Introducción

Después de transcurrido más de un siglo, es difícil comprender hasta dónde conmovió el robo del tren de 1855 la sensibilidad de la Inglaterra victoriana. A primera vista, este delito no parece tan notable. La suma de dinero robada —12.000 libras en oro— era elevada, pero no inaudita; durante el mismo período hubo una docena de robos más lucrativos. Y la organización y el planeamiento meticulosos del delito, que comprometió a muchas personas y se prolongó durante un año, tampoco constituían hechos desusados. Todos los delitos importantes de mediados de siglo exigieron un alto grado de preparación y coordinación.

Sin embargo, los victorianos siempre aludieron a este delito con letras mayúsculas, y lo llamaron El Gran Robo del Tren. Los observadores contemporáneos hablaron del Delito del Siglo y la Más Sensacional Hazaña de la Era Moderna. Se utilizaron adjetivos resonantes: Era algo «inenarrable», «desconcertante» y «perverso». Incluso en una época propensa a la exageración moral, estos términos sugieren un profundo impacto sobre la conciencia cotidiana.

Para entender la razón por la cual los victorianos se conmovieron tanto ante el robo, es necesario aclarar un poco el sentido de los ferrocarriles. La Inglaterra victoriana fue la primera sociedad urbanizada e industrializada de la tierra, y se desarrolló con sorprendente rapidez. En la época de la derrota de Napoleón en Waterloo, la Inglaterra georgiana era una nación esencialmente rural de trece millones de personas. Hacia mediados del siglo XIX la población casi se había duplicado; sumaba veinticuatro millones, y la mitad de los habitantes vivía en centros urbanos. La Inglaterra victoriana era una nación de ciudades; la transformación, a partir de la vida agraria, parecía haberse realizado casi de la noche a la mañana; en efecto, el proceso fue tan veloz que nadie lo comprendió realmente.

A excepción de Dickens y Gissing, los novelistas victorianos no escribieron acerca de las ciudades; la mayoría de los pintores victorianos no representó temas urbanos. También había problemas conceptuales —durante gran parte del siglo se concibió la producción industrial como una suerte de cosecha particularmente valiosa, y no como un hecho nuevo y sin precedentes. Incluso el lenguaje se rezagó. Durante la mayor parte del siglo XIX la palabra «slum» (barrio bajo) aludió a un local de mala reputación, y «urbanizar» significó adquirir características urbanas y corteses. No eran términos aceptados para describir el crecimiento de las ciudades, o la decadencia de alguna de sus partes.

Ello no implica afirmar que los victorianos no advirtiesen los cambios que ocurrían en su sociedad, o que estos cambios no fuesen discutidos con amplitud, y a menudo con fiereza. Pero los procesos eran todavía demasiado nuevos, de modo que no se entendían fácilmente. Los victorianos fueron precursores de la vida urbana e industrial que después se convirtió en hecho corriente en todo el mundo occidental. Y si sus actitudes nos parecen extrañas, de todos modos debemos reconocer la deuda que hemos contraído con ellos. Las nuevas ciudades victorianas que crecieron tan velozmente resplandecían con una riqueza superior a la de cualquier sociedad anterior y desprendían el hedor de una pobreza tan abyecta como no la había visto ninguna sociedad. Las desigualdades y los contrastes estridentes de los centros urbanos originaron muchas peticiones de reformas. Sin embargo, también se manifestó una general complacencia pública, pues el supuesto fundamental de los victorianos era que el progreso —progreso en el sentido de la creación de mejores condiciones para toda la humanidad— era inevitable. Hoy podemos creer que esa complacencia era en verdad risible, pero en la década de 1850 adoptarla constituía una actitud razonable.

Durante la primera mitad del siglo XIX el precio del pan, la carne, el café y el té había descendido; el precio del carbón había bajado casi a la mitad; el costo de la tela se había reducido en un 80 por ciento; y había aumentado el consumo per cápita de todo. Se había reformado el derecho penal; las libertades personales estaban mejor protegidas; el Parlamento era más representativo, por lo menos hasta cierto punto; y un hombre de cada siete tenía derecho de voto. Los impuestos per cápita se habían reducido a la mitad. Comenzaban a manifestarse las primeras bendiciones de la tecnología: las luces de gas resplandecían en todas las ciudades; los buques de vapor cruzaban el Atlántico en dirección a América en diez días, en lugar de ocho semanas; los nuevos servicios telegráficos y postales permitían comunicaciones sorprendentemente veloces.

Las condiciones de vida de todas las clases de ingleses habían mejorado. El menor costo de los alimentos significaba que todos comían mejor. Las horas de trabajo en las fábricas habían disminuido de setenta y cuatro a sesenta horas semanales para los adultos, y de setenta y dos a cuarenta para los niños; comenzaba a difundirse la costumbre de trabajar medio día el sábado. La vida media había aumentado en cinco años.

En resumen, había sobradas razones para creer que la sociedad estaba «en marcha», que las cosas mejoraban, y que continuarían haciéndolo durante un futuro indefinido. La idea misma del futuro, a los ojos de los victorianos, parecía más sólida de lo que alcanzamos a imaginar. Podía arrendarse un palco en el Albert Hall por novecientos noventa y nueve años, y muchos ciudadanos lo hacían.

Pero de todas las pruebas del progreso, la más visible y sorprendente era el ferrocarril. En menos de un cuarto de siglo los ferrocarriles habían modificado todos los aspectos de la vida y el comercio ingleses. Apenas se falta a la verdad cuando se afirma que antes de 1830 no había ferrocarriles en Inglaterra. Todos los transportes entre ciudades se realizaban en diligencias tiradas por caballos, y los viajes eran lentos, desagradables, peligrosos y caros. De ahí que las ciudades estuviesen aisladas entre sí.

En septiembre de 1830 se inauguró el Ferrocarril de Liverpool & Manchester, y comenzó la revolución. Durante el primer año de funcionamiento, el número de pasajeros transportados entre estas dos ciudades duplicó el número de los que habían viajado el año anterior en diligencia. Hacia 1838, la línea transportaba anualmente más de seiscientas mil personas —una cifra superior a la población total de Liverpool o Manchester en esa época.

La influencia social fue extraordinaria. Lo mismo puede decirse del rugido de la oposición. Los nuevos ferrocarriles respondían todos a la organización privada, eran empresas de lucro, suscitaron muchas críticas.

También hubo oposición fundada en argumentos estéticos; el juicio condenatorio de Ruskin acerca de los puentes ferroviarios sobre el Támesis fue el eco de una opinión ampliamente compartida por sus contemporáneos menos refinados; todos deploraron la «desfiguración general» de la ciudad y el campo. Por doquier, los terratenientes combatieron a los ferrocarriles, que los consideraban nocivos para el valor de la propiedad. Y la tranquilidad de las localidades rurales se vio turbada por la irrupción de miles de «navvies» (peones de obras), individuos ásperos, trashumantes, que vivían en campamentos —pues en una época en que no se conocía la dinamita ni las topadoras, se construían puentes, se tendían caminos y se excavaban túneles apelando al esfuerzo humano puro y simple. Además, era sabido que en épocas de desocupación estos peones se incorporaban fácilmente a las filas de los delincuentes urbanos más violentos.

Pese a todas estas reservas, el crecimiento de los ferrocarriles ingleses fue un proceso veloz y penetrante. Hacia 1850 ocho mil kilómetros de vías se entrecruzaban en el territorio de la nación, suministrando transporte barato y cada vez más veloz a todos los ciudadanos. Era inevitable que los ferrocarriles acabasen simbolizando el progreso. De acuerdo con el Economist, «En la locomoción terrestre… nuestro progreso ha sido estupendo… hemos superado todos los éxitos anteriores, desde la creación de la raza humana… En tiempos de Adán la velocidad media de viaje, supuesto el caso de que Adán viajara, era de seis kilómetros y medio a la hora; en 1828, es decir cuatro mil años después, era sólo de dieciséis kilómetros por hora, y los hombres razonables y conocedores de la ciencia estaban dispuestos a afirmar y ansiosos de demostrar que esta velocidad nunca podría superarse; en 1850 la velocidad corriente es de setenta y cuatro kilómetros por hora, y ciento doce para quienes lo desean».

El progreso era innegable, y para la mente victoriana se trataba de una superación moral y al mismo tiempo material. De acuerdo con Charles Kingsley, «el estado moral de una ciudad depende… de su estado físico; de los alimentos, el agua, el aire y la vivienda de sus habitantes. El progreso de las condiciones físicas conducía inevitablemente a la superación de los males sociales y la conducta criminal», los que serían eliminados tanto como se destruían a intervalos son los lugares sórdidos que albergaban a estos seres perversos y criminales. Parecía que el problema era sencillo: se trataba de anular la causa, y a su tiempo el efecto.

Teniendo en cuenta esta reconfortante perspectiva, era asombroso descubrir que «la clase criminal» había hallado el modo de aprovechar el progreso, e incluso de cometer delitos a bordo de la expresión misma del progreso, es decir el ferrocarril. Además el hecho de que los ladrones hubiesen podido violar las cajas más seguras de la época, a lo sumo acentuaba la consternación.

Lo que parecía tan chocante en El Gran Robo del Tren era que sugería al pensador ecuánime que la extinción del delito quizá no fuera una consecuencia inevitable del progreso ascendente. Ya no era posible identificar el Delito con la Plaga, la cual había desaparecido gracias a la modificación de las condiciones sociales, convirtiéndose en una amenaza apenas recordada. El delito era una cosa diferente, y la conducta criminal no estaba extinguiéndose por sí misma.

Unos pocos comentaristas audaces incluso tuvieron la temeridad de sugerir que el delito de ningún modo se relacionaba con las condiciones sociales, y más bien respondía a otro impulso. Lo menos que podía afirmarse era que tales opiniones parecían por demás desagradables.

Y continúan siéndolo todavía hoy. Más de un siglo después del Gran Robo del Tren, y más de una década después de otro espectacular robo en un tren inglés, el hombre común de las ciudades todavía se aferra a la creencia de que el delito es el resultado de la pobreza, la injusticia y la mala educación. Nuestra imagen del delincuente presenta a un individuo limitado, maltratado, quizá mentalmente perturbado que infringe la ley movido por una necesidad desesperada; el drogadicto aparece como una suerte de arquetipo moderno de este ser humano. Y ciertamente, cuando hace poco se informó que la mayoría de los delitos violentos cometidos en las calles de la ciudad de Nueva York no eran imputables a adictos, la observación fue recibida con escepticismo y desaliento, como un eco de la perplejidad experimentada por nuestros antepasados victorianos hace un siglo.

El delito se convirtió en tema legítimo de la investigación científica durante la década de 1870, y en los años siguientes los criminólogos atacaron todos los antiguos estereotipos, creando un nuevo enfoque del delito que nunca gozó de las simpatías del público general. Ahora, los expertos coinciden en los siguientes puntos:

Primero, el delito no es consecuencia de la pobreza. De acuerdo con la expresión de Barnes y Teeters (1949), «la mayoría de los delitos, se cometen por codicia, no por necesidad».

Segundo, los delincuentes no son individuos de inteligencia limitada, y es probable que la formulación inversa sea válida. Los estudios de las poblaciones carcelarias muestran que los reclusos alcanzan el mismo nivel que el público general en los tests de inteligencia —y además, los detenidos representan la fracción de los delincuentes a quienes se atrapa.

Tercero, la gran mayoría de las actividades criminales no sufre ningún castigo. Se trata intrínsecamente de un tema especulativo, pero algunas autoridades en la materia sostienen que se informa sólo del 3 al 5 por ciento de todos los delitos; y que de los delitos informados, sólo se «resuelve» —en el sentido usual de la palabra— del 15 al 20 por ciento. Esta afirmación es aplicable incluso a los delitos más graves, por ejemplo el asesinato. La mayoría de los patólogos policiales sonríen ante la idea de que el «asesinato desaparecerá». Asimismo los criminólogos rechazan el concepto tradicional de que «el delito no compensa». Ya en 1877, Richard Dugdale, un investigador del sistema carcelario norteamericano, llegó a la conclusión de que «debemos desechar la idea de que el delito no compensa. En realidad, lo hace». Diez años después, el criminólogo italiano Colajanni fue un paso más lejos, arguyendo que en general el delito compensa más que el trabajo honesto. Hacia 1949, Barnes y Teeters afirmaron lisa y llanamente: «Es sobre todo el moralista quien todavía cree que el delito no compensa a su autor».

Nuestras actitudes morales hacia el delito expresan una peculiar ambivalencia hacia la propia conducta criminal. Por una parte, se la teme, desprecia y condena de un modo estridente. Pero en secreto también se la admira, y siempre estamos dispuestos a escuchar los detalles de una hazaña delictiva destacada. Esta actitud prevalecía visiblemente en 1855, pues el Gran Robo del Tren no sólo fue asombroso y desconcertante, sino también «atrevido», «audaz», y «magistral».

Compartimos con los victorianos otra actitud, la creencia en una «clase criminal», es decir una subcultura de delincuentes profesionales que se ganan la vida infringiendo las leyes de la sociedad en la cual viven. Hoy denominamos a esta clase «La Mafia», «el sindicato», o «la turba», y nos interesa conocer su código ético, su sistema de valores invertidos, su lenguaje peculiar y sus pautas de conducta.

Es indudable que hace un siglo existía una subcultura definible de delincuentes profesionales en la Inglaterra de mediados del período Victoriano. Muchos de sus rasgos se revelaron en el proceso de Burgess, Agar y Pierce, los principales participantes del Gran Robo del Tren. Todos fueron detenidos en 1856, casi dos años después del episodio. Se conserva el voluminoso testimonio que prestaron ante el tribunal, así como las crónicas periodísticas de la época. La siguiente narración se basa en esas fuentes.

M. C.

Noviembre de 1974