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El piso franco de la CIA.
A la caza de Aidid

Menos de medio año después de que Casanova y yo termináramos la escuela de francotiradores nos encargaron una misión: capturar al señor de la guerra Mohamed Farah Aidid y a sus lugartenientes. Educado en Moscú y Roma, Aidid fue miembro de la fuerza de policía colonial italiana antes de ingresar en la milicia y convertirse en general del Ejército somalí. El clan de Aidid (Habar Gidir), el de Ali Mahdi Muhammad (Abgaal) y otros clanes derrocaron al dictador de ese país. Después los dos clanes lucharon entre sí por el control de Somalia. Veinte mil somalíes fueron muertos o heridos, y la producción agrícola se frenó. Aunque la comunidad internacional envió comida, especialmente la ONU bajo la Operación Restaurar la Esperanza, las milicias de Aidid robaron gran parte de ella —extorsionando o matando a aquellos que no cooperaban— y la intercambiaron con otros países a cambio de armas. Las muertes por inanición se dispararon a cientos de miles de personas, y el sufrimiento aumentó aún más. Aunque otros líderes somalíes trataron de conseguir un acuerdo de paz, Aidid no aceptó ninguno.

5 de junio de 1993

Una fuerza paquistaní que formaba parte del equipo humanitario de Naciones Unidas acudió a examinar un depósito de armas en una emisora de radio. La gente de Aidid estaba protestando en el exterior. Las tropas paquistaníes entraron y llevaron a cabo su inspección. Cuando salieron del edificio, los manifestantes les atacaron, matando a veinticuatro soldados. La gente de Aidid, incluyendo mujeres y niños, lo celebraron descuartizando, destripando y despellejando a los paquistaníes.

El almirante Jonathan Howe, representante especial para Somalia de Naciones Unidas, se sintió horrorizado. Fijó una orden de captura de 25.000 dólares a cambio de información que condujera a la detención de Aidid. Howe también presionó intensamente para conseguir ayuda del JSOC.

8 de agosto de 1993

La gente de Aidid utilizó una mina de detonación para matar a cuatro policías militares de Estados Unidos. Ya era suficiente. El presidente Bill Clinton dio luz verde al JSOC. La fuerza especial incluiría a cuatro miembros del Team Six, la Delta Force, los rangers, la Task Force 160 y otros. La Task Force 160, apodada «Los acechadores nocturnos», aportaba el apoyo de helicópteros que habitualmente operaban de noche, volando rápido y a baja altitud (para evitar ser detectados por los radares). Íbamos a llevar a cabo la Operación Serpiente Gótica en tres fases: primera, desplegarse en Mogadiscio y establecer una base; segunda, perseguir a Aidid; y tercera, si no conseguíamos atraparlo, ir tras sus lugartenientes.

En el complejo del Team en Dam Neck, Virginia, Pequeño Gran Hombre, Amargado, Casanova y yo nos reunimos para prepararnos para el viaje a Somalia: entrenamiento, preparación del equipo, dejarse crecer la barba y el pelo. Una parte de la preparación de nuestro equipo consistía en acudir a la sala de encriptación para codificar nuestras radios con el fin de tener comunicaciones de voz seguras. Llevaba mucho tiempo porque teníamos que introducir un montón de códigos, y tenían que ser los mismos para cada radio manual. Decidimos cuál sería la frecuencia común. Como francotirador tenía que comunicarme con Casanova, mi compañero, y ambos teníamos que hacerlo con el otro par de francotiradores, Pequeño Gran Hombre y Amargado. También teníamos que ser capaces de comunicarnos con nuestra base de operaciones avanzada. Me aseguré de que mi kit de E & E estaba completo y de que tenía dinero en efectivo para sobornos y supervivencia. Después probé mis armas disparando por última vez. Como no sabíamos exactamente cuál iba a ser nuestra tarea, nos preparamos para cualquier cosa.

Después de completar nuestros preparativos, volamos a Fort Bragg, en Carolina del Norte, donde se encuentran el Mando de Operaciones Especiales del Ejército y otros, en más de 60.000 hectáreas de montes y árboles diseminados de hoja perenne, cerca de Fayetteville. Allí recibimos información más concreta sobre nuestra misión.

Llevábamos montones de cajas de comida.

—No lo vais a necesitar —nos dijo un oficial del Ejército—. Vamos a llevar un montón de comida nosotros.

Así que dejamos la comida en el complejo de la Delta.

Los instructores del Instituto de Lenguaje de Defensa nos enseñaron frases importantes en somalí: «parad, al suelo, retroceded hacia mi voz, deprisa, etc.».

Después de unos pocos días nos dijeron que la «op» podía suspenderse, así que volamos de regreso a Dam Neck.

Entonces un oficial de la Delta nos telefoneó:

—La «op» continúa, pero no necesitáis tener el pelo y la barba largos.

Así que nos cortamos el pelo y la barba y regresamos a Fort Bragg.

27 de agosto de 1993

Embarcamos en uno de los seis aviones de carga C-5A Galaxy que transportaban a la fuerza especial Ranger. Después de dieciocho horas en el aire, aterrizamos en el campo de aviación de Mogadiscio, dentro del complejo de la ONU, al sur de esa ciudad. Pacificadores egipcios custodiaban el perímetro exterior. Dentro del complejo había fuerzas de paz de Italia, Nueva Zelanda, Rumania y Rusia. Al oeste de la pista de aterrizaje había un viejo hangar de aviones; allí era donde íbamos a instalarnos. Más allá del hangar había un edificio de dos plantas con un tejado asimétrico —el Centro de Operaciones Conjuntas (JOC)—. Las antenas salían del tejado como las espinas de un puercoespín.

Un oficial del Ejército nos acompañó a Amargado, Pequeño Gran Hombre, Casanova y a mí detrás del JOC a la caravana personal del general Garrison. Dentro Garrison no tenía a la vista fotos de la familia o adornos; sin previo aviso podía marcharse sin dejar huellas. Su ayudante acababa de despertarle por nuestra llegada. Garrison nos echó una mirada a los cuatro y dijo:

—Eh, ¿cómo es que os habéis cortado el pelo? Lo quería largo, así podríais ir a la ciudad y operar.

—Se nos dijo que usted quería que nos lo cortáramos, señor. —Sospechábamos que la Delta había tratado de incapacitarnos para la «op». Adelante Ejército, derrota a la Marina[3].

En cualquier caso, el general Garrison nos dio la «op».

—Vosotros cuatro vais a ser el eje de esta operación —dijo, y después nos informó.

Después de nuestra reunión con Garrison nos conectamos con Señales de Inteligencia (SIGINT), controlado por un oficial de comunicaciones de la CIA. Su equipo reuniría información interceptando señales entre personas (inteligencia de comunicaciones) y señales electrónicas emitidas por tecnología enemiga, como radios, radares, sistemas de misiles tierra-aire, aviones, barcos, etc. (inteligencia electrónica). SIGINT descifraba información codificada además de llevar a cabo análisis de tráfico: estudiando quién hacía señales a quién y cuánto. Podían interceptar móviles y comunicaciones de radio, además de usar micrófonos direccionales para captar conversaciones a grandes distancias. La mayor parte de nuestro equipo de SIGINT hablaba dos o tres idiomas, y tenían aviones dedicados a su misión.

Después fuimos al tráiler de la CIA encima de la colina y nos reunimos con su oficial de operaciones, un negro veterano de la guerra de Vietnam cuyo nombre en clave era Cóndor. Por encima de él estaba el segundo jefe de estación, un italoamericano con nombre en clave Leopard. Ambos dependían del jefe de estación de la CIA, un cachas de gimnasio con un espeso bigote, Garrett Jones, Creciente en nombre en clave. En los Teams a menudo nos referimos a la CIA como «Cristianos en Acción», y la CIA a veces utiliza el mismo apodo para referirse a ellos mismos. En Somalia el trabajo de los Cristianos en Acción era un desafío; es difícil robar los secretos de un gobierno cuando no hay gobierno.

Antes de nuestra llegada, Washington no había permitido a la CIA que operara en la ciudad, considerando que era demasiado peligroso. Con nosotros en escena los espías podían infiltrarse en el centro de Mogadiscio. La CIA nos dio una información excelente sobre Mogadiscio, incluyendo algo de cultura e historia. También nos codificaron por rangos: Sierra Uno, Amargado; Sierra Dos, Pequeño Gran Hombre; Sierra Tres, yo; y Sierra Cuatro, Casanova. Nuestro piso franco era llamado Pachá, el nombre de una persona de alto rango en el imperio otomano. Ahmed sería nuestro intérprete. Detrás de sus gafas redondas, sus ojos rara vez me miraban directamente cuando hablábamos —Ahmed siempre parecía nervioso—. Nuestro principal espía somalí era Mohammed. Arriesgaba constantemente su vida y siempre estaba serio.

Después de reunirnos con la CIA en la cima de la montaña, volvimos al hangar y requisamos cuatro granadas de gases lacrimógenos (CS), granadas de aturdimiento y de fragmentación. También pedimos una baliza SST-181, de modo que un avión que nos sobrevolara pudiese hacerse una idea de nuestra posición si lo necesitaba. Teníamos que prepararnos para defender nuestro piso franco en caso de ataque enemigo, y preparar también nuestra vía de escape en caso de tener que salir huyendo.

Esa noche nos quedamos en el hangar con el resto de los militares estadounidenses, unos 160 hombres en total. Cada soldado tenía un lugar de 10 x 15cm que podía considerar suyo. En mi catre había cuatro palos de pie en las esquinas, para colocar encima una mosquitera. Los halcones descendían en picado y cogían ratas del tamaño de perros pequeños, elevándolas a las vigas del techo para cenar. Había partes de los finos muros que tenían huecos, permitiendo que la madre naturaleza se introdujera por ellos. Las puertas del hangar permanecían abiertas. Más allá de ellas los helicópteros estaban posados silenciosamente en el asfalto, llenando el aire del olor de la gasolina. La elevación del terreno me permitía ver luces y fuegos en Mogadiscio. Detrás de nosotros una bandera de Estados Unidos colgaba de las vigas. Podía sentir la sal en el aire del mar que había detrás del hangar. A pesar del lujoso alojamiento, nuestro equipo de cuatro hombres no iba a permanecer mucho tiempo allí. Aidid mandó tres proyectiles de mortero cerca del hangar para desearnos buenas noches. Sabiamente, alguien apagó las luces.

28 de agosto de 1993

El sábado codificamos nuestras radios manuales de supervivencia PRC-112 antes de equiparnos. Me puse mis gafas de sol Oakley. Eran las mejores, pues reducían el brillo solar y protegían mis ojos del polvo de los escombros, ayudando a proporcionarme algo de sensación de paz. También hacían que el contacto visual fuera imposible. Las gafas de sol pueden disimular la identidad, ser intimidatorias para otros, proyectar desapego y ocultar emociones. Como si fueran un amigo, un buen par de gafas de sol es difícil de olvidar.

A bordo del helicóptero había algunos chicos de la Delta, listos para despegar para un vuelo de entrenamiento.

Los pilotos de la Task Force 160, que se encuentran entre los mejores del mundo, les dijeron a los Delta:

—Eh, lo siento, tenemos una operación real. Tenéis que salir para que monten estos tipos.

Los Delta bajaron el culo del helicóptero. No estaban contentos.

—Dios nos libre; no quisiéramos interferir en una «op» del mundo real.

Subimos al helicóptero.

—Te lo contaremos cuando volvamos.

Los cuatro, sentados de dos en dos en la puerta de cada lado, con las piernas colgando por fuera, nos abrochamos los cinturones de artilleros y el helicóptero despegó. Los operadores de la Delta se hicieron más y más pequeños conforme ganábamos altitud.

El «helo» nos elevó, lo que nos permitió observar rutas y alternativas para ir y regresar de nuestro piso franco. La luz del sol y la guerra habían eliminado gran parte del color de Mogadiscio. Las únicas estructuras consideradas sagradas por ambas partes en la guerra civil eran las mezquitas —de entre los pocos edificios que se erguían sin ser atacados—. Muchos de los demás edificios principales habían sido destruidos. La gente vivía en chozas de barro con techos de hojalata en un laberinto de calles sucias. Montañas de hormigón roto, metal retorcido y basura se elevaban en el paisaje, con chasis de coches calcinados esparcidos aquí y allá. Milicianos empuñando AK-47 iban montados en la trasera de camionetas tipo pickup a toda velocidad. Los fuegos de pilas de basura, barriles de metal y neumáticos ardían sin parar. Parecían las llamas del infierno.

Retrocediendo hacia el mar localizamos posibles zonas de aterrizaje cercanas a nuestro piso franco —por si acaso teníamos que llamar a un helicóptero para que nos sacara de allí a toda prisa—. Durante nuestro sobrevuelo también comprobamos el litoral en busca de posibles localizaciones desde donde nos pudieran sacar en bote. La arena marrón clara y blanca bordeaba el mar esmeralda. Podría haber sido el lugar perfecto para un complejo turístico.

Después de regresar a tierra de nuestro reconocimiento, condujimos un Humvee desde el complejo, a través de un agujero secreto en la valla trasera, hasta la cima de la montaña, a un remolque donde la CIA nos proporcionó inteligencia humana (HUMINT). Los aparatos tecnológicos y los chismes son útiles en el juego de los espías, pero significan muy poco sin seres humanos valientes que se infiltren en territorio enemigo y que hagan las preguntas adecuadas; seres humanos que pueden ver y oír lo que no puede la tecnología, que pueden extraer el significado adecuado al contexto circundante.

Utilizando un diagrama de Pachá, Pequeño Gran Hombre hizo planes para llegar al piso franco e instalarnos. Delegó las órdenes de patrulla en mí y el procedimiento para los puestos de combate en Casanova. Pequeño Gran Hombre también debía realizar los ejercicios de comunicación. A Amargado le encantaba la faceta del entrenamiento del Team Six nadar y correr, pero cuando se trataba de una operación real, se quedaba por detrás de nosotros en talento y deseo. Aunque debería haber jugado un papel más importante en liderar y planificar, limitaba su intervención a establecer quién debería vigilar en la azotea de Pachá y en qué momentos. Entre los cuatro también empezamos a crear un gran mapa en forma de mosaico de la ciudad.

Antes de partir, Creciente nos dio instrucciones. Aunque mis compañeros y yo acabábamos de reunirnos con la CIA, SIGINT y nuestro intérprete, íbamos a trabajar con ellos en un barrio del norte de Mogadiscio llamado Lido, cercano al corazón de donde vivían los pistoleros enemigos. En Pachá añadiríamos más extraños a nuestro equipo: guardias, un cocinero y activos, gente del lugar que nos proporcionaría información.

—Si no os sentís cómodos con alguien del equipo, se marchan —dijo Creciente—. Éste es vuestro espectáculo. En el momento en que vuestro escondite corra peligro, el general Garrison os sacará en quince minutos. Buena suerte.

29 de agosto de 1993

Bajo el manto negro de un domingo por la mañana, volamos en un helicóptero Black Hawk cinco kilómetros al noroeste, a través de la ciudad, hacia el estadio de Mogadiscio —el estadio nacional de Somalia para fútbol y otros deportes, con un aforo de treinta y cinco mil espectadores—. El viaje solo duró cinco minutos. Como era la sede del complejo de las tropas paquistaníes de Naciones Unidas, bautizamos al estadio acribillado a balazos, el estadio paquistaní. Desde allí subimos a tres camionetas locales. Solo necesitábamos dos vehículos, por lo que utilizamos el tercero como señuelo y también por si se estropeaba alguno de los otros. Al ver las camionetas, parecía un milagro que funcionaran. Los somalíes utilizaban las cosas hasta que ya no eran mecánicamente viables. Y entonces, aún las utilizaban un poco más. Alguien había hecho un trabajo excelente manteniendo ese montón de mierda en funcionamiento.

Salimos del estadio hacia la ciudad. Mogadiscio olía a orín y excrementos humanos mezclado con ese olor tangible a hambre, enfermedad y desesperanza. El olor flotaba en el aire como una nube negra. Hacía que mi corazón se sintiera pesado. Los somalíes arrojaban la aguas residuales a las calles. No ayudaba el hecho de que utilizaran basura y estiércol para alimentar los fuegos que ardían constantemente en barriles metálicos cubiertos de herrumbre. Los chicos de primaria llevaban rifles AK-47. Habíamos oído que el cólera proliferaba por culpa de un pésimo suministro de agua. Mogadiscio parecía el fin del mundo de la película Soy leyenda —nuestra misión era frenar a las bandas de malignos buscadores de la oscuridad y salvar a los buenos somalíes—. «No hay problema, somos SEAL. Esto es lo que hacemos».

Después de conducir un kilómetro llegamos a Pachá. Los guardias somalíes, armados con AK-47, nos abrieron la puerta de hierro. Previamente habíamos enviado a uno de nuestros activos para que les dieran una radio para preparar nuestra llegada. En total teníamos cuatro guardias para proteger Pachá en todo momento. Y otros cuatro que se turnarían con ellos. Todos parecían alerta. Sus delgadas armas no eran mucho más gruesas que el ancho de tres dedos, haciendo que, en comparación, los AK-47 fueran enormes. Llevaban camisetas y macawis, unas prendas coloridas parecidas al kilt. Entramos rápido y los guardias cerraron la puerta detrás de nosotros.

Pachá tenía una altura de dos pisos y estaba rodeado de un enorme muro de cemento. Era la casa de un próspero médico que se había marchado con su familia cuando Somalia se volvió demasiado peligrosa para ellos. La pobreza generalizada de Somalia alimentaba los robos, así que, cuando se echó el cemento originalmente para construir el muro alrededor de la casa, los albañiles pegaron botellas en los agujeros de los bloques cuando todavía estaba húmedo. Cuando el cemento se secó, los albañiles rompieron los cuellos de las botellas. Así, cualquiera que quisiera escalar el muro tendría que hacerlo sobre cristal roto. Aunque era efectivo, también era horroroso. Una noche se desató un incendio dos casas más allá. Después nos enteramos de que lo había ocasionado el propietario de una casa repeliendo a un ladrón. A los ladrones les gustaba frecuentar nuestra zona, por que era donde vivían los más ricos.

Dentro, el agua era acarreada a los grifos mediante la gravedad, en lugar de por presión. Al abrir una válvula el agua bajaba de un gran depósito situado en el tejado —es la ducha con menos presión que he tomado nunca—. No podíamos beber agua del grifo a menos que la hiciéramos pasar por nuestra bomba Katadyn para limpiarla de microbios peligrosos. A veces la hervíamos. La mayor parte del tiempo traíamos cajas de agua embotellada. Para los parámetros somalíes éramos acomodados.

Estoy seguro de que cuando se marchó el doctor se llevó todo el mobiliario bonito. Teníamos una mesa muy básica a la que sentarnos a la hora de comer. Yo tenía una cama de campaña hecha de tablones de madera de 5 x 10 y un colchón fino. Comparado con vivir en una chabola y dormir en el suelo, como hacía la mayor parte de los habitantes de la ciudad, vivíamos como príncipes.

Cuando estábamos llevando dentro el equipaje, uno de nuestros escuálidos guardias, probablemente no pesaba más de cincuenta kilos, se agachó para agarrar una de mis bolsas que probablemente pesaba tanto como él. Traté de cogerla, pero insistió en que le dejara llevarla. Se colocó la bolsa en el hombro y subió por las escaleras.

Nuestro jefe somalí llegó el mismo día que nosotros. Cocinaba comida halal, permitida por la ley islámica —sin cerdo, ni alcohol, etc.—. La comida somalí es una mezcla de cocinas —somalí, etíope, yemení, persa, turca, india e italiana— influenciada por la larga historia comercial de Somalia. De desayuno comíamos tortitas finas parecidas al pan, llamadas canjeero. Algunos días tomábamos gachas (boorash) al estilo italiano, con mantequilla y azúcar.

Para la comida del mediodía el cocinero hacía platos de arroz basmati marrón de grano largo. Aumentaba el aroma y el sabor con clavo, canela, comino y salvia. También nos ponía pasta (baasto) con estofado y plátano en lugar de salsa.

Para cenar el cocinero preparaba judías azuki a fuego lento durante más de medio día, las servía con mantequilla y azúcar, un plato llamado cambuulo. También hacía unas albóndigas de cabrito sorprendentes —todo era sorprendente—. Incluso el camello tenía un sabor excelente.

Mi bebida favorita era el té rojo (rooibos), que es de forma natural dulce y tiene sabor a nueces. Nunca comíamos nuestros MRE en Pachá. Si hubiéramos sabido que la comida iba a ser tan buena hubiéramos dejado los paquetes de MRE, pesados y que ocupaban mucho espacio, en el complejo del Ejército.

Aunque, obviamente, los guardias estaban subalimentados, nunca trataron de coger la comida que sobraba. Teníamos que ofrecérsela y convencerles de que la tomaran. Excepto los platos que contenían cerdo, que no comían porque eran musulmanes, les dimos nuestros MRE; solo comían una pequeña parte, el resto se lo llevaban a casa para sus familias. También les dábamos nuestras botellas de agua vacías, que ellos utilizaban como depósitos para almacenar el agua. A menudo nos daban la mano y se tocaban el corazón como símbolo de agradecimiento y respeto. Nuestro intérprete nos dijo que los guardias estaban felices de que hubieran llegado los estadounidenses. Apreciaban que hubiéramos dejado a nuestras familias y estuviéramos arriesgando la vida para ayudarles. Quizá los medios de comunicación quisieran mostrar a Estados Unidos como un matón, pero pasaban por alto el resto de la historia. Creo que la mayoría de los somalíes querían que les ayudáramos a acabar la guerra civil.

El coste de la comida que preparaba el cocinero salía del dinero que el Team Six nos había dado para escape y evasión. Yo enrollaba mis billetes de cien dólares y los encajaba en la culata de mi CAR-15. Si alguna vez tenía que escaparme por mi cuenta, planeaba encontrar a un pescador y contratarle para que me llevara por la costa hasta Mombasa, en Kenia, donde Estados Unidos tenía gente con la que podía contactar para que se ocuparan de mí.

Cóndor nos informó del comportamiento de los activos que nos visitarían en Pachá todos los días según las circunstancias. Por ejemplo, si se suponía que un activo debía llegar desde el sureste, pero lo hacía desde el suroeste, sabríamos que le habían seguido o estaba bajo coacción, así que debíamos matar a la persona que le siguiera. Nuestro activo haría algo sencillo como pararse un segundo en una esquina —entonces el perseguidor se comería una bala—. Si se detenía dos veces, los dos que le seguían se la comerían. Nuestros procedimientos eran lo suficientemente secretos como para que un enemigo no supiera que nos estaban mandando una señal, y aunque procurábamos que fueran lo suficientemente simples como para que nuestros activos los recordaran, dedicábamos horas a repasarlos con ellos. Un SEAL en un tejado cubría siempre la entrada y salida de cada activo, para protegerlos y para mantener alejados a los impostores. Normalmente, cuando un activo llegaba de noche, llevaba una luz química infrarroja o una luciérnaga (una luz infrarroja estroboscópica).

La motivación más habitual para los activos era el dinero —especialmente en zonas tan sumidas en la pobreza—. Algunas personas tenían razones más nobles para ayudarnos, pero la más común era el dinero. Aunque ni siquiera teníamos que pagarles mucho.

El mismo día que nosotros, llegaron cuatro tipos de SIGINT por separado y utilizando un método de infiltración y una ruta diferentes a los nuestros. Después establecieron su negociado. Su habitación parecía la sala de control de la NASA para mandar un cohete al espacio exterior: monitores, botones de mando, interruptores. También colocaron antenas y otros aparatos en el tejado. Parecíamos la CNN.

Pequeño Gran Hombre reunió a todo el mundo y nos informó sobre el plan de E & E. Como siempre, llevaba su cuchillo Randall en la funda del cinturón. «Hombre pequeño, cuchillo grande». Repasé el plan de batalla. Casanova nos dividió en parejas de patrullaje: yo iría con él y Pequeño Gran Hombre con Amargado.

Cuando nuestro mapa de mosaico de la ciudad estuvo completo ocupaba toda la pared de la habitación más grande de la casa. Si un activo nos hablaba de una amenaza, colocábamos un alfiler en el lugar y fijábamos sus coordenadas por si necesitábamos solicitar un ataque allí.

En una sesión informativa, llegó un activo y nos proporcionó posibles ubicaciones de Mohamed Farrah Aidid, el señor de la guerra somalí. Colocamos más alfileres en el mapa. Hotel Olympic, barracones de oficiales, etc. Después mandamos las coordenadas de ocho dígitos a Creciente, en el remolque de la CIA que estaba en la cima de la colina.

Ese mismo día, veinte disparos de mortero alcanzaron el aeródromo, el centro de operaciones tácticas y la sede de la CIA. Un proyectil cayó tan cerca del remolque de la CIA que hizo saltar las ventanas por los aires. Los hombres de Aidid se imaginaron que los activos habían ido al tráiler. El proyectil no nos alcanzó por un día.

Doblamos la vigilancia en Pachá y explicamos a todo el mundo el «pilla y vete»: agarrarlos aparatos de codificación del SIGINT, meterlos en una mochila, destruir los otros aparatos del SIGINT con una granada termita, reunirnos en un punto de encuentro y dirigirnos a la zona de evacuación.

La primera noche Casanova y yo vigilamos desde el tejado. Un olor horrible, como de los restos de un animal muerto, llenaba el aire.

—¿Qué coño es esto?

30 de agosto de 1993

El lunes busqué por el vecindario el origen del hedor, pero había desaparecido. Nada. Cuando me estaba preparando un té en la parte de abajo, llegó un activo con cierta información. Le llevé té.

Lo rechazó educadamente.

—No, está bien —insistí.

Solo tomó media taza, como si le hubiera dado algo de gran valor. Esos somalíes se comportaban sin tomar nunca demasiado.

SIGINT nos dijo que habían captado una conversación entre un controlador de disparos y sus posiciones de tiro. Los operadores del mortero dispararían desde posiciones ocultas mientras el controlador observaba dónde explotaban los proyectiles en relación al objetivo. Si el proyectil del mortero acertaba en el objetivo, el controlador podía evaluar cuántos daños había provocado. El controlador aconsejaba:

—No mastiquéis khat hasta que se realicen los ajustes y la evaluación de daños.

El khat, una planta con flores autóctona de Somalia, contiene un estimulante en las hojas que provoca excitación, pérdida de apetito y euforia. El consumidor se coloca un puñado de hojas en la boca y lo mastica como si fuera tabaco de mascar. La mayoría de los que se ocupaban de los morteros de Aidid hacían su trabajo atraídos por el khat. Se volvían dependientes de la gente de Aidid para seguir alimentando su adicción, de modo parecido a como los chulos enganchan a sus prostitutas a la droga para controlarlas. Como la droga eliminaba el hambre, Aidid no tenía que alimentarles mucho. Obviamente, no eran muy disciplinados. Aunque esta vez no pasó nada, posteriores señales de inteligencia generaron ataques militares y lograron destruir algunas de las posiciones de los morteros.

Esa noche regresó el olor.

—¿Qué coño es eso?

Bajé del tejado y, ocultándome, fui a la casa de al lado. En el porche de la entrada vi a un adolescente durmiendo en un futón, como a una distancia de unos diez metros; era obvio que el olor procedía de él. Posteriormente descubrí que el chico de catorce años había pisado una mina en el patio de su colegio. Le había arrancado completamente el pie derecho. También parte del izquierdo. Se le gangrenó. La gente de Aidid había colocado explosivos en los patios para matar o mutilar a los niños, para evitar que crecieran y se hicieran luchadores eficaces —convirtiéndose en un incordio—. La infección de la pierna del chico hedía tanto que su familia no podía dormir de noche con él en la misma casa. Así que le hacían dormir en el porche. De día le volvían a llevar dentro. Pedí permiso a la CIA para ayudar al chico tullido de la casa de al lado. Me negaron el permiso para no poner en peligro el piso franco.

Notamos mucho movimiento entre las 22:00 y las 04:00 en la calle de enfrente de Pachá y en los edificios circundantes. Basándose en una marca que la gente de Aidid había colgado fuera, a las 03:00, la Delta Force se lanzó con una cuerda de rápel en la casa Lig Ligato. Capturaron a nueve personas, pero solo eran empleados de Naciones Unidas y sus guardias somalíes. Delta había lanzado una operación fallida.

31 de agosto de 1993

El martes un activo vio a Aidid en un vehículo. Creciente quería que el activo colocara un transmisor móvil en él, pero Cóndor, que no quería sacrificar a su activo, lo rechazó por considerarlo demasiado arriesgado.

Aidid era escurridizo. En vez de quedarse en casa, vivía con parientes, permaneciendo en el mismo sitio solamente una o dos noches. A veces viajaba con una caravana de coches. Otras solo con un único vehículo. Se vestía de mujer. Aunque era popular en su propio clan, a los que no eran de él no les gustaba.

Casanova y yo nos vestíamos como si fuéramos autóctonos y llevábamos a cabo un reconocimiento de una ruta de tráfico rodado en un Jeep Cherokke que tenía un aspecto horrible. En secreto, el vehículo había sido blindado. Yo llevaba un turbante, una camisa florida somalí y pantalones de uniforme bajo mi macawi. Con la barba que me había empezado a crecer y la piel oscura podía pasar por un árabe. Como armas, cada uno contaba con un CAR-15 con silenciador, en el suelo y entre los asientos, parcialmente ocultos por los faldones. Yo llevaba un cargador en el CAR-15 y otro en el bolsillo lateral de los pantalones de uniforme. También llevábamos nuestras SIG 226 de 9mm en un bolsillo para el cinturón, girado hacia delante y bajo la camisa —lo que hacía que pareciera que teníamos el estómago flácido—. Para alcanzar la pistola simplemente tenía que levantarme la camisa, alcanzar la esquina superior derecha, tirar hacia abajo y hacia fuera, separando el velero, y preparar el arma. Además del cargador de la pistola, tenía otro en la parte superior del bolsillo del cinturón.

Enganchado dentro del bolsillo llevaba un cuchillo táctico automático Microtech UDT, de muelle y con la hoja muy afilada. En el bolsillo lateral de la pierna derecha guardaba un kit médico.

Para los estándares del SEAL llevábamos pocas armas. Era un riesgo calculado. Si aparecía un oso en el bosque no podríamos repelerlo. Sin embargo, viajar ligeros nos permitía mezclarnos mejor para reunir información. Era una solución de compromiso. Si nos veíamos en una situación de peligro tendríamos que correr y disparar.

Mientras Casanova conducía, yo hacía fotos con una cámara de 35mm. Localizamos un emplazamiento para una posible zona de aterrizaje de helicópteros donde la Delta y su gente indígena podían insertarse. Después nos hicimos una idea de rutas por las que podrían ser insertados en camioneta.

También pudimos darnos cuenta de otra cosa. Previamente, aunque nuestra gente que iba a pie, conducía caravanas de Humvees, o sobrevolaban en helicóptero o en avión, habían reunido información, seguíamos preguntándonos cómo la gente de Aidid conseguía transportar proyectiles para mortero a sus equipos. Hice una fotografía de dos mujeres con ropa colorida que caminaban hombro con hombro, cada una con un niño en los brazos. Cuando giré la lente para hacer un zoom, pude ver claramente la cabeza del primer niño, pero también que la segunda mujer en realidad llevaba proyectiles. La artimaña casi me había engañado.

Durante nuestro reconocimiento desarrollamos un concepto de «ops» para insertar y extraer gente de Pachá. Por ejemplo, cuando llegase el momento del cambio de personal, podíamos conducir hasta un matadero de camellos en la costa, mandar señales al mar para pedir un reemplazo de SEAL y entregarles nuestros vehículos mientras nosotros nos hacíamos cargo de los botes conduciéndolos hasta un encuentro con un barco en el mar. Los SEAL sustitutos podían viajar más ligeros de lo que lo habíamos hecho nosotros, porque ya habíamos almacenado en Pachá el equipo pesado de SIGINT y otros suministros.

El matadero, grande como una manzana de casas, había sido propiedad de los rusos, que lo habían abandonado cuando comenzó la guerra civil. Se habían quedado con la carne de camello y con los huesos, pero habían tirado todo lo demás al mar. El agua de una de las playas más bellas del mundo se infestó de tiburones: martillo, grandes blancos y todo tipo de tiburones feroces. Nunca había tenido miedo a nadar en ninguna parte, pero no quería hacerlo en esas aguas. Tampoco lo hacían los autóctonos, que nos dejaban el lugar para nuestras necesidades. Y como extra, la playa estaba cercana a Pachá. El matadero se podía ver fácilmente desde el agua, cubriendo y ocultando una gran franja costera. Era ideal para que los chicos trajeran las zodiac —botes neumáticos de goma negra con motores fueraborda— o RHIB hasta la costa.

Regresamos a Pachá y esa noche el chico de la casa de al lado gemía como si se estuviera muriendo. Sabía lo que era ser un chico dolorido. «Acaba con esto». Casanova, un médico SIGINT llamado Rick y yo asaltamos la casa del chico, ocultos por nuestros pasamontañas y llevando ametralladoras MP-5. No corrimos riesgos. Dimos una patada a la puerta, esposamos con tiras de plástico a la madre, el padre y la tía del niño. Les colocamos en el suelo cerca de la pared. Por supuesto que temían que fuéramos a matarles. Metimos al chico, de modo que sus padres pudieran ver lo que íbamos a hacer. Rick sacó su botiquín. Frotó el tejido muerto de las heridas con betadine, un limpiador y desinfectante. Le dolió tanto que tuvimos que ponerle las manos en la boca para evitar que sus gritos despertaran al vecindario. Se desmayó del dolor y de la impresión. Le pusimos antibióticos intravenosos, vendamos las heridas y le suministramos inyecciones en ambas nalgas para frenar la infección. Después desaparecimos.

1 de septiembre de 1993

El miércoles, mientras vigilábamos desde la azotea, vimos a un anciano que llevaba un burro que arrastraba un carro de madera montado en el eje del viejo vehículo. Encima del carro había pilas de ladrillos. Cuando regresó llevaba la misma carga de ladrillos. «¿Qué?». Pedimos a un activo que le siguiera. Éste descubrió que el anciano ocultaba morteros en la pila de ladrillos. Informamos. Nuestros superiores emitieron un compromiso de autoridad, dándonos permiso para matarle.

Un francotirador tiene que ser mentalmente fuerte, estar anclado firmemente a una religión o filosofía que le permita abstenerse de matar cuando no es necesario y hacerlo cuando lo es. Durante los ataques de francotiradores de Washington, en 2002, John Allen Muhammad mató a diez inocentes e hirió gravemente a otros tres. Disparar puede hacer que una persona se sienta poderosa. Obviamente, un buen francotirador no se debe dejar arrastrar por tales impulsos. Por otra parte, si un francotirador se deja vencer por el síndrome de Estocolmo, no puede llevar a cabo su trabajo. (En 1973 unos ladrones retuvieron a unos empleados de banca como rehenes en Estocolmo, Suecia. Durante la traumática experiencia de seis días los rehenes se encariñaron con los ladrones, llegando a defenderles tras ser liberados). Desde esta perspectiva, el francotirador se familiariza íntimamente con su objetivo, a menudo a lo largo de un periodo de tiempo, cuando conoce su estilo de vida y hábitos. El objetivo probablemente no ha hecho nada para dañar directamente al francotirador.

Sin embargo, cuando llega el momento, debe ser capaz de completar su misión.

En el tejado de Pachá un muro que daba la vuelta nos ocultaba a Casanova y a mí. Apunté mi Win Mag en dirección al anciano, a 450 metros de distancia.

Casanova le veía a través de su mira de observación.

—Preparado, preparado. Tres, dos, uno, ejecuta, ejecuta.

Con el objetivo a la vista, apreté el gatillo en el primer «ejecuta». Justo entre los ojos; di en el clavo al burro.

Esperando ver morir al anciano, cuando cayó en su lugar el burro, Casanova no pudo aguantarse una pequeña risa, no muy del estilo de los francotiradores.

El anciano huyó.

La risita de Casanova parecía como si tuviera arcadas.

Viejos había a docenas, pero el burro sería mucho más difícil de sustituir. Nunca vino nadie a hacerse cargo del burro muerto, que seguía enganchado al carro de madera. Simplemente lo dejaron ahí, en medio de la carretera.

Más tarde uno de nuestros activos nos informó de que el anciano no quería transportar los morteros, pero que la gente de Aidid le había amenazado con matar a su familia si no lo hacía. Me sentí muy bien al no haber disparado al viejo.

El mismo día, los tipos de SIGINT interceptaron comunicaciones sobre un ataque con morteros previsto en el hangar del complejo militar. SIGINT conocía las frecuencias de comunicación de los equipos de los morteros. Al notificarlo a la base, el personal tuvo tiempo para encontrar refugio antes de que aterrizaran siete u ocho proyectiles. Ninguno de los nuestros fue herido. Un aviso con solo unos pocos minutos de antelación es enorme.

De forma rutinaria SIGINT interfería las comunicaciones entre los controladores de tiro de Aidid y los responsables de los morteros. SIGINT guiaba los ataques por radio, mediante vectores, para destruir las posiciones enemigas. También proporcionábamos fácilmente khat a los adictos que manejaban los morteros.

—No necesitas convertirte en responsable de mortero para conseguir una dosis. Ten, mastica esto.

Sonreían como calabazas de Halloween, con sus dientes manchados de negro y naranja. Sé que es terrible dar droga a un adicto, pero salvaba a otros de salir volando en pedazos por los ataques de mortero. También es probable que los adictos se salvaran de morir por uno de nuestros contraataques. La gente de Aidid empezó a tener más difícil coordinar los ataques de mortero.

Esa noche localizamos a un hombre con una AK-47 en la terraza de una de las casas de la parte trasera un par de calles más allá. Quité el seguro de mi CAR-15 con silenciador y apunté el punto rojo de mi mira en su cabeza —un disparo fácil—. Encima de cada uno de nuestros CAR-15 habíamos montado una mira óptica avanzada de combate (ACOG), una mira para apuntar y disparar de corta distancia de 1.5 aumentos, fabricada por Trijicon. De noche dilataba diez veces más que mi pupila, proporcionándome luz adicional. Su punto rojo se muestra en la mira, a diferencia de un láser que en realidad se muestra en el propio objetivo. El ACOG funcionaba igual de bien de noche que de día. Esperé a que el tipo apuntara en nuestra dirección, cosa que no llegó a hacer. Después de consultar con nuestros guardianes, descubrimos que se trataba de uno de los guardias jóvenes, en su propia casa, que intentaba imitar las tácticas de los SEAL de defenderse desde el tejado. Por supuesto, el muy idiota nunca nos contó sus planes, ya que probablemente no podía concebir que tuviéramos capacidad de verle con visión nocturna. Se lo dijimos:

—Está bien pensado, pero si vas a colocarte en un tejado con un arma, por la noche y en este vecindario, dínoslo. Porque te podía haber costado el cuello.

2 de septiembre de 1993

El jueves por la mañana tuvimos una reunión para discutir planes futuros y personales. Pachá lo estaba haciendo bien, por lo que necesitábamos mantener la máquina funcionando después de que hubiéramos completado nuestra estancia y llegara el momento de que otros nos relevaran.

Más tarde, ese mismo día, recibimos la oportunidad que necesitábamos. Aidid era rico, y su hija en edad escolar tenía amigos en Europa, Libia, Kenia y otros lugares. Alguien le hizo una llamada y SIGINT la interceptó. Aunque Aidid se movía mucho, su hija cometió un error al mencionar en el teléfono dónde estaba. Un activo ayudó a señalar la casa. Nuestro avión espía de la Marina, un P-3 Orion, localizó el convoy en el que viajaba Aidid, pero este se detuvo y lo perdimos en el laberinto de edificios.

Por la noche, Casanova y yo estábamos apostados en la azotea de Pachá, protegiendo el perímetro. Durante nuestra estancia en Pachá habíamos estado jugando a tratar de atrapar ratas utilizando la mantequilla de cacahuete de nuestros MRE como cebo. Atábamos una cuerda a un palo y apoyábamos una caja encima. A través de nuestras gafas de visión nocturna veíamos entrar a la rata. Casanova tiraba de la cuerda, pero la rata se escapaba antes de que la caja cayera encima. Nuestra técnica evolucionó convirtiéndose en un arte. Desmonté varios bolígrafos y utilicé los muelles para hacer una puerta de un solo sentido en la caja. Dentro de esta estaba la mantequilla de cacahuete. Pronto la rata olisqueaba alrededor de la trampa. Se deslizó por la puerta. Los muelles la cerraron de golpe detrás del roedor.

—Sí —susurré.

Casanova sonrió.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunté.

—Matarla.

—¿Cómo?

—¿Qué quiere decir cómo?

Mientras discutíamos cómo desPachárla, se escapó.

La siguiente vez hicimos la caja más pequeña, de modo que el roedor no pudiese tener espacio para escapar. La rata se arrastró dentro y quedó atrapada. Estampé mi bota encima. Rata muerta —pero había sacrificado la trampa—. Una trampa, una rata muerta.

Me sentía orgulloso de tener la única muerte de rata confirmada.

Ahora estaba haciendo el capullo con otra trampa para tratar de conseguir mi segunda rata.

—Eh, ven aquí —susurró Casanova.

—¿Qué? —me deslicé hasta donde estaba.

Apuntó a una casa al otro lado de la calle donde habíamos colocado dos guardianes el día anterior. Tres hombres estaban intentando forzar la entrada. Eligieron la casa equivocada en el barrio equivocado. Si lo hubieran intentado antes de que nuestros guardianes estuvieran dentro, habríamos dicho: «Que les den. No es asunto nuestro». Pero ahora nuestros guardianes estaban allí y «sí» era asunto nuestro.

Casanova se hizo cargo del hombre del lado izquierdo y yo del lado derecho. Alineando el punto rojo en mi primer objetivo, apreté el gatillo. Sus piernas se combaron antes de caer. Aunque el hombre de en medio tuvo un momento más de vida, tanto Casanova como yo le alcanzamos al mismo tiempo. Si los tres posibles intrusos solo eran ladrones, pagaron caro su robo.

Posteriormente, SIGINT escuchó conversaciones en el bar de al lado respecto a que la gente de Aidid iba a reunirse. Quizá estaban planeando atacarnos. Pachá se puso en alerta máxima. Colocamos cohetes antitanque AT-4 y establecimos posiciones en el perímetro. Resultó que los de Aidid solo estaban teniendo una reunión de reclutamiento.

Un activo vio a Aidid, pero no pudo precisar cuál era su edificio. Ésta era nuestra pesadilla logística. Aunque nuestros activos habían visto a Aidid no podían proporcionarnos el edificio exacto.

Un avión de SIGINT, que había volado desde Europa y ahora estaba dedicado a nosotros, llegó por la noche para ayudarnos a seguirle la pista y señalar su ubicación con exactitud. Esto incrementó enormemente nuestra capacidad de vigilancia. Podíamos utilizar transmisores y balizas de manera más efectiva. También hacía que pudiéramos interceptar comunicaciones mejor que desde la azotea de nuestro edificio.

En la gran casa contigua a Pachá, a la derecha, estaba la residencia del embajador de Italia, donde tenía lugar una gran fiesta con la asistencia de muchos oficiales italianos.

Italia había ocupado Somalia entre 1927 y 1941. En 1949 la ONU le concedió la administración de partes del país. Después, en 1960, Somalia se hizo independiente. Ahora los italianos eran auténticos hijos de puta, que jugaban a dos barajas. Cada vez que los Black Hawks despegaban para llevar a cabo una operación, los italianos hacían destellar sus luces para que la gente del lugar supiera que estaban llegando. Sus soldados le pusieron descargas eléctricas en los testículos a un prisionero somalí, también utilizaron la boca de un lanzabengalas para violar a una mujer, e hicieron fotos de sus actos.

La ONU acusó a los italianos de pagar sobornos a Aidid y exigieron que el general Bruno Loi fuese reemplazado. El gobierno italiano negó los cargos y pidió a la ONU que dejara de hostigar a Aidid.

Cuando la ONU confiscó las armas de los milicianos, la CIA pensó que los militares italianos se las habían entregado a un compatriota suyo que se sospechaba las había vendido a Aidid.

Italia enterró miles de millones de liras en Somalia para «asistencia». Con la ayuda de gente como Aidid, incluso antes de que se convirtiera en el tristemente célebre señor de la guerra, la mayor parte del dinero acabó en el bolsillo de altos cargos del gobierno italiano y de sus compinches. Construyeron una autopista que conectaba Basasso con Mogadiscio —en virtud de la cual se denunció que italianos instalados en Somalia habían recibido sobornos—. Los italianos también cultivaron una estrecha relación con corresponsales de noticias, agasajándolos durante su estancia en Mogadiscio.

También en nuestro vecindario, y jugando a dos barajas, había un veterano del Ejército ruso con cierta experiencia en inteligencia, y que ahora era un mercenario que operaba desde un edificio a dos casas de Pachá. Podía trabajar para cualquier bando, siempre y cuando le pagaran. Sospechábamos que ayudaba a ambos a encontrar pisos francos y al reclutamiento. Parece que este y los italianos trabajaban juntos. La familia siciliana que me había enseñado a cocinar quería a Estados Unidos; en comparación, el comportamiento de los italianos en Somalia me cayó como una gran patada en el estómago.

Recibimos un informe de que Aidid podía haber comprado unos misiles perseguidores infrarrojos tierra-aire —misiles Stinger— que pueden ser utilizados desde tierra para derribar un avión.

Casanova, el doctor de SIGINT y yo hicimos otro asalto en la casa del chico de las piernas heridas. La familia no se asustó tanto esta segunda vez, pero tampoco se notaban relajados —un asalto es un asalto—. Les volvimos a esposar, y mantuvimos la seguridad mientras fuimos a buscar al chico. Parecía que estaba mucho mejor y ya no lloró ni se desmayó mientras le limpiábamos las heridas.

3 de septiembre de 1993

A la mañana siguiente nos preparamos para hacer una visita al complejo del Ejército. Nuestros guardias somalíes iban de avanzadilla, realizando un reconocimiento de la ruta antes de que nosotros saliéramos. Durante el viaje los guardias utilizaban un señuelo que se alejaba de nosotros tomando otra ruta. Cualquiera que tratara de seguirnos tendría que dividir sus fuerzas para perseguir ambos vehículos o tirar una moneda al aire con la esperanza de acertar con el vehículo adecuado. Aunque había recibido entrenamiento formal para este tipo de tácticas, nuestros guardianes resolvieron la operación por su cuenta. La experiencia de haber luchado en la guerra civil les había enseñado a adaptarse por necesidad. Eran muy inteligentes.

El interior del complejo del Ejército estaba fortificado con escondites para francotiradores, torres con vigilantes y posiciones de combate. Cogimos algunas luces químicas infrarrojas y bengalas para utilizarlas con el fin de mejorar el perímetro de seguridad de Pachá. Mientras estuvimos allí, también tuvimos una reunión con Delta, contándoles los detalles del ataque con morteros y los lugares desde donde sospechábamos que disparaban. Subieron al tejado del hangar y llevaron a cabo un reconocimiento mediante disparos: los francotiradores disparaban a las zonas sospechosas de tener morteros con la esperanza de que SIGINT captase las comunicaciones de blancos cercanos, lo que permitiría verificar las localizaciones. Cuando el general Garrison se enteró se cabreó. No le gustaba el reconocimiento mediante disparos.

Esa noche, de vuelta en Pachá, para ayudar a que nuestros guardianes tuvieran una mejor comprensión de lo que estábamos haciendo y cómo lo estábamos haciendo, Casanova se ató una luz química infrarroja y caminó por el perímetro de la casa. Para el ojo desnudo la luz química era invisible. Dejé que los guardianes miraran a través de nuestras miras de visión nocturna KN-250, de modo que pudieran ver la luz brillando sobre Casanova. Se quedaron boquiabiertos, con la cara como si acabaran de ver un OVNI aterrizar. Bajaron las miras y miraron con el ojo desnudo. Después volvieron a mirar a Casanova a través de la mira. Comenzaron a hablar rápido y sus cuerpos se animaron, como si ahora estuvieran volando en el OVNI que acababa de aterrizar. Casanova y yo nos reímos entre dientes ante su reacción.

Más tarde, de noche, fuimos con Rayaespina, que trabajaba para Cóndor, para hacer un espectáculo con las luces químicas y otros bártulos para el jefe de la policía, uno de nuestros mayores activos y responsable de reclutar a otros muchos, ofreciéndole una muestra de cómo trabajábamos. Como resultado de ello, el jefe de la policía se sintió más seguro a la hora de poner a su gente en riesgo al trabajar con nosotros. Cincuenta mil dólares le hicieron sentirse financieramente seguro. Quizá solo utilizara unos mil dólares para pagar a sus veinte o treinta activos, quedándose el resto del dinero.

Casanova y yo entramos otra vez en la casa del adolescente herido. Mamá y papá se colocaron en posición, obedientemente, en el suelo, cerca del muro, antes de que les tuviéramos que llevar allí. El tío se arrodilló sobre una pierna y sacó una bandeja de té para nosotros.

Cogí la bebida y les ofrecí a la familia.

La rechazaron.

Esta vez habíamos traído a nuestro intérprete para enseñar a la familia cómo debían cuidar al chico. Habían hecho un gran esfuerzo para conseguir el té, y era todo lo que tenían. Era la única manera que conocían de darnos las gracias. Habían recurrido a un curandero, pero obviamente no había sido de mucha ayuda para el chico.

Para entonces el hedor de las heridas casi había desaparecido. Seguía teniendo algo de fiebre. A pesar de ello, le hicimos otra friega quirúrgica. Le dimos a la familia algo de amoxicilina, un antibiótico para las infecciones.

—Dadle esto al chico tres veces al día durante los próximos diez días.

Me di cuenta entonces de que sus encías sangraban. El interior de su boca era una carnicería.

—Tiene escorbuto —dijo nuestro médico. El escorbuto lo provoca la deficiencia de vitamina C. Los antiguos marineros solían pillar esta enfermedad, hasta que el cirujano escocés James Lind, de la Marina Real británica, se dio cuenta de que los que comían frutas cítricas tenían menos problemas con el escorbuto. Dada la fácil disponibilidad de limas procedentes de las colonias británicas del Caribe, la Marina suministró a sus marineros zumo de lima. Éste es el motivo de que los marineros británicos recibieran el nombre de limey[4].

4 de septiembre de 1993

Casanova y yo salimos a dar una vuelta en coche para buscar rutas alternativas de E & E, descubrir lugares desde donde se atacaba con morteros y familiarizarnos más con la zona. Más tarde un activo nos dijo que habían colocado dos minas en una carretera para que fueran detonadas al paso de vehículos estadounidenses —la misma carretera que había utilizado el día anterior para reunirme con Delta en el complejo del Ejército—. Debían haberse enterado de nuestro viaje y simplemente no nos alcanzaron.

En nuestro vecindario las niñas caminaban más de un kilómetro y medio solo para conseguir agua potable y llevarla a casa. Una niña de cuatro años lavaba a su hermana de dos en el patio delantero echándole agua por la cabeza. Muchos estadounidenses no se dan cuanta de lo dichosos que somos; tenemos que ser más agradecidos.

Para entonces nos habíamos hecho famosos, y controlábamos un área de dos a tres manzanas. Cuando Casanova veía a los escolares, sacaba músculos y se besaba sus grandes bíceps. Ellos le imitaban. Se reunía un pequeño grupo de chicos y nosotros les pasábamos parte de nuestros MRE: caramelos, galletas de chocolate, Tootsie Rolls y chicles. Sí, salíamos de nuestro escondite, pues Cóndor pensaba que esto era bueno para ganar los corazones y las mentes de los nativos. Yo estaba de acuerdo.

Llevé una bolsa de naranjas al vecino tullido, pero no quiso tomárselas porque el ácido cítrico hacía que le escocieran las encías sangrantes. Casanova le sujetó entonces el cuerpo mientras yo le hice una llave de cabeza y le rocié el líquido en la boca. Después de dos o tres visitas más, las naranjas no le provocaban escozor. Al final el escorbuto desapareció. Para ayudarle, Cóndor le dijo a la CIA que el chico era pariente de uno de nuestros activos, aunque no era verdad. Pedimos a un activo que le llevara unas muletas y yo solicité una silla de ruedas.

Desde entonces, el chico de la casa de al lado permanecía en el porche para mirarnos cuando hacíamos nuestras rondas en el tejado de Pachá. Nos saludaba con la mano y nos sonreía. Fue mi «op» más exitosa en Somalia, y tuve que desobedecer órdenes directas para realizarla. Es mejor pedir perdón que pedir permiso.

Aidid llevaba a cabo su propia campaña de «corazones y mentes». Hizo declaraciones públicas contra los estadounidenses y comenzó a reclutar gente en nuestra zona: cualquiera, desde niños a ancianos.

Nuestros activos nos informaron de una ruta que iba a ser usada para suministrar a Aidid misiles Stinger: de Afganistán a Sudán, luego Etiopía y Somalia. Los misiles eran restos de los que Estados Unidos había entregado a Afganistán para luchar contra los rusos. Años después, Estados Unidos ofreció recomprarlos: 100.000 dólares por cada uno que fuera devuelto y sin hacer preguntas.

Aidid recibía ayuda de Al Qaeda y de la OLP. Al Qaeda había introducido subrepticiamente asesores desde Sudán. No mucha gente sabía de Al Qaeda por entonces, pero esta suministraba armas a Aidid y entrenaba a su milicia en tácticas de guerra urbana, como formar barricadas ardiendo y combatir calle por calle. Si Aidid todavía no tenía los Stinger, pronto llegarían. Mientras tanto, Al Qaeda enseñó a la milicia de Aidid a cambiar los detonadores de impacto de sus RPG por los de tiempo. En lugar de tener que realizar un impacto directo en un helicóptero, el RPG podía detonar cerca del rotor de cola, el talón de Aquiles de un helicóptero. Al disparar un RPG desde un tejado, se corría riesgo de muerte por explosión trasera del arma o por los disparos del helicóptero. Así que los de Al Qaeda enseñaron a los hombres de Aidid a cavar un agujero profundo en la calle —un miliciano podía permanecer tumbado boca abajo mientras la trasera del tubo del RPG provocaba una explosión inocua en el agujero—. También se camuflaban, por lo que los «helos» no podían localizarlos. Aunque en aquel momento no lo sabía, los asesores de Al Qaeda en Somalia incluían probablemente al jefe militar de Osama bin Laden, Mohammed Atef. De forma parecida, la OLP ayudó a Aidid con consejos y suministros. Ahora Aidid quería alcanzar objetivos estadounidenses prominentes.

Nuestro SIGINT interceptó comunicaciones relativas a un complot para lanzar un ataque con morteros contra la embajada estadounidense. Además, unos activos nos informaron de que los italianos seguían permitiendo a las milicias de Aidid que atravesaran los puestos de control militar de la ONU que protegían la ciudad. Los milicianos simplemente tenían que averiguar dónde tenían ellos sus puestos de control para poder moverse libremente, directamente en el patio trasero de Estados Unidos y donde quisieran.

Dos guardaespaldas de Aidid querían proporcionar la ubicación de su señor a cambio de una recompensa de 25.000 dólares. Leopard quería reunirse con ellos en Pachá. Para llegar allí, Leopard planeó moverse a través del puesto de control italiano, cerca de una antigua fábrica de pasta: puesto de control Pasta.

Sin embargo, Leopard no sabía que los italianos habían entregado secretamente el puesto a los nigerianos. Minutos después del cambio, la milicia de Aidid realizó una emboscada contra el puesto y mató a los siete nigerianos.

Esa tarde escuché un fuego cruzado cerca de Pachá, y la explosión más cercana de un mortero hasta la fecha. Evidentemente, los malos habían empezado a darse cuenta de lo que estaba pasando y dónde. Nuestros días en Pachá estaban contados.

5 de septiembre de 1993

El domingo por la mañana, antes de las 08:00, Leopard y cuatro guardaespaldas salieron del complejo de la ONU en dos Isuzu Trooper. Cuando los vehículos llegaron al puesto de control Pasta, una muchedumbre se apiñó alrededor de ellos. Unos doscientos metros más allá, había neumáticos ardiendo y cemento que bloqueaban la carretera. El conductor de Leopard pisó el acelerador, atravesando la emboscada. Su vehículo fue alcanzado por cuarenta y nueve balas. Un disparo atravesó un hueco en el chaleco antibalas de Leopard, golpeándole en el cuello. El conductor les sacó a toda velocidad de la emboscada y llevó a Leopard a un hospital en el complejo de la ONU. Después de casi doce litros de sangre y de cien puntos, el general Garrison mandó a Leopard a un hospital en Alemania. Sobrevivió.

Más tarde, ese mismo día, escuché disparos de calibre.50, del tipo de los que pueden penetrar ladrillos, hechos desde el noroeste, a entre 275 y 450 metros de distancia de nuestra posición.

Con el tiroteo cercano y una emboscada reciente, sabíamos que estaban a punto de picarnos el billete. Ahora estábamos en alerta máxima y nos colocamos en nuestros puestos de combate. Llamé para que un AC-130 Spectre sobrevolara por si necesitábamos ayuda. Con su capacidad para permanecer largos periodos de tiempo en el aire, el avión de la Fuerza Aérea tenía dos cañones de 20 mm M-61 Vulcan, uno de 40 mm L/60 Bofors y otro de 105 mm M-102. Unos sensores sofisticados y el radar le ayudaban a detectar al enemigo en tierra. Podías soltar un conejo en un campo de fútbol, y el AC-130 Spectre lo cocinaría. Yo había recibido entrenamiento en el Campo Hurlburt, Florida, en capacidades de aviones y en cómo avisar para que su fuego diluviara sobre el enemigo. Me excitaba saber que nos estábamos preparando para iluminar a algunos de los hombres de Aidid. Pero la fortuna les sonrió, porque decidieron combatir en otro momento.

Ese mismo día, descubrimos que uno de nuestros activos principales había sido descubierto, por lo que teníamos que sacarle del país.

A las 20:00 un activo nos dijo que Aidid estaba en casa de su tía. Cóndor avisó a un «helo» para que llevara a Rayaespina y al activo a la base del Ejército e informaran al general Garrison. Todos en Pachá estábamos extasiados. Todo lo que habíamos hecho en Pachá —organizar a los activos, SIGINT, todo— había llevado a ese momento. Teníamos buena información y la cobertura de la oscuridad para proteger a nuestro equipo de asalto. El activo incluso tenía un croquis de la casa —algo perfecto para los operadores especiales que tienen que entrar en las habitaciones—. Aidid era nuestro.

Nos denegaron la petición. Sigo sin saber por qué. Cóndor y Rayaespina estaban indignados.

—¡No volveremos a tener una oportunidad tan buena!

El resto de nosotros tampoco podíamos creérnoslo. «¿¡Whiskey Tango Foxtrot!?». En el alfabeto fonético militar, ese término quiere decir: «¿Qué coño pasa?».

Estaba furioso por haber trabajado tanto para una misión tan importante y que ahora nos ignoraran. Parece ser que la política militar era la culpable. También me sentía avergonzado por cómo mis propios militares habían tratado a la CIA. «Cóndor, lo siento mucho. No sé qué coño… No sé por qué no hacemos esto…».

Cóndor no estaba enfadado con los SEAL, sino con el general Garrison.

—Si Garrison no va a hacerlo, ¡¿para qué nos ha enviado aquí fuera?! Para qué todo este trabajo, gastar todo ese dinero, ponernos en riesgo, poner a nuestros activos en riesgo…

—Si no vamos a apretar el gatillo —terminé la frase.

—Teníamos a Aidid.

—Tienes razón, maldita sea. ¡Le teníamos!

En aquel momento yo también estaba enfadado con Garrison. Delta realizó una operación fallida en la casa Lig Ligato, pero no pudo llevarla a cabo cuando realmente teníamos a Aidid. No iba a servir de nada pegarle un puñetazo a algo o gritar a alguien. Cuando me pongo muy furioso, me quedo muy tranquilo. Después de que Cóndor y yo compartiéramos nuestras miserias, me quedé callado. Los demás me dejaron mi espacio. Todos lamentamos la pérdida de esa misión.

6 de septiembre de 1993

A las 04:00, en el tejado de Pachá, Casanova y yo oímos un tanque hacer un círculo amplio. Ni siquiera sabíamos que Aidid tenía un tanque. Preparamos nuestros AT-4.

Horas después, Casanova y yo se lo dijimos a Pequeño Gran Hombre y a Amargado.

—No puede haber un tanque aquí —alegó Amargado—. Ya lo habríamos visto.

—Sabemos lo que hemos escuchado —dije.

—No me convences —dijo Amargado—. Puedes convencer a la CIA con tus tonterías, pero no a mí.

—Lo que tú digas.

Esa misma mañana dispararon a uno de nuestros activos al salir de su vehículo.

Poco después mataron a un segundo activo, el hermano de nuestra criada —de un disparo en la cabeza—. Era uno de los tipos buenos. Estaba con nosotros tanto por el dinero como para ayudar a que su clan terminara con la guerra civil. Ella no podía ocultar la tristeza en sus ojos.

Como si las cosas no estuvieran suficientemente mal para nosotros, un tercer activo recibió una paliza por parte de los italianos que casi le dejó muerto.

Nos llegó un informe de que Aidid tenía armas antiaéreas. Aidid se hizo más fuerte y sofisticado gracias a la ayuda de Al Qaeda y la OLP, y con los italianos haciendo la vista gorda. La población autóctona también se daba cuenta de su crecimiento, lo que la animaba a unirse a él.

Delta tenía información de que Aidid estaba en el antiguo complejo ruso. Le persiguieron y tomaron diecisiete prisioneros —pero no encontraron a Aidid—. Solo dos de los diecisiete fueron considerados interesantes. Fueron detenidos, interrogados y liberados. Delta había proporcionado a la gente de Aidid otra muestra de cómo operaban: volar hasta el lugar, descender mediante cuerda de rápel y utilizar una fuerza de bloqueo de rangers en Humvee para proteger a los operadores mientras desmantelaban la casa. Eso nos iba a terminar perjudicando.

7 de septiembre de 1993

Uno de nuestros activos principales, Abe, nos visitó cuatro horas después. Temíamos que hubiera muerto.

Finalmente apareció.

—Hago la misión de esta noche.

—Lo siento, han cancelado tu misión.

—¿Cancelado?

—La misión ha sido cancelada. No hay ninguna misión para ti esta noche.

Por la tarde Casanova y yo escoltamos a Cóndor, que iba a entregar 50.000 dólares a un activo. Los activos de alto nivel eran ricos e influyentes y tenían a un grupo de gente que trabajaba para ellos. Cóndor acudía a ver a los activos de nivel superior en lugar de hacer que fueran a visitarle: para controlar el número de nuevos reclutas, reunir sus fotografías, averiguar cómo se iba a repartir el dinero con sus propios activos e informarles sobre los procedimientos. Toda la reunión duró una hora y media. Mientras Casanova y yo hacíamos guardia fuera, oímos un tiroteo a aproximadamente 200 metros al norte.

Pequeño Gran Hombre y Amargado vieron las balas trazadoras procedentes del tiroteo dirigiéndose en dirección a donde estábamos.

—Tíos, ¿necesitáis ayuda? —nos preguntaron por radio.

—No, no estamos involucrados.

Si encendíamos una bengala verde, Pequeño Gran Hombre y Amargado llamarían a un «helo» para que nos sacara, y a continuación se abrirían camino hasta nuestra posición para ayudarnos hasta que llegara el «helo».

Esa noche, de regreso a Pachá, tuve mi segunda muerte confirmada de una rata.

8 de septiembre de 1993

Los rangers informaron de que habían localizado un viejo tanque ruso a unos cuatro kilómetros fuera de la ciudad y lo habían destruido. Le recordé a Amargado el tanque que Casanova y yo habíamos oído hacía varias noches.

—¿Ves? Se llama tanque. Sabes, hacen un ruido determinado cuando se mueven.

Amargado se marchó.

Ese día, Abe se convirtió en nuestro principal activo. Le dimos una luz infrarroja estroboscópica y una baliza con un imán pegado. Parecía confiado en que podía acercarse a Aidid, así que alertamos a Delta.

—Aidid se mueve —llamó Abe.

Fue avanzando la noche, pero Abe no pudo señalar la posición de Aidid.

Esa noche aunque no hubo tráfico de comunicaciones que llegara a SIGINT, hubo varias explosiones potentes que procedían del aeropuerto. Los equipos de mortero de Aidid habían descubierto cómo comunicar su fuego y control sin ser interceptados por nosotros. «Malditos, son resistentes».

9 de septiembre de 1993

El general Garrison obtuvo permiso para pasar a la Fase Tres —perseguir a los lugartenientes de Aidid—. Delta sobrevoló Mogadiscio como demostración de fuerza con el paquete completo: de diez a doce Little Birds y de veinte a treinta Black Hawks. Los francotiradores de Delta iban montados en los ligeros Little Birds, que podían transportar armas, cohetes y misiles. En los Black Hawk de tamaño medio, también armados con armas, cohetes y misiles, los equipos de entrada y los rangers tenían listas las cuerdas rápidas en la puerta para realizar un asalto en cualquier momento. La idea era mostrar a Aidid que la teníamos más larga que la suya, haciendo que fuera menos atractivo para la población local y, con un poco de suerte, debilitar así su capacidad de reclutamiento.

Ese mismo día, cerca de la fábrica de pasta, a dos kilómetros del estadio paquistaní, el 362.° de Ingenieros del Ejército estuvo trabajando para despejar una calzada de Mogadiscio. Un pelotón blindado paquistaní les protegía, mientras la Fuerza de Reacción Rápida (QRF) estaba lista por si necesitaban refuerzos de emergencia. La QRF estaba compuesta de hombres del Ejército convencional, de la 10.a División de Montaña, y los 101 y 25 regimientos de Aviación. Su base estaba situada en la universidad y en la antigua Embajada de Estados Unidos, ambas abandonadas.

Los ingenieros apartaron un obstáculo de la carretera cerca de un grupo de somalíes que se había formado. Uno de ellos disparó un tiro y se marchó en una furgoneta blanca. Los ingenieros despejaron un segundo obstáculo. Después el tercero: neumáticos quemados, chatarra y un remolque. Alguien, desde la terraza de un segundo piso, les disparó. Los ingenieros y los paquistaníes devolvieron el fuego. El fuego enemigo aumentó, llegándoles desde múltiples direcciones. La multitud colocó obstáculos para bloquear a los soldados. Los ingenieros llamaron a los «helos» de la QRF. En tres minutos llegaron helicópteros armados OH-58 Kiowa y AH-1 Cobra. Cientos de somalíes armados se movieron hacia allí desde el norte y el sur. RPG enemigos llegaron desde diversas direcciones.

Los Cobra abrieron fuego contra el enemigo con cañones de 20 mm y misiles de 2,75 pulgadas. Llamaron a más «helos» para que ayudaran mientras los ingenieros trataban de escapar, dirigiéndose al estadio paquistaní. La milicia de Aidid disparaba con rifles de 106 mm sin retroceso, e hicieron estallar en llamas al tanque de avanzada paquistaní. Una excavadora se paró en seco, por lo que los ingenieros la abandonaron. Cuando unos treinta somalíes trataban de apoderarse de la excavadora abandonada, dos misiles TOW la destruyeron matando a muchos de ellos. Los ingenieros, dos de ellos heridos, y los paquistaníes, tres heridos, lucharon hasta alcanzar el estadio. Un paquistaní murió. Fue la mayor batalla librada en Somalia hasta aquel momento.

Nuestras fuentes de inteligencia nos dijeron que Aidid había dirigido la emboscada desde una fábrica de cigarrillos cercana. Más de cien somalíes murieron, y algunos cientos fueron heridos, pero Aidid consiguió lo que quería, que era mantener la carretera cerrada, restringiendo así los movimientos de las fuerzas de la ONU. Además, los medios de comunicación ayudaron a Aidid al informar de los muchos muertos «inocentes» somalíes. Odio nuestros medios de comunicación progresistas. «Debe de ser fácil recostarse y señalar con el dedo cuando no estás involucrado». El presidente Clinton también ayudó a Aidid deteniendo las operaciones de guerra en Mogadiscio hasta que pudiera llevarse a cabo una investigación. «La popularidad política provoca la muerte de vidas estadounidenses».

Aidid lanzó artillería sobre Pachá. Cada vez sentíamos más cerca el fuego de las ametralladoras y los tiros. Permanecimos en alerta máxima y con un factor alto de tensión. La milicia de Aidid también disparó con morteros al puesto de control nigeriano en el puerto de Mogadiscio, que había sido devuelto por los italianos.

Los activos de Cóndor se infiltraron en una reunión llevada a cabo en un taller mecánico, donde se pensaba que Aidid trataría de arengar a sus tropas. Si realmente estaba Aidid allí, queríamos saberlo. No estaba.

10 de septiembre de 1993

A las 05:00 del día siguiente la milicia de Aidid hizo más disparos de artillería contra el puesto de control del puerto de Mogadiscio. Ese mismo día un activo nos dijo que la gente de Aidid conocía la existencia de Pachá. Habían descrito nuestras armas y vehículos, y conocían a Cóndor desde antes de que estableciéramos Pachá.

Aidid emboscó a un equipo somalí de la CNN. Mataron a su intérprete y a cuatro guardianes. La milicia de Aidid los había confundido con nosotros.

También nos enteramos de que un periodista italiano había conseguido una entrevista con Aidid. Uno de nuestros activos colocó una baliza en el coche del periodista, por lo que pudimos seguirlo. El periodista debió de sospechar que algo iba mal, porque en vez de ir a ver a Aidid fue a casa de uno de los buenos, probablemente con la esperanza de que lanzáramos un ataque contra el sitio original. Afortunadamente, teníamos un activo sobre el terreno verificando la localización.

Aun así, engañaron a la CIA. Y a nosotros también. Teníamos buena información respecto a que la gente de Aidid nos iba a tender una emboscada. En lugar de estar dos SEAL vigilando y dos descansando, pasamos a tres vigilando y uno descansando.

11 de septiembre de 1993

Finalmente me fui a la cama a las 07:00 de la mañana siguiente —no había habido emboscada—. Amargado me despertó a las 11:00 para decirme que uno de nuestros activos había informado de que la milicia de Aidid nos estaba rodeando.

Otro activo nos dijo que los malos tenían en el punto de mira a nuestro guardián jefe, Abdi, porque sabían que estaba trabajando para la CIA. Uno de los guardianes que utilizaba era su propio hijo. El guardián jefe se encargaba de pagar a los guardias; además era responsable de sus vidas. Tenía un estatus importante en su clan. Había puesto en peligro a su familia y a su clan para ayudar a la CIA. Parte de su motivación era el dinero, pero la mayor parecía ser un futuro mejor para su familia. Ahora se la habían jugado. Más tarde nos enteraríamos de quién le había denunciado: los italianos.

Cóndor llamó al general Garrison.

—Nos han puesto en peligro y necesitamos salir de este jodido sitio.

A las 15:00, dejando todo el equipo no esencial, como los MRE, todo el mundo en Pachá hizo las maletas y condujimos hasta el estadio paquistaní. Unos helicópteros nos sacaron a las 19:35, llevándonos de nuevo al hangar del complejo militar.

Al reevaluar la situación, el primer día en Pachá deberíamos haber esposado a los italianos y haberlos expulsado de la zona, y también haber asesinado al mercenario ruso. Entonces hubiéramos tenido una oportunidad mayor de manejar nuestro piso franco y capturar a Aidid. Por supuesto que también hubiera ayudado si nuestros propios militares nos hubieran dejado capturar a Aidid cuando lo teníamos localizado en casa de su tía.

Aunque habíamos perdido Pachá, seguíamos teniendo objetivos que cumplir.