Con la economía iraquí en quiebra, el presidente Saddam Hussein culpó a Kuwait, invadiendo el país el 2 de agosto de 1990 y tomando rehenes occidentales. Las Naciones Unidas condenaron la invasión, exigieron la retirada, establecieron sanciones contra Irak y fijaron un bloqueo. Sin embargo Hussein parecía preparado para invadir a continuación Arabia Saudí.
El 7 de agosto comenzó la Operación Escudo del Desierto. Portaaviones estadounidenses y otros buques entraron en el golfo Pérsico. Nuestras tropas fueron enviadas a Arabia Saudí. La ONU dio a Irak un ultimátum para que abandonara Kuwait antes del 15 de enero de 1991, o sería expulsado por la fuerza. Formamos una coalición de treinta y cuatro países, con ayudas financieras de Alemania y Japón.
Mi pelotón preparó el equipo y se desplegó en Machrihanish, en Escocia. Mientras nos enteramos de que el Escudo del Desierto estaba a punto de transformarse en la Tormenta del Desierto, volamos a Sigonella, en Sicilia. Nuestra base aérea de la Marina estaba situada en la base de la OTAN y funcionaba como centro de operaciones del Mediterráneo. Teníamos que estar allí hasta que llegara nuestro barco.
Mientras esperábamos, a menudo salía de la base para comer en un restaurante cercano. Sus manicotti estaban especialmente ricas. Una noche pregunté a la camarera cómo las hacían. Se fue a la cocina, regresó y me lo contó. Después de haber comido allí unas cuantas veces más y de preguntarle cómo cocinaban los platos cada vez, me dijo: «Tú y el cocinero, hablad». Me acompañó a la cocina. Me di cuenta de que el restaurante lo llevaba una familia. El cocinero y yo bebimos Chianti mientras me enseñaba cómo realizar el trabajo preparatorio y, después de un cierto número de visitas, me enseñó a cocinar a la siciliana —albóndigas caseras, salchichas, ziti al horno y manicotti—. Parecía encantado de que me hubiera interesado en ayudarle en la cocina. La parte más importante de la cocina italiana es la salsa, cuya preparación puede llevar un par de días. Primero hay que picar los pimientos, la cebolla, el ajo, los tomates y los champiñones. Después hay que sofreídos. Hay que cocinar algunas hierbas hasta que hiervan en salsa de tomate, reducir la temperatura y añadir las verduras. También hay que echar vino. Esto llevará un día entero. Se hacen las albóndigas y las salchichas mientras la salsa se cocina lentamente. Después hay que añadir la carne a la salsa. Te tienes que despertar en medio de la noche para meterla en la nevera. A continuación la sacas para comerla al día siguiente. Incluso hoy en día sigo cocinando a la siciliana. Mi mujer y yo a menudo invitamos a amigos y vecinos para que disfruten de la misma comida y atmósfera que yo disfruté en Sicilia. De vez en cuando, estoy paseando al perro cuando un vecino me pregunta:
—Eh, Howard, ¿cuándo vas a volver a hacer comida italiana?
Después de transcurridas varias semanas, volvía del restaurante una noche y me detuve en la torre de comunicaciones para ver la televisión. En la CNN estaban mostrando los primeros disparos de la Tormenta del Desierto. Corrí al vestuario de la Unidad de Desactivación de Explosivos donde dormía mi unidad en sacos y les desperté.
—Eh, la guerra ha comenzado.
Todo el mundo dio un salto, listos para ponerse las pilas. Entonces nos dimos cuenta. «¿Por qué coño nos ponemos tan entusiastas? Todavía no nos han dicho qué tenemos que hacer». Así que cogí un saco de dormir y dormí.
A la mañana siguiente descubrimos que íbamos al John F. Kennedy, el mismo portaaviones en el que había practicado la búsqueda y rescate. Cuando el barco llegó procedente del Mediterráneo, parecía que iba a llevar una vida cargar todo nuestro equipo: cajas de cohetes ligeros antitanque de un disparo y de 84mm, minas antipersona, munición… No sabíamos qué misión específica nos iban a encargar, por lo que lo cogimos todo.
El John F. Kennedy era un buque de 320 de eslora y 58 metros de altura desde la línea de flotación hasta la punta de la antena. Podía navegar a una velocidad de 34 nudos (un nudo equivale aproximadamente a 1,8 km por hora) llevando a más de 5.000 personas de tripulación. A ello se sumaban más de ochenta aviones, y estaba armado con dos sistemas de lanzamiento de misiles guiados Mark-29, para misiles Sea Sparrow, dos sistemas de armamento de proximidad Phalanx para misiles atacantes y dos lanzadores de misiles Rolling Airframe que utilizaban misiles cazadores infrarrojos tierra-aire.
Vi a muchos de mis antiguos compañeros a bordo. Incluso seguían estando algunos de los pilotos. El John F. Kennedy navegó a través del Canal de Suez hasta el mar Rojo, dirigiéndose al golfo Pérsico. La mayoría de los barcos no tenían camarotes para un contingente del SEAL. Dormíamos y teníamos reuniones allí donde encontrábamos un hueco. Afortunadamente, teníamos buena relación con el personal del barco. Allí donde los tripulantes nos veían llegar a través de los pasillos, con nuestros uniformes de camuflaje y los tridentes del SEAL, decían: «Apartaos, llega el SEAL». Me sentía como si fuera un famoso. Nosotros también intentábamos tratarles con respeto.
Al principio nadie se nos acercaba cuando estábamos en el comedor. Después de un tiempo la gente empezó a sentarse con nosotros. Nos preguntaban por el BUD/S y por otras cosas. En el inmenso hangar hacíamos nuestro entrenamiento físico todas las mañanas. Algunos miembros de la tripulación aparecían y se unían a nosotros.
Nosotros no éramos seguidores de la Escuela de Protocolo de Dick Marcinko consistente en ser arrogantes y granjearse la antipatía de la gente. Marcinko había creado el Team Six, pasó un tiempo en la cárcel por fraude al gobierno, escribió su autobiografía, titulada Rogue Warrior [El guerrero solitario] e hizo un videojuego. Aunque respeto que creara el Team Six, Marcinko nos dio mala reputación al no respetar a aquellos que no eran SEAL —y tampoco a los SEAL que no eran de su camarilla—. Una vez fui en un vuelo cuyo piloto estaba asombrado con nuestro comportamiento en comparación con la actitud escandalosa, odiosa y de pistoleros de los SEAL de Marcinko. Y lo que es peor, Marcinko fue condenado por engañar al gobierno en cuestiones económicas al conspirar con un contratista civil para cobrar de más por unos explosivos y quedarse el dinero. Alegó que le habían tendido una trampa para incriminarle. Fuese cual fuese la verdad, esto situó al Team Six bajo una gran sombra de sospecha. Durante años tuvimos que superar ese legado. Especialmente en el Team Six los siguientes comandantes trabajaron duro para limpiar las manchas de mierda que había dejado Marcinko.
En el John F. Kennedy éramos visitas en casa ajena. Ellos eran los que estaban a cargo. Ellos eran los que se ocupaban de todo —podían hacer nuestra estancia tan buena o tan mala como quisieran—. Si el barco empezaba a hacer agua, dependíamos del personal del buque para cerrar la fuga. Tratamos bien a la tripulación, y ellos nos trataron a cuerpo de rey.
No digo que tuviéramos que besar el culo a todo el mundo, sino que todos estábamos en el mismo equipo. Los que no eran SEAL habían hecho el mismo juramento que los SEAL de «defender la Constitución de los Estados Unidos contra todos los enemigos, extranjeros o nacionales». Si tratas a la gente que está en el mismo ejército como si fueran una mierda, acabarán replicando y dándote una patada en el culo. Si me encontrara a Marcinko por la calle, le respetaría por haber creado el Team Six, pero si me dijera algo respecto a que todo era mejor cuando él era el comandante en jefe, le diría: «Vete a jugar a tus videojuegos y echa algo más de humo en tu culo».
Durante más de una semana los pilotos de nuestro barco despegaron cargados con bombas, dejándonos atrás viendo cómo explotaban sus cargas en la CNN. Después les esperábamos de pie cuando regresaban de vacío. Habíamos entrenado una y otra vez para ese momento. Especialmente la guerra de invierno; esquiábamos y colocábamos una baliza para que el piloto viese nuestra localización. Después «pintábamos» el objetivo con un láser, para que la bomba supiera dónde ir. «Estamos perdiendo una oportunidad». Con mis gafas de sol Ray-Ban de aviador estaba de pie en la cubierta superior del portaaviones, sintiendo la brisa y mirando a través del mar brillante y en calma, en dirección a Irak. Podía ver el USS San Jacinto (CG-56), un crucero cargado con misiles Tomahawk. El USS America (C V-66) y el USS Philippine Sea (CG-58) también navegaban en nuestro grupo de combate. Estaba perfectamente engalanado y no tenía dónde ir. Mi pelotón y yo no éramos los únicos. Aunque el general Norman Schwarzkopf había utilizado unidades de operaciones especiales británicas, el Servicio Aéreo Especial (SAS), al principio de la guerra, no usó ese tipo de unidades estadounidenses. Claramente favoreció a las fuerzas convencionales de Estados Unidos frente a las unidades no convencionales como los SEAL y el Delta. Apestaba.
Además, aunque los SEAL habíamos hecho un ensayo específico para proteger los pozos petrolíferos de Kuwait, Schwarzkopf no nos utilizó. Posteriormente, cuando las fuerzas de la coalición militar expulsaron al Ejército iraquí de Kuwait, las tropas de Sadam llevaron a cabo una política de tierra quemada, destruyendo todo lo que pudieron —incluyendo el incendio de más de seiscientos pozos petrolíferos kuwaitíes—. Kuwait perdió entre cinco y seis millones de barriles de petróleo diarios. El petróleo no quemado formó cientos de lagos, contaminando cuarenta millones de toneladas de tierra. La arena mezclada con el petróleo creó «tarcrete», cubriendo el 5 por ciento de la superficie de Irak. Apagar los fuegos le costó a Kuwait 1.500 millones de dólares. Estuvieron ardiendo durante más de ocho meses, polucionando la tierra y el aire. Muchos kuwaitíes y tropas de la coalición tuvieron problemas respiratorios. Las densas nubes de humo negro llenaron el golfo Pérsico y las zonas circundantes. El viento llevó el humo al este de la península Arábiga. Durante días los cielos llenos de humo y la lluvia negra saturaron los países vecinos. Los sufrimientos medioambientales y humanos causados por los fuegos todavía se sienten hoy en día. Si no hubiera sido por la infravaloración de su capacidad de provocar incendios, la creencia entre los miembros del Team es que podíamos haber eliminado a muchos de los «comemocos» antes de que alcanzaran los seiscientos pozos petrolíferos, aliviando el sufrimiento.
Un día nos despertaron a medianoche para reunirnos en uno de los camarotes de espera de los pilotos de los reactores. Inteligencia nos dijo que un carguero camuflado bajo bandera egipcia estaba colocando minas en el mar Rojo. Nuestra misión sería capturar el barco. El Team Six hacía este tipo de misiones con helicópteros Black Hawk y con los mejores pertrechos. Como SEAL del Team Two teníamos que arreglárnoslas con los helicópteros con pinta de abejorro SH-3 Sea King y nuestro ingenio.
Comenzamos nuestra planificación de la misión. ¿Cuántos helicópteros?, ¿quién iba a ir en cada pájaro?, ¿quién iba a ocupar cada asiento?, ¿qué helicóptero iba a sobrevolar el barco en primer lugar?, ¿cuál iba a ser el segundo?, ¿cómo estableceríamos las posiciones de los francotiradores?, ¿planes de escape y evasión en caso de tener que salir apresuradamente? Mientras tanto, seguíamos recibiendo información y el portaaviones nos acercaba a la posición de ataque.
Sonó el silbato del barco, hora de comer. Comimos sin saber cuándo podríamos volver a hacerlo. Después fuimos al centro de inteligencia para actualizar nuestra información y comprobar los planos del carguero que teníamos que capturar. ¿Cuántas cubiertas?, ¿cuántos camarotes?, ¿cuántos tripulantes? La cantidad de información y planificación que interviene en una misión es alucinante.
Como responsable aéreo, preparé las escaleras de cable (que se usan en espeleología) para trepar al helicóptero en caso de necesidad, cuerdas rápidas y otros pertrechos relacionados con el aire. Sujeté noventa metros de una cuerda de nailon trenzada a un pasador en una barra atornillada al techo del SH-3 Sea King, un helicóptero de dos motores para la guerra submarina. El helicóptero, que no estaba diseñado para el tipo de trabajo que teníamos que hacer, sería sustituido posteriormente por el SH-60 Sea Hawk, la versión marina del Black Hawk. Los SEAL del Team Six tenían los Black Hawks, pero nosotros éramos SEAL de alta mar y teníamos que arreglárnoslas con lo que hubiera. Coloqué la cuerda enrollada dentro del helicóptero, cerca de la puerta.
Nos repartimos otras responsabilidades. Como líder del equipo de manejo de prisioneros tenía que llevar diez pares extra de esposas de plástico en mi mochila, además de los habituales dos pares para los prisioneros, y planificar dónde situar a estos cuando tomáramos el barco.
Nos vestimos con los uniformes de batalla (BDU). En los pies llevábamos botas de asalto GSG9 de Adidas. Son blandas en la suela y se agarran bien, es como llevar zapatillas de tenis con apoyo para los tobillos. Puedes ponértelas mojadas y las aletas se deslizan fácilmente sobre la parte superior. Hasta el día de hoy siguen siendo mis botas favoritas. Nuestras cabezas estaban cubiertas por pasamontañas negros, y las partes de la piel expuestas estaban cubiertas de pintura. Para las manos habíamos adaptado nuestros guantes verdes de aviador oscureciéndolos y cortando dos de los dedos del guante de la mano derecha: el dedo del gatillo hasta el segundo nudillo y el pulgar hasta el primero. Con los dedos cortados era más fácil apretar el gatillo, cambiar los cargadores, quitar el pasador de las granadas, etc. Los relojes Casio de muñeca nos daban la hora. En mi cinturón, en la zona lumbar, tenía una máscara de gas. Durante la Tormenta del Desierto todo el mundo se preparó para armas de gas y biológicas; se decía que Sadam Hussein seguía teniéndolas y que no dudaría en usarlas. También me llevé dos o tres granadas.
Llevaba conmigo el subfusil Heckler and Koch MP-5 con la SIG SAUER 9mm en la cadera derecha. Tenía un cargador de treinta balas en el MP-5. A algunos tipos les gusta llevar dos cargadores en el arma, pero nuestra experiencia nos dice que el doble cargador limita nuestra maniobrabilidad, y es difícil realizar un cambio de cargador. Yo llevaba tres cargadores en el muslo derecho y otros tres más en la mochila. Disparamos nuestras armas a modo de prueba en cubierta, en la parte trasera del barco.
Aunque teníamos dieciséis tíos en nuestro pelotón, uno se quedaría como francotirador en cada uno de los helicópteros, que darían vueltas. Eso nos dejaba en catorce personas para capturar todo el barco —dos helicópteros con siete asaltantes en cada uno—. El mío sería el helicóptero de avanzada.
Los tripulantes del helicóptero eran caras conocidas, había servido con su escuadrón, SH-7, durante mis primeros días como nadador del SAR. Como responsable de la cuerda, me sentaba dentro de la puerta del «helo» en medio del rollo de cuerda con mi mano izquierda en la parte que llevaba al montacargas que sobresalía de él. Cuando despegamos sentí el viento exterior tratando de alejar la cuerda de mí. Cerré los ojos y descansé.
—Quince minutos.
La voz del tripulante del «helo» me llegó a los auriculares, transmitiendo información del piloto.
Abrí los ojos y transmití el mensaje a mis compañeros.
—¡Quince minutos!
Después volví a cerrar los ojos.
—¡Diez minutos!
Estaba acostumbrado a la rutina.
—¡Cinco minutos!
Nos acercábamos.
—¡Tres minutos!
Nos habíamos aproximado al barco desde la popa, aminorando desde 100 hasta 50 nudos.
—¡Un minuto!
Elevando el morro en ángulo, el piloto echó el freno. Mientras nos enderezamos hasta quedar suspendidos en el aire sobre el barco, había suficiente luz natural como para ver la cubierta. Estábamos en posición. Di una patada a los 27 metros de cuerda sacándola del helicóptero y dije:
—¡Cuerda!
Golpeó en la bovedilla en una superficie demasiado pequeña como para que aterrizara un helicóptero.
—¡Vamos!
Con añadidos gruesos de lana dentro de los guantes cogí la cuerda y me deslicé como si fuera la barra de un bombero. Con más de 45 kilos de equipo en la espalda tenía que agarrar fuerte la cuerda para evitar caer en la cubierta. Por supuesto que con seis tipos detrás de mí, esperando en el helicóptero, un gran objetivo suspendido en el aire, tampoco quería descender demasiado despacio. Literalmente, mis guantes echaban humo en el descenso. Afortunadamente aterricé sano y salvo.
Desgraciadamente, nuestro piloto lo pasó mal manteniendo su posición sobre el barco con mar gruesa, anocheciendo y con ráfagas de viento soplando. Para añadir a las dificultades, los pilotos no estaban acostumbrados a permanecer quietos sobrevolando un objetivo mientras un hombre de 90 kilos con otros 45 de equipo descendía por una cuerda, haciendo que el helicóptero ganase repentinamente altura. El piloto debía compensarlo bajando el helicóptero con cada hombre que descendía por la cuerda. Habíamos practicado con los pilotos anteriormente, pero seguía siendo una maniobra difícil. Sin la compensación del piloto, el primer operador se deslizaría por la cuerda con casi un metro de cuerda en cubierta, el segundo con solo treinta centímetros, y el tercero con la cuerda fuera de la cubierta —no pasaría mucho tiempo antes de que algún pobre cabrón cayera a tres metros en el aire, sin nada a lo que agarrarse, con la cubierta metálica proporcionándole mucha menos amortiguación que la tierra—. Incluso para los más experimentados pilotos de los Black Hawk es una maniobra peligrosa. El helicóptero se alejó. «Mierda». Ahí estaba, en medio de una guerra, en medio del mar Rojo, en un barco enemigo desconocido y sin ayuda. Me sentí desnudo. «Si esto se pone realmente mal, puedo abrirme paso luchando. Si se pone muy, muy mal, el Padre Océano está justo ahí. Patalea, golpea y deslízate». El helicóptero tenía que dar vueltas en círculo, restablecer el contacto visual, realizar otra aproximación, y volver a colocarse quieto sobre el barco. Probablemente solo le llevó dos minutos, pero sentí como si fueran dos horas.
Escudriñé la zona con la mira de mi MP-5 mientras mi pelotón bajaba por la cuerda de rápel. Cuando estuvimos todos juntos establecimos nuestro perímetro. Mark, que era el jefe de nuestro equipo, y DJ, nuestro hombre de comunicaciones (coms), llevó a un grupo a la cabina del timón para el mando y control. Dos tiradores les siguieron después de tomar el control para inutilizar el barco poniéndolo a la deriva. Mi equipo se dirigió a los camarotes para hacerse con la tripulación.
Dentro del barco nos aproximamos al camarote principal. «Eres blando hasta que te vuelves duro». Mantente lo más silencioso posible. Si hubiera escuchado un disparo o una granada de aturdimiento, pensaría, Ah, mierda. Ahí vamos. A partir de entonces sería duro. Daría una patada en cada puerta y lanzaría una granada de aturdimiento en cada camarote. Maltrataría a todos los que me encontrara. La violencia de la acción se presenta exponencialmente. Tratamos de ajustar el nivel de violencia al nivel requerido por la situación. Ni más ni menos.
Abrí la puerta y cuatro de nosotros nos deslizamos silenciosamente mientras otros dos se quedaban detrás, en el pasillo, para cubrir nuestra retirada. La velocidad es clave, como lo es moverse juntos. Dos de nosotros despejamos el camino a la izquierda y dos lo hicieron a la derecha. Los dos tripulantes que había dentro se quedaron helados. Dominamos la zona. No hablaban inglés, pero nosotros sabíamos algo de árabe: «Al suelo».
Se tumbaron.
Otro SEAL y yo estábamos de pie cerca de la pared mientras que otros dos dijeron:
—En marcha.
—Moveos —contesté, controlando la situación. Esposaron a los dos tripulantes que estaban en el suelo. Grité, pidiendo saber si el pasillo exterior era seguro para que saliéramos:
—¿Podemos salir?
—Salid —contestó alguien desde el pasillo.
Llevamos a los prisioneros al pasillo y nos dirigimos a la siguiente puerta. La mayoría de los camarotes tenían dos tripulantes. Algunos estaban vacíos.
En uno de los camarotes entramos y esposamos a los tripulantes. Dije:
—¿Podemos salir?
—No —contestaron los dos tiradores que estaban en el pasillo.
Los cuatro nos quedamos quietos con los dos prisioneros, esperando. Podía escuchar discusiones en el pasillo.
—Wasdin —me llamó uno de los tipos del pasillo.
Caminé hasta el pasillo y vi a un tripulante parado en una intersección en forma de T al final del pasillo. En la mano llevaba un extintor. Uno de nuestros tiradores estaba a punto de ponerle una capucha por desobediente.
—¿Qué está pasando? —pregunté.
—Este tipo no escucha —dijo el tirador.
«Quizá piense que estamos saboteando el barco».
—Al suelo —dije en árabe.
El tripulante hablaba árabe.
—No.
Le miré a los ojos. Parecía confuso, no como si estuviera siendo hostil por el hecho de serlo. Pensando que se trataba simplemente de mala comunicación bajé ligeramente mi subfusil MP-5.
Arremetió contra mí con el extintor.
«Maldición».
Me eché a un lado justo en el momento en que el extintor rozó el lateral de mi cabeza. Por entonces no llevábamos cascos de asalto. Si no me hubiera apartado, el golpe me hubiera dado directamente en la cara.
«Caramba. Casi me mata con un extintor. —¿Qué te parece? Tratas de ser amable y consigues que te aticen con un extintor». Estaba furioso. Le aparté a un lado y le hundí el cañón de mi MP-5 bajo su oreja derecha, le empujé hacia atrás y le di un culatazo por si acaso.
Uno de los compañeros de D. Extintor, un hombre pequeño y flaco, levantó las manos como para enfrentarse a mí.
Mi compañero estaba a punto de encapucharlo.
—No, lo tengo.
Con mi mano izquierda le di al compañero del extintor un golpe de kárate justo debajo de la nariz, derribándole. Utilicé suficiente fuerza en el golpe como para que probablemente necesitara que le ajustaran los dientes. Rápidamente se volvió obediente, sin querer más.
Al del extintor le esposaron a la manera «dura»: inmovilización de los brazos con una barra, las rodillas detrás del cuello, cogiéndole un mechón del pelo y levantándole por las esposas hasta que sus brazos casi se le desencajaban y dándole patadas en el culo por el pasillo. Nuestros chicos se lo llevaron a él y a los otros prisioneros a la zona de retención.
La sangre me goteaba por la cabeza hasta la oreja. Ahora estaba realmente cabreado. «Tratas de ser amable y esto es lo que ocurre». Rememorando la situación, el del extintor debería haber recibido dos culatazos en el cuerpo y otro en la cabeza. Es un hijo de puta con suerte.
Encontramos a la mayoría de los hombres en los camarotes, que hacían también la función de comedor, mientras se tomaban su té turco y fumaban.
Despejamos casi cada centímetro del barco, de arriba a abajo, de proa a popa. El Team Six tomaría un barco similar con treinta asaltantes. Como nosotros éramos menos y no estábamos tan especializados como los Six, nos llevó dos horas. Mi equipo estaba en la proa con los prisioneros, en la oscuridad. Mark mandaba nuestro pelotón desde la cabina del timón mientras que DJ, a su lado, llevaba las comunicaciones. Nadie salió herido. Aparte de mí, por idiota. Ahora el barco nos pertenecía. Los buques de guerra nos rodearon mientras hacíamos el muerto en el agua. Botes hinchables de casco rígido (RHIB) flotaban a nuestro lado llevando al Destacamento de Orden Público de la Guardia Costera (LEDET), la agencia principal para la detención de traficantes de drogas en alta mar. En gran medida la parte peligrosa había pasado.
Reunimos a los prisioneros. El capitán del barco, en la cabina del timón con Mark, mandó a su segundo abajo para contar a los tripulantes. Descubrió que nos faltaba uno. «Alguien está escondido».
Preguntamos a los prisioneros si sabían dónde estaba.
Nadie sabía nada.
Así que tuvimos que despejar todo el jodido barco de nuevo. Dejamos a cuatro hombres para que vigilaran a los prisioneros, regresamos después de tomar el timón y empezamos de nuevo. Estábamos más que cabreados, rompiendo cada centímetro del barco que creíamos haber registrado. A mitad de camino del despeje me llamaron para decirme que habíamos encontrado al tipo. Se había escondido debajo de unas tuberías en la sala de máquinas aterrorizado.
Le llevamos para que se uniera a sus compañeros en la proa, y rompimos las esposas de plástico de todos los prisioneros. Excepto al del extintor. Le hice sentarse en el cabestrante, que se parece a una bobina de hilo gigante motorizada, el asiento más incómodo de la proa.
Mientras tanto Mark habló a través de DJ con un intérprete en uno de los barcos de guerra para que se comunicara con el capitán, que estaba al lado de Mark.
—¿Dónde habéis colocado las minas?, ¿dónde están las minas?, ¿a dónde vais?, ¿de dónde venís?
—No estamos colocando minas.
—Si no lo estáis haciendo, ¿por qué no tenéis ningún cargamento? ¿Por qué seguís una ruta que se aleja de Egipto cuando deberíais estar regresando a casa?
Esos tipos no nos estaban dando las respuestas adecuadas. Definitivamente, algo olía mal.
El del extintor se quejó:
—Me duele el culo.
La cabeza me seguía martilleando. «Hijo de puta, tienes suerte si puedes sentir algo».
Uno de los prisioneros de la proa echó mano al interior de su chaqueta, buscando un arma en la pistolera. Los francotiradores en el helicóptero le apuntaron con sus láseres infrarrojos mientras nosotros quitábamos el seguro de nuestros MP-5, a punto de dispararle de nuevo; pero no había ningún arma ni pistolera, solo un paquete de cigarrillos blanco.
—No, no, no, no —suplicó el prisionero. Sus ojos parecían dos huevos fritos. Tenía suerte de que nosotros tuviéramos una disciplina tan estricta respecto a apretar el gatillo, no como los cuatro policías neoyorquinos que dispararon a Amadou Diallo cuarenta y una veces cuando iba a sacar su cartera.
Un de los tripulantes hablaba inglés y tradujimos gracias a él.
—No hagáis movimientos bruscos. No busquéis nada dentro de la ropa para coger cualquier cosa.
El del extintor gimió:
—Me duele el culo.
«Espero que me des un motivo para dispararte».
Más tarde un adolescente apareció corriendo en la proa. Le derribamos repentina y bruscamente. Después de llamar a Mark nos enteramos de que el chico era el mensajero del capitán que venía a por unas llaves. Quizá cuando el capitán le daba una orden se suponía que debía salir corriendo, pero se lo dejamos claro:
—Nada de movimientos rápidos ni de correr.
Me dio pena el pobre chico porque le habíamos derribado con fuerza.
El capitán y la tripulación seguían sin darnos las respuestas adecuadas, así que el LEDET, armados con escopetas, subieron a bordo y nos felicitaron, y nosotros les entregamos el barco y a los prisioneros. Ellos llevarían el barco a un puerto amigo en el mar Rojo, donde de ninguna manera tendría lugar el final de la historia para los prisioneros.
El del extintor seguía con las esposas cuando el LEDET se hizo cargo de él. Espero que aún las lleve puestas.
Habíamos hecho nuestro trabajo. El tiempo empeoró, por lo que no pudimos marcharnos en helicóptero. En vez de eso, bajamos por las escaleras de espeleología y abandonamos el barco en RHIB del LEDET. Las barcazas nos llevaron al buque anfibio del LEDET.
Embarcamos en el buque anfibio en las primeras horas del día; llevábamos despiertos más de veinticuatro horas. La última vez que habíamos comido había sido el almuerzo del día anterior. Añade a eso el esfuerzo físico y la descarga de adrenalina —estábamos muertos de hambre—. En el comedor, aunque aún no era la hora del desayuno, nos trajeron una comida increíble para los dieciséis. No recuerdo exactamente con qué nos alimentaron, pero es verosímil que nos dieran el desayuno y la cena juntos: quiche, jamón a la plancha, tortitas de mantequilla con mermelada de arándanos, zumo de naranja, café caliente, filetes, crema de espárragos, repollo hervido con besamel, puré de patatas y pastel de manzana caliente.
El jefe de cocina apareció y nos estrechó la mano a cada uno de nosotros.
—He hecho alguna de mis recetas secretas. Espero que os guste.
—Increíble —dije.
—Acabamos de enterarnos de que veníais y esto es lo que nos ha dado tiempo a hacer.
El informe tuvo lugar después de comer. Parecía que todos los oficiales del barco estuvieran presentes. Nos trataron como a reyes. Era como si hubiesen venido todos los que cupieran apretados en el comedor. La gente simplemente quería vernos, hablar y ser parte de nosotros. Su hospitalidad significaba mucho para mí, me hacía sentirme importante.
Hacia primera hora de la tarde nuestros pájaros aterrizaron en la bovedilla del buque anfibio, les dijimos adiós con la mano y volamos de vuelta al Kennedy.
Más tarde recibí la Medalla de Encomio de la Marina, que incluía el siguiente texto:
El secretario de la Marina se complace en otorgar la Medalla de Encomio de la Marina al técnico de fuselaje de primera clase Howard E. Wasdin, de la Marina de los Estados Unidos, por los servicios expuestos en la siguiente mención: por logros profesionales y desempeño superior de sus obligaciones mientras servía como especialista de operaciones aéreas del Pelotón Foxtrot del Team Two del SEAL, estando desplegado en el mar Rojo en apoyo de la Operación Tormenta del Desierto entre el 17 de enero y el 28 de febrero de 1991. Durante ese periodo el suboficial Wasdin llevó a cabo sistemáticamente sus exigentes obligaciones de forma ejemplar y sumamente profesional. Como especialista responsable de las operaciones aéreas de todas las operaciones de cuerda de rápel del helicóptero, su dedicación constante fue determinante para mantener la capacidad de asalto del equipo para llevar a cabo inserciones rápidas y eficientes en los objetivos designados. Durante una misión del SEAL dirigió con habilidad la inserción y fue el primer hombre en cubierta que proporcionó cobertura fundamental para sus compañeros. Continuó como líder de la captura de un prisionero desplegando habilidades superiores de lucha que demostraron ser fundamentales para el éxito de la misión. La excepcional habilidad profesional, la iniciativa y la leal devoción al deber del suboficial Wasdin repercute en un gran mérito para sí mismo y para el Servicio naval de los Estados Unidos.
—Me han pedido que seleccione a tres hombres para una «op» secreta, pero Inteligencia no me dirá de qué se trata hasta que haya elegido a los hombres —me dijo Mark.
Fuera del Centro de Inteligencia del portaaviones (CVIC), Mancha, DJ y yo estábamos en el pasillo cuando Mark desapareció un momento. Volvió a aparecer y dijo:
—De acuerdo.
Entramos. Había una pequeña sala de descanso a la derecha con una máquina de café y una nevera. A la izquierda una puerta daba a la habitación principal con una mesa de reuniones y sillas alrededor.
De una de las paredes colgaba una pizarra blanca y delante de otra había una televisión y un video. En un lateral había un par de sofás de cuero oscuro. En medio de la habitación estaba el oficial de inteligencia del barco. Detrás de él había un hombre que no habíamos visto nunca. No sabía si era un espía o qué. Sin identificarse, este dijo:
—Buenos días señores.
—Buenos días, señor.
No conocíamos su rango, pero era más conveniente ser abiertamente educados que irrespetuosos.
—Un misil Tomahawk disparado no alcanzó su objetivo y no ha detonado. Ha aterrizado en territorio amigo, pero hay fuerzas enemigas en la zona. Necesitamos detonar el misil para que los iraquíes no consigan su tecnología, que es inestimable. Tampoco queremos que conviertan los explosivos en un artefacto explosivo improvisado (IED).
Volvimos al dormitorio donde estaban nuestras camas (literas), taquillas y un pequeño salón y comenzamos a prepararnos.
—¿Qué pasa? —nos preguntaron con excitación otros tipos.
—Los cuatro vamos a hacer una «op».
Era una mierda no poder contarles los detalles.
Su nivel de excitación descendió cuando se enteraron de que ellos doce no estaban incluidos.
Iba a utilizar mi CAR-15, que tenía una culata telescópica y llevaba treinta cartuchos de.223 (5,56 mm) en el cargador. Coloqué unos cientos de dólares en la culata. En el bolsillo izquierdo de la pernera pegué mi kit de escape y evasión: bengala, cerillas a prueba de agua, brújula, mapa, linterna con la lente roja, manta térmica y un entrante del MRE. En el bolsillo derecho de la pernera iba mi kit de la victoria: una venda de 10 x 10 cm con bandas de sujeción, un pañuelo para el cuello y un apósito cubierto de vaselina para una herida torácica con aspiración —todo ello sellado al vacío para ser impermeable—. Éste era un kit mínimo, fundamentalmente para una herida por disparo con sangrado. Aunque a menudo los SEAL visten de manera diferente y llevan una gran variedad de armas, la localización del kit de la victoria es universal. De ese modo, si cae uno de nuestros tiradores, no tenemos que jugar a las adivinanzas sobre dónde está su kit para vendarle. Por supuesto, podía usar mi propio kit para vendar a un herido del equipo, pero si después necesitaba vendarme a mí no tendría el material para hacerlo.
Los cuatro subimos al SH-3 Sea King con la cara pintada con franjas marrón claro, color arena y manchas. Mancha llevaba dos kilos de plastilina de color hueso con un leve olor a asfalto caliente —explosivos plásticos C-4—. Yo llevaba los detonadores, las espoletas y los deflagradores. El C-4 no podía estallar sin la pequeña explosión de un detonador, razón por la cual separábamos ambos elementos. Mancha tenía la carga más segura. Aunque solo el detonador no es suficientemente potente como para arrancar una mano, se sabe que han destrozado uno o dos dedos.
Viajábamos ligeros porque iba a ser una entrada y salida rápidas. El «helo» voló unos cuantos kilómetros antes de disminuir la velocidad a 20 kilómetros, a 3 metros sobre el agua. Salí por el lateral del pájaro con mis aletas rectas hacia abajo, y caí en la espumeante agua punzante que provocaba el helicóptero. No pude oír mi zambullida por culpa del sonido de las aspas del rotor que giraban por encima de mí.
Uno por uno los tíos saltaron desde la puerta lateral al mar. De forma similar a la cuerda de rápel, cuando cada hombre saltaba, aligeraba el peso del helicóptero, haciendo que ganara altura —el piloto tenía que compensarlo—. El último SEAL que murió en Vietnam, el teniente Spence Dry, estaba realizando un lanzamiento desde un helicóptero cuando este se elevó bastante más de seis metros mientras volaba a 40 kilómetros por hora —se rompió el cuello.
Manteniéndome a flote, miré a mi alrededor. Todos parecían estar sanos y salvos. Una luz parpadeaba en la costa —era nuestra señal—. Empecé a sentir frío. Hicimos una fila y nos pusimos de frente a la señal. Braceando de lado, daba patadas largas, profundas y lentas, impulsándome rápido y tratando de mantener la formación con los demás. El nadar me hizo entrar en calor. Cuando alcanzamos aguas suficientemente poco profundas como para hacer pie nos paramos, mirando a la costa. Todavía no había signos de peligro. Me quité las aletas y las enganché a una cuerda de resortes sujeta a mi espalda. Después nos deslizamos hasta la playa. Mancha y DJ se desplegaron en los flancos izquierdo y derecho. Cubrí a Mark con mi CAR-15 mientras se aproximaba a la fuente de luz, un árabe con forma de pera que era nuestro agente. Intercambiaron buenos deseos. Mark le tiró de la oreja izquierda. El agente se restregó el estómago con la mano izquierda. «De momento todo bien». Giró al agente hasta ponerlo de espaldas a mí, le esposé y busqué en su cuerpo un arma, una radio o cualquier cosa que no debiera estar allí. Nada parecía fuera de lugar. Le corté las esposas.
Mark hizo una señal a Mancha y DJ para que se acercaran. Después de reunirse con nosotros, yo me encargué del agente mientras patrullábamos tierra adentro. Si se ponía anormalmente nervioso conforme nos acercábamos al objetivo sabría que podía estar llevándonos a una emboscada. Si lograba meternos en una emboscada, yo sería el primero en pegarle un tiro en la cabeza. Nunca había oído hablar de un agente doble que hubiera vivido para contar cómo había metido a unos SEAL en una emboscada. Detrás del agente y de mí nos seguía nuestro líder, Mark. A continuación venía DJ con la radio. Mancha se encargaba de la retaguardia.
Después de patrullar por la arena durante menos de un kilómetro, nos paramos a unos cien metros de un camino de tierra y nos pusimos boca abajo mientras el agente cogía una roca grande, avanzaba y la dejaba junto a la carretera. Después regresó junto a nuestro grupo y se tumbó boca abajo con nosotros. Mi cuerpo mojado comenzó a tiritar. El desierto es caliente de día, pero frío de noche, y estar mojado no ayudaba. Estaba ansioso por movernos de nuevo, pero nada ansioso por recibir un disparo por moverme demasiado pronto. Quince minutos después, un vehículo local se paró en el lateral de la carretera, cerca de la roca. Cubrimos la maniobra con nuestros CAR-15 con silenciador. Un hombre vestido con una prenda blanca bajó del camión y caminó los cien metros en nuestra dirección.
—Alto —dije en inglés—. Vuélvete.
Lo hizo.
—Retrocede cuando oigas mi voz.
Mientras caminaba hacia atrás y en dirección a nosotros, le agarramos, atamos y cacheamos. A continuación, caminamos con el conductor hasta su vehículo y lo registramos. Nos condujo durante veinte minutos al objetivo en algún lugar en medio del desierto. El conductor aparcó el vehículo y caminó el resto de la distancia con nosotros. Ahí estaba el misil. Aunque se había estrellado en el suelo, seguía estando en buen estado. Establecimos un perímetro amplio mientras Mancha preparaba dos rulos de C-4. Cada gran rulo de lona verde contenía un kilo de C-4. Colocó uno alrededor de la parte anterior del misil e introdujo la cuerda cosida a la parte superior del rulo en el gancho de la parte inferior, tensándola fuerte. Finalmente hizo lo mismo en el otro extremo del misil.
Me dio un golpe en el hombro, ocupando mi lugar asegurando el perímetro mientras yo insertaba los detonadores en cada bloque de C-4. Por muchos motivos que ni siquiera tuve tiempo para pensar, no quería fastidiarla. Ondulé los dos detonadores en los dos deflagradores, manteniéndolos rectos. Después enrosqué fuertemente dos deflagradores submarinos (M-60) en las dos espoletas. Sujetando los deflagradores con una mano, tiré de ambos cordones al mismo tiempo. ¡Pop! «Fuego en el agujero». Podía oler cómo se quemaba la cordita de las espoletas. Antes de que se produjera la gran explosión habría una demora de tres minutos, segundo arriba o abajo.
Me uní a los otros y nos alejamos patrullando. Rápidamente. Nos refugiamos detrás de una berma que parecía una rampa reductora de velocidad gigante. ¡Boom! La arena nos llovió encima.
Regresamos donde estaba el misil y nos aseguramos de que había estallado en trozos suficientemente pequeños. Mark me hizo la señal de OK, y entonces regresamos al vehículo.
El conductor nos llevó de vuelta al lugar de la carretera donde estaba la roca, pero Mark le dijo que nos llevara más allá, para evitar caer en una emboscada. Cuando llegamos, esperamos a que él y el agente se marcharan antes de volver a la playa. Allí, DJ llamó al «helo» y le dijo al piloto que estábamos de camino. Nos pusimos las aletas y entramos en el agua. Estaba contento de encontrarme fuera del área de peligro y nadando rápido. Todos nadábamos rápido. De esa forma se calentaron nuestros cuerpos. Lo que nos habían contado en el BUD/S era verdad: el Padre Océano es vuestro consuelo y vuestra seguridad.
Conforme se acercaba el «helo», nos alineamos a una distancia de cinco metros, partiendo las luces químicas infrarrojas sujetas a nuestros salvavidas. Entonces se colocó sobre nuestras cabezas, con el rotor principal removiendo el oleaje. El agua salada cortaba mi máscara facial. Del «helo» cayó una escalera de espeleología, y me enganché con la articulación del codo en uno de sus travesaños. Escalé. Cuando puse los pies en la escalera, me impulsé con ellos para enderezarme, en lugar de tirar con los brazos, de modo que no utilicé la fuerza de éstos. Al llegar arriba usé los brazos para subirme al helicóptero.
Cuando todos hubimos llegado a salvo al «helo», un tripulante tiró de la escalera y el «helo» nos sacó de allí. Dentro nos dimos palmaditas en la espalda y respiramos con alivio. El Kennedy debía haberse aproximado a nosotros, porque el viaje de vuelta no fue tan largo. Habíamos llevado a cabo una «op» secreta que alguien había pensado que era extremadamente importante.
Unos días después me encontraba en el CVIC otra vez. En esta ocasión solo estábamos DJ y yo. Mark nos dijo que entráramos y, una vez más, allí estaba el Hombre sin nombre.
Nos dio la mano y no perdió el tiempo:
—¿Podemos empezar?
Asentimos con la cabeza.
Nos explicó:
—La OLP ha expresado su apoyo a la invasión de Kuwait por parte de Saddam Hussein. Ahora se han instalado en Irak. Los iraníes están trabajando con la OLP para entrenar terroristas que ataquen a fuerzas de la coalición. Hace poco colocaron un explosivo improvisado en el lateral de una carretera que explotó junto a uno de nuestros vehículos. Queremos que identifiquéis el complejo palestino-iraní en el sureste de Irak para una intervención con un misil guiado. A continuación deberéis informar de un BDA (evaluación de daños en batalla).
Mark discutió su plan con nosotros, y entonces DJ y yo nos marchamos para preparar el equipo. Como siempre, nos aseguramos de que no llevábamos nada brillante o ruidoso —nada que un poco de espray de pintura de color arena o algo de cinta adhesiva no pudieran arreglar—. Después de los preparativos de nuestro equipo, tomamos un vuelo nocturno en una Sea King desde la cubierta de vuelo del John F. Kennedy. Me dormí durante el vuelo y me desperté cuando habíamos aterrizado en la base de operaciones avanzadas. El cielo se había oscurecido —el tiempo pasaba—. Un civil con cara poco agraciada llamado Tom, que llevaba vaqueros y una camiseta gris, nos dio las llaves de un Humvee.
—Acabo de hacer que lo laven y enceren.
Miré al sucio vehículo y sonreí. «Perfecto».
Sin nubes y con media luna encima de nosotros, DJ y yo podíamos ver en la oscuridad. También podía hacerlo el enemigo, pero los cielos despejados ayudarían a que el misil encontrara su objetivo. Después de conducir 50 kilómetros a través del desierto, evitando carreteras, edificios, zonas populosas y postes de teléfono, llegamos a una zona donde el terreno descendía suavemente unos tres metros, tal y como habíamos visto en el mapa del satélite en el CV1C. Después de crear falsas huellas pasada nuestra localización, nos detuvimos en la hondonada y borramos nuestras huellas auténticas. A continuación cubrimos el vehículo con una tela de camuflaje para el desierto. Nos tumbamos juntos en el suelo, mirando en direcciones opuestas. Miramos y escuchamos en silencio para averiguar si íbamos a recibir visita. Los primeros minutos fueron enloquecedores. «¿Realmente eso de ahí es un arbusto? Quizá nos están mirando. ¿Cuántos son? ¿Se volverá a poner en marcha el Humvee si tenemos que salir corriendo? ¿Seremos capaces de marcharnos lo suficientemente rápido?». Treinta minutos después me calmé, y avanzamos a pie, utilizando un GPS para orientarnos.
Siendo solo dos teníamos menos potencia de fuego que la tripulación de un bote, por lo que necesitábamos una precaución adicional para no ser vistos. Nuestros oídos rápidamente se afinaron para escuchar hasta el sonido más leve. Caminábamos agachados, despacio y en silencio, evitando los terrenos altos desde los que podrían destacar nuestras siluetas.
Cinco kilómetros después alcanzamos la base de una colina. El complejo palestino-iraní estaba al otro lado. Iba de avanzadilla con DJ detrás de mí, y escalamos casi 200 metros hasta que nos acercamos a una pendiente. Con la pendiente detrás de nosotros y la cresta de la colina encima, gateamos hasta el otro lado de la colina. Un kilómetro y medio más adelante vi el muro de un complejo que formaba un triángulo, con torres de vigilancia en cada esquina y que rodeaba tres edificios interiores. También vi a un soldado enemigo sentado a unos 50 metros a la derecha de nuestra colina, con binoculares colgados del cuello y un rifle de asalto AK-47 sobre su hombro derecho.
Me detuve e hice una señal a DJ con el puño apretado: «Alto». DJ se paró.
El centinela permanecía tranquilo.
Después de señalar con dos dedos hacia mis ojos y luego en dirección al centinela enemigo gateé en dirección contraria. DJ también se retiró. Acechamos por la parte trasera de la colina hasta que encontramos otra pendiente. Esta vez cuando atravesamos tuvimos una visión clara del objetivo sin centinelas cercanos. Nuestros ojos escrutaban la zona inmediata a nuestro alrededor y después más lejos hasta que el complejo se hizo visible. Las únicas personas a la vista eran los guardias de las torres.
Mientras yo vigilaba el perímetro, DJ envió un impulso de transmisión codificada con su radio para señalar al USS San Jacinto que estábamos en posición. Debía haber recibido una respuesta, porque DJ asentía con la cabeza, dándome luz verde.
Saqué el indicador ligero láser (AN/PED-1 LLDR), que no era muy ligero, y su trípode, mientras DJ cubría nuestro perímetro. Después de señalar nuestra posición con una baliza, marqué el edificio de en medio del complejo con impulsos codificados de luz de láser invisible. La luz destellaría sobre el objetivo y en el cielo para que la encontrara el Tomahawk.
El misil de crucero parecía volar en paralelo a la tierra. Una estela de humo blanco seguía su cola llameante. El Tomahawk descendió gradualmente hasta que disparó al edificio central, y unos 500 kilos de explosivos estallaron formando una bola de fuego seguida por nubes de humo negro. La onda expansiva y los restos destrozaron los otros dos edificios y los muros del complejo, provocando una detonación secundaria en uno de ellos —que probablemente contenía explosivos utilizados para hacer IED—. Dos de los tres guardias de las torres fueron arrancados de sus posiciones. A través de los prismáticos vi claramente a un soldado que salió volando por el aire de su torre como si fuera un muñeco de peluche. Solo quedaron restos del muro del complejo. No veía ningún movimiento procedente de esa dirección. Desde nuestra colina el centinela corría hacia el complejo, probablemente con la esperanza de encontrar supervivientes entre sus amigos.
Recogimos y nos marchamos, tomando un camino distinto hacia nuestro vehículo. Es fácil volverse complaciente con uno mismo cuando regresas a casa, por eso es tan importante ser extremadamente precavido. Después de quitar la tela de camuflaje, nos montamos en el coche y nos marchamos. Una vez más elegimos una ruta distinta a la de la ida.
Durante el trayecto me di cuenta de que había lo que parecía un bunker enemigo medio saliendo del suelo. Mientras conducía rodeándolo para evitarlo, el Humvee se atascó en la arena. Cuando traté de sacarlo, las ruedas se hundieron más, empeorando la situación.
Mientras tanto, empezaron a salir del bunker soldados iraquíes.
DJ y yo apuntamos nuestros CAR-15 hacia ellos.
Unos catorce se dirigieron a donde estábamos con sus manos en el aire. No veía ninguna amenaza en sus caras. Estaban sucios y apestaban. Su piel se apretaba sobre los huesos; no se podía saber cuánto tiempo habían estado sin comida. Se llevaban sus manos a la boca, el gesto internacional para referirse a ella. Durante la guerra algunos soldados iraquíes se habían rendido a equipos de cámaras, así de dispuestos estaban a luchar.
En el suelo había trapos que colgaban de los extremos de sus rifles para evitar que entrara la arena. Bajamos del vehículo y les dijimos que hicieran un agujero con las manos. Después les ordenamos que tiraran dentro sus armas. Cuando lo hicieron, aún parecían más asustados, como si esperaran que los fuéramos a ejecutar. Les hicimos señas para que cubrieran el agujero. Su temor remitió y obedecieron. Probablemente algunos de ellos tuvieran esposas y niños. La mayoría tenían más o menos mi edad. Sus vidas estaban completamente en mis manos. Me miraban como si fuera Zeus descendiendo del monte Olimpo.
Sentí pena por ellos y saqué dos MRE que había traído como raciones de emergencia para escape y evasión. Para catorce tipos no era mucha comida, pero se repartieron las dos raciones entre todos. Uno de ellos incluso se comió los chicles. «Bueno, en realidad es goma de mascar recubierta de azúcar, pero adelante. Noquéate a ti mismo». Les dimos la mayor parte de nuestra agua. Juntaron las manos e hicieron una reverencia de agradecimiento. Prudentemente no trataron de tocarnos o de invadir nuestro espacio personal.
El tenue brillo del sol comenzó a aparecer en el horizonte. Había llegado el momento de moverse. Les hicimos que pusieran las manos en la cabeza. Marqué la posición de nuestro Humvee en el GPS y me dirigí hacia allí mientras DJ me seguía como seguridad de retaguardia. Si un piloto nos hubiese sobrevolado y hubiese contemplado la escena le habría parecido extraño ver a solo dos soldados estadounidenses patrullando con catorce enemigos en medio del desierto. Parecíamos los dioses de la guerra. «Dos SEAL de la Marina capturan a catorce soldados iraquíes».
Cuando llegamos a la base la pregunta de Tom fue:
—¿Por qué demonios nos traéis a estos tipos?
—¿Y qué querías que hiciéramos con ellos?
—Quedároslos.
—No podemos quedárnoslos.
Pronto llegó nuestro helicóptero y en él nuestros prisioneros, que seguían haciendo reverencias de agradecimiento. El «helo» despegó y nos llevó de vuelta al John F. Kennedy.
En el BUD/S, y hasta ese momento, tenía la idea de que cualquiera al que combatiera era un mal tipo. «Éramos» moralmente superiores a «ellos». El lenguaje que utilizaba hacía que el asesinato fuera más respetable: «desechos», «eliminar», «quitar», «desPachár», «deshacerse»… En el Ejército los bombardeos son «ataques quirúrgicos limpios» y las muertes de civiles son «daños colaterales». Seguir órdenes implica liberarme de las responsabilidades y las coloca en una autoridad superior. Cuando bombardeé el complejo, diluí aún más la responsabilidad personal al compartir la tarea: marqué el objetivo, DJ lo transmitió por radio al barco y alguien más apretó el botón que lanzó el misil. No es infrecuente que los combatientes deshumanicen al enemigo: los iraquíes se convirtieron en «cabezas de trapo» y en «jinetes de camellos». En la cultura de la guerra la línea entre víctimas y agresores puede volverse difusa. Todas esas cosas me ayudaban a hacer mi trabajo, pero también amenazaban con cegarme ante la humanidad de mi enemigo.
Por supuesto, los SEAL se entrenan para desarrollar el nivel apropiado de violencia que requiere la situación, aumentándolo o disminuyéndolo como si fuera el conmutador de un interruptor. No siempre quieres que las bombillas brillen tanto. A veces sí. Ese interruptor sigue estando dentro de mí. No quiero, pero puedo aumentar la intensidad si es necesario. Sin embargo, el entrenamiento no me preparó para ver la humanidad en aquellos catorce hombres. Es algo para lo que necesitas estar en combate real. No en combate simulado. Quizá les podría haber descerrajado un tiro en cada uno de los cráneos y fanfarronear sobre cuántas muertes confirmadas tenía en mi haber. Algunos tienen ese concepto de los SEAL como máquinas de matar descerebradas e iracundas. «Oh, eres un asesino». No me gusta. No lo suscribo. La mayoría de los SEAL saben que si puedes llevar a cabo una «op» sin pérdidas humanas, es una «op» estupenda.
Al ver a esos catorce hombres me di cuenta de que no eran malos tipos. Simplemente eran unos pobres hijos de puta que estaban medio muertos, mal equipados, sin armas, sin pistas y que seguían a algún loco que había decidido que quería invadir otro país. Si no seguían al loco, la Guardia Republicana les ejecutaría. Sospechaba que habían perdido la voluntad de luchar. Quizá ni siquiera la habían tenido inicialmente.
Eran seres humanos como yo. Descubrí mi humanidad y la de otros. Fue un punto de inflexión para mí —fue cuando maduré—. Mis criterios sobre lo que era bueno o malo en combate se clarificaron, siendo definidos por lo que había hecho y por lo que no había hecho. Les di comida y les llevé a un lugar más seguro. No les maté. Tanto si estás ganando como si estás perdiendo, la guerra es el infierno.
De vuelta a bordo del Kennedy mis ojos se habían abierto de par en par. Iba con pantalones cortos y una camiseta, estaba sentado en una silla y limpiaba mi rifle. Pensé en cómo había visto a mi enemigo de cerca y sabía que podía igualarle y superarle en una escala de uso de la fuerza. Es más, me di cuenta de que es importante entender que nuestros enemigos son humanos.
La Tormenta del Desierto solo duró cuarenta y tres días. Estábamos furiosos por no haber ido a Bagdad y rematarlo. El Kennedy atracó en Egipto, donde bajamos todo nuestro equipo y nos registramos en un resort de vacaciones de cinco estrellas, en Hurghada. Como no era temporada alta, y con la reciente guerra, éramos los únicos clientes. Durante la cena nuestro jefe de pelotón llegó y me dio una palmada en la espalda. «Felicidades, Wasdin, ya eres de Primera clase». Me habían ascendido de E-5 a E-6. La vida era bastante buena para Howard. Esperamos dos semanas para coger un vuelo de vuelta a Machrihanish, en Escocia, para terminar nuestro despliegue de seis meses.
No tuve recuerdos recurrentes, pesadillas, problemas de sueño, falta de concentración, depresión o desvalorización propia por haber matado por primera vez —al haber visto al soldado de la torre de vigilancia del complejo de la OLP volar por los aires y aterrizar en el suelo sin vida—. Parece que ese tipo de sentimientos son menos frecuentes entre los tipos de operaciones especiales. Quizá la mayoría de las personas susceptibles de ese tipo de estrés ya fueron descartadas durante el BUD/S, y quizá los altos niveles de estrés de nuestro entrenamiento nos preparan para los altos niveles de estrés de la guerra. Comencé a controlar mis pensamientos, emociones y dolor a edad temprana —era cuestión de supervivencia—, lo que me ayudó a hacer frente a los desafíos en los Teams. Había superado el trauma de la dureza de mi padre, la Semana del Infierno, y otras experiencias, y había superado la guerra.
Aunque tenía una preocupación moral por haber matado por primera vez. Me inquietaba haber hecho lo correcto. En televisión y en los videojuegos puede parecer que matar no es gran cosa. Sin embargo, había tomado la decisión de acabar con la vida de alguien. Las personas que matara nunca volverían a ver a sus familias. Nunca volverían a comer o a usar el baño. No volverían a respirar. Les habría quitado todo lo que tenían o pudieran llegar a tener. Para mí sí era gran cosa. Era algo que no me tomaba a la ligera. Incluso ahora sigo sin tomármelo a la ligera. Durante una visita a casa hablé con el hermano Ron:
—He matado en combate por primera vez. ¿Hice lo correcto?
—Has servido fielmente a tu país.
—¿Cómo va a afectarme en lo concerniente a la eternidad?
—No te afectará de manera negativa en tu eternidad.
Sus palabras me confortaron. Mi hermana pequeña, Sue Anne, que es terapeuta, estaba convencida de que tendría que pasarme algo malo. No cree que sea posible que funcione de la manera tan normal como lo hago sin reprimir algo. Ella simplemente no comprende que realmente estoy bien con mis decisiones y mi paz mental.
Hay pocos secretos entre los SEAL. Estamos constantemente cerca de los otros y los conocemos por dentro y por fuera. Yo sé el color del pelo de la hija de un SEAL, el número de pie de su mujer, y todo lo que pasa. Sabía más detalles sobre los tíos de lo que me hubiera gustado. También sabía los que querían probar con el Team Six.
Mancha, DJ, otros cuatros SEAL del Pelotón Foxtrot y yo entregamos nuestras solicitudes para entrar en el Team Six. Las de Mancha, DJ y mía fueron aceptadas, pero las de los otros no. Uno de los tipos estaba extremadamente cabreado porque había estado en el SEAL más que yo. Cuando el segundo del Team Six visitó nuestra unidad, nos entrevistó. Las probabilidades eran que solo uno de nosotros superaría las entrevistas y sería aceptado en la siguiente fase, pero los tres lo logramos, lo que significa que algunos otros Teams tuvieron un nivel de fracaso mayor.
Nos dieron un plazo de tiempo para presentarnos a las entrevistas, que solo se hacían una vez al año. En mayo me sometí a la investigación de antecedentes principal, en Dam Neck, Virginia, aunque normalmente el Six exigía que los candidatos hubiesen estado en el SEAL durante cinco años. Los SEAL estaban alineados para las entrevistas como si fueran niños en Disneylandia, esperando con ansia para subir a la Montaña Espacial. Tipos como nosotros habían volado desde Escocia. Otros desde California, Puerto Rico, Filipinas y otros lugares. Para algunos esta no era la primera vez que les entrevistaban.
En la sala mis entrevistadores eran mayoritariamente antiguos reclutas SEAL —operadores del Team Six reales—. Se comportaban de manera profesional. Me preguntaron mucho sobre mi percepción de las cosas y sobre los combates en los que había participado. «¿Cuáles son tus carencias?, ¿dónde tienes que trabajar?». Es difícil para un joven SEAL confesarlo todo ante esas preguntas. Si no puedes reconocerlo y no tienes la voluntad de trabajarlo, ¿cómo puedes pasar al siguiente nivel?
Uno de ellos trató de ponerme un tanto nervioso:
—¿Bebes mucho?
—No.
—Pero sí sales a beber con los chicos.
—Sí.
—Estás hasta arriba.
—No.
—¿Bebes mucho?
—No sé cómo contestar a esto de nuevo. Aparte de decir que siempre me controlo con la bebida. —No bebía con el objetivo de achisparme o emborracharme—. Si mis compañeros van a la ciudad y están bebiendo, el 90 por ciento de las veces voy para beber con ellos. Si tenemos algo que hacer, no bebemos. Así que no sé cómo contestar de nuevo a esa pregunta. No bebo para que me haga efecto. Bebo por camaradería.
Me sonrió irónicamente.
—De acuerdo.
Salí de la habitación preguntándome qué tal lo había hecho. El proceso de selección y entrevistas fue una experiencia increíble. Más tarde un superior salió y me dijo:
—Es la mejor entrevista que he visto nunca.
—Pero solo he estado en los Teams dos años y medio.
—Has tenido suficiente experiencia real. Estoy seguro de que eso jugará a tu favor.
Si no hubiera intervenido en la Tormenta del Desierto probablemente hubiera tenido que esperar otros dos años y medio.
Dos semanas después el capitán Norm Carley nos llamó a Mancha, a DJ y a mí a su despacho. Nos dio la fecha para empezar el Green Team, la selección y entrenamiento para convertirnos en operadores del Team Six.
—Felicidades. Siento veros marchar pero vais a volar en el Team Six.