Cuando me presenté en el Centro de Guerra Naval especial en Coronado, California, caminé sobre un berma de arena y vi el océano Pacífico por primera vez. Olas enormes que causaban estruendo al romper. «Mierda». Me tiré a las templadas aguas de California. No estaban templadas, especialmente en comparación con las aguas del golfo de Florida en las que me había entrenado. «Esto está helado». Salí más rápido de lo que me había tirado. «Me pregunto cuánto tiempo vamos a tener que pasar aquí dentro».
Durante los días que precedían al entrenamiento, el capitán SEAL Rick Knepper ayudaba a prepararnos con baños de madrugada en la piscina y calistenia en la playa a última hora de la tarde. El capitán parecía un cuarentón normal haciendo ejercicio con calma mientras nosotros gruñíamos y gemíamos. No parecía sudar.
El capitán no nos hablaba de sus experiencias en Vietnam. Tendríamos que enterarnos por otros. Había servido con el Team One, el pelotón Delta y el 2.° pelotón. Su pelotón había conocido Hon Tai, una isla grande en la bahía de Nha Trang. Desde la distancia la isla parecía una gran roca situada en el océano para que los pájaros se cagaran encima. Entonces dos vietcong, cansados de luchar y estar lejos de la familia, desertaron de la isla y comunicaron al servicio de inteligencia de Estados Unidos la existencia de un campo lleno de VC que ellos habían abandonado.
Al amparo de la oscuridad el pelotón del capitán Knepper, compuesto por siete SEAL, llegó en bote. Ni siquiera brillaba la luna. Su pelotón escaló un acantilado de más de cien metros. Después de llegar a la cima, descendieron hasta el campamento VC. El pelotón de siete hombres se dividió en dos equipos de fuego, quitándose las botas y caminando descalzos en busca de un pez gordo al que secuestrar. Al caminar descalzos no dejaban tras de sí reveladoras huellas de botas americanas en el suelo. También hacía que fuera más fácil detectar bombas trampa y sacar los pies descalzos del barro que con botas. Sin embargo, en el campamento los VC sorprendieron a los SEAL. Una granada aterrizó en el pie del teniente de corbeta Bob Kerrey. Explotó arrojándole contra las rocas y destrozándole la mitad inferior de su pierna. El teniente Kerrey se las arregló para avisar por radio al otro equipo de fuego. Cuando el equipo llegó, atraparon al VC en un fuego cruzado mortal. Cuatro VC trataron de escapar, pero los SEAL también les acribillaron.
Un médico militar SEAL perdió un ojo. Uno de los SEAL hizo un torniquete en la pierna de Kerrey.
El pelotón SEAL secuestró a varios peces gordos junto a tres bolsas grandes de documentos (incluyendo una lista de VC en la ciudad), armas y otros equipos. El teniente Kerrey continuó dirigiendo al capitán Knepper y a los otros del pelotón hasta que fueron evacuados. La inteligencia recibida de los documentos y los peces gordos proporcionaron información fundamental a las fuerzas aliadas en Vietnam. El teniente Kerrey recibió la Medalla al Honor y se convertiría en gobernador y senador de Nebraska.
Nuestros mentores estaban entre los mejores del negocio.
La primera mañana de adoctrinamiento en el BUD/S teníamos que repetir la prueba de revisión física. Después de una ducha fría y algunas flexiones, comenzamos con ella. Temeroso de no pasar la prueba de nado, di patadas y brazadas todo lo que pude. De alguna manera lo completé en el tiempo requerido. Después hicimos las flexiones, sentadillas, dominadas y las carreras. Uno de los tipos no aprobó; bajó la cabeza cuando los instructores le mandaron a hacer el equipaje. Esa noche los instructores del SEAL se pusieron delante de nosotros y se presentaron. Al final, el teniente Moore nos dijo que si queríamos podíamos abandonar saliendo fuera y tocando la campana tres veces.
—Esperaré —dijo el teniente Moore.
Pensé que se estaba marcando un farol, pero unos cuantos comenzaron a tocar la campana.
Algunos de mis compañeros eran impresionantes: un Iron Man triatleta, un jugador de fútbol americano universitario y otros. Una tarde en el cuartel me miré en el espejo. «Estos tipos son como caballos de carreras. ¿Qué coño estoy haciendo aquí?».
Al día siguiente, Iron Man tocó la campana. No podía entender por qué. Uno de nuestros primeros desarrollos de entrenamiento incluía la pista de obstáculos (pista O). Una noche un SEAL podía tener que salir de un submarino sumergido, agarrarse como si le fuera la vida mientras su zodiac saltaba por encima de las olas, escalar un acantilado, caminar encorvado a través de territorio enemigo hasta su objetivo, escalar un edificio de tres plantas, realizar su misión y salir pitando de allí. La pista O ayuda a preparar a un hombre para ese tipo de trabajo. También ha roto el cuello o la espalda de más de un recluta —la escalada hasta la cima del cargamento de 18 metros de altura es un mal momento para perder fuerza en el brazo—. Gran parte de nuestro entrenamiento era peligroso y las heridas habituales.
Formábamos en orden alfabético de nuestros apellidos. Yo estaba cerca del final, viendo como todo el mundo despegaba antes que yo. Cuando me llegaba el turno, despegaba como un misil de crucero. No podía entender por qué sobrepasaba a tanta gente.
Sin embargo, a mitad de camino, corrí hasta la parte baja de una torre de tres pisos. Salté y me agarré a la cornisa del segundo piso, después balanceé mis piernas hacia arriba. Entonces volví hacia abajo. Cuando seguí adelante buscando otros obstáculos me di cuenta de que alguien estaba atascado detrás de mí, en la torre de tres pisos. Allí estaba Mike W., que había jugado a fútbol americano en la Universidad de Alabama, con lágrimas de frustración cayéndole por la cara porque no podía llegar al tercer piso.
Con un deje de Georgia en su acento, el instructor Stoneclam gritó:
—Puedes correr arriba y abajo en un campo de fútbol americano universitario, pero no puedes subir a la cima de un obstáculo. ¡Eres un marica!
Me preguntaba qué coño pasaba con Mike W. Estaba en mucha mejor forma que yo. «¿No?». (Mike se dañaría gravemente la espalda, pero el capitán Bailey le tuvo por allí recibiendo tratamiento durante casi un año. Posteriormente se convirtió en un destacado oficial SEAL).
Algunos de los caballos de carreras eran los mayores llorones. Probablemente habían sido el número uno durante gran parte de su vida, y ahora, cuando tenían su primera experiencia adversa —al estilo del BUD/S— no podían soportarla.
«¿Qué coño no va bien con estas prima donnas?».
Aunque correr y nadar era duro para mí, la carrera de obstáculos se volvió una de mis pruebas favoritas. Bobby H. y yo siempre nos estábamos peleando por el número uno en el ranking. El instructor Stoneclam aconsejó a un estudiante:
—Mira cómo ataca Wasdin los obstáculos.
«Prefería estar haciendo eso que recogiendo sandías».
El peligro se había convertido en un compañero constante. Con peligro o sin él, uno de nuestros instructores siempre hablaba con el mismo tono monótono. En una clase del Centro de Guerra Naval especial, la bota del instructor Blah pisó una zodiac de caucho negro de cuatro metros de longitud que descansaba en el suelo frente a mi clase.
—Hoy voy a instruiros en el paso de olas. Esto es el IBS. Algunos lo llaman el Barco Chiquitito, y probablemente vosotros tendréis vuestro propio nombre de mascota para bautizarlo, pero la Marina lo llama bote hinchable pequeño. Lo tripularéis entre seis y ocho hombres de aproximadamente la misma altura. Esos hombres serán vuestra tripulación del bote.
Hizo un dibujo primitivo en la arena de la playa, el océano, y de hombres esquemáticos dispersos alrededor del IBS. Señaló los dibujos de los hombres dispersos en el océano.
—Éstos sois vosotros después de que una ola os haya barrido.
Dibujó un hombre en la playa.
—Éste es uno de vosotros después de que el mar os haya escupido. Y ¿sabéis qué? Lo siguiente que el océano va a escupir es el bote.
El instructor Blah utilizaba su borrador como un bote.
—Ahora el IBS de setenta y siete kilos está lleno de agua y pesa aproximadamente tanto como un coche pequeño y viene hacia ti en la playa. ¿Qué vas a hacer? Si estás de pie en una carretera y un coche pequeño corriendo viene hacia ti, ¿qué haces? ¿Tratas de correr más que él? Por supuesto que no. Te sales de la carretera. Lo mismo harás cuando el bote venga a toda velocidad hacia ti. Te saldrás del camino por el que llega. Correrás paralelo a la playa.
«Algunos de vosotros parecéis adormilados. ¡Todos vosotros tiradlos y echadlos!».
Después de las flexiones y de más instrucción, fuimos fuera, donde la luz del sol se había atenuado. Pronto estuvimos en nuestros botes frente al océano. Voluminosos salvavidas de fibra de kapok naranja cubrían nuestros uniformes de batalla (BDU). Atamos nuestros sombreros en los agujeros de los botones superiores de nuestras camisas con cuerda naranja. Cada uno de nosotros llevaba un remo como un rifle en la posición de descansen armas, esperando a que los líderes de nuestros botes regresasen de donde los instructores les estaban dando instrucciones.
Antes de que pasara mucho tiempo regresaron y nos dieron órdenes. Con el asa del bote en una mano y el remo en la otra, todos los equipos corrieron hacia el agua. Los perdedores pagarían con su carne. «Compensa ser ganador».
—¡Unos dentro! —llamó nuestro jefe de bote, Mike H.
Nuestros dos hombres de delante saltaron dentro del bote y comenzaron a remar.
Corrí con el agua llegándome por las rodillas.
—¡Doses dentro!
Otros dos saltaron y comenzaron a remar.
—¡Treses dentro!
Salté con el hombre de enfrente de mí y remamos. Mike saltó el último, utilizando su remo popa para gobernar.
—¡Golpe, golpe! —gritó.
Enfrente de nosotros se formó una ola de dos metros. Hundí mi remo a fondo y arrastré hacia atrás lo más fuerte que pude.
—¡Hundid, hundid, hundid! —gritó Mike.
Nuestro bote trepó por la cara de la ola. Vi uno de los otros botes saltar por encima del extremo de la ola. Nosotros no tuvimos tanta suerte. La ola nos levantó y nos tiró abajo, embutiéndonos entre nuestro bote y el agua. Mientras el océano nos engullía, yo me tragué botas, remos y agua de mar fría. Me di cuenta de que «esto podía haberme matado».
Finalmente el océano nos escupió en la playa junto a la mayoría de las otras tripulaciones. Los instructores nos recibieron dejándonos caer. Con nuestras botas en los botes, las manos en la arena y la gravedad en contra nuestra, hicimos flexiones.
Entonces nos reunimos y volvimos a intentarlo —con más motivación y mejor trabajo en equipo—. Esta vez superamos las olas grandes.
De vuelta a la costa, un recluta con cara de niño de otro equipo de botes recogió su pala de la playa. Mientras se giraba para ponerse de frente al océano, un bote sin tripulantes lleno de agua le alcanzó de lado.
El instructor Blah gritó por el megáfono.
—¡Sal de ahí!
Cara de niño se alejó corriendo del bote, justo tal y como nos habían dicho los instructores que no hiciéramos. El miedo tiene un modo de convertir a los Einsteins en amebas.
«¡Corre paralelo a la playa! ¡Corre paralelo a la playa!».
Cara de niño continuó tratando de correr más deprisa que el bote. Éste salió del agua y se deslizó oblicuamente como un aerodeslizador sobre la arena dura y húmeda. Cuando se quedó sin arena dura y húmeda su impulso lo llevó sobre la arena blanda y seca hasta tumbar a Cara de niño. El instructor Blah, otros instructores y la ambulancia se precipitaron hacia el hombre herido.
El doctor, uno de los instructores del SEAL, comenzó los primeros auxilios. Nadie escuchó a Cara de niño quejarse del dolor. El bote le había roto el fémur.
Cuanto más avanzaba el entrenamiento, los peligros aumentaban. En entrenamientos posteriores, en lugar de aterrizar nuestros botes en la arena bajo el sol, aterrizaríamos de noche, sobre las rocas, enfrente del Hotel del Coronado mientras las corrientes oceánicas rompían sobre nosotros desde dos direcciones. Según la leyenda esas rocas eran una sola antes de que los adiestradores del BUD/S la rompieran con sus cabezas.
El sol permanecía enterrado en el horizonte en el otro lado de la calle mientras marchábamos a paso ligero a través de la Base Naval anfibia. Llevábamos los mismos uniformes verdes, cantábamos cadenciosamente, parecíamos confiados, pero la tensión en el aire se cortaba. «Si alguien va a morir este es el momento».
Llegamos a la piscina situada en el Edificio 164 y nos quedamos en nuestros bañadores UDT. Un instructor dijo:
—Esto os va a encantar. La prueba de ahogamiento es una de mis favoritas. Hundiros o nadar, bomboncitos.
Até mis pies juntos y mi compañero de nado me ató las manos a la espalda.
—Cuando dé la orden, el hombre atado se meterá en la parte más profunda de la piscina —dijo el instructor Stoneclam—. Tenéis que aparecer y desaparecer veinte veces, flotar durante cinco minutos, nadar hasta el extremo menos profundo de la piscina, dar la vuelta sin tocar el suelo, nadar hasta la parte profunda, dar una voltereta hacia delante y otra hacia atrás debajo del agua y recoger una máscara del fondo de la piscina con los dientes.
Para mí la parte más dura fue nadar toda la piscina y regresar con los pies atados juntos y las manos a la espalda. Tenía que dar vueltas como un delfín. «Incluso así, prefiero estar haciendo esto que me despierten de un sueño profundo y ser abofeteado».
Aunque yo cumplí, otros no. Perdimos a un tipo negro musculoso, porque su cuerpo era tan denso que simplemente se hundió como una roca al fondo de la piscina. Un médico militar se tiró al agua, pero en vez de nadar recto nadó describiendo una herradura. Un instructor le dijo:
—Nada recto. ¿Qué coño te pasa?
Descubrieron después que era casi ciego. Había falsificado su historial médico para entrar en el BUD/S.
Por cada tipo que hubiera hecho lo que fuera para entrar, había otros que querían salir. Stoneclam no les iba a dejar.
—¡Ahora no puedes abandonar! —gritaba el instructor Stoneclam—. Esto solo es Indoc. ¡El entrenamiento ni siquiera ha empezado aún! —Solamente estábamos en la fase de adoctrinamiento (Indoc).
Después de tres semanas de Indoc comenzamos la Primera fase, Preparación básica. Nuestro grupo siguió disminuyendo a causa de fallos de rendimiento, lesiones y abandonos. Me preguntaba cuánto tiempo podría continuar sin ser expulsado debido a un fallo de rendimiento o a una lesión. Por supuesto, la mayoría de los desarrollos eran una patada en la entrepierna, diseñados para castigarnos. Pobre del recluta que dejase que el sufrimiento se reflejara en su cara. Un instructor diría:
—¿No te ha gustado esto? Bien, entonces haz más.
Lo mismo ocurría con el recluta que no lo manifestaba.
—¿Te ha gustado esto? Aquí tienes otra patada en la entrepierna.
El tormento continuó a lo largo de todos los días —flexiones, carreras, dominadas, calistenia, flexiones, nadar, flexiones, pista O—, día tras día, semana tras semana. Corríamos casi dos kilómetros de ida solo para ir a comer. Si le sumábamos los del camino de vuelta y multiplicábamos por tres comidas, eso suponía casi doce kilómetros al día ¡solo para comer!
Nunca parecía que tuviéramos suficiente tiempo para recuperarnos antes de que el siguiente desarrollo nos sacudiera. Por encima de todo, los instructores nos hostigaban verbalmente. La mayoría de ellos no necesitaban levantar la voz para decirnos:
—La abuelita era lenta, pero era vieja.
Cada uno de nosotros parecía tener un talón de Aquiles —y los instructores destacaban en encontrarlo—. Los desarrollos más duros para mí eran las carreras cronometradas de seis kilómetros en la playa, llevando pantalones largos y botas para la jungla. Les tenía pavor. La arena blanda absorbía la energía de mis piernas, y las olas me atacaban cuando trataba de correr en la parte dura. Algunos salían corriendo los primeros, otros se quedaban en medio, y otros, como yo, nos quedábamos en la parte de atrás. Casi siempre, en la marca de tres kilómetros, en la valla de North Island, un instructor decía:
—Wasdin, te estás quedando atrás. Vas a tener que patalear a la vuelta.
Con cada carrera las exigencias de tiempo se volvieron más duras.
No conseguí llegar a tiempo en una carrera cronometrada de seis kilómetros por cuestión de segundos. Cuando todos los demás volvieron al cuartel, los cuatro o cinco que tampoco habían llegado a tiempo se unieron a mí para formar un pelotón de los torpes. Después de haber agotado casi todo lo que tenía dentro en la carrera, sabía que esto iba a ser una mierda. Esprintamos arriba y abajo en un sendero de arena, nos metimos en el agua fría y dimos vueltas tumbados sobre la arena hasta que nuestros cuerpos mojados parecían galletas de azúcar. La arena se me metió en los ojos, la nariz, las orejas y la boca. Hicimos el ejercicio consistente en ponerse de rodillas con las manos en el suelo y estirar alternativamente cada pierna hacia atrás, tandas de ocho de ejercicios de culturismo, y todo tipo de torturas acrobáticas hasta que la arena nos dejaba la piel mojada en carne viva y cada músculo de nuestros cuerpos se rompía. Era mi primer pelotón de los torpes, y el único que necesité. «Puede que muera en la próxima carrera cronometrada, pero no voy a volver a hacer esta mierda otra vez». Había un tipo que nadaba como un pez pero que acababa en el pelotón de los torpes una y otra vez por no mantener el ritmo en las carreras. Me pregunto cómo sobrevivió a todos los pelotones de los torpes.
En la Primera fase había una cosa en que era peor que en las carreras de seis kilómetros: la Semana del Infierno —lo mejor en «entrena a los mejores, deshazte del resto»—. Comenzaba a última hora de la noche del domingo con lo que se llama la fuga. Ametralladoras M-60 disparaban ráfagas al aire. Nos escurríamos del cuartel mientras un instructor nos gritaba:
«¡Moveos, moveos, moveos!».
Fuera, en la trituradora, una superficie asfaltada del tamaño de un pequeño aparcamiento, explotaban simuladores de artillería, un silbido de entrada seguido de un estruendo. Los M-60 seguían repiqueteando. Una máquina bombeaba un manto de niebla sobre la zona. Luces químicas verdes y varitas luminosas decoraban el perímetro exterior. Nos rociaban mangueras de agua. El olor de la cordita llenaba el aire. Los altavoces emitían Highway to Hell [Autopista al infierno) de AC/DC.
El terror cubría el rostro de muchos. Sus ojos parecían dos huevos fritos. Tan solo pocos minutos después de empezar comenzó a sonar la campana, la gente abandonaba. «No lo estarás diciendo en serio. ¿Qué coño está mal? Sí, los instructores corretean disparando con ametralladoras y con todo, pero todavía nadie me ha dado una bofetada o golpeado con el cinturón». No podía entender por qué la gente ya estaba abandonando. Por supuesto que mi dura infancia me había preparado para este momento. Más que físicamente, sabía que mentalmente había dominado el dolor y el trabajo duro, y sabía que podía controlar más. Las expectativas de mi padre de que tuviera un rendimiento alto provocaban mis propias expectativas de alto rendimiento. En mi mente creía firmemente que no abandonaría. No necesitaba expresar mi creencia con palabras; hablar no tiene valor. Mi creencia era real. Sin esa creencia fuerte, un renacuajo ya tendría garantizado su fracaso.
Un acontecimiento legendario de la Semana del Infierno tiene lugar en un embarcadero de acero donde la Marina atraca sus barcos pequeños. Nos quitamos las botas y metimos nuestros calcetines y cinturones dentro. Mis dedos estaban tan entumecidos y temblorosos que lo pasé mal quitándome las botas.
Con nuestros uniformes verde oliva nos metimos en la bahía sin salvavidas, zapatos o calcetines. Inmediatamente, me puse a hacer el muerto al tiempo que me desabrochaba la bragueta. Mientras seguía en esa postura, cuando necesitaba aire sacaba la cara del agua helada y cogía una rápida bocanada de oxígeno. Después volvía a mi posición boca abajo en el agua. Cuando empecé a hundirme demasiado, di un par de patadas. Mientras tanto me quité los pantalones y cerré la bragueta.
Até juntos los extremos de las perneras con un nudo marinero. Después, utilizando ambas manos, los agarré por la cintura y pataleé hasta que mi cuerpo se enderezó, poniéndose a flote. Levanté mis pantalones en el aire, los agité hacia adelante y hacia abajo en el agua, reteniendo aire en las perneras.
En la medida en que la parte superior de mi cuerpo se inclinaba sobre el valle de la V de mi dispositivo de flotación casero sentía alivio. Había estado tan preocupado por no ahogarme que se me había olvidado lo fría que estaba el agua. Ahora que no me ahogaba comencé a recordar el frío.
Algunos de nuestros chicos nadaron hasta el embarcadero. Tratamos de decirles que volvieran, pero ya habían tenido bastante. Ring, ring, ring.
El instructor Stoneclam dijo:
—Si algún otro toca la campana, el resto también puede salir del agua. Dentro de la ambulancia tenemos mantas y termos de café calientes.
Después de otra campanada, Stoneclam dijo:
—¡Todo el mundo fuera del agua!
—¡Hooya![1]
Nadamos hasta el embarcadero flotante de acero. El instructor Stoneclam dijo:
—Ahora quedaos en calzoncillos y tumbaos boca abajo en el embarcadero. Si no lleváis calzoncillos, vuestro traje de nacimiento es incluso mejor.
Me quedé en traje de nacimiento y me tumbé. Los instructores habían preparado el embarcadero pulverizándolo con agua. La madre naturaleza había preparado el embarcadero soplando viento helado.
Me sentía como si estuviera boca abajo en un bloque de hielo. Entonces los instructores nos rociaron con agua fría. Nuestros músculos se contrajeron como locos. Los espasmos eran incontrolables. Nos agitábamos en el embarcadero de acero como pescados fuera del agua.
Los instructores nos llevaron hasta las primeras fases de la hipotermia. Habría hecho prácticamente cualquier cosa para entrar en calor. Mike dijo:
—Lo siento tío, me meo.
—Está bien, tío. Mea aquí.
Orinó en mis manos.
—Oh, gracias, colega.
El calor era tan bueno.
La mayoría de la gente piensa que es asqueroso, obviamente nunca han sentido «realmente» frío.
El miércoles por la noche —a mitad de camino de la Semana del Infierno— fue el preciso momento en que pensé en abandonar. Los instructores no perdían el tiempo al principio de Lyon’s Lope, que recibía el nombre de un SEAL de Vietnam. Remamos con nuestro bote hinchable negro unos 230 metros hasta unos postes en la bahía de San Diego, pusimos el bote boca abajo, luego boca arriba (llamado «bote de basura»), remamos de vuelta a la costa, corrimos 800 metros solo con nuestros remos, los tiramos en la parte trasera de un camión, nos sentamos en la bahía para formar un ciempiés humano, remamos con la mano unos 350 metros, corrimos 550 metros, recogimos nuestros remos y los utilizamos para remar como un ciempiés 350 metros, tomamos nuestros botes y remamos con ellos hasta los pilones, después de vuelta a la costa. Todos padecimos hipotermia de segunda fase. En la primera fase se producen escalofríos de leves a graves con entumecimiento de las manos, la mayoría de la gente ha experimentado este tipo de hipotermia. En la segunda fase hay violentos escalofríos con confusión leve y tropezones. En la tercera fase la temperatura corporal desciende por debajo de 32 °C, los escalofríos desaparecen y la persona se convierte en un idiota que balbucea y trastabilla. No hay cuarta fase, solo la muerte. Los instructores calculaban la temperatura del aire y del agua, así como cuánto tiempo permanecíamos en ella con el fin de mantenernos lo más fríos posible sin causarnos daños permanentes o matarnos.
Solo había espacio para estar de pie en la campana. Mis compañeros de clase la tocaban como si Coronado estuviera ardiendo. Los instructores habían conducido las ambulancias marcha atrás y abierto las puertas. Dentro estaban sentados mis antiguos compañeros de clase envueltos en mantas de lana, bebiendo chocolate caliente. El instructor Stoneclam dijo:
—Ven aquí Wasdin. Estás casado, ¿no?
—Sí, instructor Stoneclam. —Sentía mis músculos demasiado agotados como para moverse, pero temblaban violentamente de todos modos.
—No necesitas esto. Ven conmigo. —Me llevó a la parte trasera de las ambulancias, de modo que podía sentir su aire caliente golpeándome en la cara—. Tómate una taza de este chocolate caliente.
La cogí con la mano. Estaba templada.
—Si hubiéramos querido que tuvieras mujer te hubiéramos dado una —explicó—. Vete allí y toca esa maldita campana. Acaba con esto. Te dejaré beber ese chocolate caliente. Entra en esa ambulancia templada. Envuélvete en una manta gruesa. Y no tendrás que soportar esto más.
Miré la campana. «Sería tan fácil. Todo lo que tengo que hacer es tirar de esa madre tres veces». Pensé en las ambulancias con calefacción, mantas y chocolate caliente. Entonces me contuve. «Un momento. No estoy pensando con claridad. Eso significa abandonar».
—Hooya, instructor Stoneclam. —Le devolví su chocolate caliente.
—Vuelve con tu clase.
Devolverle esa taza de chocolate caliente fue la cosa más dura que he hecho nunca. «Déjame volver y helarme mientras me patean los huevos algo más».
Mike H. y yo teníamos una tripulación de seis hombres antes de que los otros abandonaran. Ahora solo estábamos nosotros dos luchando por arrastrar nuestro bote, de casi 90 kilos de peso, de vuelta al complejo del BUD/S, con los instructores chillándonos porque íbamos demasiado despacio. Despotricamos contra los que habían abandonado. «Vosotros, lamentables pedazos de mierda». Cuando Mike y yo llegamos al complejo, seguíamos estando cabreados.
Mike y yo habíamos pasado de ser sus camaradas a despotricar contra ellos por abandonarnos. Es por eso por lo que el entrenamiento es tan brutal. Averiguar quién te apoya cuando se desatan todos los infiernos. Después del miércoles por la noche no recuerdo a nadie que abandonara.
A primera hora de la mañana del jueves me senté en el comedor. «Van a tener que matarme. Después de todo por lo que he pasado van a tener que cortarme en pedacitos y enviarme por correo a Wayne County, Georgia, porque ahora no voy a abandonar». Dentro de mí se produjo un clic. Ya no importaba lo que hiciéramos después. No me importaba. «Esto tiene que acabar en algún momento».
Privados del apoyo de nuestro entorno y del de nuestros propios cuerpos, la única cosa que nos sostenía era nuestra creencia en cumplir la misión, completar la Semana del Infierno. En psicología esta creencia se llama autoeficacia. Incluso cuando la misión parece imposible, es la fuerza de nuestra creencia la que hace que el éxito sea posible. La ausencia de esta creencia garantiza el fracaso. Una creencia fuerte en la misión alimenta nuestra habilidad para centrarnos, hacer un esfuerzo y persistir. Creer nos permite ver el objetivo (completar la Semana del Infierno) y trocear la meta en objetivos más manejables (consiguiéndolos uno a uno). Si la evolución es la carrera de botes, puede ser troceada en objetivos aún más pequeños, como remar. Creer nos permite buscar con empeño estrategias para lograr los objetivos, como usar los músculos más grandes de la espalda para remar en vez de los músculos más pequeños del antebrazo. Entonces, cuando la carrera ha terminado, pasar a la siguiente evolución. Pensar demasiado en lo que ha pasado y lo que va a pasar te desgasta. Vive el momento y tómatelo paso a paso.
El jueves por la noche solo habíamos dormido tres o cuatro horas en total desde el domingo por la tarde. El mundo de los sueños empezó a mezclarse con el real y alucinábamos. En el comedor, mientras los tipos daban cabezadas adelante y atrás frente a su comida y sus ojos se les cerraban por falta de sueño, un instructor dijo:
—Sabes, Wasdin, quiero que cojas este cuchillo para la mantequilla, vayas ahí y mates a ese ciervo de la esquina.
Despertándome lentamente de mi aturdimiento de harina de avena miré y, con toda seguridad, había un ciervo en el comedor. No caí en la cuenta de por qué el ciervo estaba en el comedor o cómo había llegado hasta allí. «Ahora tengo una misión». Lo aceché con mi cuchillo de Rambo y me preparé para mi salto mortal.
El instructor Stoneclam gritó:
—Wasdin, ¿qué estás haciendo?
—Preparándome para matar a ese ciervo, instructor Stoneclam.
—Mira bien, esto es un carrito para bandejas. Es con lo que transportan las bandejas de la cocina.
«¿Qué c…? ¿Cómo se ha convertido en un carrito para bandejas?».
—Anda idiota, siéntate y termina de comer —dijo el instructor Stoneclam.
Los instructores se carcajearon con la anécdota.
Posteriormente, Mike H., Bobby H., y el resto de nuestro equipo remamos desde el Centro de Guerra Naval especial hacia el sur hasta el parque Silver Strand State. Era como si estuviéramos remando hasta México, pero el viaje era solo de diez kilómetros. Rema, duerme, rema, duerme… De pronto Bobby golpeó el fondo del bote y chilló:
—¡Aaagh!
—¿Qué coño pasa? —pregunté.
—Una gran serpiente —gritó Bobby.
Le ayudamos a matar a la serpiente. «¡Serpiente!».
Un tipo paró.
—Eso es la bolina.
Estábamos golpeando el cabo que se utiliza para sujetar la parte delantera del bote.
Todos miramos la cuerda y recuperamos el sentido. Cinco minutos después Mike gritó:
—¡Aaagh!
—¿Ha vuelto la serpiente? —pregunté.
La luces de la ciudad brillaban en el cielo.
—He visto la cara de mi padre en las nubes —dijo Mike.
Miré hacia arriba. Como era de esperar, vi la cara de su padre en las nubes. Nunca había visto a su padre y no sabía qué cara tenía, pero la vi en las nubes.
Otro tipo de nuestra clase, Randy Clendening, era calvo. Por todas partes: cabeza, cejas, pestañas, sobacos, escroto, como una serpiente. De niño había comido unas bayas rojas y había tenido una fiebre tan alta que mató todos sus folículos capilares. (Cuando entró en el Team Two alguien le llamó Kemo, abreviatura de quimioterapia. Se quedó con el apodo). Durante la Semana del Infierno Randy resollaba y esputaba.
—¿Estás bien, Randy? —le pregunté.
—Los instructores acaban de decirme que tengo un carburador sucio.
—Guau, debe de ser una mierda tener el carburador sucio.
No se me había ocurrido que Randy tenía líquido en sus pulmones. Los instructores discutieron si pasarle a otra clase para que pudiera recuperarse, pero eso supondría volver a hacer la Semana del Infierno, y estábamos muy cerca de terminarla.
El viernes los instructores nos llevaron a la zona de olas. Nos sentamos frente al océano helado con nuestros brazos juntos, tratando de mantenernos unidos. El instructor Stoneclam estaba de pie en la playa hablando a nuestras espaldas.
—Ésta es la clase más corta que hemos visto nunca. Incluso no podéis tener a los oficiales en vuestra clase. —Los oficiales y los alistados realizan el mismo entrenamiento juntos—. No les habéis apoyado. No les habéis respaldado. Es culpa vuestra si ya no tenéis oficiales. En esta última evolución habéis tenido el tiempo más lento de la historia. Acabamos de recibir permiso del capitán Bailey para ampliar la Semana del Infierno un día más.
Miré a mi compañero de nado, Rodney. Parecía estar pensando quién era yo: «Maldita sea, vamos a tener que hacer esto otro día más. De acuerdo, habéis estado apretando todo este tiempo, para patearnos el culo un día más».
Otra persona, no recuerdo quién, no iba a cumplir otro día. Preferiría abandonar. Afortunadamente, no tuvo que hacerlo.
—¡Daos la vuelta y miradme cuando hablo con vosotros! —dijo el instructor Stoneclan.
Como un pelotón de zombis, dimos media vuelta.
Ahí estaba el oficial al mando, el capitán Larry Bailey. Había dirigido uno de los primeros pelotones del Team Two en Vietnam. También había ayudado a crear el Equipo de botes de asalto del SEAL (STAB).
—Felicidades, tíos. Cierro la Semana del Infierno.
Algunos saltaban de alegría —yo estaba demasiado dañado como para ese tipo de celebración—. Randy Clendening lloró con lágrimas de alivio; la había pasado con un principio de neumonía. Estaba allí con cara de bobo. «¿Qué estoy haciendo aquí?». Miré a mi alrededor. «¿Dónde iban todos?». Habíamos empezado con diez o doce tripulaciones de botes, cada una con seis u ocho hombres. Ahora solo quedábamos cuatro o cinco tripulaciones. «¿Por qué empezaron esos tipos la Semana del Infierno si sabían que no lo querían? No sabían que no querían».
El personal médico llevó a Randy directamente a la enfermería para oxigenarle. Al resto nos hicieron una revisión. Algunos tenían celulitis, la infección había pasado de los cortes hasta la parte profunda de la piel. Otros tenían dañada la banda de tejido por encima de la pelvis, de la cadera y de la rodilla, provocándoles síndrome de la banda iliotibial. Todos nosotros estábamos hinchados. El médico se agachó y apretó mis pantorrillas. Cuando apartó las manos vi las marcas de sus dedos impresas en mis piernas. También nos examinaron en busca de «bacterias carnívoras» (en realidad, las bacterias liberan toxinas que destruyen la piel y los músculos en vez de comérselos). Dado que las contusiones cubrían nuestros cuerpos, de la cabeza a los pies, éramos alimentos andantes para las bacterias asesinas.
Me di una ducha y bebí algo de Gatorade. En la parte de arriba de mi litera, en los barracones, estaba mi camiseta marrón. Un amigo me la había dado como regalo post-Semana del Infierno. Comprábamos nuestra propia ropa interior con la asignación para ropa, pero solo los que habían terminado la Semana del Infierno estaban autorizados a llevar la camiseta marrón. Tenerla me hizo muy feliz. Me tumbé y dormí. La gente nos seguía vigilando mientras dormíamos para asegurarse de que no nos tragábamos la lengua, nos ahogábamos con la saliva o simplemente dejábamos de respirar por la fatiga.
Al día siguiente me di la vuelta en la parte superior de mi litera y salté fuera, tal y como hacía siempre, pero mis piernas no funcionaban. Mi cara golpeó el suelo, haciéndome sangre en la nariz y el labio. Traté de llamar a Laura a cobro revertido, para que supiera que había superado la Semana del Infierno, pero cuando habló el operador mi voz no salía de mi boca. Pasaron unas cuantas horas antes de recuperar mi voz.
Un conductor nos llevó en una furgoneta al comedor. La gente nos ayudó a salir del vehículo. Mientras cojeábamos camino del comedor parecía que todos los ojos estaban puestos en nosotros. Éramos los que acabábamos de sobrevivir a «la semana». Había sido la semana más fría en veintitrés años; incluso en un momento determinado nos había caído granizo. Mientras comía miré a las mesas donde se sentaban los tipos que habían ido abandonando durante la Semana del Infierno. Evitaban el contacto visual.
Había suplicado a uno que no tocara la campana, pero nos abandonó a Mike y a mí para que lleváramos el bote solos. «Al menos podía haber esperado para abandonar a que hubiéramos transportado ese bote hasta el cuartel». Caminó hasta mi mesa:
—Lo siento, tío. Sé que os dejé tirados, pero simplemente no podía seguir.
Le miré.
—Fuera de mi vista.
El entrenamiento se reanudó lentamente, empezando con un montón de ejercicios de estiramiento. Después cogió velocidad. Los tiempos se hicieron más cortos. Las distancias aumentaron. Más natación, carreras normales y de obstáculos.
Las pruebas académicas continuaron. Antes de la Semana del Infierno nos habíamos centrado en materias como primeros auxilios y manejo de botes. Ahora lo hacíamos en reconocimiento hidrográfico. Los que nos habíamos alistado, como yo, teníamos que conseguir un resultado del 70 por ciento o más. Aunque habíamos perdido a todos nuestros oficiales, los baremos de los oficiales eran de 80 por ciento o más.
Una nueva evolución que teníamos que superar era la de nadar 50 metros bajo el agua. En la piscina, el instructor Stoneclam dijo:
—Todos vosotros tenéis que nadar 50 metros bajo el agua. Haréis un salto mortal en la piscina, por lo que nadie empezará saltando desde un trampolín, y cruzaréis a nado veinticinco metros. Tocad el extremo y nadar de vuelta otros veinticinco metros. Si subís a la superficie en cualquier momento habéis fracasado. No olvidéis nadar cerca del fondo. La mayor presión en vuestros pulmones os ayudará a mantener vuestra respiración más tiempo, por lo que podréis nadar más lejos.
Me puse en fila con el segundo grupo de cuatro estudiantes. Animamos al primer grupo. Algunos dijimos: «Desmayaos». Era una nueva manera de pensar que nos iba a influir en futuras actividades —llevar al cuerpo al límite de la inconsciencia.
Cuando llegó mi turno, hiperventilé para reducir el dióxido de carbono en mi cuerpo y disminuir el impulso de respirar. Durante mi salto mortal en la piscina perdí algo de aliento. Me orienté y nadé lo más profundo que pude. Después de nadar 25 metros, me dirigí hacia el otro extremo. Durante el giro mi pie había tocado la pared, pero no conseguí tomar impulso.
Mi garganta comenzó a convulsionarse mientras mis pulmones ansiaban el oxigeno. «Desmáyate». Nadé lo más fuerte que pude, pero mi cuerpo se frenaba. Los márgenes de mi visión comenzaron a hacerse grises, hasta que me encontré mirando mi meta a través de un túnel negro. Cuando noté que empezaba a desmayarme, realmente me sentí tranquilo. Si había tenido sentimientos persistentes respecto a ahogarme, ahora habían desaparecido. Traté de centrarme en la pared. Finalmente, mi mano la tocó. El instructor Stoneclam me agarró de la pretina de mi bañador y me ayudó a salir. Superé la prueba. Otros no tuvieron tanta suerte. Dos fracasaron en su segunda oportunidad y fueron expulsados del entrenamiento. (Nota: no practiques el buceo o aguantar la respiración en casa porque te «matará»).
Otra evolución importante posterior a la Semana del Infierno fue atar nudos bajo el agua. Llevando solo nuestros pantalones cortos de UDT, mi clase escaló por las escaleras exteriores hasta la cima de la torre de inmersión y entramos en ella. Dentro descendí hasta el agua templada. La profundidad era de 15 metros. Tenía que bucear 4,5 metros y hacer cinco nudos: de tejedor (de escota), bolina, ballestrinque, de ángulo recto (de vuelta redonda y dos cotes 1) y nudo llano. Éstos incluían algunos de los nudos que tendríamos que utilizar para demoliciones. Por ejemplo, el de tejedor puede ser utilizado para empalmar el extremo de la cuerda de detonación (det). Habíamos practicado estos nudos durante los pocos descansos que habíamos tenido, por lo que no tuve problemas en hacerlos, pero esta era la primera vez que los hacía a 4,5 metros de profundidad.
Podíamos hacer un nudo por cada una de las cinco zambullidas, pero pensé que cinco zambullidas serían demasiado cansadas. O una zambullida con cinco nudos —no creía que tuviera los pulmones preparados para eso—, o cualquier combinación que quisiéramos. Saludé al instructor Stoneclam, que llevaba ropa de buceo. «Petición respetuosa para anudar tejedor, bolina y ballestrinque». Aprobó la petición señalando con el pulgar hacia abajo, dándome permiso para descender. Hice el gesto con el pulgar hacia abajo, mostrándole que había entendido. Stoneclam volvió a hacerme el gesto, y yo realicé mi descenso de combate a 4,5 metros de profundidad, donde tenía que hacer los nudos en un raíl de tren atado a la pared. Hice tres nudos. Hice el signo de OK al instructor. Comprobó los nudos y me hizo a su vez el signo de OK. Los desaté y le hice el signo de pulgar hacia arriba. Respondió señalando con el pulgar hacia arriba y dándome permiso para ascender.
En mi segunda inmersión até los dos últimos nudos e hice al instructor Stoneclam el signo de OK. Ni siquiera parecía que mirara los nudos, mirándome fijamente a los ojos. Vi que me iba a crear problemas. Le hice el signo de pulgar hacia arriba para ascender pero siguió mirándome fijamente a los ojos. La profundidad ponía presión en mi pecho, y mi cuerpo se moría por respirar. Sabía qué es lo que estaba buscando, y no le iba a dar satisfacción. Los instructores del SEAL me habían enseñado bien. «Puedo ascender por mí mismo, o puedes sacar mi cuerpo a la superficie cuando me haya desmayado. Sea como sea». Sonrió y me hizo la señal de «subir» incluso antes de que me hubiese aproximado al desmayo. Quería salir disparado hacia arriba, pero no podía mostrar pánico, y salir disparado hacia arriba no es una buena táctica. Ascendí lo más lentamente que pude. Prueba superada. No todos mis compañeros de clase fueron tan afortunados, pero tendrían una segunda oportunidad.
En la Segunda fase, guerra terrestre, aprendimos infiltraciones encubiertas, eliminación de centinelas, manejo de agentes/guías, recopilación de información, secuestro de enemigos, búsquedas, manejo de prisioneros, tiro, voladuras, etc. De niño había aprendido a prestar atención a los detalles —asegurarme de que ninguna nuez quedaba en el suelo cuando mi padre volvía a casa me salvó de que me azotara el culo—. Ahora esa misma atención a los detalles me salvaría el culo de que me dispararan o de volar por los aires. La atención a los detalles es la razón por la que nunca he padecido un fallo en el paracaídas.
Nos convertimos en los primeros ocupantes del nuevo edificio del cuartel, justo bajando por la playa desde los apartamentos de varios millones de dólares de Coronado. Un sábado por la tarde estaba sentado en mi habitación abrillantando mis botas de combate para la jungla con Calisto, uno de los dos oficiales peruanos que estaban haciendo el BUD/S con nuestra clase. Tenían nuestro programa de entrenamientos, completo, con los días y horas. Calisto y su colega llevaban casi diez años actuando como SEAL, incluyendo «ops» en el mundo real. Nos dieron un montón de información sobre el entrenamiento.
Le pregunté:
—Si ya eres un SEAL peruano, ¿por qué estás haciendo esto otra vez?
—Tengo que venir aquí antes de convertirme en instructor de SEAL en Perú.
—Entiendo que os respetarán más y todo eso…
—No es respeto, es más dinero.
Su familia le había acompañado, y él pasaba con ellos los fines de semana en un apartamento del centro de la ciudad. Compraron un montón de vaqueros y los enviaron a casa. Me explicó que la cantidad de dinero que recibirían les cambiaría sus vidas.
Eran los dos únicos oficiales que quedaban en nuestra clase, pero como no eran estadounidenses no podían dirigirnos. Mike H., un E-5, dirigía nuestra clase. Él y yo teníamos el mismo rango, pero él era mayor que yo. No teníamos ningún «come pasteles» (oficiales). Los instructores que se habían alistado parecían disfrutar de ello.
En la isla de San Clemente serví como líder de pelotón y una vez llevé a mi pelotón a asaltar un objetivo equivocado. Calisto nos dirigió la siguiente vez. Era un excelente navegante terrestre. Atacamos a los instructores cuando aún estaban sentados alrededor de un fuego de campaña abriendo la boca. Nuestro pelotón les golpeó tan rápido que ni siquiera tenían preparados sus M-60. No les hizo gracia. Los instructores cambiaron nuestra ruta de «exfil» y nos hicieron atravesar un campo de cactus. Posteriormente los médicos militares tuvieron que venir con pinzas para quitarnos las espinas de las piernas.
Durante el parte, los instructores nos explicaron:
—Sentimos haber tenido que enviaros por otro camino, pero la ruta de «exfil» estaba en peligro.
Los instructores siempre eran los últimos en reír.
Corríamos antes de cada comida los días pares. Los días impares hacíamos dominadas. Un día el número de dominadas acababa de cambiar de diecinueve a veinte. Debí tener un lapsus porque solté la barra después de hacer diecinueve.
—Wasdin, ¿qué coño haces? —me preguntó un instructor—. Solo has hecho diecinueve.
No entendía lo que me estaba preguntando.
—El recuento de dominadas es veinte. Simplemente asegúrate de que sabes contar hasta veinte, baja y dame veinte.
Hice veinte dominadas.
—Ahora vuelve a la barra y dame mis veinte dominadas.
Eso no estaba sucediendo. Consiguió sacarme quizá tres o cuatro más antes de que mis brazos fallaran.
—Coge tu MRE y vete al mar.
Tuve que sentarme en el océano helado y comerme una ración de campaña (MRE) fría. Randy Clendening y otros se reunieron conmigo. Nuestras pelotas tiritaban de frío.
Randy tenía una sonrisa en la cara.
—¿De qué coño te ríes? —le pregunté—. Estamos hasta las tetillas en agua helada comiendo MRE fríos.
—Intenta hacer esto cada dos días. —Randy siempre superaba los esprints cronometrados, pero fallaba en las dominadas. Cada dos días se sentaba en el océano con agua hasta el pecho y comía MRE frío de desayuno, comida y cena. Le gustaba el programa mucho más que a mí.
Después de eso, me arriesgué a tener problemas con los instructores por meter a escondidas comida en el cuartel para él en días alternos. Otros tipos también escamoteaban comida para él. Siento el mayor de los respetos para tipos como Randy, que trabajan más duro que cualquier otro y de algún modo se las arreglan para terminar el BUD/S. Más que las gacelas que corrían por delante, más que los peces nadando al frente, más que los monos cimbreándose por la pista O, estos desamparados eran tipos duros.
Uno de los más famosos de estos desamparados era Thomas Norris, de la clase 45 del BUD/S. Norris quería entrar en el FBI, pero en lugar de eso fue llamado a filas. Entró en la Marina para convertirse en piloto, pero su vista le descalificó. Así, se presentó voluntario para el entrenamiento del SEAL, donde a menudo se quedaba entre los últimos en las carreras y la natación. Los instructores hablaron de hacer que abandonara el programa. Norris no se rindió y se convirtió en SEAL del Team Two.
En Vietnam, en abril de 1972, un avión de reconocimiento fue derribado muy en el interior del territorio enemigo, donde más de treinta mil NVA (miembros del Ejército norvietnamita) estaban preparándose para la ofensiva de Pascua. Solo sobrevivió un miembro de la tripulación. Esto precipitó el intento de rescate más oneroso de la guerra de Vietnam, con catorce soldados muertos, ocho aparatos derribados, dos rescatadores capturados, y otros dos más atrapados en territorio enemigo. Se decidió que era imposible un rescate aéreo.
El teniente Norris dirigió una patrulla de cinco vietnamitas del SEAL y localizó a uno de los pilotos del avión de reconocimiento y le llevó de vuelta a la base de operaciones avanzadas (FOB). El Ejército norvietnamita tomó represalias con un ataque de misiles contra el FOB, matando a dos de los SEAL vietnamitas y a otros.
Norris y los tres SEAL vietnamitas restantes fracasaron en un intento de rescatar al segundo piloto. Debido a lo imposible de la situación, dos de los SEAL vietnamitas no volvieron a presentarse voluntarios para cualquier otro intento de rescate. Norris decidió llevarlo a cabo con el SEAL vietnamita Nguyen Van Kiet, pero fracasaron.
El 12 de abril, unos diez días después del derribo del avión, Norris recibió un informe con la localización del piloto. Él y Kiet se disfrazaron de pescadores y llevaron su sampán río arriba en medio de la noche neblinosa. Localizaron al piloto al anochecer en la ribera del río, escondido tras la vegetación, le ayudaron a subirse al sampán, y le cubrieron con hojas de bambú y de plátano. Un grupo de soldados enemigos en tierra les descubrieron, pero no pudieron atravesar la espesa jungla tan rápido como Norris y su compañero remaban en el agua. Cuando el trío llegó cerca del FOB, una patrulla del Ejército norvietnamita les descubrió y disparó con ametralladoras pesadas. Norris solicitó un ataque aéreo para mantener ocupados a los enemigos y una pantalla de humo para cegarles. Norris y Kiet llevaron al piloto al FOB, donde Norris le practicó los primeros auxilios hasta que pudiera ser evacuado. El teniente Thomas Norris recibió la Medalla al Honor. Kiet recibió la Cruz de la Marina, la condecoración más alta que la Marina puede conceder a un extranjero. Sin embargo, este no fue el final de la historia de Norris.
Unos seis meses después volvió a encontrarse con las garras de la adversidad. El teniente Norris eligió al suboficial Michael Thornton (del Team One del SEAL) para una misión. Thornton seleccionó a dos SEAL vietnamitas, Dang y Quon. Un tembloroso oficial vietnamita, Tai, también fue asignado al equipo. Se vistieron con ropa negra, como la del VC, y llevaban AK-47 con muchas balas. El equipo condujo un junco de la Marina survietnamita (los buques de la Marina estadounidense no estaban disponibles) en dirección norte del mar de la China, echaron un bote de goma al agua desde el junco y patrullaron por tierra para reunir información. Norris patrulló la zona con Thornton como seguridad de retaguardia y los SEAL vietnamitas entre ellos. El junco les había llevado demasiado al norte, y durante su patrulla se dieron cuenta de que estaban en Vietnam del Norte. Mientras se ocultaban en su posición de amarre diurna, el oficial vietnamita del SEAL, sin consultar a Norris o a Thornton, ordenó a los dos SEAL vietnamitas que hicieran una operación, mal planificada, de secuestro de una patrulla de dos hombres. Los SEAL vietnamitas pelearon con los dos enemigos.
Thornton se precipitó y derribó a uno de ellos con la culata de su rifle, por lo que no pudo alertar al pueblo cercano. El otro enemigo escapó y dio el aviso a unos sesenta soldados del Ejército norvietnamita. Thornton dijo: «Tenemos problemas». Los SEAL ataron al enemigo derribado y después, cuando recuperó la conciencia, hicieron que Dang le interrogara.
Norris y Dang dispararon al enemigo que se acercaba. Entre medias, Norris utilizó la radio que llevaba Dang en la espalda para pedir fuego naval de apoyo: coordenadas, posiciones, tipo de proyectiles necesarios, etc. El operador de la Marina, en el otro extremo de la radio (su buque estaba bajo fuego enemigo en una batalla aparte), parecía nuevo en su trabajo, poco familiarizado con el apoyo a tropas terrestres. Norris cortó la comunicación para poder disparar a más enemigos. Cuando retomó la radio su llamada había sido transferida a otro barco, que también estaba bajo fuego enemigo y era incapaz de ayudarles. Norris y Dang retrocedieron mientras seguían disparando.
Thonton situó al teniente vietnamita en la retaguardia, mientras él y Quon defendían los flancos. Thornton mató a varios NVA, se puso a cubierto, se levantó en diferentes posiciones y mató a más soldados. Thornton sabía que el enemigo aparecía en el mismo lugar cada vez, pero ellos no sabían por dónde iba a aparecer Thornton y cuántos hombres había con él. Mientras maniobraba en retirada, Thornton disparó a través de la duna de arena detrás de la que se habían agachado los enemigos, eliminándoles.
Después de unas cinco horas de combate Norris contactó con un barco que podía ayudarles: el Newport News.
El enemigo lanzó una granada china a Thornton y este se la devolvió. El enemigo volvió a lanzar la misma granada. Thornton la devolvió otra vez. Cuando la granada regresó la siguiente vez Thornton excavó para protegerse. La granada explotó. Seis trozos de metralla alcanzaron la espalda de Thornton. Escuchó a Norris llamarle:
—¡Mike, hermano, Mike, hermano!
Thornton fingió que estaba muerto. Cuatro soldados enemigos se acercaron corriendo a la posición de Thornton. Mató a los cuatro, dos cayeron encima de él y los otros dos para atrás.
—¡Estoy bien! —dijo Thornton—. ¡Solo es metralla!
El enemigo se quedó en silencio. Ahora contaban con el 283 batallón del NVA para ayudarles a flanquear a los SEAL.
Los SEAL comenzaron a saltar como ranas. Norris cesó el fuego de apoyo para que Thornton, Quon y Tai pudieran retirarse. Después Thornton y su equipo harían lo mismo mientras Norris y Dang retrocedían. Norris acababa de adelantar un arma ligera antitanque (LAW) para disparar, cuando el AK-47 de un NVA le disparó en la cara, tumbándole en la duna. Norris trató de levantarse para seguir disparando, pero perdió el conocimiento.
Dang volvió hacia Thornton. Dos balas dieron en la radio que Dang llevaba en la espalda.
—¿Dónde está Tommy? —preguntó Thornton.
—Muerto.
—¿Estás seguro?
—Le dispararon en la cabeza.
—¿Estás seguro?
—Le he visto caer.
—Quédate aquí. Voy a volver a por Tommy.
—No, Mike. Muerto. NVA viene.
—Quedaos aquí todos.
Thornton corrió unos 500 metros hasta la posición de Norris a través de una lluvia de fuego enemigo. Varios NVA se acercaron al cuerpo de Norris. Thornton los derribó con su arma. Cuando llegó adonde estaba Norris, vio que la bala había entrado por un lado de su cabeza y había reventado la parte central de su frente. Estaba muerto. Thornton se echó su cuerpo sobre el hombro, como hacen los bomberos, y recogió el AK de Norris. Thornton ya había utilizado ocho granadas y los cohetes de su LAW y solo le quedaban uno o dos cargadores de munición. Parecía que también era el final para él.
De pronto apareció el primer proyectil del Newport News como si fuera un pequeño Volkswagen volando por el aire. Cuando explotó, arrojó a Thornton en una duna de nueve metros. El cuerpo de Norris pasó volando por encima de Thornton. Se levantó y caminó para recoger a Norris.
—Mike, hermano —dijo Norris.
—Hijo de puta. ¡Estás vivo!
Thornton sintió un nuevo arranque de energía cuando recogió a Norris, le colocó en sus hombros y salió corriendo. Dang y Quon le proporcionaron fuego de cobertura.
El proyectil del Newport News les había dado algo de tiempo, pero ese tiempo se había acabado. Los proyectiles enemigos volvían a caerles encima otra vez.
Thornton alcanzó la posición de Dang y Quon.
—¿Dónde está Tai?
Cuando Thornton regresó para recuperar a Norris, el tembloroso teniente vietnamita había desaparecido en el agua.
Thornton miró a los dos SEAL vietnamitas.
—Cuando grite uno, Quon realizará una base de fuego. Cuando grite dos, Dang hará lo mismo. Tres y yo también lo haré. Y retrocederemos dando saltos hacia el agua.
Disparando y retrocediendo, cuando Thornton alcanzó la orilla, cayó, sin darse cuenta de que había recibido un disparo en la pantorrilla izquierda. Cogió a Norris y lo acarreó bajo el brazo. En el agua sintió un movimiento para mantenerse a flote, y se dio cuenta de que tenía la cabeza de Norris debajo del agua. Thornton sacó la cabeza de su compañero del agua. El chaleco salvavidas de Norris estaba atado a su pierna, un procedimiento estándar del Team Two. Así, Thornton se quitó su propio chaleco y se lo puso a Norris, utilizándolo para mantener a flote a ambos.
Quon chapoteaba en el agua con el lado derecho de su cadera cercenado. Thornton le agarró, y Quon asió el salvavidas de Norris. Dang ayudó mientras daban patadas en el agua. Thornton podía ver las balas recorriendo el agua. Thornton rezó: «Dios mío, no dejes que ninguna de estas me alcance».
Norris volvió en sí. No podía ver al oficial vietnamita.
—¿Tenemos a todos?
Empujando a Thornton, y hundiéndolo, Norris se elevó lo suficiente como para ver al oficial vietnamita nadando a lo lejos en el mar. Después se volvió a desmayar.
Tras nadar alejándose del alcance de fuego del enemigo, Thornton y los dos SEAL vietnamitas vieron el Newport News; lo vieron alejándose, pensando que los SEAL estaban muertos.
—Nada hacia el sur —dijo Thornton. Colocó dos vendajes de combate de 10 x 10 cm en la cabeza de Norris, pero no pudo cubrir toda la herida. Norris estaba entrando en estado de shock.
Otro grupo de SEAL, que llevaban a cabo una búsqueda de desperdicios para sus compañeros, encontraron al teniente vietnamita y le pidieron información. Después encontraron a Thornton, Norris, Dang y Quon. Thornton avisó por radio al Newport News para que les recogieran.
Una vez a bordo del Newport News, Thornton llevó a Norris a la enfermería. El equipo médico limpió a Norris lo mejor que pudo, pero los doctores dijeron:
—No lo va a conseguir.
Norris fue enviado a Da Nang. Desde allí le llevaron a Filipinas.
Por sus acciones, Thornton recibió la Medalla al Honor. Ha sido la única vez que un poseedor de la Medalla al Honor ha rescatado a otro. Años después Thornton ayudaría a formar el Team Six del SEAL y serviría como uno de sus operadores.
Norris sobrevivió, demostrando que los médicos estaban equivocados. Fue transferido al Hospital Naval Militar de Bethesda, en Maryland. Durante los siguientes años se sometió a varias operaciones importantes, ya que había perdido parte del cráneo y un ojo. La Marina concedió a Norris el retiro, pero el único día fácil fue ayer. Norris volvió a su sueño de la infancia: convertirse en agente del FBI. En 1979 solicitó una dispensa por incapacidad. El director del FBI, William Webster, dijo:
—Si puedes aprobar los mismos exámenes que cualquier otro que pretenda entrar en esta organización, te eximiré por tus discapacidades.
Por supuesto, Norris aprobó.
Posteriormente, cuando servía en el FBI, Norris trató de convertirse en miembro del recién creado Equipo de Rescate de Rehenes (HRT), pero los contables y chupatintas del FBI no querían permitir que un hombre con un solo ojo formara parte de aquel equipo. El fundador del HRT, Danny Coulson, dijo:
—Probablemente tengamos que quedarnos con otro portador de la Medalla al Honor del Congreso con un ojo si lo solicita, pero me arriesgaré.
Norris se convirtió en jefe de un grupo de asalto. Después de veinte años en el FBI se jubiló. Fue el último en las carreras y nadó en el BUD/S, y solo tenía un ojo cuando ingresó en la Academia del FBI, pero Norris tenía fuego en las tripas.
Algunas leyendas son transmitidas a los reclutas, pero yo no sabría de Norris hasta después de convertirme en SEAL. En una comunidad tan pequeña y unida, la reputación de un SEAL, buena o mala, se difunde rápidamente. Esa reputación comienza en el BUD/S. Norris siguió siendo el desvalido durante sus carreras en los Teams y en el FBI. Ahora yo tenía que forjarme mi propia reputación.
Durante una de nuestras largas carreras, a mitad de camino del entrenamiento, en la isla, corrimos detrás de un camión en el que sonaba la música. Me vi a mí mismo realmente llevando el tridente del SEAL. «Una de dos, o vuelvo a casa en un ataúd o llevando el tridente. Voy a sobrevivir al entrenamiento». Fue como si una visión me hubiera abierto la mente. Fue la primera y única vez que conseguí la mejor nota como corredor. Muchos tipos consiguieron esa nota repetidamente. Yo tenía que fastidiarme cada vez que corría.
En la Tercera fase, la de buceo, aprendíamos navegación submarina y técnicas para sabotear barcos. Algunos de mis compañeros tenían problemas con la física de las inmersiones y la competencia en la piscina (pool comps). Yo tenía dificultades en mantenerme a flote con las bombonas puestas y con los dedos fuera del agua durante cinco minutos. Un instructor me gritó:
—¡Levanta ese otro dedo, Wasdin!
Así lo hice.
El BUD/S nos prepara para que creamos que podemos cumplir la misión —y a no rendirnos nunca—. Ningún SEAL ha sido nunca prisionero de guerra. El único entrenamiento explícito que recibimos en el BUD/S es cuidar de los demás, no dejar a nadie atrás. Una gran parte de nuestro entrenamiento táctico tiene que ver con retiradas, escape y evasión. Nos enseñan a ser mentalmente fuertes, entrenamos repetidamente hasta que nuestros músculos pueden reaccionar automáticamente. Al recordar, ahora me doy cuenta de que mi entrenamiento de la fortaleza mental empezó en una edad temprana. Nuestra planificación es meticulosa, como se ve en las sesiones informativas. En mis encuentros con el Ejército, la Marina, la Fuerza Aérea y los marines, solo he visto a la Delta Force informar igual de bien que nosotros.
El convencimiento de un SEAL en llevar a cabo la misión transciende el medio o los obstáculos físicos que amenazan con hacerle fracasar. A menudo pensamos que somos indestructibles. Siempre optimistas, incluso cuando nos superan en número y armamento, seguimos pensando que tenemos una oportunidad de salir vivos, y estar en casa a tiempo para cenar.
Sin embargo, a veces un SEAL no encuentra el camino de vuelta al Padre Océano y debe elegir entre luchar hasta la muerte o rendirse. Para muchos valientes guerreros es mejor tirar los dados y rendirse para poder vivir y luchar otro día —los SEAL sienten un increíble respeto por esos prisioneros de guerra (POW)—. No obstante, como SEAL, creemos que nuestra rendición significa darnos por vencidos, y darse por vencido nunca es una opción. No me gustaría ser utilizado como algún tipo de moneda de cambio contra Estados Unidos. No me gustaría morir de hambre en una jaula o que me cortaran la cabeza para algún video que se mostrara en internet alrededor del mundo. Mi actitud es que si el enemigo quiere matarme tendrá que hacerlo ahora. Despreciamos a los aspirantes a dictadores que quieren dominarnos —los SEAL llevan las riendas de su propio destino—. Nuestro mundo es una meritocracia en la que somos libres de abandonar en cualquier momento. Nuestras misiones son voluntarias; no puedo pensar en una misión que no lo fuera. El nuestro es un código no escrito: es mejor quemarse que apagarse, y hasta el último aliento nos llevaremos por delante tantos enemigos como podamos.
Laura y Blake, que era muy pequeño todavía, vinieron a mi graduación. Blake hizo repicar la campana por mí. Le dije:
—Nunca tendrás que ir al BUD/S porque ya has repicado.
Cuando fue adolescente quiso ser un SEAL, pero le convencí de que no lo hiciera. Media docena de personas de mi pueblo tenían hijos que querían ir al BUD/S. Convencí a todos ellos de que no lo hicieran. Si soy capaz de convencer a alguien de que no acuda, le estoy ahorrando tiempo, puesto que realmente no quiere hacerlo. Y si no puedo convencerle, quizá es que realmente sí quiere.
Después del BUD/S fuimos directamente al entrenamiento aerotransportado en Fort Benning, Georgia, sede de las escuelas aerotransportadas y de infantería del Ejército. El verano era tan cálido que nos tenían que rociar con agua dos o tres veces al día para refrescarnos. Incluso así la gente se seguía cayendo a causa de los golpes de calor y el agotamiento. Algunos de los soldados hablaban como si el entrenamiento fuera lo más duro del mundo. Pensaban que estaban convirtiéndose en algún tipo de fuerza combatiente de élite. Viniendo del BUD/S el entrenamiento aerotransportado era una broma.
—Esto no es duro —dije—. Hay mujeres aquí que han superado el entrenamiento.
Sentía que podíamos haber llevado a cabo sus dos semanas de «entrenamiento intensivo» en dos días.
Las normas del Ejército no permitían que los instructores obligaran a nadie a que hiciera más de diez flexiones. Un instructor de la aerotransportada era un «buen ex alumno» que siempre tenía una bola de tabaco de mascar Red Man en la boca. Nosotros los renacuajos hacíamos el vago con él queriendo hacer más flexiones.
—Dame diez, marinero —dijo.
Hicimos diez flexiones y nos pusimos de pie.
—Demonios, no. —Escupió su tabaco—. Demasiado fácil.
Nos agachamos e hicimos otras diez.
—Demonios, no. Demasiado fácil.
Hicimos otras diez.
Por la noche salíamos a beber hasta tarde. Para nosotros el entrenamiento aerotransportado era como estar de vacaciones.
West Point daba a elegir a los oficiales superiores a qué escuela acudir en verano. Algunos de los oficiales candidatos elegían la escuela aerotransportada. Dos o tres nos hubieran limpiado las botas si les hubiéramos contado las historias del BUD/S. Me sentía como un famoso. Hoy resulta extraño recordarlo. Había oficiales candidatos de la escuela más prestigiosa del Ejército que sacaban brillo a mis botas de alistamiento E-5 solo para que les contara historias del BUD/S. Todavía no era un SEAL y aún no había entrado en combate. Los tipos de West Point estaban fascinados por nuestros relatos. Pronto tuvimos que salir de las habitaciones para ir a una zona más grande por los muchos que querían escucharnos.
Al final del entrenamiento aerotransportado habíamos completado cinco saltos estáticos «tarugo en una cuerda», que quiere decir que el paracaídas se despliega automáticamente después de saltar del avión y no hay necesidad de tirar de ningún cordón de apertura. Fue real y divertido, pero ahora iba a comenzar la verdadera diversión.