Cuando era niño tuve que soportar fuerzas que estaban más allá de mi control. Mi madre me tuvo cuando ella tenía dieciséis años —una niña que tenía un niño—, el 8 de noviembre de 1961, en la clínica libre Weems de Boynton Beach, en Florida. No se podía permitir un hospital privado. Fui sietemesino, tenía ojos color avellana y el pelo negro; solo pesé 1,4 kg. La clínica era tan pobre que no tenía una incubadora tan diminuta como la que yo necesitaba. Era tan pequeño, que cualquier cestito de bebé hubiera resultado demasiado grande para mí, por lo que mi madre literalmente me llevó a casa en una caja de zapatos. El moisés que había en casa también era demasiado grande, por lo que abrieron un cajón de uno de los tocadores, pusieron sábanas dentro, y ahí era donde yo dormía.
Mi madre, Millie Kirkman, tenía ascendencia escocesa y era tan testaruda como los ladrillos de una pared. No mostraba emociones y tampoco flexibilidad hacia la vida, y trabajaba duro todos los días en una fábrica de costura para ayudar a mantenernos a mis hermanas y a mí. Probablemente heredé su testarudez, su actitud extrema de «no renunciar si piensas que tienes razón».
Cuando tenía nueve años, me dijo que Ben Wilbanks, mi padre biológico, había salido corriendo, abandonándonos. Le odié por ello.
El primer recuerdo que tengo de mi infancia es en West Palm Beach, Florida, cuando tenía cuatro años: fui despertado en mitad de la noche por un hombre enorme que apestaba a alcohol. Su nombre era Leon, y mi madre estaba saliendo con él. Lo había conocido cuando trabajaba de camarera en un bar de carretera.
Acababan de volver a casa. Leon me sacó de la parte de arriba de la litera, interrogándome sobre por qué había hecho algo mal ese día. Entonces me abofeteó, golpeándome en la cara, hasta el extremo de que podía saborear mi propia sangre. Ésa era la manera que tenía Leon de ayudar a mi madre a mantener a su hijo varón en el buen camino.
Eso fue solo el principio. No siempre ocurría de noche. Cada vez que Leon llegaba a casa decidía por su cuenta disciplinarme. Estaba aterrado, temiendo la siguiente cita de mamá —literalmente, temblaba—. Sentía como si el corazón se me fuera a salir del pecho. «¿Hasta dónde iba a llegar esta vez?». La paliza se podía producir cuando Leon llegaba a casa a buscar a mi madre, mientras ella se preparaba para salir, o cuando volvían. Leon no era quisquilloso sobre cuándo dármela.
Un día, después de la guardería, me marché. A propósito me subí en el autobús equivocado. «Ese tipo no va a volver a pegarme. Me voy de aquí». El autobús me llevó a algún sitio en el campo. No tenía ni idea de dónde estaba. Solo quedaban unos pocos niños en él cuando paró. Un niño se levantó. Le seguí fuera del autobús. El niño bajó a pie por un camino mugriento hasta su casa. En este punto no supe qué hacer —con cinco años no me había detenido mucho a pensarlo—. Bajé a pie por el camino mugriento hasta que llegué a la casa del final. Entonces esperé fuera sin saber qué hacer excepto mantenerme alejado del camino principal.
Después de un par de horas, un hombre y una mujer llegaron a la casa y me encontraron sentado en el porche trasero, fuera de la vista del camino principal. La mujer me preguntó:
—¿Cuál es tu nombre?
—Howard.
—Debes estar hambriento.
Me llevaron adentro y me dieron de comer.
Después la mujer dijo:
—Sabes, tenemos que localizar a tus padres. Llevarte a casa.
—No, no —dije—. Por favor, por favor, no llamen a mi madre. ¿Hay algún modo de que simplemente viva aquí con ustedes?
Rieron.
No sabía qué era tan gracioso, pero no les conté cuál era la situación. Volví a repetir:
—No, no llamen a mi madre. ¿Puedo simplemente vivir aquí con ustedes?
—No, cariño. No lo entiendes. Probablemente tu madre está muerta de preocupación. ¿Cuál es tu número de teléfono?
Francamente no lo sabía.
—¿Dónde vives?
Traté de decirles cómo llegar a mi casa de Lake Worth, en Florida, pero el autobús había tomado tantas carreteras serpenteantes y dado tantos giros que no podía acordarme. Finalmente me llevaron de vuelta al colegio. Allí encontraron a mi tío que me estaba buscando.
Mi plan de fuga había fracasado. Mentí a mi madre, diciéndole que había subido al autobús equivocado accidentalmente.
Uno o dos años más tarde mi madre se casó con Leon.
Poco después nos mudamos a Screven, Georgia, y fuimos a ver al juez allí. En el coche mi madre dijo: «Cuando veamos al juez, nos va a preguntar si quieres que Leon sea tu padre. Se supone que tienes que decir que sí». Leon era lo último en el mundo que quería tener en mi vida, pero sabía demasiado bien que era mejor que dijera que sí, porque si no lo hacía, probablemente me mataría cuando volviéramos a casa. Así que cumplí con mi deber.
Al día siguiente, antes de ir al colegio, mis padres me dijeron: «Diles en el colegio que ya no eres un Wilbanks, eres un Wasdin». Y así lo hice.
Ahora era su hijo adoptado, y tenía que ver a Leon todos los días. Cuando un león se aparea con una leona con cachorros, los mata. Leon no me mató, pero tenía que pagar por cualquier cosa que no hiciese de forma exactamente correcta. A veces, incluso cuando hacía las cosas bien, también pagaba.
Teníamos árboles de pacana en el jardín. Me tocaba recoger los pacanos. Leon era camionero, y cuando volvía a casa, si oía algún pacano reventar bajo sus ruedas, entonces sería mi culo el que reventaría. No importaba que se hubiesen caído después de que los hubiera recogido todos. Era culpa mía por no mostrar la adecuada diligencia.
Entonces, al volver a casa del colegio tenía que ir directo al dormitorio y tumbarme boca abajo en la cama, y Leon me golpeaba inmisericordemente con el cinturón.
Al día siguiente en el colegio, cuando necesitaba usar el baño tenía que despegar mis calzoncillos de la sangre y las costras de mi trasero para poder sentarme. Nunca me enfadé con Dios, pero a veces le pedía ayuda: «Dios, por favor, mata a Leon».
Después de mucho, llegó un momento en que cuando el cinturón de un hombre de 110 kilos cortaba la parte baja de mi espalda, mi trasero y mis piernas ya no tenía miedo. «Cálmate. Deja de temblar. No va a hacer que sea mejor ni peor. Simplemente, aguántalo». Literalmente, podía tumbarme en la cama, cerrarme y bloquear el dolor. Ese estado como de zombi cabreaba aún más a Leon.
Mi primera misión como francotirador llegó después de Navidad, cuando tenía siete años. Un chico de diez años llamado Gary, el matón del colegio, grande para su edad, que le había dado una paliza a uno de mis amigos. Esa tarde reuní a cuatro de mis colegas. Sabíamos que Gary era demasiado grande para nosotros si utilizábamos métodos convencionales, pero a la mayoría nos habían regalado pistolas de balines por Navidad.
—Traed vuestras armas mañana por la mañana —dije—. Esperaremos en el árbol que está al final del patio del recreo y le pillaremos cuando llegue al colegio.
Gary tenía que pasar por un camino estrecho que servía como cuello de botella natural. Al día siguiente le esperamos allí. Teníamos la ventaja táctica del número, la potencia de fuego y la situación elevada. Cuando Gary entró en la zona de muerte, dejamos que la padeciera. Se hubiera podido pensar que empezaría a correr después del primer disparo, pero no lo hizo, simplemente se quedó ahí, chillando como si le hubiera atacado un enjambre de abejas, agarrándose los hombros, la espalda y la cabeza. Siguió gritando. El señor Waters, uno de los profesores, corrió hacia nosotros insultándonos. Otro profesor nos gritaba para que bajáramos del árbol. Gary se había acurrucado en el suelo y había hiperventilado mientras gritaba. Me sentí mal por él, porque la sangre le chorreaba por la cabeza, donde le habían alcanzado la mayor parte de los balines, pero también sentía que se lo merecía por haber pegado a mi colega el día anterior. La camisa de Gary estaba pegada a su espalda. Un profesor sacó su pañuelo y le limpió la cara.
Nos mandaron que fuéramos al despacho del director. Nuestro agente del orden local se sentó, tratando de no reírse. Yo expliqué:
—Este chico es más grande que cualquiera de nosotros, y dio una paliza a Chris ayer.
No entendía qué es lo que habíamos hecho mal. Confiscaron nuestras armas y llamaron a nuestros padres. Por supuesto, mi padre me lo hizo pasar en grande cuando llegué a casa.
Años después, antes de convertirme en SEAL, volví a casa de permiso cuando estaba en la Marina, y me senté en el camión de Gary, que entonces conducía para mi padre. Él me preguntó:
—¿Te acuerdas cuando me disparasteis con las pistolas de balines?
Me sentí avergonzado.
—Sí, me acuerdo. Ya sabes, éramos niños.
—No, no, está bien. —Señaló su hombro izquierdo—. Toca justo aquí.
Toqué su hombro izquierdo, y noté un balín debajo de la piel.
—Cada cierto tiempo uno de esos se sale —dijo con total naturalidad—. A veces salen por la cabellera. Otras por el hombro.
—Lo siento mucho, tío.
Después nos tomamos un par de cervezas y nos reímos del asunto.
Cuando tenía ocho años regresé a Florida con Leon y algunos otros para hacer algo de venta ambulante, moviéndonos por ahí vendiendo productos en la parte trasera de una camioneta. Yo manejaba las ventas en la parte de atrás de la camioneta mientras un paleto alcohólico llamado Ralph Miller nos llevaba de aquí para allá. A menudo paraba en una licorería. «Me paro aquí para comprar zumo de tomate. ¿No os gusta el zumo de tomate?».
Compraba un bote de zumo de tomate para mí. Después comenzó a comprar un zumo de tomate light picante, mezclado con cebolla, apio, especias y un poco de jugo de almejas: Mott’s Clamato. Ralph bebía lo mismo.
Una vez, desde la parte de atrás de la furgoneta, eché un vistazo a hurtadillas hacia el compartimento del conductor. Ralph se abrió la cremallera de los pantalones y sacó una botella de vodka, mezclándola con su bebida de Clamato. «¿Qué tiene de divertido? Está estropeando un buen Clamatox».
Condujimos por algunas de las partes más peligrosas de la ciudad, vendiendo sandías y melones. Una vez en que nos detuvimos en una ciudad llamada Dania, dos tipos se acercaron a la parte de atrás de la furgoneta preguntando por el precio de nuestra mercancía. Uno de ellos cogió una sandía y la puso en su coche, luego se acercaron al compartimento del conductor como para pagar a Ralph.
¡Pum!
Me di la vuelta y vi al hombre apuntando con un revólver del.38 a Ralph. Su pierna estaba sangrando. Temblando, Ralph le pasó su billetera al hombre. El tipo de la pistola le preguntó:
—No pensabas que te iba a disparar, ¿verdad?
Me moví para bajarme de la camioneta.
El cómplice del de la pistola me dijo:
—Quédate ahí.
El de la pistola me apuntó.
Salté desde la puerta trasera fuera de la camioneta y me marché deprisa, esperando recibir un balazo en cualquier momento. Corrí tan deprisa que mi sombrero favorito de vaquero, de paja roja, que había comprado en la tienda de todo a cien de la Abuela Beulah, voló. Durante una fracción de segundo pensé en correr de vuelta para recuperarlo, pero decidí «Ese hombre me va a disparar si vuelvo».
Di la vuelta a un par de manzanas y me encontré a Ralph parado junto a una cabina telefónica frente a una tienda. Estaba tan feliz de que siguiera vivo. Llamó a una ambulancia.
La policía llegó poco después que la ambulancia. Al escuchar a los polis interrogar a Ralph, descubrí que había ofrecido a los dos matones darles el dinero, pero no su cartera. Fue entonces cuando le dispararon.
Mientras operaban a Ralph en el hospital, la policía me llevó a la comisaría de Dania. Los detectives me interrogaron, me llevaron a la escena del crimen y me hicieron explicar en detalle el incidente. Tenían a un sospechoso, pero se dieron cuenta de que yo era demasiado joven y estaba demasiado impresionado por lo ocurrido como para ser un testigo creíble.
Era la primera vez que estaba con hombres tan profesionales. Se tomaron su tiempo conmigo, me explicaron en qué consistía ser oficial de policía, y me dijeron lo que habían tenido que hacer para convertirse en uno de ellos.
Estaba asombrado. Un detective de narcóticos me mostró los diferentes tipos de drogas que habían sacado de las calles. Me enseñaron la comisaría y los sanitarios de al lado también me mostraron sus instalaciones. «Tío, es tan chulo». Los sanitarios incluso me dejaron bajar por la barra. Nunca los olvidaré.
Esa noche seguían sin poder localizar a mi padre, por lo que un detective me llevó a su casa para que la pasara allí. Su mujer me preguntó:
—¿Has comido algo?
No había comido nada desde el desayuno.
—No, señora.
—¿Tienes hambre?
—Un poco.
—De acuerdo, deja que te prepare algo. El detective dijo:
—Le llevamos a comisaría esta tarde, pero nadie pensó en darle de comer.
—¿No sabéis que es un chico en edad de crecer? Me sirvió un plato de comida.
Comí vorazmente. «Quizá podría vivir con esta gente para siempre…».
Después de comer me quedé dormido. Me despertaron a las cinco de la mañana siguiente. El detective me llevó a comisaría, donde papá y su hermano, el tío Carroll, me estaban esperando.
Los dos eran propietarios de un campo de sandías, donde yo había empezado a trabajar después del colegio y en verano. Con esos dos era todo trabajo. Cuando no estaban trabajando en su granja, conducían camiones. Cuando empecé a ayudar a la familia trayendo dinero a casa mi relación con papá, que había dejado de beber, mejoró.
En el sur de Georgia, donde la temperatura superaba los 38 grados y la humedad se acercaba al cien por cien, atravesaba los campos recogiendo sandías de quince kilos, y las colocaba en línea al borde de la carretera, para después lanzarlas a las camionetas. Uno de los tipos mayores iba marcha atrás con la camioneta hasta el tráiler de 18 ruedas, donde yo ayudaba a empaquetar las sandías en el camión. Después de cargar miles de sandías conducía el camión hasta Columbia, en Carolina del Sur, en la madrugada de la mañana siguiente para descargarlas y venderlas allí. Dormía un par de horas antes de volver.
Cuando teníamos una o dos horas libres, a veces íbamos de picnic toda la familia junta. En una de esas ocasiones aprendí por mi cuenta a nadar en las aguas lentas del río Little Satilla. No tenía ningún tipo de técnica, pero en el agua me sentía como en casa. Fuimos allí una serie de fines de semana: y nadábamos y pescábamos lubinas, carpas, chopa de pecho colorado y percas.
De vez en cuando, después de trabajar en la parcela de sandías, el equipo y yo íbamos a nadar a las aguas negras del lago Grace. Como resultado de todo el ácido tánico de los pinos y otra vegetación, tanto el Little Satilla como el lago Grace son tan negros en un día bueno que no puedes ver tus pies en el agua. En verano las libélulas cazan mosquitos. En los bosques circundantes las ardillas corretean y los patos y los pavos salvajes graznan. Esas aguas oscuras encierran una belleza misteriosa.
Cuando yo tenía trece o catorce años ya estaba dirigiendo el equipo del campo. Salía del lado del pueblo donde vivían los blancos y cruzaba las vías hacia los barrios donde lo hacían los negros. Elegía de quince a veinte personas, que serían las que iban a trabajar en el campo ese día y les conducía hacia el terreno, les organizaba y trabajaba a su lado, aunque me doblaban en tamaño.
Un día, después del trabajo, mi equipo de recogida de sandías y yo participamos en una competición para ver quién llegaba más lejos nadando bajo el agua partiendo del embarcadero del lago Grace. Los eventuales picnics familiares me habían proporcionado tiempo para mejorar mi forma. Como nadaba debajo de la superficie del agua marrón oscura, tragaba con la boca cerrada y dejaba salir un poco de aire. Cuando salí del agua, alguien dijo:
—Tienes que estar tirándote pedos. No hay manera de que tengas tanto aire en tus pulmones.
Momentos como ese eran excepcionales para mí. Eran los escasos momentos en que podía relajarme realmente y disfrutar. En alguna ocasión hicimos fogatas y hablamos durante la noche.
A papá no le importaba si pasábamos unas horas nadando o pescando, pero nunca fuimos a cazar. Mi padre me dejaba disparar con su arma de vez en cuando, pero cazar era un acontecimiento que duraba todo el día. Eso quitaría mucho tiempo al trabajo. Y el trabajo era su centro de atención. Si cometía un error o no trabajaba lo suficientemente duro, me pegaba.
En el primer ciclo de secundaria me hice daño en la pierna jugando al fútbol americano en clase de gimnasia. Uno de los entrenadores dijo:
—Deja que vea tu cadera.
Me bajó los calzoncillos para poder examinar mi cadera derecha. Vio el infierno que recorría mi cuerpo desde la parte baja de la espalda hasta la parte alta de las piernas, donde mi padre me había golpeado recientemente. El entrenador exclamó:
—¡Dios mío!
Después, me subió los calzoncillos y nunca volvió a decir una palabra. En aquella época, cualquier cosa que sucediera en casa se quedaba en casa. Recuerdo haberme sentido muy avergonzado de que alguien hubiera descubierto mi secreto.
A pesar de todo, yo quería a mis padres. No era culpa suya del todo que fueran incultos y que no supieran cómo educar a sus hijos. Era todo lo que podían hacer para poner la comida en la mesa y vestir a cuatro niños. En la pirámide de necesidades de Maslow, nunca subimos a la autorrealización, porque seguíamos estando en la parte baja —tratando de alimentarnos y vestirnos—. La mayor parte del tiempo mis padres no decían palabrotas. Eran temerosos de Dios. Mi madre nos llevaba a mis hermanas y a mí a la iglesia todos los domingos. No veían nada malo en sus habilidades de crianza.
Como era el hermano mayor, papá esperaba de mí que cuidara de mis hermanas, Rebecca, Tammy y Sue Anne. Tammy era la alborotadora bocazas que siempre decía gilipolleces. Desde la época en que empezó la escuela primaria había perdido la cuenta de cuántas veces había hablado de más y yo había tenido que defenderla. Cuando yo tenía diez años, fanfarroneó con uno de trece. Éste me robó el reloj, me puso los ojos morados y me rompió la nariz y un diente. Cuando volví a casa, mi padre era el hombre más orgulloso de la tierra. No importaba que Tammy hubiese hecho algo sin sentido y hubiera provocado una pelea. Parecía el cuerpo de un animal atropellado. Sin embargo, no tenía importancia lo mucho que ese chico me hubiera pegado; si yo no le hubiera hecho frente, mi padre me hubiera pegado más.
Con diecisiete años, el verano de mi penúltimo año de bachillerato, volví a casa una tarde después de trabajar todo el día en el campo de sandías, me duché, y me senté en el salón llevando solo unos calzoncillos. Un poco después, Tammy entró por la puerta chillando.
Mi pelo seguía estando mojado de la ducha.
—¿Qué es esto?
—Me duele la cabeza.
—¿Qué quieres decir con que te duele la cabeza, nena?
—Lo siento aquí mismo.
Palpé su cabeza. Tenía un nódulo en la parte superior.
—Estábamos jugando al voleibol en la iglesia. Cuando rematé la pelota, Timmy la cogió y me la tiró. Por eso se la devolví. Me agarró y me hizo una llave. Entonces me pinchó en la cabeza.
Me cabreé muchísimo. Ahora era como un toro que solo veía rojo. Estaba poseído. Salí corriendo de la casa, a través del porche, salté por encima de la verja y corrí una manzana hasta la primera iglesia baptista. Los niños y sus padres estaban saliendo de la iglesia de la escuela bíblica de verano. Los diáconos destacaban al frente. Localicé a Timmy, un chico de mi edad, el chico que había hecho daño a mi hermana pequeña.
Se dio la vuelta justo a tiempo de verme llegar.
—Howard, tenemos que hablar.
—Oh, no, no tenemos, eres un hijo de perra.
Le arañé en medio de la cara haciéndole una herida. Me puse encima de él, me senté a horcajadas en su parte superior y le di una paliza hasta dejarle medio muerto, desatando una tormenta de insultos. Lo único que podía ver en mi mente era a mi pequeña hermana llorando con un nódulo en la cabeza.
Un diácono trató de separarme del chico, pero tenía diecisiete años y había trabajado como un burro cada día de mi vida. Hicieron falta unos cuantos diáconos más para lograrlo.
Apareció el hermano Ron.
—Howard, para.
Yo creía en el hermano Ron y le miré. Era como la celebridad local.
Paré. El hermano Ron había exorcizado al demonio.
Desgraciadamente, el incidente inició una disputa familiar. El padre del chico era una especie de psicópata, y mi padre era un impulsivo que no reculaba ante nadie.
El psicópata condujo hasta mi casa.
Papá le recibió fuera.
—Si veo a ese bastardo hijo tuyo en algún sitio, no vuelve a casa —dijo el psicópata.
Papá entró en casa y cogió una escopeta. Mientras salía por la puerta principal, mi abuelo se unió a él fuera. Con mi abuelo estaba el hermano Ron. Papá estaba a punto de colocar una doble carga de perdigones en el culo del psicópata. El abuelo y el hermano Ron calmaron a papá.
Las siguientes semanas fueron tensas para mí, mirando por encima del hombro en busca de un adulto allí donde iba. Timmy también tenía dos hermanos. Reuní a mi pandilla para protegerme y no iba a ninguna parte solo.
El hermano Ron reunió a papá y al psicópata y tuvieron un encuentro pacífico del tipo «Venid a Jesús». Resultó que las cosas no habían ocurrido exactamente como la chistosa de mi hermana había contado. Tammy le había hecho algo a Timmy. Después él solo le había restregado la cabeza con el puño de manera juguetona; frotándole los nudillos. Yo me había imaginado un golpe mayor en su cabeza de lo que realmente había ocurrido. Nuestros padres coincidieron en dejar todo el asunto de lado.
Ahora sabía que iba a tener un problema gordo.
En vez de eso, papá dijo:
—Sabes, yo hubiera hecho exactamente lo mismo, aunque no hubiera maldecido tanto como tú en el jardín de la iglesia.
Llevé aquello como una medalla de honor. A pesar de todos los defectos de mi padre, proteger a su familia era importante para él, y yo respetaba su deseo de protegerme.
El hermano Ron era el pegamento que mantenía unida a la comunidad, y la comunidad me hizo ser quien soy.
Además del hermano Ron, otro hombre que influyó en mí fue el tío Carroll, el hermano mayor de papá. El tío Carroll no tenía un temperamento irascible. Puede que no hubiera recibido una buena educación, pero era inteligente, especialmente en el trato con la gente. El tío Carroll tenía amigos en todas partes. Me enseñó a conducir camiones, porque Leon no tenía paciencia para ello. Leon se enfadaba al primer error que cometía recogiendo sandías, conduciendo o haciendo cualquier cosa, sin importar el qué. El tío Carroll se tomaba su tiempo para explicar las cosas. Cuando estaba aprendiendo a conducir un camión pesado, Carroll decía:
—Bien, Howard, no, no deberías haber girado el eje justo ahí. Tienes que elevar un poco las revoluciones por minuto. Ahora reduce y vuelve a meter la marcha…
Estando cerca del tío Carroll aprendí un montón de habilidades. Leon y yo podíamos estar en un camión, conduciendo desde West Palm Beach, en Florida, y Screven, en Georgia —un trayecto de ocho horas— casi sin hablar. No teníamos conversación. Podía decir algo como: «¿Tienes que ir al baño?». A menos que tuviera que ver con funciones fisiológicas o buscar un sitio para comer, no hablábamos. Tanto mamá como papá nos decían: «Se supone que a los niños se les ve pero no se les oye». Y tampoco chismorrean. Si alguna vez estábamos fuera con otra gente y decíamos algo sin que nos hicieran una pregunta, cuando volvíamos a casa, sabíamos lo que nos esperaba. El tío Carroll era el único que me mostraba alguna vez algo de cariño. De vez en cuando me pasaba el brazo por los hombros si sabía que Leon me había estado persiguiendo implacablemente, tal y como solía hacer. Me daba apoyo moral, e incluso me decía alguna palabra amable de vez en cuando. Por encima de todo, el apoyo del tío Carroll era inestimable. Si estábamos en el camión, parábamos, entrábamos en un restaurante y comíamos: desayuno y almuerzo. Con Leon íbamos a un supermercado, comprábamos algo de salami y queso y nos hacíamos unos sandwiches en el camión mientras conducíamos —Leon no podía retrasarse—. Lo mejor era que el tío Carroll me transmitía palabras de ánimo. Su influencia fue tan importante como la del hermano Ron, quizá incluso mayor. Sin ellos podría haber abrigado pensamientos sombríos. Probablemente de suicidio.
Pasé los años del instituto como un obseso del cuerpo de entrenamiento de la reserva juvenil de la Fuerza Aérea (JROTC). Me encantaba el JROTC, con su disciplina, su estructura y su bonito uniforme. Siempre fui el cadete destacado: oficial de grado superior, comandante portaestandarte —me daba algo que hacer y en lo que destacar—. Me hizo ver la luz y aprendí que podía liderar con bastante facilidad.
Sin embargo, cuando se trataba de las chicas, había madurado tardíamente. En octubre, un mes antes de cumplir dieciocho años, pregunté a un amigo:
—¿En qué consiste toda esa historia del beso en la boca? ¿Qué hay que hacer?
—Howard, simplemente te acercas, pones tu boca en la suya, metes tu lengua dentro, y te dedicas a ello con ganas.
Necesitaba una cita para el baile militar del JROTC. Mi compañero del JROTC tenía una hermana llamada Dianne; todo el mundo la llamaba Dee Dee. En realidad, nunca me había fijado en ella, pero ahora pensaba que quizá podría acompañarme al baile. Asustado y avergonzado, le pregunté:
—¿Vendrías al baile militar conmigo?
Dijo que «Sí».
Después del baile, Dee Dee dijo:
—Vamos a la Luz fantasma.
La llevé al lugar donde la gente se solía enrollar desde hacía mucho tiempo, donde, según la leyenda, el fantasma de un viejo trabajador del ferrocarril decapitado caminaba por las vías buscando con su linterna.
Cuando aparcamos el coche, me quedé petrificado. «¿Cuándo pongo mis labios en los suyos? ¿Qué coño significa “meter la lengua dentro y dedicarme a ello con ganas”? ¿Doy vueltas en círculo? ¿Qué se supone que tengo que hacer?». Así que me convencí bastante a mí mismo de no hacerlo. Me giré para decirle a Dee Dee: «Sabes, mejor nos vamos a casa». Ya se había acercado para entrar a matar. Su cara estaba enfrente de la mía. Me dio mi primer beso con lengua. No hace falta decir que lo comprendí todo enseguida. «Esto no es física cuántica, y está bien». Salimos el resto del año escolar, hasta primavera.
El baile del colegio se acercaba, pero alguien ya le había pedido a Dee Dee que le acompañara. Durante la clase de economía doméstica le pedí a su amiga Laura que me acompañara al baile, nuestra primera cita. Laura tenía un buen cuerpo y pechos grandes. Después del baile, en el coche, nos besamos por primera vez. Bueno, en realidad me besó y yo no me resistí. Dado que había crecido en una familia que no mostraba cariño, su interés por mí significaba mucho.
Cuando pienso en mis años adolescentes, no puedo recordar mi primera «op» de vigilancia. No hay mucho que hacer en Screven, Georgia, por lo que a veces teníamos que crear nuestra propia diversión. Un viernes por la noche, Greg, Phil, Dan y yo condujimos hasta el río. Encontramos una vieja maleta que se había caído del coche de alguien. La abrimos. Dentro había ropa. La echamos en la trasera de la camioneta de Greg y no volvimos a pensar en ella. Luego acampamos cerca del río, y nos sentamos alrededor de un fuego, bebiendo cerveza y asando salchichas; entonces se acercó un gato sarnoso y desnutrido. Parecía demasiado salvaje como para acercarse, pero debía estar desesperado por comer. Le lanzamos un trozo de salchicha, y el gato lo engulló. Uno de nosotros trató de coger al felino, y se volvió loco —con uñas y dientes por todas partes—. Ese gato era malo. Utilizamos la maleta para hacer una trampa para él, manteniendo la tapa levantada y colocando dentro una salchicha. Cuando el gato entró para comerla, soltamos la tapa y cerramos la maleta con la cremallera. Nos reímos. Escuchar al gato enloquecido en la maleta nos hacía reírnos aún más fuerte. El gato continuó hasta que se quedó agotado.
Tuve una idea.
—¿Sabéis cómo podríamos abrir la maleta? Si la ponemos en la carretera, alguien parará y la abrirá.
Así que llevamos la maleta a la carretera y la pusimos de pie en el arcén cerca de un puente. Después nos ocultamos cerca de allí, tumbados en una pendiente que descendía desde la carretera. Esperamos un rato antes de que pasara el primer coche. No era una carretera muy concurrida.
Pasó otro coche y se encendieron las luces de frenado. Continuó, hizo un cambio de sentido y regresó. Pasó por delante de nosotros, hizo otro cambio de sentido y finalmente se detuvo al lado de la maleta. Una mujer negra y obesa salió del coche y cogió la maleta. Después volvió al coche y cerró la puerta, y oímos una conversación agitada, como si hubieran desenterrado el cofre de un tesoro. El coche avanzó. De repente las luces de frenado volvieron a encenderse y los frenos del coche chirriaron hasta pararse. Tres de las cuatro puertas se abrieron abruptamente y tres personas salieron corriendo del coche maldiciendo con todas sus fuerzas.
Intentamos no reírnos.
Uno de los pasajeros echó la maleta colina abajo. Otro gritó:
—Sácalo de debajo del asiento.
Una tercera persona agarró un palo y comenzó a atizar dentro del coche para sacar al gato de debajo del asiento. Finalmente, el gato escapó.
Nosotros no esperábamos que abrieran la maleta dentro del coche mientras estaba en movimiento, y tampoco teníamos intención de hacer daño a nadie. Afortunadamente, nadie salió herido. El incidente nos proporcionó una historia para seguir riéndonos por la noche. Apostaría que esa gente nunca volvió a coger nada de la carretera. También fue mi primera operación encubierta de vigilancia.
Cuando terminé el bachillerato medía 1,80 y había ahorrado para un coche y para la Universidad Cumberland de Williamsburg, en Kentucky, una universidad cristiana. Todo el trabajo para ahorrar para un coche fue inútil, porque Tammy destrozó mi Ford LTD azul de 1970 incluso antes de que me marchara de casa, por lo que tuve que irme en autobús. Antes de subir, mi madre dijo a papá:
—Abraza a Howard.
Después me dijo:
—Vete a abrazar a tu padre.
Leon extendió los brazos. Nos dimos un abrazo torpe. Era la primera vez que nos abrazábamos. Entonces mi madre y yo nos dimos un abrazo extraño. Me subí al autobús contento de largarme de allí.