Con veinte años, después de uno y medio de universidad, me había gastado lo que quedaba de mi dinero duramente ganado y no me podía permitir continuar en la universidad. En aquella época no había mucha ayuda financiera disponible, y estaba cansado de lavarme con jabón sobrante y harto de buscar monedas los jueves para poder disfrutar de una noche de «tres perritos calientes por un dólar» en la tienda de al lado. Decidí visitar a los reclutadores del Ejército del centro comercial de Brunswick, Georgia, con la esperanza de alistarme, ahorrar suficiente dinero y volver a la universidad. Un póster de un nadador con traje de neopreno, de Búsqueda y Rescate (SAR), colgaba fuera de la oficina de reclutamiento de la Marina. Posteriormente me alistaría para realizar eso precisamente.
Antes de embarcarme decidí casarme con Laura.
Mi madre tenía una petición:
—Habla antes con el hermano Ron.
Yo sabía que a nuestro predicador no le gustaba Laura. Sabía que no estaba de acuerdo con su religión mormona.
—No, mamá, no voy a hacer eso. No voy a hablar con el hermano Ron. La amo y me voy a casar con ella.
Leon entró en mi habitación y con ambas manos empujó mis hombros, echándome hacia atrás varios pasos. Ésa era su manera de reafirmar su dominio. Si le miraba o daba un paso adelante, lo interpretaría como un signo de agresión. Había aprendido a agachar la cabeza y quedarme detrás.
—Si no puedes escuchar a tu madre en lo referente a esto, ¡haces la maleta y te largas de mi casa!
No podía creer lo que estaba escuchando.
—Sí, he visto que me has mirado —dijo papá—. ¿Quieres probarme? Adelante, ponme a prueba. Te atravesaré como una dosis de sales.
Las sales de Epsom se utilizaban para el estreñimiento y esa era la manera del sur de Georgia de decir: «Te atravesaré como la mierda a un ganso». Acababa de amenazarme por última vez.
Me llevé lo que pude meter en una maleta pequeña. Tras llamar a casa de Laura, sus padres la mandaron a recogerme.
La familia de Laura actuaba de manera muy diferente a la mía. Los hijos y los padres «hablaban». Tenían conversaciones. Los padres eran agradables con los hijos. Su padre incluso les daba los buenos días. Esto me dejó anonadado. Eran cariñosos y afectuosos. Me gustaba su familia tanto como me gustaba Laura.
Sus padres me dejaron vivir con ellos hasta que pude encontrar un trabajo temporal en la construcción y un apartamento pequeño. Meses después de que me marchara de casa, Laura y yo nos casamos en su iglesia, el 16 de abril de 1983. Mis padres asistieron a regañadientes a la pequeña boda. Vivíamos en una ciudad donde les hubiera perjudicado el no acudir. Después de que Laura y yo nos intercambiáramos los votos, mi padre me dio un billete de cien dólares y la mano sin decir nada, ni «felicidades» ni «vete al infierno». No hace falta decir que no se quedaron hasta la tarta.
El beso con lengua y el hacer el amor me llegaron de forma natural. Hacer cosas como decirle que la amaba y agarrarla de la mano eran más difíciles. Estaba encendido o apagado, pero no había término medio. Carecía de un modelo para ser marido o padre. Papá nunca había pasado su brazo por la cintura de mamá o cogido su mano. Quizá lo hacía cuando yo no estaba cerca, pero yo nunca lo vi. La mayoría de sus conversaciones eran sobre el trabajo o nosotros, sus hijos.
El 6 de noviembre de 1983 llegué al campamento de entrenamiento de reclutas de la Marina en Orlando, Florida. Dos días después, todos nosotros teníamos la cabeza recién rapada y olíamos a tela vaquera. Cuando apagaron las luces, le dije al tío que estaba en la litera de debajo de mí:
—Eh, hoy ha sido mi cumpleaños.
—Sí, tío. Feliz cumpleaños.
No le importaba nada. A nadie le importaba. Era un pequeño baño de realidad.
La falta de disciplina y de respeto entre los reclutas me asombraba. Muchos se metieron en problemas por olvidar decir, «Sí, señor» o «No, señor». A mí me habían educado para que no olvidara mis modales ni la atención al detalle. Los tíos que hacían tareas extra —flexiones, decapar y encerar el suelo— parecían tarados. «Hacer la cama y doblar los calzoncillos no es tan complicado». A mí me habían educado para que hiciera la cama y doblara mis calzoncillos.
El comandante de la compañía y yo desarrollamos un vínculo; él había realizado el mismo trabajo como tripulante de búsqueda y rescate que yo quería llevar a cabo. Me puso a cargo de la mitad del cuartel. Después de terminar casi cuatro semanas de entrenamiento, un cuarto de los reclutas seguían teniendo problemas. No podía entenderlo.
Cualquiera que tuviera un problema serio tenía que ir a entrenamiento intensivo (IT). Le dije al comandante de mi compañía:
—Quiero ir a IT para ponerme en forma para la prueba física de la revisión médica de búsqueda y rescate, señor.
No recuerdo cuáles eran los requisitos para el SAR entonces, pero hoy en día los candidatos deben nadar 450 metros en 13 minutos, correr 2,4 km en 12,5 minutos, hacer 35 flexiones en 2 minutos y 50 abdominales en 2 minutos, y subir a pulso agarrado a una barra 2 veces. Si no pasaba, la prueba me quedaría sin el gran motivo por el que me había unido a la Marina, búsqueda y rescate.
El comandante de mi compañía me miró como si tuviera un champiñón creciendo en mi cabeza.
—Wasdin, ¿tú sabes lo que hacen en IT?
—Los tíos que se metieron en problemas me han dicho que hacen un montón de ejercicio. Se rió.
Después de la cena, llegué a IT y averigüé por qué se reía. El IT me rompió el culo. Hacíamos flexiones, sentadillas, instrucción sujetando los rifles por encima de nuestras cabezas, y mucho más. Miraba a izquierda y derecha; los hombres de ambos lados lloraban. «Esto es duro, pero ¿por qué lloran?». Yo había experimentado cosas mucho peores. El sudor y las lágrimas cubrían el suelo del gimnasio. Yo sudaba, pero no lloraba. Los que se encargaban del IT no sabían que me había presentado voluntario. Después de aparecer por allí durante una hora casi todas las tardes, siete, ocho, nueve veces, querían quitarme mis malos hábitos. Nunca les dije nada. Cuando me marché del campamento debieron pensar: «Wasdin era el mayor metepatas que ha pasado nunca por aquí».
Me presenté a la revisión médica de búsqueda y rescate. En la piscina vi a un tipo con una insignia desconocida en el pecho. En aquella época no sabía que era un SEAL de la Marina, y tampoco sabía lo que era un SEAL. La mayoría de la gente no lo sabía. El IT podía haberme ayudado a preparar la prueba de búsqueda y rescate, si no físicamente, sí mentalmente. Aprobé. Incluso así, solo confiaba en un 70 por ciento en que sería aceptado en una escuela para miembros de tripulaciones aéreas. «Mi destino está en manos de la Marina. ¿Qué trabajo me asignarán si no apruebo esto?».
Hacia el final del periodo de tres meses de entrenamiento, mi comandante de compañía de tripulantes de avión me mostró una sonrisa y me dio órdenes para acudir a la escuela de aviación. «Te veré en la flota», dijo. Aprobé. Fue el mejor día de mi vida. Laura vino a Florida para ver mi graduación del campamento y se quedó el fin de semana. Tenía que ir de uniforme incluso cuando estaba fuera de la base. Cuando estábamos cenando en un restaurante, una pareja nos regaló entradas para Disney World, y pagó nuestra cuenta al salir. Al día siguiente exploramos el Reino mágico.
No iba a haber alojamiento para matrimonios donde Laura pudiese vivir conmigo mientras estaba en la escuela de aviación de la Marina de Pensacola, Florida. Allí tenía que llevar uniformes de vuelo, y aprender cómo desplegar lanchas de salvamento desde un avión, correr una pista de obstáculos y boxear en los combates «de fumadores» de la Marina. Hacia el final de la formación de seis semanas asistí a un curso de entrenamiento de supervivencia que duraba una semana. Los instructores simularon que nuestro avión era derribado, y teníamos que sobrevivir: hacer nudos, cruzar un río y construir una tienda de campaña a partir de un paracaídas, con el mínimo de comida, como caldos y manzanas. Durante los últimos tres días del entrenamiento de supervivencia solo comimos lo que pudimos encontrar y estábamos dispuestos a meternos en la boca. Todavía no estaba preparado para comer larvas de gusanos.
Mi primer combate de boxeo fue la noche siguiente de volver del entrenamiento de supervivencia. Le dije al entrenador:
—He estado en el bosque durante tres días sin comer. ¿Crees que estaré bien?
—Demonios, sí. Este marine nos ha estado machacando. Necesitamos que subas ahí y luches. «Muchas gracias, colega».
Mis amigos Todd Mock y Bobby Powell vinieron a verme y a darme apoyo moral.
Todd estaba en una esquina. Le dije:
—Me hubiera gustado tener más tiempo para prepararme este combate.
—Simplemente, golpéale más de lo que él te golpee. «Gran consejo».
Los combates «de fumadores» eran de tres asaltos de tres minutos. No había tiempo para pasear, solo lo justo para descargar todo lo que tuvieras dentro en cada asalto. En el primer asalto sentí que el marine y yo estábamos más o menos igualados. En el segundo no reaccioné lo suficientemente rápido y me pilló un par de veces. «Me está superando». Sentía mis brazos débiles. Los guantes de medio kilo parecía que pesaban como veinte.
En el tercer asalto fui a chocar guantes con él, una cortesía silenciosa que los boxeadores muestran al otro al principio del último asalto. Alargué mi mano derecha y él me lanzó un golpe a traición. Me dolió. Oh, si dolió. Me derribó sobre la rodilla. Me levanté, pero tuve que recibir una cuenta de protección de ocho segundos.
No era Rocky, me daba miedo que me volviera a golpear. Después de la cuenta de protección de ocho segundos, salí golpeando al marine con todo lo que tenía, muerto de miedo, pensando que me iba a hacer daño de nuevo. Al final gané el combate. Los hinchas de la Marina se volvieron locos. Me senté en el taburete de mi esquina, agotado. Miré a Todd y le dije:
—Tú y Bobby vais a tener que ayudarme a salir de aquí.
Literalmente, me llevaron al aparcamiento y me metieron en el coche. Después de ayudarme a quitarme los guantes, me pusieron una sudadera y me llevaron en coche a un Wendy’s, donde comí. Luego, me llevaron al cuartel y me metieron en la cama.
A la mañana siguiente pensé que me pasaba algo malo. La cara se me había inflamado, y un ojo se me había cerrado de lo hinchado que estaba. El otro ojo estaba parcialmente cerrado. «¿Qué ha pasado?». Estuve enfermo tres o cuatro días. Afortunadamente, fue al final del periodo de entrenamiento y pude graduarme a tiempo.
A pesar de la separación, Laura y yo nos escribíamos cartas, y yo la llamaba. Vino a visitarme el fin de semana después de la graduación. Nuestra relación parecía que iba bien.
Después de la escuela de aviación, Todd, Bobby y yo nos mudamos al otro extremo de la calle y empezamos las doce semanas de la escuela de búsqueda y rescate. El lugar era intimidante: nombres en la pared, una piscina cubierta gigante, la puerta simulada de un helicóptero H-3, y los instructores de la SAR con sus pantalones cortos y sus camisetas azules.
«Tío, estos tipos son dioses».
La escuela de la SAR fue un desafío para mí. Nos sentíamos cómodos estando en el agua, saltando con todo nuestro equipo puesto, nadábamos hasta la grúa, enganchábamos a nuestro piloto a ella, encendíamos la bengala Mark-13 y simulábamos rescates.
Al final de la escuela, para mi prueba final, tenía que completar un supuesto rescate. Un piloto estaba sentado en su balsa. El otro permanecía boca abajo en el agua. En la enorme piscina cubierta saltaba desde la puerta simulada del helicóptero a la piscina y me hacía cargo del hombre tumbado boca abajo. El piloto en la balsa me gritaba:
—Eh, tío, ¡sácame de aquí! Está muerto. No te preocupes por él.
Cuando estiré la mano para tocar al piloto boca abajo, cobró vida y me agarró. Buceé a donde los ahogados no les gusta ir. Después de maniobrar a su alrededor, realicé una inspección de la columna vertebral del hombre: comprobé que ninguna cuerda del paracaídas hubiera rodeado su cuerpo. Parecía estar bien, por lo que empecé a nadar, pero no se movía. Lo inspeccioné de nuevo y descubrí una cuerda del paracaídas alrededor de sus dos piernas. Después de liberarle de la cuerda nadé con él hasta la balsa del otro hombre. El piloto de la balsa comenzó a gritar al que estaba en el agua:
—Es culpa tuya. La has fastidiado.
«No puedo poner a este piloto en la misma balsa que el piloto problemático». Después de inflar su dispositivo de flotación, le dejé en el agua atado a la balsa. Al subir a esta controlé al problemático. Le enganché a la grúa del helicóptero y le subí el primero. Luchó conmigo, por lo que tuve que pelear antes de subirle. Después me enganché yo con el piloto que estaba en el agua y subí con él.
De vuelta al vestuario algunos de mis compañeros de clase todavía no habían regresado. No se me había ocurrido que podían haber suspendido; seguía recuperándome de mi rescate. Cinco o seis instructores estaban de pie alrededor de mí.
—Wasdin, ¿qué has hecho mal?
«Mierda. Acabo de suspender y no tengo ni idea de por qué».
Cogieron un gancho, lo utilizaron para cortar la cuerda de un paracaídas, y rasgaron mi camiseta blanca.
Trataba de imaginarme qué se me había escapado.
—Felicidades, Wasdin. Acabas de superar la escuela de la SAR.
Me dieron mi camiseta azul y me tiraron a la piscina con mis colegas que estaban flotando. Todos ellos se partían el culo al ver mi cara de susto, habían pasado por lo mismo.
La graduación en la SAR fue más especial que el campamento o la escuela de aviación, porque el entrenamiento de la SAR supuso para mí un desafío físico y mental.
Después de la escuela de la SAR tuve aún más entrenamiento: guerra antisubmarina en Millington, Tennessee. Aunque seguía sin haber alojamiento para matrimonios, Laura y yo alquilamos un apartamento fuera de la base. Cuando se quedó embarazada, regresó a vivir con sus padres hasta que naciera el niño.
Entonces la Marina me asignó a un escuadrón de entrenamiento en Jacksonville, Florida, para encajar todo lo que había aprendido en aviación, SAR y guerra antisubmarina. Seguía en Jacksonville y recibía órdenes de mi primer destino real en el Escuadrón HS-7 —los «Perros polvorientos»—, asignado al portaaviones USS John F. Kennedy (CV-67). Aunque el Kennedy estaba estacionado en Norfolk, Virginia, mi escuadrón permanecería en Jacksonville, excepto cuando aquel se desplegara en alta mar.
En la mañana del 27 de febrero de 1985 Bobby Powell vino a mi habitación del cuartel y me dijo:
—Tu mujer está pariendo.
—Mierda —grité.
Se tardaban dos horas conduciendo desde Jacksonville hasta el hospital militar de Fort Stewart, Georgia. Llamé a la familia de Laura. Su padre contestó al teléfono:
—Ha tenido un niño —dijo.
Llevando aún mi uniforme de vuelo, conduje lo más rápido que pude. Todo iba bien hasta que estuve a unos veinte minutos del hospital. Las luces de la policía me enfocaron desde detrás; era la patrulla estatal de carreteras de Georgia.
Me hice a un lado y paré.
El oficial aparcó detrás de mí, salió del coche y se acercó hasta mi puerta.
—¿A dónde vas tan deprisa, hijo?
Nervioso y disgustado le expliqué:
—Mi mujer ha tenido un niño y yo iba al hospital, señor.
—Permiso de conducir.
Se lo entregué. Lo miró.
—Te diré una cosa. Te escoltaré hasta el hospital. Si llegamos allí y tu mujer realmente ha tenido un niño, te devuelvo el permiso. —Lo metió en el bolsillo de su camisa—. Si no es así, vas a dar un paseo conmigo.
Me escoltó hasta el aparcamiento del hospital, y después caminó conmigo hasta la habitación de Laura. Entre las visitas estaba mi madre, que seguía enfadada conmigo por haberme marchado de casa para casarme con Laura, pero entusiasmada con su nieto. El patrullero habló con ella.
Cogí a mi precioso bebé, Blake, por primera vez. Estaba tan orgulloso de ser padre, y un nadador de élite de la SAR. La vida era buena. Después de un rato me di cuenta de que el oficial había desaparecido.
—¿Dónde está el patrullero? Necesito que me devuelva mi permiso de conducir.
Mi madre me lo dio.
—El oficial me dijo que te felicitara.
Cuando Blake creció lo suficiente, él y Laura se mudaron a Jacksonville para reunirse conmigo.
El 6 de octubre de 1986 un submarino nuclear ruso de la clase Yankee (K-219) navegando frente a la costa de las Bermudas tuvo un fallo en el cierre de la escotilla de los misiles. Se filtró agua de mar y reaccionó con el residuo líquido del combustible del misil, provocando una explosión que mató a tres de sus tripulantes. El submarino avanzó con dificultad hacia Cuba. El cuerpo especial del John F. Kennedy envió mi helicóptero para seguir la pista del buque ruso. Habitualmente, se supone que debemos volar en un radio de aproximadamente cincuenta kilómetros de nuestro grupo de batalla de portaaviones, pero teníamos permiso especial para hacerlo más allá.
Llevaba mis botas, la parte de arriba de un traje de neopreno de manga corta, llamado shorty, y mis calzoncillos de algodón blanco, slips. La mayoría llevaban la parte de abajo del traje de neopreno, pero me arriesgué a tener que rescatar a alguien con mis slips. Por fuera llevaba mi traje de vuelo. Detectamos al submarino ruso con el sonar activo. Siguiéndolo de cerca estuvimos emitiendo señales sobre su parte trasera con pings (pulsos electromagnéticos) del sonar.
De pronto nuestro piloto dijo:
—Mira el indicador de temperatura de nuestro rotor principal de transmisión.
¡Dios mío!… Los engranajes estaban tan calientes como para desprenderse.
El piloto trató de llevarnos a planear justo antes de que cayéramos del cielo. No chocamos con el agua tan fuerte como esperábamos, pero lo hicimos lo suficientemente fuerte. «Socorro, socorro…».
Como primer nadador, me precipité hacia el copiloto para ayudarle a sujetar el ancla y lanzarla por la ventana. A continuación me aseguré de que el piloto y el copiloto salieran del aparato a través de la ventana de escape de la parte delantera. Entonces corrí a la parte trasera de la cabina del piloto, donde me aseguré de que el primer tripulante había salido por la puerta lateral. Me quité mi uniforme de vuelo y me puse las aletas, las gafas y el tubo de buceo. Finalmente, lancé la balsa fuera, la inflé y ayudé a subirse a los dos pilotos. El otro nadador de rescate era un tipo más viejo, cuarentón. En vez de inflar su salvavidas y nadar hacia la balsa, se agarró a un enfriador con todas sus fuerzas, alejándose despacio en el mar. Así que tuve que mantenerle a flote, devolverle a la balsa y subirle a ella. Me vino a la mente un pensamiento inquietante: «¿Qué voy a hacer si ese submarino ruso emerge debajo de nosotros?».
Un avión antisubmarinos, un S-3 Viking, sobrevoló nuestra posición. Su zumbido grave sonaba como si fuera un aspirador. El avión regresó a donde estábamos con un ángulo de 90 grados, probablemente tomando nota de nuestra posición. Treinta minutos después llegó un helicóptero. Cogí un marcador de color verde, que era como una pastilla de jabón, y lo esparcí en el agua alrededor de la balsa. Nos convertimos en un enorme objetivo verde fluorescente para que nos viera el helicóptero de rescate.
El helicóptero descendió lentamente, y les hice una señal para que no se lanzara su nadador. Coloqué en posición los visores del casco de los pilotos para protegerles de la punzante espuma de mar que levantaba el rotor del helicóptero. Entonces subí a todo el mundo en el montacargas de rescate, y lo hice yo mismo con el último tipo.
Después de la descarga de adrenalina del choque, rescatar al otro nadador, y subir a todo el mundo al montacargas, estaba agotado. En el helicóptero, mi colega Dan Rucker, también nadador de búsqueda y rescate, me felicitó con el pulgar levantado.
Nuestro helicóptero de rescate aterrizó en el portaaviones. Bajamos a la cubierta de despegue y todo el mundo vitoreaba, dándome palmaditas en la espalda, felicitándome por el rescate. Caminaba por la cubierta de despegue con mis aletas, parecía un héroe, excepto por mis slips. Ahora mis calzoncillos de algodón eran de color verde fluorescente. Todo mi cuerpo brillaba por el marcador verde fluorescente. Era muy embarazoso. Hubiera dado un millón de dólares por la parte de abajo de mi traje de neopreno. Posteriormente, con horror, otros y yo volvimos a ver toda la escena en el video del barco.
Un par de semanas antes de que venciese mi contrato de servicio activo con la Marina, me fijé en cinco tipos de una unidad de la que no había oído hablar hasta entonces: SEAL. Al pensarlo retrospectivamente me doy cuenta de que no eran un escuadrón estándar de siete u ocho hombres del SEAL. Parecían un equipo de operaciones de láser: dos indicadores de objetivo mediante láser, dos observadores y el teniente al mando, que probablemente también se encargaba de las comunicaciones. Estaban en nuestro amarradero de búsqueda y rescate, por lo que comencé a seguirles por todas partes haciéndoles preguntas sobre los SEAL.
Durante la segunda guerra mundial, los primeros buceadores de la Marina fueron entrenados para reconocimiento de playas de desembarco anfibio. Pronto aprendieron técnicas de demolición submarina para despejar obstáculos y fueron conocidos como Equipos de Demolición Submarina (UDT por su siglas en inglés). Durante la guerra de Corea los UDT evolucionaron y se adentraron en tierra, volando puentes y túneles.
Años después, tras detectar la insurgencia comunista en el sureste asiático, el presidente John F. Kennedy —que había servido en la Marina durante la segunda guerra mundial— y otros cargos en las fuerzas armadas entendieron la necesidad de tener soldados no convencionales. La Marina creó una unidad que podía operar desde mar, aire y tierra —SEAL— sacándola en gran medida de los UDT. El 1 de enero de 1962 nacieron el Team One del SEAL (Coronado, California) y el Team Two (Little Creek, Virginia).
Uno de los primeros SEAL fue Rudy Boesch, un neoyorquino y jefe de UDT-21. Con su pelo cortado perfectamente al cero, dirigió el entrenamiento físico (PT por sus siglas en inglés) del recién formado Team Two. En su placa de identificación, en el espacio para «Religión», estaba escrito «PT». Para mantenerse en forma, Rudy y los miembros de su equipo jugaban al fútbol durante horas —treinta y dos hombres en cada equipo—. Las piernas partidas eran habituales. Los SEAL utilizaban una gran variedad de tácticas para salir de las carreras de entrenamiento de Rudy, con excusas como ir al baño y no regresar o agacharse tras los arbustos durante ellas.
Rudy también ejercía como jefe del 10.° pelotón, que relevó al 7.° en My Tho, Vietnam, el 8 de abril de 1968. Después de una semana para enterarse de qué es lo que había estado haciendo, y saliendo a «ops» con el 7.° pelotón de los SEAL, el 10.° pelotón llevó a cabo lo suyo. Rudy llevaba una versión importada del Heckler & Koch 33 alemán. El rifle de asalto utilizaba la misma munición de.233 que el M-16 de uso habitual, pero era mucho más fácil de mantener en la jungla —¡y tenía cargadores de hasta cuarenta balas!—. Llevaba los cargadores grandes en las bolsas de un cinturón de un AK-47 chino, dos cananas alrededor de la parte baja de su espalda y otras dos alrededor del pecho, con los tres bolsillos más grandes colgando sobre su estómago. Rudy almacenaba su chaleco salvavidas UDT en uno de los bolsillos de sus pantalones.
El cometido de los SEAL era «atrapar y llevarse». Por la noche, Rudy y los miembros de su equipo se colaban sigilosamente en una choza y sacaban a un miembro del Vietcong (VC) de su hamaca. Le tapaban la boca y desaparecían con él. La mayoría de los VC tenían la suficiente cabeza como para no luchar contra los hombres con la cara pintada de verde que aparecían de noche. Los SEAL se lo entregaban a la CIA para que lo interrogara (los SEAL también utilizaban a la policía survietnamita para llevar a cabo los interrogatorios). Entonces Rudy y sus compañeros actuarían durante la tarde del día siguiente en base a esa información y atraparían a un VC que estuviera más alto en la cadena alimentaria. Uno de los prisioneros cambió de bando para unirse a los SEAL. El desertor ofreció llevar a los hombres con la cara verde a su siguiente objetivo. Los SEAL mantuvieron al frente como guía al VC que había cambiado de bando, haciéndole saber que si les llevaba a una emboscada, probablemente sería el primero en morir —y si el enemigo no le mataba, lo haría un SEAL—. Después de que el guía trabajara lo suficientemente duro como para conseguir la confianza de Rudy y los otros SEAL, le convirtieron en su explorador y le dieron un AK-47.
Con su explorador vietnamita, Rudy y otros seis SEAL salían de noche en una embarcación de desembarco mecanizada, apodada Bote Mike, cargada de armas —ametralladoras de calibre M-60 y 50, otra pequeña de calibre 7.62 y un mortero M-29—. Les dejaba en la costa y patrullaban durante dos kilómetros hasta que llegaban al dique de un arrozal. Rudy iba a la cola para asegurar la retaguardia. Entonces avanzaban lentamente en una superficie de agua de 20 centímetros de profundidad hasta que llegaban a un sendero. Los SEAL colocaban tres minas antipersona en dirección a éste, y se preparaban para emboscar un pelotón de ocho hombres del VC. Veinte minutos después, Rudy y los otros estaban luchando contra el sueño, cuando al menos ocho VC aparecieron en el sendero. Los SEAL estaban esperando a que todos los enemigos entrasen en la zona de la muerte cuando el hombre punta descubrió algunas huellas, se paró y avisó a los otros vietnamitas para que retrocedieran. «Hay alguien aquí». El explorador vietnamita de los SEAL disparó al hombre punta, y los de la cara verde lanzaron la emboscada. Dos mil cien bolas de acero saltaron de las minas en arcos de 60 grados. Los SEAL dispararon. La emboscada literalmente destrozó al enemigo. Cuando se despejó el humo, los comandos se precipitaron, recogieron las armas y buscaron los trozos de cuerpos esparcidos en busca de información. Mientras tanto, les llegaron disparos desde la oscuridad, había visitantes. Pronto aparecieron los fogonazos de los cañones de las armas. Los VC se estaban aproximando. Rudy y sus compañeros decidieron que había llegado el momento de largarse a toda pastilla y regresar al río. El hombre punta se convirtió en la seguridad de retaguardia, mientras que Rudy les dirigía chapoteando en el arrozal. Aumentó el volumen del fuego tras ellos. Habían alborotado el avispero. Rudy nunca había dirigido en Little Creek a un grupo de SEAL que estuviesen tan motivados. El responsable de la radio avisó al Bote Mike y dijo: «Lanzar morteros», solicitando el fuego de mortero previamente estipulado. El Bote Mike lanzó un proyectil de 81mm por encima de las cabezas de los SEAL que no alcanzó al enemigo. El responsable de la radio dijo que el siguiente proyectil se acercase a la retaguardia de los SEAL para dar una fuerte sorpresa al enemigo. Cuando los SEAL se acercaron al Bote Mike, este comenzó a disparar con todas sus armas al enemigo que les perseguía. El increíble poder de fuego trituró los árboles y los VC, silenciándolos. Los SEAL saltaron a bordo del Bote Mike y se alejaron por el río negro.
Al final de la guerra, los Team One y Two habían sido condecorados con 3 Medallas al Honor, 2 Cruces de la Marina, 42 Estrellas de Plata, 402 Estrellas de Bronce (una de ellas para Rudy) y otras muchas recompensas. Por cada SEAL muerto, ellos mataban a doscientos. A finales de los años setenta Rudy ayudó a la creación de Mobility Six (MOB Six), la unida contraterrorista del Team Two del SEAL.
Los SEAL del John F Kennedy probablemente estaban aburridos de mí, pero compartieron conmigo algunos de los cuentos de terror del entrenamiento BUD/S (Demolición Submarina Básica/SEAL). Me hablaron de paracaidismo, buceo, prácticas de tiro y hacer explotar cosas, y de pescar gambas en el delta. Trabajaban duro y jugaban duro. Había mucha camaradería. Uno de ellos me dijo que le habían destinado al BUD/S como incentivo para el reenganche. Me gustaba lo que habían experimentado.
Durante su despliegue de seis meses, el John F Kennedy hizo escala en Toulon, Francia, sede del portaaviones Charles de Gaulle. Tuve una conversación seria con el teniente SEAL sobre qué se necesitaba para convertirse en SEAL. Reengancharse o no reengancharse, era una moneda de cambio con la Marina demasiado importante como para desperdiciarla. Lo considero una intervención divina encontrarse con la persona adecuada en el momento adecuado. Acudí al camarote de mi oficial al mando y llamé a la puerta.
La tenía entreabierta.
—Comandante Christiansen, si puede destinarme al BUD/S antes de que termine mi contrato, me reengancharía, señor.
—Mueve el culo.
Abrió la puerta.
Entré y me puse delante de él. No se me había ocurrido que podía haber herido sus sentimientos. Pensaba que me había alistado en una unidad de élite, pero ahora sabía de otra unidad que era más elitista. No iba a quedarme satisfecho siguiendo donde estaba.
—No sabes lo que estás pidiendo. BUD/S no es lo que realmente quieres hacer. Coge el dinero, vuelve a casa y acaba tus estudios. No tienes ni idea de lo que hace falta para convertirse en un SEAL.
Pasó la mayor parte de una hora diciéndome la locura que le estaba pidiendo.
—Gracias, señor.
Todavía en Francia, tres días antes de que volviera a la vida civil, la mano derecha de mi oficial al mando, el segundo oficial (XO) me llamó.
—Has sido un gran tripulante y nos gustaría que te quedaras. ¿Qué tenemos que hacer para mantenerte en la Marina?
—Ya se lo dije al comandante Christiansen, señor. Si me pueden destinar al BUD/S, me reengancharé.
Fui a mi hotel, preparado para volar de vuelta a Estados Unidos y volver a ser un civil. El día antes de embarcar en mi vuelo de Air France, mi compañero Tim se presentó en mi habitación.
—Hemos recibido un teletipo esta mañana con tu destino para el BUD/S.
—Chorradas.
—En serio, el capitán me ha dicho que te lleve de vuelta al barco, para que te lo pueda decir él en persona.
—Me están tomando el pelo. Esto va a ser una especie de sorpresa de despedida.
Volví al barco y entré en el camarote donde se reunían los pilotos antes de volar; estaba lleno de pilotos, tripulantes y otros. Los oficiales de escuadrón se sentaban en asientos del tipo de los aviones de pasajeros. Encima de una mesa había una máquina de café y revistas. En el «Tablero de la guija» pequeños aviones señalaban la posición de cada avión en la cubierta de despegue. Un monitor en blanco y negro mostraba los aterrizajes en la cubierta. El oficial al mando me llamó para que fuera a la parte frontal. Me pasó mi destino en el BUD/S. Todo el mundo aplaudió y se despidió de mí.
El destino dependía de que pasara un examen físico para el BUD/S en Jacksonville. Volé de regreso a casa, Georgia, y Laura me llevó en coche hasta Florida. Durante los casi seis meses que había pasado en un portaaviones en misión, no había tenido mucho tiempo para nadar, excepto para rescatar a la tripulación de mi helicóptero estrellado. Antes de eso nadaba casi siempre con aletas. La prueba era sin aletas. Tampoco había practicado la brazada lateral y el nado a braza obligatorios en el entrenamiento del SEAL. Aunque no recuerdo los requisitos exactos de las pruebas físicas cuando los SEAL me las hicieron, actualmente son similares: nadar 460 metros en 12,5 minutos, descansar 10 minutos, 42 flexiones en 2 minutos, descansar 2 minutos, 50 sentadillas en 2 minutos, descansar 2 minutos, 6 dominadas antes de dejar la barra, descansar 10 minutos, correr 2,5 km llevando botas y pantalones, en 11,5 minutos.
Éramos doce los que mostramos nuestra identificación y papeleo. Después nos desnudamos, quedándonos con los bañadores. Estaba nervioso. Al oír el sonido de un silbato, nadamos. Cuando me acercaba al final de los 460 metros de nado, el SEAL me gritó el tiempo que faltaba. «Treinta segundos». Luchando para nadar contra cada segundo, finalmente llegué a la meta con solo quince segundos de sobra. Uno de los candidatos no fue tan afortunado.
Once de nosotros nos vestimos con camiseta, pantalones largos y botas. Hicimos nuestras flexiones y sentadillas. Nuevamente, pasé la prueba. Otros dos candidatos suspendieron.
Después de los dos minutos de descanso subí a la barra de las dominadas. El estrés del fracaso a veces puede provocar que las personas se derrumben. Superé la prueba, y otros dos fallaron.
Solo quedábamos siete. Cada actividad, por sí misma, no era tan difícil, pero hacerlas una detrás de otra «sí lo era». Fuimos a la pista de carreras. El SEAL nos deseó buena suerte. Pasé la prueba. Uno de los que quedaba, no. De los doce que habíamos empezado, solo quedábamos seis.
Los cortes no acababan aquí. Algunos de los candidatos no habían obtenido suficiente puntuación en la Batería de aptitudes vocacionales de las fuerzas armadas (ASVAB), el test de inteligencia que todos los reclutas potenciales hacen antes de entrar en el Ejército. Durante las pruebas dentales, médicas y en la cámara hiperbárica la mayoría de los candidatos fracasaban. Algunos no pasaban por tener mala vista o por ser daltónicos. Otros suspendían en la prueba de psicología. Un cuestionario de psicología hacía las mismas preguntas una y otra vez. No estaba seguro de si querían comprobar la fiabilidad de la prueba o mi paciencia. Una de las preguntas era: «¿Quieres ser diseñador de moda?». No sabía si los diseñadores de moda estaban locos o si yo estaba loco por no querer ser uno de ellos. También preguntaban: «¿Tienes pensamientos suicidas?». No antes de hacer esta prueba. «¿Te gusta Alicia en el país de las maravillas?». ¿Cómo podía saberlo? No lo había leído. El profeta Moisés hubiera suspendido el test psicológico: «¿Has tenido visiones?». «¿Tienes habilidades especiales?». Después de la prueba en papel me reuní con la psiquiatra y le dije lo que quería escuchar. Aprobé.
Para la prueba de presión hiperbárica, la cámara tenía el aspecto de un torpedo grande. Había oído que algunos tipos perdían los papeles durante la prueba —la claustrofobia, la presión del aire o ambas les afectaban—. Me metí dentro, me senté y me relajé: respiración lenta, latidos del corazón lentos. El oficial de inmersión selló la puerta. Descendí 3 metros, 6 metros. Podía sentir cómo aumentaba la presión del aire. A 9 metros ya estaba bostezando y tragando para tratar de aliviar algo la presión en mis oídos. La presión dentro de la cámara simulaba bucear hasta 18 metros y quedarse ahí. No había problema. Después de diez minutos a 18 metros de profundidad el oficial de inmersión alivió lentamente la presión dentro de la cámara hasta que volvió a ser normal.
—Buen trabajo —dijo el oficial.
De cientos de candidatos yo fui el único que superó todas las pruebas. Estaba más que entusiasmado.
Laura y yo volvimos a casa a tiempo para Acción de Gracias, y no tuve que presentarme al BUD/S hasta principios de enero. Era estupendo estar en casa con ella y Blake en vacaciones, sonriendo y riendo, comiendo pavo caliente con puré de patatas y salsa humeante. «El único día fácil fue ayer».