenido un nivel de acierto del 30 por ciento.
La gente de la segunda planta de los edificios nos disparaba. Me tomé un tiempo para apuntar con la mira telescópica, alinear el punto rojo en el primer objetivo y apretar el gatillo. Un enemigo abatido. Y después otro.
Los tipos malos habían montado barricadas de fuego y cavado zanjas para retrasar nuestro avance. Cuando el convoy trataba de avanzar a través y alrededor de las barricadas, el enemigo nos emboscaba. Delante de nosotros, a un lado, cinco mujeres caminaban hombro con hombro, extendiendo sus trajes coloridos a ambos lados, avanzando hacia el convoy. Cuando un Humvee llegó a su altura, recogieron sus vestidos y los hombres que había detrás abrieron fuego con sus AK-47 en posición completamente automática. Después intentaron emplear la misma táctica con nuestro «cutvee». Por primera vez en el tiroteo coloqué el selector en completamente automático. Con una mano al volante y la otra sujetando mi CAR-15, disparé treinta tiros, matando a las mujeres y a los cuatro milicianos armados que había detrás de ellas. Es mejor ser juzgado que morir.
Entonces oí en la radio que un RPG había derribado un Black Hawk pilotado por Mike Durant. Desde el «helo» al mando se nos dijo que había que proceder primero a rescatar a Velvet Elvis y después acudir donde Mike, al lugar donde se había estrellado el segundo helicóptero.
Nos detuvimos en la calle, establecimos un perímetro, suministramos primeros auxilios, recargamos la munición y pensamos qué hacer a continuación. Un doctor vendó el hombro y el brazo del ranger y las heridas de los otros tipos del «cutvee». Algunos rangers parecían zombis; se podía ver la conmoción en sus ojos.
Se acercó un operador de Delta. «Me han dado. ¿Puedes mirarme el hombro?». Un disparo había desmochado la placa de blindaje de su chaleco antibalas en la espalda, pero no le había dejado fuera de combate.
El que disparaba el cañón de calibre.50 en otro Humvee llevaba un chaleco antibalas que resistía a las de pequeño calibre. También había insertado una placa cerámica diseñada especialmente, de 10' x 12', en la parte frontal para protegerse de balas de mayor calibre, como las del AK-47. Sin embargo, no llevaba una placa en la espalda. Probablemente, como les ocurre a otros muchos soldados, consideraba que una placa adicional en la espalda daba mucho calor y era muy pesada. Además, la mayoría de los disparos son frontales. Había tirado los dados… y había perdido. En la radio les ofrecimos sustituirle por nuestro encargado del.50. El Humvee del tirador del.50 muerto se acercó a nuestro vehículo. En el interior al ranger le caían lágrimas por la cara mientras sujetaba a su compañero, con un brazo debajo de su cabeza.
—Eres un tonto hijo de puta. Te lo dije. Te dije que te pusieras la placa de la espalda. Te lo dije.
Sacaron fuera al artillero y el nuestro le sustituyó. Sin un artillero de.50 cualificado, como nuestro ranger, su Humvee perdería la capacidad de utilizar su arma más potente. Nuestro artillero acabaría salvando su Humvee.
Casanova y yo habíamos gastado los diez cargadores de treinta balas de nuestra cartuchera, además de otros cinco con los que el ranger del hombro y el brazo heridos nos había abastecido. Como ambos llevábamos el CAR-15, que utilizaba la misma munición de 5,56 mm que los rangers de nuestro Humvee, podían abastecernos con las reservas de munición que llevaban detrás. Pequeño Gran Hombre se dio cuenta de que había traído el arma equivocada al tiroteo: un M-14 SEAL modificado. Nadie tenía munición adicional para el vacío M-14.
El convoy avanzó y giramos a la izquierda, en dirección este, y después otra vez a la izquierda hacia el norte. No sabía que habían alcanzado a McKnight, que tenía esquirlas en el brazo y el cuello. Paramos. McKnight pidió instrucciones al «helo» que estaba al mando, pero los problemas de comunicación volvieron a llevarnos por el camino equivocado. El convoy continuó en dirección norte hacia la calle de las fuerzas armadas y giró a la izquierda.
Tampoco me di cuenta de que Dan Schilling había sustituido a McKnight en el mando cuando este fue herido. Dan logró evitar el enrevesado bucle de comunicaciones y se comunicaba directamente con uno de los «helos». Cuando Dan les dijo que nos dieran las coordenadas del lugar donde se había estrellado, supuso que los del «helo» sabían que nos dirigíamos hacia Velvet Elvis, el primer derribo, pero ellos pensaron que íbamos al más cercano, el de Mike, el segundo.
Giramos a la izquierda en Hawlwadig, cerca del Hotel Olympic y del edificio que era el objetivo inicial de la operación. ¡El convoy había girando en redondo describiendo un círculo completo! En los asaltos previos le habíamos mostrado nuestras cartas a la gente de Aidid, también habíamos llevado a cabo el asalto a plena luz del día, y ahora me estaban disparando de nuevo —¡estaba más que cabreado!—. Los mandos del SEAL nos habían enseñado que «Si sobrevives a una emboscada, vuelve a casa, siéntate en tu mecedora y da gracias a Dios el resto de tu vida». Recordaba al comandante Olson dándome un golpecito en la espalda antes de abandonar el complejo:
—No debería llevar mucho tiempo.
«Sí, correcto. Éstos son los mismos “comemocos” que nos estaban disparando hace un rato. ¿Qué coño está haciendo McKnight? Eh, idiota, ya hemos hecho esto. No funcionó muy bien la primera vez».
Mientras, había confusión en la radio sobre si íbamos hacia el lugar del primer derribo o del segundo, escuché que una muchedumbre se acercaba a Mike Durant y no había fuerzas terrestres en la zona para ayudarle, y recordé lo que les había pasado a los paquistaníes cuando una masa de gente les cayó encima: les habían hecho pedazos.
La primera vez que los hombres de Aidid tendieron una emboscada a nuestro convoy, mataron a algunos de nuestros hombres e hirieron a más, pero habíamos desatado la caja de los truenos contra ellos. Los cadáveres yacían por todas partes. Ahora el enemigo nos emboscaba por segunda vez —bastardos idiotas—. Pagaron un precio muy elevado. En particular los cañones de nuestro helicóptero y los misiles lanzaron por los aires cuerpos y trozos de cuerpos.
Durante el combate pedí más fuego de helicópteros para que nos quitaran a los enemigos de encima.
Un piloto contestó:
—Nos hemos quedado secos.
Habían agotado toda su munición, incluyendo el 20 por ciento que se supone que deben reservar para defenderse a sí mismos durante el trayecto de regreso a la base. Yo contaba con ese 20 por ciento. Aunque no tenían munición, los pilotos volaban por encima de los malos tan bajo que casi podían golpearles con las ruedas. El enemigo se alejó de nosotros y dirigió su fuego contra los «helos». Mientras los «comemocos» apuntaban al cielo, nosotros les disparábamos. Los pilotos no hicieron esto una vez, lo hicieron al menos seis que yo recuerde. Nuestra fuerza especial de 160 pilotos eran tipos duros, sacrificándose como objetivos vivos para salvarnos la vida.
Mientras conducía me quedé sin munición para mi CAR-15. Lo dejé colgando del portafusil que llevaba sujeto y saqué la pistola SIG SAUER 9mm de la pistolera de mi cadera derecha. Nuestro convoy disminuyó la velocidad, y un «comemocos» apareció en una bocacalle, apuntándome con su AK-47. Cambié de lado la SIG SAUER. Doble disparo. Había realizado ese tiro doble a la cabeza más de mil veces en los entrenamientos. Bajo las condiciones de combate presentes precipité el disparo. Fallé. La adrenalina bombeaba a tope y el mundo parecía frenar su velocidad a mi alrededor. El «comemocos» apretó el gatillo a cámara lenta. La bala golpeó mi tibia derecha, haciendo estallar prácticamente la parte inferior de mi pierna. El cerrojo de su arma retrocedió. El casquillo de la bala salió volando. «Este tipo no está jugando». Me tomé medio segundo adicional y miré por el punto de mira. Como dice John Shaw: «Suave es más rápido». Doble disparo. Las dos balas le dieron en la cara. Si me hubiera tomado ese medio segundo extra la primera vez podría haberle acertado y haber salvado la pierna.
Nuestro «cutvee» disminuyó la velocidad. «¿Qué coño pasa con nuestro “cutvee”?». Traté de acelerar, pero no pude. Mirando al suelo del vehículo, vi un dedo gordo del pie señalando hacia detrás de mí. Ni siquiera me había dado cuenta de que era mi pierna torcida hacia dentro. Sin duda había pensado que me dolería mucho más si fuera mi pierna. Traté de apretar el acelerador otra vez. Mi pie derecho se bamboleó. «Hijo de puta. Eso es mi pierna». Acerqué el pie izquierdo y apreté el acelerador. «Joder, esta mierda es realmente seria. Me tengo que poner las pilas a tope». Aunque esa era la segunda vez que me alcanzaban en una batalla, seguía abrazando mi propio poder sobrehumano. El medidor del miedo subió a 6, pero no alcanzó aún el 10. Sentía adormecimiento más que dolor, porque mis receptores nerviosos estaban sobrecargados. Aunque había sido sorprendido por segunda vez en combate, seguía sintiéndome superior como francotirador del Team Six: Howard Wasdin.
Estaba furioso con McKnight y le llamé por la radio.
—¡Haz que nos saquen de aquí!
Por fin, fuera de la zona de peligro, el convoy se detuvo para ayudar a aquellos que estaban sangrando para detener la hemorragia, recargar las armas y planificar nuestro siguiente movimiento. Casanova me ayudó a arrastrarme por encima de la consola central hasta el asiento del copiloto, de modo que él pudiera conducir. El portafusil de batalla de mi CAR-15 se quedó enganchado en la consola central. Pequeño Gran Hombre peleó con él, tratando de desengancharlo. Cualquier cariño que sintiera por el M-14 y su mayor alcance parecía haber desaparecido. Pequeño Gran Hombre quería mi CAR-15. Mi hueso destrozado tenía extremos puntiagudos que podían cortar una arteria y hacer que me desangrara. Casanova sostuvo mi pierna herida en alto sujeta al capó del Humvee y colocó mi pierna izquierda a su lado a modo de refuerzo. La elevación de la pierna también ralentizaría el flujo de sangre.
—Te voy a llevar a casa —dijo Casanova.
El convoy se puso en movimiento y Casanova pisó el acelerador. Nuestro «cutvee» marchaba sobre tres ruedas pinchadas. El convoy hizo un cambio de sentido y giró a la derecha en el Hotel Olympic, dirigiéndose hacia el lugar del primer derribo, Velvet Elvis. Era como la película El día de la marmota, repitiendo las mismas acciones una y otra vez.
Cinco o diez minutos después una bala enemiga atravesó mi tobillo izquierdo. A diferencia de la fractura en mi espinilla derecha, donde el sistema central nervioso aislaba el dolor, esta me dolía muchísimo. Mi nivel de miedo aumentó de 6 a 7. Mis emociones hacia el enemigo dispararon el grado de ira. Me habían quitado mis poderes de superhéroe. De pronto me di cuenta de que estaba en apuros.
Como de costumbre, nuestro convoy no encontró el lugar del primer derribo, Velvet Elvis, una vez más. Entonces nos detuvimos. Los chicos bajaron de los vehículos y establecieron un perímetro. McKnight salió con alguien y parecía que estaban desplegando un mapa en el capó de su Humvee, determinando nuestra ubicación. Era surrealista. «¿Por qué nos disparan, por qué no vamos al 7-Eleven y pedimos indicaciones?».
Nuestro convoy había sido incapaz, en dos ocasiones, de llegar al lugar donde estaba uno de los pilotos derribados. Habíamos utilizado casi toda nuestra munición. Cuerpos heridos y cadáveres llenaban nuestros vehículos. La mitad de los hombres estaban gravemente heridos, incluyendo a la mayoría de los mandos. Si no regresábamos a la base y nos reagrupábamos no quedaría nadie para realizar un rescate.
Nuestro «cutvee» tenía más agujeros que una esponja. Los espejos retrovisores laterales colgaban de sus soportes. Cuando el convoy se volvió a poner en marcha, nuestro «cutvee» pasó por encima de una mina. Las capas balísticas que cubrían el suelo nos libraron de acabar hechos pedazos. (Posteriormente me harían miembro honorario del Club de Supervivientes de Kevlar). Casanova se salió de la carretera, donde nuestro «cutvee» dejó de funcionar. Los «comemocos» cayeron sobre nosotros. «Estamos a punto de ser invadidos».
Me acordé de la vieja película de 1960 El Alamo, protagonizada por John Wayne en el papel de Davy Crockett. Era una de mis películas favoritas y Davy Crockett mi personaje favorito del Alamo. «Así debe de ser como se sintió Davy Crockett antes de que le mataran: superado en armamento y hombres, sin protección. Viendo cómo su gente era aniquilada mientras el enemigo continuaba avanzando. Es esto. Howard Wasdin estira la pata en Mogadiscio, Somalia, en la tarde del 3 de octubre de 1993. Solo me arrepiento de no haberle dicho lo suficiente a la gente que les quiero. Durante mi estancia en la tierra es lo que debería haber hecho más veces». Las dos primeras personas que se me vinieron a la mente fueron mis hijos, Blake y Rachel. Probablemente solo les había dicho que les quería unas seis veces al año. Parte del problema era que, con los frecuentes despliegues de entrenamiento y las «ops» reales, simplemente no estaba lo suficiente en casa durante gran parte de sus vidas. Aunque estaba casado en ese momento, no pensé en mi mujer Laura. Mi relación con el Team había sido más importante que mi matrimonio. Quería decirles a Blake y Rachel cuánto les quería.
Mi contador del miedo alcanzó el máximo de 8. Nunca llegó a 10. Cuando alcanzas el 10 ya no puedes funcionar. Quedas a merced de los acontecimientos que te rodean. Todavía no estaba muerto. Disparaba con mi SIG tratando de acabar con seis o siete de los «comemocos» que nos rodeaban. Llegados a este punto, físicamente no podía disparar con suficiente efectividad como para matar a nadie. Había gastado dos de los cargadores de la pistola de Casanova y solo me quedaba el último. Por la radio oí que el QRF estaba de camino para rescatarnos —cuatro horas después de empezar el combate—. Fuerza de Reacción Rápida; ¿cuál es su definición de «rápida»?
Con nuestro vehículo inutilizado en el lateral, miré hacia arriba para ver cómo el QRF dejaba atrás nuestra calle. «Hijos de puta. Teníamos una oportunidad de ser rescatados y ahí van. Nos van a dejar morir aquí». Entonces el QRF se detuvo y regresó con un camión de dos toneladas y media. «Gracias a Dios, al menos pueden vernos». Cuando llegaron a la calle de al lado, los «comemocos» huyeron en desbandada. El QRF se detuvo.
Casanova y Pequeño Gran Hombre ayudaron a trasladar a los heridos a sus vehículos.
Un ranger luchó para enrollar una cuerda de rápel que habían lanzado desde un helicóptero durante la inserción —haciendo simplemente lo que había hecho muchos veces en las «ops» de entrenamiento—. En situaciones de sobrecarga sensorial los soldados dependen en gran medida de la memoria muscular, luchando de la manera en que han entrenado.
Incapaz de caminar, me quedé mirando al ranger incrédulamente.
—¡Ésta no es una «op» de entrenamiento! —grité—. ¡Tira la cuerda, mete el culo en el dos y medio y vámonos de aquí!
El ranger continuaba intentando recuperar la cuerda, sin ser consciente de la situación a su alrededor y sin escuchar las órdenes verbales.
Le apunté con mi SIG SAUER.
—¡No te voy a matar, pero vas a cojear si no metes tu culo en ese camión!
El ranger me miró confuso durante un momento antes de soltar la cuerda de rápel. Se metió en el vehículo a toda velocidad.
Finalmente mis chicos me subieron en el dos y medio.
—Ten cuidado con él —dijo Casanova—. Su pierna derecha casi no se sujeta.
Regresamos al complejo sin ser atacados ya por las fuerzas de Aidid. Al llegar dentro del recinto nos encontramos con el caos: entre cuarenta y cincuenta cuerpos de estadounidenses tumbados en la pista con personal médico haciendo una primera evaluación —intentando hacerse una idea de los que no iban a sobrevivir y de los que sí, de los que estaban muy graves y los que menos, y atendiéndolos en consonancia—. Un ranger abrió la puerta trasera de un Humvee, la sangre brotó como si fuera agua.
Casanova y Dan Schilling me llevaron a la zona de selección.
Todavía era de día cuando los médicos me quitaron toda la ropa y me miraron. Me dejaron desnudo tumbado en esa pista cubierta de cuerpos. Expuesto.
Una vez más la muerte me había pasado rozando. Como cuando el enemigo había derribado el «helo» de la QRF, matando a tres hombres. Como cuando la milicia de Aidid se había concentrado para atacarnos en Pachá. Como cuando los morteros bombardearon el complejo de la CIA en el que había estado el día anterior. Como todas las veces anteriores. Pensé que quizá Casanova y yo podríamos haber cambiado las cosas si hubiéramos estado volando en el helicóptero de la QRF cuando habían muerto los tres hombres. No se me pasó por la cabeza que quizá me hubieran matado. No se me había ocurrido que Dios estaba pendiente de nosotros. Ahora que tengo cuarenta y ochos años y que no soy tan chulo, me pregunto: «¿Hubiera sido capaz de matar al enemigo antes de que me matara él? Quizá la gente hubiera ido a mi funeral».
Antes de la batalla de Mogadiscio el apoyo de la administración Clinton flaqueaba como un saco de zurullos. Habían rechazado o retirado los vehículos de combate de infantería M-2 Bradley, los tanques M-l Abrams y los helicópteros de combate AC-130 Sceptre. El bando de Clinton estaba más interesado en mantener posturas políticas que en conservar vivas algunas de las mejores tropas de Estados Unidos.
Durante la batalla de Mogadiscio dieciocho estadounidenses murieron y ochenta y cuatro fueron heridos. Además, un malasio murió y siete más fueron heridos. Dos paquistaníes y un español también fueron heridos. A pesar de que solo unos 180 soldados lucharon contra cerca de 3.000 milicianos de Aidid y combatientes civiles, capturamos a Omar Salad, Mohamed Hassan Awale, Abdi Yusef Herse y otros. Miles de miembros del clan de Aidid fueron muertos y miles más heridos. Agotaron gran parte de su munición. Varios jefes se marcharon por miedo al inevitable contraataque estadounidense. Algunos estaban dispuestos a entregar a Aidid para salvarse. Cuatro francotiradores del Blue Team, de refresco, estaban de camino para relevarnos. El escuadrón Alpha de Delta se estaba equipando para relevar al escuadrón Charlie. Una nueva hornada de rangers también estaba a punto de llegar. Le habíamos roto el espinazo a Aidid y queríamos rematar la faena.
A pesar de las ganancias, el presidente Clinton vio nuestros sacrificios como pérdidas. Aunque hubiéramos podido terminar el trabajo de derribar a Aidid y dar de comer a la gente, Clinton dio media vuelta y salió corriendo. Ordenó detener todas las acciones contra Aidid. Cuatro meses después, Clinton liberó a Osman Atto, Omar Salad, Mohamed Hassan Awale, Abdi Yusef Herse y los demás prisioneros. «Whiskey Tango Foxtrot».
Habíamos dedicado mucho tiempo a trabajar con los somalíes para ganar su confianza, para convencerles de que estaríamos con ellos a largo plazo. Muchos de ellos arriesgaron sus vidas para ayudarnos. Algunos pusieron en peligro a sus familias. Nuestros antiguos guardianes somalíes de Pachá se unieron a nosotros en la batalla de Mogadiscio, leales hasta el final. Solo sobrevivió uno de ellos. Otros murieron en nuestro bando tratando de frenar a Aidid. Dejamos colgados a nuestros amigos somalíes. Sentí que nuestros sacrificios habían sido en vano. «¿Por qué nos habían enviado si no estaban dispuestos a terminar el trabajo?». No deberíamos habernos involucrado en la guerra civil de Somalia —era su problema, no el nuestro—, pero una vez comprometidos deberíamos haber terminado lo que habíamos empezado: una lección que debemos seguir aprendiendo una y otra vez.
Somalia perdió la ayuda de la Comunidad Internacional para llevar la paz y alimentos al país. El caos y la hambruna aumentaron bruscamente. Aidid trató de minimizar sus pérdidas, pero nunca gobernaría sobre una Somalia unida. Murió en 1996 durante una batalla interna contra su influencia maligna, Osman Atto.