El Green Team era un curso de selección —algunos de nosotros no lo íbamos a superar—. La mayoría éramos treintañeros. Yo tenía exactamente treinta. Los instructores cronometraban las carreras y las pruebas de natación. Hacíamos prácticas de guerra terrestre, paracaidismo y buceo —todas ellas elevadas a un nivel completamente nuevo—. Por ejemplo, probablemente realizamos unos ciento cincuenta saltos en paracaídas en cuatro semanas: caída libre, HALO, apilamiento de paracaídas, etc. Nuestro curriculum incluía escalada libre, combate sin armas, conducción defensiva y ofensiva y Supervivencia, Evasión, Resistencia y Escape (SERE). Dedicábamos poco tiempo a habilidades como forzar un coche y encenderlo usando un destornillador, y mucho más a aprender a maniobrar con el vehículo o a disparar desde él. Los instructores nos evaluaban y clasificaban en todo lo que hacíamos, incluyendo una puntuación general y un ranking.
Para mí la parte más fácil era la pista O y la más difícil el campo de tiro John Shaw practicando combate cuerpo a cuerpo. Más que aprender cómo abrir una puerta sin llave, nos enseñaban a hacer saltar la puerta de sus goznes. Hacíamos miles de disparos cada día. Me dijeron que en un año solo el Team Six gastaba más dinero en munición de 9mm que todo el cuerpo de marines en toda su munición.
Aprendí CQC a un nivel completamente nuevo. Aunque ya era un SEAL, lo que había hecho no lo había desarrollado como un miembro del Team Six. Durante un ejercicio teníamos que entrar en una habitación, localizar los objetivos, elegir la posición de disparo, ocuparla rápidamente y disparar a un objetivo parado. Los instructores reorganizaban constantemente las habitaciones: grande, pequeña, cuadrada, rectangular, enemiga, amiga. También reorganizaban constantemente los muebles de las habitaciones. Estábamos siempre bajo vigilancia; los instructores nos enseñaron grabaciones de video de nuestras actuaciones.
Bobby Z., un chico alto de pelo rubio, y yo estábamos siempre a un par de segundos de diferencia. A veces nos encontrábamos tan cerca que sentía que las ráfagas de su fusil hacían moverse mi pelo —esto se hacía con munición real—. Se estableció una gran brecha entre nosotros y todos los demás. Después de revisar el video vimos que Bobby y yo no bajábamos el ritmo mientras elegíamos nuestras posiciones de disparo. La mayoría de la gente disminuía mucho el ritmo cuando localizaba los objetivos, pero nosotros no lo hacíamos. Bobby me ganaba de calle en las carreras y pruebas de natación.
Cuando estábamos en el Green Team, Bobby y yo nos intercambiábamos la primera posición. Acabé siendo el segundo. En parte la razón del ranking era que en realidad estábamos pasando un proceso de selección. Mientras estábamos en la escuela de tiro John Shaw, seleccionadores de los Teams Red, Blue y Gold vinieron a vernos entrenar —obteniendo información de los rankings, los equipos y nuestra capacidad—. No les impresionaba descubrir que un tipo había vuelto borracho de un club de striptease, había chocado su coche contra un puente y había salido despedido por el parabrisas.
Los SEAL trabajan constantemente en situaciones de peligro, pero el Team Six aumentaba esos niveles de riesgo. En los primeros años de la formación del Six, durante el entrenamiento CQC, un miembro del Team se cayó y apretó el gatillo accidentalmente, disparando en la espalda a Roger Cheuy. Posteriormente, Cheuy murió en el hospital a consecuencia de una infección por estaf. «Estaf» es una abreviatura de «estafilococos», y ese tipo de bacterias producen toxinas similares a las que se encuentra en las intoxicaciones alimentarias. El miembro del Team no solo fue expulsado del Six sino también del SEAL. En otro incidente, insólito en el CQC, una bala atravesó una de las divisiones en la casa de la muerte y penetró entre las uniones del chaleco antibalas de Rich Horn, matándole. También murió Gary Hershey en un percance de paracaidismo.
Seis meses después de que empezara mi Green Team habían suspendido cuatro o cinco hombres de un total de treinta. Aunque teníamos algunas heridas, ninguna de ellas era mortal. Red, Blue y Gold hicieron sus primeras elecciones del proceso de selección. El Red Team me eligió en la primera ronda. Precisamente como la selección de la liga de fútbol americano profesional. De modo similar a los Redskins de Washington, el logo del Red Team era un indio americano (a algunos activistas les puede parecer ofensivo, pero nosotros adoptábamos el valor y las habilidades de lucha de los indios).
El hecho de que me hubieran elegido en la primera ronda no quería decir que me iban a tratar mejor en el Team. Me convertí en miembro de las tropas de asalto ni más ni menos que cualquier otro. La tripulación de mi bote era de cuatro miembros. Yo seguía siendo el Jodido Tipo Nuevo (FNG) [Fucking New Guy]. No importaba que ya hubiera entrado en combate y algunos de ellos no. Debía ganarme su respeto.
Ahora pertenecía a una organización encubierta por un comandante, dirección y una secretaria que contestaba el teléfono. Cuando pedía una tarjeta de crédito no podía explicarles muy bien que trabajaba en el Team Six. En lugar de eso, les daba información de la organización que nos encubría. Me presentaba a trabajar vestido de civil en lugar de con uniforme. Nadie susurraba las palabras «Team Six» en aquella época.
Incluso después de superar el Green Team y de ser aceptados en el Team Six continuamos perfeccionando nuestras habilidades de tiro en el Instituto de Autodefensa de Tiro del Medio Sur John Shaw, en Lake Cormorant, Mississippi. Contaba con un enorme campo de tiro con dianas que surgen de pronto de izquierda a derecha y otros objetivos. Su casa de la muerte era de primera calidad. Ocho miembros del Red Team fuimos allí para entrenar. El primer viernes por la noche que estuvimos allí, los ocho fuimos a un bar de striptease al otro lado del río, en Tennessee. El conductor que nos habían asignado era un obseso de la radio que no era SEAL y que estaba asignado al Team como apoyo. Se llamaba Willie, pero nosotros le llamábamos Pipí. Leía mucho, pero casi nunca decía más de tres palabras. Pipí no entró con nosotros, así que esperó fuera leyendo un libro. La camioneta del Team era negra con las ventanas tintadas. Tenía matrícula de Virginia y una suspensión mejorada. Los asientos habían sido adaptados y podían llevar a ocho personas cómodamente. El Team Six tenía vehículos blindados, con ventanas a prueba de balas, neumáticos antipinchazos, luces de policía, una sirena detrás de la rejilla y bolsillos interiores para portar armas, pero esta era simplemente una furgoneta de apoyo para transportar personal y equipo dentro de Estados Unidos. Después de acabar en el bar, Pipí nos llevó en la furgoneta.
En un semáforo, un camión de ruedas gigantes con tracción en las cuatro ruedas y con tubos de escape dobles ocupado por tres paletos se paró junto a nosotros. Vieron al pequeño y enjuto Pipí con gafas tipo Clark Kent conduciendo con las ventanas medio bajadas, pero no podían vernos a los ocho a través de las ventanas tintadas de la parte de atrás.
—Eh, yanqui cabrón —gritó uno de los paletos—. ¡Vete a casa!
No importaba que la matrícula de Virginia procediera de un estado que había luchado con el Sur durante la guerra civil; era el hogar del general sudista Robert E. Lee.
Uno de los chicos en la parte trasera gritó:
—¡Que te jodan, paleto!
El semáforo se puso verde. Pipí condujo hasta que llegó al siguiente semáforo rojo y tuvo que parar. Los paletos se pararon a nuestro lado.
—Eh, pequeño cabrón flacucho. Eres un fanfarrón, ¿no? —Pensaban que Pipí les estaba vacilando.
—Eh, paleto —replicó uno de nosotros—. ¿Cómo te sienta saber que tu padre y tu madre eran hermanos?
Ahora los paletos estaban cabreados.
—Echate a la cuneta flacucho cabrón. —Escupieron tabaco por la ventanilla—. Te vamos a dar una lección.
A Pipí le caían gotas de sudor por la frente mientras se subía las gafas en la nariz. Estábamos conteniendo la respiración para evitar descojonarnos y que se dieran cuenta de que estábamos en la furgoneta. Alguien susurró:
—Pipí, aparca aquí.
Pipí condujo unos cuatro kilómetros y aparcó en el lateral de una rampa de acceso a una autopista.
Los estúpidos paletos nos siguieron y aparcaron al lado de nosotros. Se mofaron de Pipí para que bajara de la camioneta.
—¿Qué problema hay, yanqui? —gritaron—. ¿Acaso tu boca ha hecho un cheque que tu culo no puede pagar?
Estábamos apelotonados detrás de la puerta corredera tal y como hacíamos cuando teníamos que bajar de golpe para atacar a terroristas. Yo tenía la mano en la manilla con la mitad de los chicos apelotonados a ambos lados. Tres de nosotros saldríamos hacia la izquierda y los otros tres hacia la derecha.
—Pipí, diles que vengan hacia la puerta corredera.
Pipí convenció a los paletos de que fueran al otro lado de la furgoneta para estar apartados del tráfico.
Los paletos dieron la vuelta hasta nuestra puerta. Justo en el momento en que llegaron corrimos ésta. Como por arte de magia los seis formamos un círculo alrededor de ellos. Parecía que sus ojos se les fueran a salir de las órbitas.
Uno de los paletos escupió el tabaco.
—Ves. Ves, John. Te lo dije. Te dije que algún día tu boca nos iba a meter en problemas.
—Eh, tonto del culo, lo primero es que ninguno de nosotros es yanqui. —Les di una lección de historia—. Segundo, Virginia no era un estado yanqui. Tercero, el comandante general del Sur, Robert E. Lee era de Virginia.
Parecía que los paletos se estaban tranquilizando, cuando John empezó a hablar más de la cuenta.
Así que decidimos darles una lección de vida, no aprovecharse de la aparente debilidad de otros. Básicamente les dimos una paliza. Para que se llevaran la lección a casa, uno de nosotros les dijo:
—Tíos quitaos los pantalones.
Durante un momento nos miraron de manera extraña, pero no querían que les siguiéramos pegando, así que se quedaron en calzoncillos.
Cogimos sus llaves, cerramos las puertas de la camioneta, tiramos las llaves a los arbustos y nos llevamos sus zapatos y sus pantalones.
—Id hasta la siguiente salida, paraos en el primer 7-Eleven a la derecha, y encontraréis vuestras cosas en el baño.
A la mañana siguiente estábamos sentados en el campo de tiro John Shaw, tomando un café antes de empezar el entrenamiento, cuando un oficial de policía que es uno de los ayudantes de los instructores de ese centro, llegó y se bajó de su coche patrulla. Se acercó a nosotros y habló. Le conocíamos bien porque a menudo habíamos entrenado con él y habíamos salido de copas juntos. También era conductor de Harley-Davidson, por lo que encajaba bien con nosotros.
—He oído una historia de lo más divertida hacia la una y media de esta madrugada.
—¿De qué se trata? —contestamos inocentemente.
—Recibí una llamada del 7-Eleven diciéndome que llegaron tres hombres en calzoncillos. El cajero cerró la puerta y no quería dejarles entrar. Los tres alegaron que necesitaban entrar para hacerse con su ropa. Cuando aparecí se presentó conmigo la mitad de la policía. Y, maldita sea, había tres hombres ahí en ropa interior. Escuchamos su increíble historia. Fijaos, una furgoneta con las lunas tintadas matrícula de Virginia, parece como si fuera esa de ahí —señaló a nuestra furgoneta— se paró a su lado. De pronto, ocho tipos atléticos, parecidos a vosotros, les rodearon como si fueran indios con ganas de pelea y les dieron una paliza sin razón alguna. Así que les dejamos que entraran en el 7-Eleven y estuvieron buscando unos veinte minutos, pero no encontraron su ropa por ninguna parte.
La noche anterior nos reímos tanto que se nos olvidó parar en el 7-Eleven. Sus zapatos y su ropa seguían estando en la trasera de la camioneta.
El policía continuó:
—Antes de marcharme uno de ellos dijo: «Ves, John. Te dije que tu bocaza nos iba a meter en problemas». Entonces, y seguían en calzoncillos, dos de ellos comenzaron a pegar a John delante de los surtidores de gasolina. Les separamos y les preguntamos qué quería decir lo de «bocazas metiéndonos en problemas», pero se callaron. —El policía meneó la cabeza—. ¿Os podéis creer semejante historia?
Ninguno de nosotros dijo nada. Después de un momento incómodo, nos levantamos y comenzamos nuestros entrenamientos matutinos.
Esa misma tarde el policía dijo:
—Si alguien es un idiota, a veces una buena tunda es precisamente lo que necesita. Fueran quienes fueran esos tipos de la furgoneta tintada, puede que hayan salvado la vida de alguien que no fuera tan paciente con unos paletos bocazas.
Asentimos con la cabeza educadamente.
A pesar de ser el FNG, no perdía de vista el siguiente desafío: convertirme en francotirador. Está claro que era un adicto a la adrenalina. El Team Six quería que permaneciéramos en nuestros equipos de colores durante tres años antes de realizar la solicitud para convertirnos en francotiradores.
En el otoño de 1992 solicité acudir a la escuela de francotiradores. Nuestro jefe del Red Team, Denny Chalker, me dijo:
—Eres un gran operador, pero no has estado en el Team el tiempo suficiente. Hay una regla no escrita por la que queremos que estés aquí un tiempo antes de ir a la escuela de francotiradores. Además, tu jefe de equipo del bote no quiere perderte.
Sin embargo, el Red Team solo tenía dos francotiradores, y necesitábamos de cuatro a seis. El hecho de que fuera muy buen tirador parecía no importar una mierda. Una semana, Denny dijo:
—¿Sabes? Hemos cambiado de opinión, puedes hacerlo. Vamos a enviarte a ti y a Casanova a la escuela de francotiradores.
Aunque seguiríamos en el Red Team, también nos convertiríamos en miembros del Black Team. Casanova y yo podíamos elegir tres escuelas de francotiradores diferentes. El SEAL acababa de inaugurar su pequeña escuela. El Ejército impartía el Curso de Intercepción de Objetivos de Operaciones Especiales, en Fort Bragg (Carolina del Norte). El cuerpo de marines tenía el suyo en Quantico (Virginia). Sabía que la escuela de francotiradores del cuerpo de marines sería la mayor patada en los cojones —como una especie de entrenamiento del BUD/S en miniatura—, pero tenía la tradición más antigua, el máximo prestigio y, lo que es más importante, la mayor reputación en el mundo.
Así que me fui a la Base del Cuerpo de Marines en Quantico, que ocupa más de 250 kilómetros cuadrados cerca del río Potomac, en Virginia. También dentro de la base están las academias del FBI y de la Administración Federal Antidrogas (DEA). Apartada en un rincón de la base, cerca de la autopista Carlos Hathcock, está la Escuela de Exploradores Francotiradores, la escuela del cuerpo de marines más exigente. De los pocos que son aceptados para ingresar solo alrededor de un 50 por ciento aprueban.
El curso de diez semanas incluía tres fases. El primer día de la Fase Uno, «Tirador y habilidades de campo básicas», realizamos la prueba de evaluación física (PFT), comprobamos nuestro equipo y resolvimos el papeleo. Los que no pasaron la PFT fueron mandados a casa sin tener una segunda oportunidad.
Después de que los mandos se hicieran una idea de qué estudiantes se quedarían, nos instalamos en un edificio con las ventanas tintadas y un aula, llamada la casa de la escuela, y nos informaron sobre el curso.
Al día siguiente un sargento de artillería se plantó delante de nosotros en la casa de la escuela. Aparentaba tener cuarenta y pocos años y llevaba un corte de pelo típico de los marines. Era miembro de los Cien del Presidente, los primeros cien tiradores civiles y militares de la competición anual del presidente de Pistola y Rifle. Nuestros instructores también incluían veteranos de guerra y gurús relajados, mandos del calibre superior.
—Un francotirador tiene dos misiones —dijo el sargento de artillería—. La primera es apoyar operaciones de combate mediante fuego de precisión sobre objetivos seleccionados desde posiciones ocultas. El francotirador no sale ahí disparando a cualquier objetivo, sino que elimina los objetivos que ayudarán a ganar la batalla: oficiales, suboficiales, exploradores, personal de armamento que requiere más de una persona para su uso, personal de comunicaciones y otros francotiradores. Su segunda misión, que consumirá mucho de su tiempo al francotirador, es la observación. Reunir información.
Fuera del campo de tiro, Casanova y yo trabajábamos juntos, alternándonos los papeles de observador y tirador. En cuanto a los rifles, teníamos que utilizar el M-40 de los marines, un rifle Remington 700 de cerrojo, de calibre 308 (7.62 x 51mm) y un cargador con capacidad para cinco cartuchos. Montada sobre el rifle había una mira telescópica Unertl de diez aumentos. Me tocaba disparar primero, por lo que me aseguré de que la mira estaba enfocada. Entonces ajusté el compensador de caída de la bala en la mira para modificar el efecto de la gravedad en ella antes de llegar a su objetivo a 275 metros de distancia. Si cambiaba las distancias tendría que corregirlo de nuevo.
Casanova miró a través de su mira localizadora M-49 de veinte aumentos y montada sobre un trípode. Sin el trípode el gran aumento de la mira telescópica provoca que el objetivo tiemble con el menor de los movimientos de la mano. Casanova utilizó la mira para obtener un valor aproximado de la velocidad del viento, que normalmente es el mayor desafío climatológico del francotirador.
Las banderolas pueden usarse para estimar la velocidad del viento por su ángulo. Si la banderola está en un ángulo de 80 grados, esa cifra se divide por la constante 4, para obtener 20 millas por hora (32 kilómetros). Del mismo modo, si la bandera solo flamea con un ángulo de 40 grados, 40 entre 4 igual a 10 millas (16 kilómetros por hora).
Si no hay banderolas, el francotirador puede utilizar sus habilidades de observación. Un viento que casi no se siente pero que hace flotar el humo es de 5 kilómetros por hora. Los vientos ligeros están entre 5 y 8 km/h. El viento que sopla constantemente tiene una velocidad de 8 a 12. El polvo y la basura se elevan a entre 12 y 19. Los árboles se balancean a entre 19 y 24 kilómetros por hora.
Un francotirador también puede utilizar el método de la mira localizadora. Cuando el sol calienta la tierra el aire cercano a la superficie se ondula en oleadas. El viento provoca que esas oleadas se muevan en su dirección. Para ver las oleadas el francotirador enfoca en un objeto cercano al objetivo. Girando la lente un cuarto en sentido contrario a las agujas del reloj enfoca la zona enfrente del área del objetivo, lo que hace que las oleadas se vuelvan visibles. El viento lento genera grandes oleadas, mientras que el viento fuerte las achata. Este método de identificación de la velocidad del viento requiere práctica.
Los vientos que soplan directamente de izquierda a derecha, o de derecha a izquierda, son los que producen un mayor efecto en el disparo. Se les llama vientos de valor total. A los vientos oblicuos, de izquierda a derecha o de derecha a izquierda, se les designa con el nombre de vientos de valor medio lleno. Los que van desde el frente a la parte posterior o viceversa son vientos sin valor, que producen el efecto menor.
Casanova me dio la velocidad del viento: «Ocho kilómetros por hora, valor total, de izquierda a derecha». Un alcance de 300 yardas multiplicado por 5 millas por hora es igual a 15; 15 dividido entre la constante 15 igual a 1. Ajusté el retículo horizontal en mi mirilla con un clic a la izquierda. Si hubiera tenido el doble de viento desde la derecha hubiera ajustado dos clics.
Realicé mi primer disparo a un objetivo inmóvil —blanco—. Después de otro par de disparos a un objetivo inmóvil y dos a dianas en movimiento, pasé a ser observador mientras Casanova disparaba. Después nos pusimos las mochilas, recogimos el equipo y retrocedimos hasta la línea de 450 metros. Como en los Teams, compensa ganar. Una vez más nos alternamos realizando cinco disparos cada uno, tres a blancos fijos y dos a móviles. A continuación hicimos lo mismo desde 550 metros. Es difícil reducir el ritmo de respiración y de los latidos del corazón después de haber corrido. A 640 metros volvimos a disparar a los blancos inmóviles, pero esta vez los dos en movimiento se pararían y continuarían después. A 730 metros los dos blancos en movimiento, que se paraban y continuaban, se convirtieron en figuras que se mecían de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. A 820 y 910 metros los cinco objetivos estaban inmóviles. De treinta y cinco cartuchos, veintiocho tenían que dar en el blanco. Perdimos a muchos en el campo de tiro. Simplemente, no podían disparar lo suficientemente bien.
Después de la sesión de tiro volvimos a la casa de la escuela y limpiamos nuestras armas antes de realizar un ejercicio de campo de esbozo. Los instructores nos llevaron fuera, a un área y nos dijeron:
—Dibujad un esbozo del área desde la linde del bosque a la izquierda hasta la torre de agua a la derecha. Tenéis treinta minutos.
Dibujamos tantos detalles importantes como pudimos, y los hicimos en perspectiva: los objetos cercanos son más grandes que los lejanos; las líneas horizontales paralelas convergen y desaparecen en la distancia. En la parte baja del esbozo escribimos lo que veíamos: una patrulla, unos camiones de 2,5 toneladas, etc. Los instructores calificaron nuestro ejercicio por su limpieza, precisión e inteligencia. Un 70 por ciento o más suponía aprobar. Posteriormente solo nos darían quince minutos.
Un francotirador también lleva un diario para ser utilizado en el esbozo, de modo que tiene un registro escrito de información concerniente al terreno clave, observación, cobertura y ocultación, obstáculos y vía de aproximación (resumido como KOCOA), además de su esbozo pictórico.
También llevábamos a cabo juegos de «conservar en la memoria» (KIM). El instructor quitaría una lona de una mesa, mostrando de diez a doce objetos: cartuchos vacíos de 9mm, una bengala de bolsillo, una bolsa hermética, un bolígrafo, un par de gafas rotas, la fotografía de alguien, una bellota y otros objetos que pudieran caber encima de ella. Teníamos que memorizarlo todo entre diez y quince segundos. Entonces íbamos a la clase, cogíamos una hoja de papel y dibujábamos todo lo que habíamos visto. Finalmente teníamos que describirlo con palabras. A veces utilizábamos miras telescópicas o prismáticos para descubrir objetos grandes en la distancia. Si, de forma rutinaria, no podía recordar el 70 por ciento o más, sería expulsado. Una habilidad básica del francotirador es ser capaz de recordar e informar de lo que ve. También teníamos que «abrirnos camino» a través de la hierba y los arbustos para encontrar un puesto de observación (OP), utilizándolos para evitar ser localizados por un puesto de observación avanzado.
En la Fase Dos, «Distancia desconocida y acecho», aquellos de nosotros que seguíamos adelante después de la Fase Uno teníamos que acertar a objetivos de acero de 45 kilos desde distancias de entre 275 y 810 metros. Acertar al primer disparo suponía diez puntos. Al segundo ocho. No había terceros disparos. Cuando lo completábamos, Casanova y yo cambiábamos de lugar los objetivos y lo repetíamos. Teníamos que conseguir un promedio del 70 por ciento de aciertos durante las tres semanas de prácticas de tiro para seguir en la escuela.
Además de las habilidades de tiro, la escuela de francotiradores también nos enseñaba a ocultarnos. Teníamos que hacer nuestros propios uniformes de camuflaje. Primero preparábamos nuestras ropas: uniformes de batalla (BDU) tanto la parte de arriba como la de abajo. Después, utilizando hilo de alta resistencia que no se pudriera, como el sedal de 5 kilos, cosíamos la red (por ejemplo un gorro militar o una red de pesca) en la espalda y los codos de nuestros uniformes. La mugre del calzado es incluso más fácil de usar que las agujas y el hilo. Después hacíamos tiras de arpillera de aproximadamente 2,5 centímetros de ancho y 23 de largo y las cosíamos con medio nudo en la red. Tirábamos longitudinalmente del material desde un extremo de modo que la arpillera se deshilachara. Utilizando un bote de espray de pintura coloreábamos la arpillera. Casanova y yo usábamos follaje natural de la altura de la rodilla o inferior, que es donde se mueven los francotiradores. Las hojas sacadas de más arriba destacarían sobre el francotirador que se arrastrara por el suelo. Teníamos cuidado en no añadir nada demasiado largo y que, por tanto, pudiera ondear a nuestro alrededor como si fuera una bandera. Las hojas funcionan mejor, porque duran más sin marchitarse. La hierba es lo que se marchita antes —en unas cuatro horas—. Envolvíamos la culata del rifle con un pañuelo amarillo verdoso y lo atábamos con un nudo llano para romper el contorno del arma. Otro pañuelo enrollaba el cañón y la mira telescópica, de forma similar a envolver el arma con una venda. Al coser las tiras de arpillera se diluía el color verde esmeralda del pañuelo. De forma parecida, camuflábamos la mira M-49, los prismáticos y otro equipo.
Durante los fines de semana, en nuestro tiempo libre, Casanova y yo aprendíamos y practicábamos el arte de la invisibilidad. Trabajábamos en nuestros uniformes de camuflaje y después los llevábamos fuera y nos tumbábamos en diferentes ambientes, tratando de localizarnos mutuamente. La mayor parte del tiempo libre lo dedicábamos a perfeccionar nuestras habilidades de invisibilidad.
El acecho provocaba que la mayoría de los estudiantes suspendieran. La localización de cada acecho variaba, y teníamos que cambiar las combinaciones de color y las texturas para mimetizarnos. La óptica ayudaba durante el acecho. El ojo desnudo puede escudriñar la zona más ancha. Los prismáticos se pueden utilizar para lograr una visión más próxima y, sin embargo, conservan un campo de visión relativamente amplio. La mira del francotirador suele permitir una inspección más próxima que los prismáticos, pero con un campo de visión más estrecho. La mira localizadora es la que más aumentos consigue, permitiendo que el francotirador observe los objetos desde más cerca; sin embargo, su campo de visión es el más pequeño.
Cuanto más se acerca al objetivo el francotirador se mueve más lentamente. A cerca de cuatro kilómetros del blanco el francotirador acecha suavemente y con rapidez desde un escondite a otro durante kilómetro y medio. Se vuelve más sigiloso durante el siguiente kilómetro, adaptándose a los lugares cubiertos y ocultos que proporciona el terreno. En los últimos ochocientos metros antes del objetivo los movimientos del francotirador se vuelven laboriosamente cuidadosos —arrastrándose por el suelo—. La mano derecha solo avanza treinta centímetros en medio minuto. A continuación la mano izquierda avanza a la misma velocidad.
A veces otros que acechan por delante dejan un camino. La ventaja de utilizarlo es que ya han aplastado la vegetación ahorrando segundos valiosos de derribar cada arbusto o trozo de hierba.
En un plazo de tres a cuatro horas teníamos que acechar una distancia de entre 180 y 730 metros, llegando a algo menos de 200 metros del vigilante en un puesto de observación. Si este nos localizaba con su mira de observación antes de que llegáramos a unos 200 metros, solo obteníamos cuarenta puntos de un total de cien; eso significaba un suspenso.
Si el observador veía moverse un arbusto, llamaría por radio a uno de los caminantes.
Caminante, gira a la izquierda. Avanza tres metros. Párate. Gira a la derecha. Un metro. Párate. Francotirador a tus pies.
Cualquier francotirador en un radio de menos de un metro era pillado. Aquéllos a los que pillaban normalmente no habían llegado a 200 metros de él. El francotirador se levantaba con sus armas y caminaba hasta el autobús. Cincuenta puntos: suspenso.
Cuando llegábamos a nuestra posición de fuego final, a 200 metros del observador, teníamos que preparar el arma y disparar una bala de fogueo a éste. Si el francotirador no podía identificar adecuadamente al observador, proporcionar la velocidad del viento o la elevación correctas o disparar desde una plataforma de disparo estable, sesenta puntos: suspenso. Si «podíamos» hacer todo eso, pero el observado localizaba la explosión del arma, le daría al paseante nuestra posición y nos atraparía. Setenta puntos: aprobado raspado.
Si el observador no veía el disparo, el paseante gritaba al área general donde pensaba que estaba el francotirador:
—Haz un segundo disparo.
A la mayoría de la gente le pillaban porque el observador veía un leve movimiento de la explosión en la boca del arma durante el segundo disparo. Ochenta puntos.
La parte final del acecho consistía en probar si el francotirador podía ver una señal del observador. Si la explosión del segundo disparo movía el medio a través del cual se hacía el disparo, como las ramas, la hierba o lo que fuera, y el francotirador no podía ver la señal del observador, noventa puntos.
—El objetivo se está dando palmadas en la cabeza —dije.
El paseante transmitió por radio al observador:
—El francotirador dice que te estás dando palmadas en la parte superior de la cabeza.
—Sí, buen acecho. Levántate. Al autobús.
Acecho perfecto —cien puntos—. Necesitábamos al menos dos acechos perfectos de diez, además de una media total del 70 por ciento o más.
Incluso en otoño, con 21 grados, Quantico seguía siendo caliente como el infierno estando bajo el sol y llevando el traje de camuflaje, tirando del equipo en una bolsa y arrastrándose uno mismo laboriosamente por el suelo. La gente se deshidrataba. Después de finalizar el acecho teníamos que regresar y golpear los arbustos para encontrar a aquellos que se habían desmayado. Les llevábamos al cuartel.
Casanova y yo nos alojábamos en una habitación de hotel fuera de la base, mientras que los marines lo hacían en los barracones al final de la calle donde estaba la escuela de francotiradores. Seguíamos estando de guardia. Si el buscapersonas sonaba y teníamos que dejar plantado a alguien, podíamos marcharnos sin que nadie nos preguntara qué estaba pasando. Tío, éramos prima donnas, teníamos lo mejor de cada cosa —volábamos en primera y alquilábamos un coche por cada par de hombres—. En nuestra habitación, después de un acecho, tenía que buscarle a Casanova, allí donde él no llegaba, garrapatas que pueden provocar la enfermedad de Lyme. Si no se trata, esa enfermedad ataca el sistema nervioso central. Casanova hacía lo mismo por mí. No hay nada más íntimo que ver a tu compañero utilizando pinzas para quitarte una garrapata de alrededor del ano.
Me llevó tres o cuatro acechos que se me encendiera la bombilla: «Ahora ya sé lo que estás tratando de conseguir que haga. Mantener bajo mi movimiento de cabeza. Ni brillos, ni resplandores ni destellos». Durante uno de mis primeros acechos me arrastraba por un campo nuevo de pasto de trigo. Un chico pasó a toda pastilla a mi lado.
—Tío, te mueves demasiado deprisa —susurré.
—Vi al observador con mis prismáticos. Aún no había tenido tiempo de instalarse. Voy a esprintar hasta ahí y ganar algo de terreno antes de que comience a mirarnos.
«Idiota».
Se cruzó justo delante de mí, moviéndose demasiado rápido y arrastrándose bajo. «Maldición».
—Todos los francotiradores quietos —dijo un paseante. Nos paramos.
El observador habló con el paseante a treinta centímetros de mí. El chico estaba metro y medio delante de mí, dado que se había movido tan rápido.
—Francotirador a tus pies —surgió la voz de la radio del paseante.
—Sí. Levántate Wasdin.
«Hijo de puta». ¿Qué podía hacer? ¿Ir a lloriquear al instructor y decirle: «En realidad no era yo»?
Cuarenta puntos. Eso duele. Especialmente porque en los primeros acechos cada punto cuenta. Pensé que podía suspender por culpa de esto.
No me hacía gracia imaginar presentándome en Dam Neck, Virginia, diciendo que había suspendido la escuela de francotiradores.
Aunque la táctica del chico era teóricamente sensata, hacerlo a mi costa no lo era. No hace falta decir que tuve un encuentro con el chico de vuelta al complejo.
—Si piensas que ese es un buen motivo porque ves que el instructor no está listo, lo haces, pero no vuelvas a arrastrarte a mi lado o delante de mí de esa manera nunca más. Si haces que me echen otra vez, tendremos otro tipo de conversación.
Nunca repitió el mismo error, y se graduó como francotirador en mi clase.
Incluso después de que un francotirador tuviese suficientes puntos como para aprobar, si fallaba una y otra vez en el mismo ejercicio, los instructores no le aprobarían con independencia de aquéllos. Algunos tipos suspendían porque no eran capaces de que su traje de camuflaje se mimetizara con el entorno.
«Tío, ya llevamos dando esta clase durante un mes. Hemos estado trabajando en estos uniformes desde antes de que empezara el curso. ¿Por qué no puedes salir ahí, observar el terreno y hacer que tu uniforme haga juego con él?».
Algunos tipos podían conseguirlo, pero no podían permanecer agachados. Vi muchos culos en el aire. Ciertos tipos se levantaban al lado de un árbol y pensaban que este los hacía invisibles. Los instructores lo llamaban el «cáncer del árbol». Sus ojos seguían el perfil del árbol hacia abajo —liso, protuberante en la parte baja—. «¿Qué le ha pasado al árbol; un nódulo cancerígeno ahí?». Suspenso.
Para ser francotirador se necesita mucho más que simplemente acertar con un disparo de larga distancia. Un tirador de los Juegos Olímpicos que pudiera realizar el disparo con éxito pero que no fuera capaz de acechar no sería un francotirador. Hacia las sesiones de acecho siete, ocho y nueve, los instructores empezaron a llamar a ciertas personas. Aunque esos estudiantes podrían haber conseguido puntuaciones perfectas en sus acechos finales, nunca hubieran conseguido suficientes puntos como para aprobar la escuela de francotiradores. Nunca volvimos a verles.
Acabé con una suma de entre ochocientos y ochocientos cincuenta puntos de un total de mil, incluyendo los que perdí por culpa de la impaciencia del chico.
La Fase Tres, «Habilidades de campo avanzadas y uso en misiones», incluía una «op» final. Con independencia de lo bien que lo hubiéramos hecho en el campo de tiro, los esbozos, los juegos KIM, o los acechos, teníamos que superar la «op» final de tres días de duración. Los instructores esperaban que tuviéramos un alto grado de madurez e independencia. A menudo los francotiradores actúan en pareja sin supervisión directa. Deben ser capaces de tomar decisiones por sí mismos, lo que incluye algunas para adaptarse a un ambiente incierto.
Bajo la protección de la noche, durante la «op» final, Casanova y yo llegamos a nuestra FFP y preparamos nuestro escondite de francotirador. Primero excavamos hasta una profundidad de diez a quince centímetros, sacando con cuidado la capa vegetal y la hierba y depositándola al lado. A continuación excavamos un hoyo cuadrado de 15 centímetros de lado y 12 de profundidad. En el fondo del hoyo, Casanova y yo cavamos un sumidero de unos 5 centímetros de largo, 4 de ancho y 2,5 de profundidad, inclinado 45 grados para vaciarlo de cualquier agua de lluvia o granadas no deseadas. También, para evitar que el agua erosionara nuestro agujero, colocamos en el borde superior del hoyo una fila de sacos de arena. Después organizamos un área cerca de la parte superior del agujero para poder descansar los codos cuando observábamos y disparábamos. Después de eso, lo cubrimos con troncos, ponchos de lluvia, piedras, suciedad y la tierra que habíamos colocado al lado anteriormente. Finalmente, creamos un agujero como salida trasera, camuflándolo con ramas de árbol caídas. Dentro del agujero de salida colocamos una mina antipersona para dar la bienvenida a cualquier visita.
Llevamos un registro de cualquier cosa que ocurría en la zona del objetivo, una casa en medio de la nada con vehículos alrededor. Si una patrulla pasara por encima de nosotros no podrían vernos. A intervalos de una hora Casanova y yo nos turnábamos para ser observador o francotirador. Comimos, dormimos y nos aliviamos en el agujero. La parte más dura era que uno de nosotros se mantuviera despierto mientras el otro dormía. Por la noche teníamos que levantarnos y echar un vistazo a la trasera de la casa. Escuchando la radio a las horas designadas, recibíamos una ventana de disparo —el periodo de tiempo para eliminar al objetivo—: «El hombre con el sombrero rojo aparecerá a las 02:00 del 8 de noviembre. Liquidadlo». Apareció un hombre con sombrero azul. Falso objetivo.
Antes de la «op», Casanova y yo preparamos un diagrama, en forma de semicírculo, del área del objetivo. Al llegar a nuestro FFP lo modificamos añadiendo detalles como los rasgos dominantes del terreno y otros objetos. Dividimos el diagrama en tres sectores: A, B y C. Utilizando señales con los brazos y las manos previamente acordadas, Casanova indicó que nuestro objetivo había llegado al sector B, a las 12:00 en la esfera del reloj, y a unos 450 metros de distancia. A continuación, señaló el lugar en el diagrama.
Respondí elevando el pulgar, una vez hube ajustado la mirilla. Mi retículo visual descansaba en el pecho del maniquí con el sombrero rojo enfrente de la ventana. Si fallaba no me graduaría en la escuela de francotiradores. Casanova seguiría teniendo su oportunidad de realizar el disparo, pero yo suspendería. Apreté el gatillo con calma. Diana. Después del disparo nos escabullimos silenciosamente hacia nuestro punto de recogida, lo que requería navegación terrestre con un mapa y una brújula, nada de GPS.
De regreso a la casa de la escuela, Casanova y yo informamos brevemente de lo que habíamos visto tanto en el camino de ida como en el de vuelta, y cuándo lo habíamos visto. En nuestra presentación utilizamos fotografías y croquis del terreno. La posibilidad de suspender en la escuela seguía colgando sobre nuestras cabezas.
El comandante nos dijo:
—Habéis hecho una presentación excelente. Vuestro FFP era excepcional, uno de los mejores que he visto nunca. Personalmente caminé por encima de él. Vuestra técnica informativa fue magnífica.
Suspiramos con alivio. Por supuesto que nuestra técnica informativa era magnífica; la llevábamos haciendo desde el BUD/S.
Desgraciadamente para los otros estudiantes, fuimos los primeros y nuestra actuación era difícil de seguir. Miré la habitación y los marines no parecían deseosos de informar. A un joven marine que era un excelente tirador el comandante le echó tal bronca que me sentí mal por él. Se había reenganchado para convertirse en francotirador. Él y su compañero habían sido pillados durmiendo al mismo tiempo en lugar de mantenerse al menos uno despierto por turno. Los supervisores les pillaron cuando estaban saliendo de la zona. Su técnica de informar no mostraba habilidades expresivas. Si un francotirador no puede comunicar lo que ha visto, su información es inútil. En el mundo de los francotiradores llamamos a los hombres como esos dos marines «grandes disparadores de gatillo». Mucha gente puede apretar un gatillo. Él y su compañero no estarían en nuestra graduación.
Vestidos con nuestros uniformes, tuvimos una ceremonia informal de graduación, en la que nos fueron llamando por nuestro nombre para entregarnos el diploma y la insignia que había diseñado nuestra clase. Hasta ese momento no podíamos tener la insignia, mucho menos llevarla. La nuestra molaba: una calavera con una capucha y un retículo visual en el ojo derecho —dorada y negra—. En caligrafía y en la parte baja se leía: «La decisión es mía». Un francotirador decide el momento y el lugar para la muerte de su objetivo. El comandante me entregó el diploma. No era este lo que yo deseaba más. «Simplemente, dame la insignia». Me la dio. Nuestra clase también entregó certificados de agradecimiento y copias de la insignia a cada uno de nuestros instructores. Realmente se lo habían ganado.
Después de la escuela de francotiradores regresé a casa, al Red Team, pero solo iba a tener un poco de tiempo para estar con mi familia. En el trabajo comencé inmediatamente a aprender cómo disparar el Win Mag.300 con mira telescópica Leupold de 10 aumentos. Pasar de disparar con el rifle de francotirador de los marines de 7,62 mm a hacerlo con el.300 Win Mag del Team Six era como pasar de conducir un autobús a hacerlo con un Ferrari.
El KN-250 era nuestra mira de visión nocturna para la misma arma. La visión nocturna amplifica la luz disponible de fuentes como la luna y las estrellas, convirtiendo las imágenes en verdes y verdes claras en vez de blancas y negras. El resultado carece de profundidad y contraste, pero permite al francotirador ver de noche.
Entonces viajamos a Fort Bragg, Carolina del Norte, y comenzamos a aprender cómo disparar con el CAR-15 con silenciador mientras permanecíamos atados fuera de los helicópteros, en sillas especiales, como si fueran taburetes de barra de bar giratorios y con respaldo, sujetos a los largueros del «helo». Ponerse al día en todo rápidamente llevó mucho tiempo. Esto se refería también a las comunicaciones: aprender a usar la radio de satélite LST con un teclado especial para enviar mensajes rápidos encriptados.
Casanova, Pequeño Gran Hombre, Amargado y yo volamos a Australia para entrenarnos con los cuerpos especiales del Ejército del Aire de ese país. El vuelo se nos hizo eterno. Embarcamos en un vuelo comercial, en bussiness class, desde la Costa Este de los Estados Unidos hasta la Costa Oeste. Después volamos a Hawai. Desde allí hasta el aeropuerto de Sydney, en la Costa Este de Australia. A su vez, desde allí volamos atravesando el continente hasta llegar a Perth, en la Costa Oeste. Fue el vuelo más largo de mi vida, y el peor jet lag que he sufrido nunca.
En Perth, fuera del Cuartel Campbell, sede de las SAS australianas, se erigía un monumento a los soldados de las SAS muertos en servicio, casi cuarenta nombres, muchos de ellos en accidente durante los entrenamientos y los demás en combate. Una vez allí, almacenamos nuestro armamento en las cajas fuertes del cuartel y nos enseñaron las instalaciones. Por la tarde nos quedamos en la ciudad, en un hotel del río Swan. Aunque Sydney es el destino más popular, Perth es más barata, tiene menos turistas y es más bonita.
Todas las boinas color arena de los SAS australianos llevan una insignia que muestra una daga metálica con alas, dorada y plateada, sobre un escudo negro. Las principales responsabilidades de los SAS australianos —similares a las de los SAS británicos, que influyeron mucho en la creación del Team Six y la Delta— incluían la lucha contraterrorista y reconocimiento (mar, aire y tierra). Los SEAL tienen una historia de trabajo con los SAS australianos que se remonta a la guerra de Vietnam.
Cuando llegamos al campo de tiro, los australianos se centraron en objetivos que se movían rápido y a distancias de 180 metros. Nosotros habíamos entrenado más en objetivos estáticos y a distancias mayores. Tenían rifles de francotirador de.308 y semiautomáticos, mientras que nosotros utilizábamos nuestros Win Mags de cerrojo manual. Cuando pasaban rápidamente por delante de nosotros grupos de cuatro objetivos, accionábamos manualmente el cerrojo para cargar cada nuevo cartucho en el rifle, con lo que solo éramos capaces de derribar a la mitad de ellos. Mientras tanto los SAS simplemente mantenían apretado el gatillo y el gas cargaba automáticamente cada nuevo cartucho, derribando todos sus objetivos. Nos sentíamos como una mierda. Me di cuenta de que en un entorno de movimientos rápidos, como la guerra urbana, es una buena idea tener a alguien con una semiautomática de.308 para las distancias de 180 a 360 metros. Nuestras CAR-15 automáticas alcanzaban un máximo de 180 metros.
Cuando fuimos a las distancias de 450 a 640 metros, les tocó a los australianos sentirse como una mierda. Sus semiautomáticas perdían precisión a distancias mayores, mientras que nuestros rifles de cerrojo manual mantenían la suya. También teníamos mejores ópticas.
Perforé una diana a 660 metros. El tipo de las SAS que estaba detrás de mí llamó con su radio:
—¿Ha alcanzado ésa?
—Sí.
Disparé de nuevo.
—¿Y ésa?
—Sí.
Una y otra vez y otra. Meneó la cabeza y esa noche fuimos a un bar donde me trajo una Red Back, una cerveza de trigo australiana bautizada en honor de la infame araña de ese país que se come al macho mientas se aparea con él —y se sabe que ha llegado a picar a humanos, inyectándoles un veneno neurotóxico—. Es una cerveza popular entre los SAS australianos.
—Excelente rifle, amigo —dijo.
Días después, con nuestros CAR-15 con silenciador alimentados con munición nos aventuramos en el interior de Australia durante diez días. Una noche, en un rancho de 8.000 hectáreas, nos montamos en los Range Rovers de asalto de los SAS. Cada vehículo tenía un ariete especial, sobre la rejilla de ventilación, donde se podía sujetar una carga explosiva preparada para volar una puerta al contacto. Después de eso, los operadores podían tirarse de los rieles del vehículo y asaltar el edificio —un asalto impresionante de ver—. El Range Rover también podía soltar humo desde la trasera para cubrir la retirada. Mientras conducíamos disparábamos sobre objetivos en movimiento: canguros. Éstos pastaban en el rancho, poniendo en peligro el frágil paisaje, dejando poco pasto para que comiera el ganado y propagando las enfermedades. A diferencia de los mimosos canguros de peluche, un canguro salvaje, especialmente cuando es provocado o acorralado, puede atrapar a un humano con sus garras delanteras y destriparlo con sus poderosas garras traseras.
Casanova, Pequeño Gran Hombre, Amargado y yo utilizábamos aparatos ópticos nocturnos (NOD) y láseres infrarrojos de la serie AN/PEQ_montados en nuestros CAR-15, con tecnología de penetración. Disparar desde un vehículo en movimiento a blancos que corren es difícil. Yo movía mi láser tras los canguros. Desde el vehículo SEAL nuestras armas hacían pum-pum-pum-pum-pum-pum.
Cuatro tipos del SAS iban en su Range Rover. Pum.
El Range Rover del SEAL sonaba como si fuera la revolución americana. Pum-pum-pum-pum-pum-pum.
Los australianos hicieron Pum.
Disparábamos seis veces por cada una que lo hacían ellos. Pum-pum-pum-pum-pum-pum.
Los SAS pensaron que disparábamos a lo loco hasta vaciar el cargador —hasta que evaluaron los resultados y vieron los casquillos alrededor de nosotros—. Por cada canguro que ellos habían matado nosotros habíamos matado a seis.
—Vaya, vosotros los SEAL tenéis unos buenos juguetes.
Al día siguiente vino el ranchero y vio la matanza.
—Chicos, habéis hecho un trabajo excelente. ¡Gracias! —Parecía dispuesto a chocarnos los cinco a la australiana.
De regreso a su cuartel general, nos sentamos en una sala de reuniones estupenda. Los operadores nos sirvieron de su propio vino de oporto, con etiqueta del regimiento del SAS, de su bodega. Mientras nos lo tomábamos, uno de los soldados nos dijo que había operado en el mismo campo durante la primera guerra del Golfo, como unidad Bravo Dos Cero del SAS británico, que era un equipo de ocho hombres enviado para operar en territorio enemigo, informar de las posiciones enemigas y destruir objetivos, como líneas de comunicación de fibra óptica. Durante el segundo día de su operación un granjero que conducía una excavadora les localizó. Los SAS le dejaron marchar en lugar de detenerle o matarle.
Durante los días siguientes Bravo Dos Cero sobrevivió a varios combates con fuego antes de separarse. Combatientes civiles iraquíes mataron a Robert Consiglio. Vicent Phillips y Steven Lane murieron de hipotermia. Los iraquíes capturaron a Andy McNab, Ian Pring, Malcolm MacGown y Mike Coburn (un SAS neozelandés), que fueron liberados más tarde. Chris Ryan evitó a las tropas iraquíes durante ocho días, haciendo senderismo más de 350 kilómetros hasta Siria, la mayor distancia recorrida por un evadido nunca. Durante los treinta minutos que transcurrieron mientras nos contaba la historia, al operador del SAS se le llenaron los ojos de lágrimas, parecía que había conocido a uno o más de los operadores que habían muerto. Su mensaje principal para nosotros era:
—Si alguna vez sois sorprendidos, es mejor matar o amordazar a la persona que os haya visto que dejarle marchar.
Los SAS australianos nos trataron bien. Nos enseñaron algunas cosas y nosotros también a ellos. De esa manera nos hicimos mejores —que es por lo que los intercambios son tan beneficiosos—. Como dijo en una ocasión el general Patton:
—La preparación exhaustiva genera su propia suerte.