Capítulo 51EL PROCESO DE UN IMPERIO

El público dispensó al proceso de los tres ladrones del tren el mismo interés sensacionalista que había mostrado antes en relación con el hecho mismo. Los funcionarios judiciales, conscientes de que la atención estaba puesta en el acontecimiento, procuraron acentuar el dramatismo intrínseco del juicio. Burgess, el menos importante de los actores, fue llevado en primer término ante el tribunal del Antiguo Bailey. Como sólo conocía partes del asunto, se avivó el deseo del público de conocer más detalles.

Agar fue interrogado en segundo término, y aportó más información que Burgess. Pero lo mismo que el guarda ferroviario. Agar era un hombre evidentemente limitado, y su testimonio vino a concentrar la atención en la personalidad del propio Pierce, a quien la prensa denominaba «el delincuente magistral» y «la fuerza brillante y maligna que orquestó el asunto».

Pierce continuaba encarcelado en Coldbath Fields, y ni el público ni los periodistas le habían visto. De modo que los periodistas gozaban de amplia libertad para pergeñar fantásticas versiones acerca de la apariencia, los modales y el estilo de vida del hombre. Mucho de lo que se escribió durante las dos primeras semanas de julio de 1857 era evidentemente falso: que Pierce vivía con tres amantes en la misma casa, y era una «dínamo humana»; que había organizado la gran estafa de los cheques de 1852; que era el hijo ilegítimo de Napoleón I; que tomaba cocaína y láudano; que había sido el esposo de una condesa alemana y la había asesinado en Hamburgo el año 1848. No existe la más mínima prueba de que ninguna de estas versiones fuese válida; pero es indudable que la prensa aguijoneó hasta el frenesí el interés del público.

La propia reina Victoria sucumbió a la fascinación de «este audacísimo y pícaro delincuente, a quien nos gustaría ver de cerca». También manifestó el deseo de verle ahorcado; parece que la Reina no recordaba que en 1857 el robo mayor ya no era un delito capital en Inglaterra.

Durante varias semanas el público se reunió alrededor de Coldbath Fields, con la esperanza dudosa de echar una ojeada al ladrón magistral. Y la casa de Pierce en Mayfair fue violada en tres ocasiones por ávidos buscadores de recuerdos. Se detuvo a una «mujer de alcurnia» —es la única descripción existente— cuando abandonaba la casa con un pañuelo de hombre. Sin el más mínimo embarazo dijo que sólo deseaba tener un recuerdo del individuo.

El Times se quejó de que esta fascinación con un criminal constituía una conducta «impropia, e incluso decadente», y llegó al extremo de sugerir que el comportamiento del público reflejaba «cierto defecto fatal del carácter del espíritu inglés».

Por lo tanto, veamos una de las más extrañas coincidencias de la historia en el hecho de que, cuando Pierce comenzó a atestiguar, el 29 de mayo, el público y la prensa orientaban su atención hacia otros rumbos. Pues Inglaterra afrontaba inesperadamente una nueva prueba de proporciones nacionales: un impresionante y sangriento alzamiento en India.

El dinámico Imperio Británico —algunos lo llamaban el Imperio Brutal— había sufrido dos importantes reveses en las últimas décadas. El primero en Kabul, Afganistán, el año 1842, cuando 16.500 soldados, mujeres y niños británicos murieron en seis días. El segundo fue la guerra de Crimea, que ya había concluido, y que determinó una serie de peticiones en favor de la reforma militar. Ese sentimiento era tan profundo que Lord Cardigan, aclamado antes como héroe nacional, ahora gozaba de mala reputación; se llegó incluso a acusarlo (injustamente) de no haber participado de la carga de la Brigada Ligera, y su matrimonio con la notoria amazona Adeline Horsey de Horsey había contribuido a perjudicar todavía más su prestigio.

Y entonces estalló el Motín Indio, tercer revés para la supremacía mundial inglesa y otro golpe asestado a la confianza de los ingleses en sí mismos. Que los ingleses se mostraban excesivamente confiados en India se deduce claramente del hecho de que tenían sólo 34.000 soldados en ese país, sumados a un cuarto de millón de soldados nativos —los cipayos— que no se mostraban demasiado fieles a sus jefes ingleses.

Desde la década de 1840 habían venido demostrando un excesivo autoritarismo en la India. El renovado fervor evangélico de la virtud religiosa en la metrópoli había inducido a promover inflexibles reformas religiosas en el exterior; los thugs y los suttis eran objeto de persecución, y los indios no se sentían muy complacidos de ver a los extranjeros dedicados a modificar sus antiguas pautas religiosas.

Cuando los ingleses adoptaron el nuevo rifle Enfield, en 1857, los cartuchos venían de la fábrica abundantemente revestidos de grasa. Era necesario morderlos para liberar la pólvora. En los regimientos de cipayos corrió el rumor de que la grasa provenía de cerdos y vacas, y de que estos cartuchos eran un ardid para deshonrar a los cipayos e inducirlos a infringir las reglas de la casta.

Las autoridades inglesas actuaron con rapidez.

En enero de 1857 se ordenó que los cartuchos engrasados en la fábrica se suministraran únicamente a las tropas europeas; los cipayos podían engrasar los suyos con aceite vegetal. Esta razonable medida llegó demasiado tarde, y no fue posible calmar la irritación general. En marzo, los primeros oficiales británicos cayeron abatidos por cipayos. Y en mayo estalló un alzamiento general.

El episodio más famoso del Motín Indio ocurrió en Cawnpore, una ciudad de 150.000 habitantes a orillas del Ganges. Visto en la perspectiva moderna, el sitio de Cawnpore parece cristalizar todo lo que era noble y absurdo en la Inglaterra victoriana. Un millar de ciudadanos británicos, incluso trescientas mujeres y niños, estuvieron bajo el fuego enemigo durante dieciocho días. Las condiciones de vida «violaban todos los elementos de decencia y propiedad de la vida, y chocaban la modestia de… la naturaleza femenina». Pero durante los primeros días del sitio, la vida se desarrolló con notable normalidad. Los soldados bebían champaña y comían arenque enlatado. Los niños jugaban alrededor de las armas. Nacieron varios bebés, y se celebró una boda, a pesar del estrépito constante del fuego de los rifles y la artillería, que se mantenía día y noche.

Después, todos tuvieron que plegarse a una sola comida diaria, y pronto les tocó comer carne de caballo, «si bien algunas damas no podían avenirse a esta ración desacostumbrada». Las mujeres entregaron su ropa interior para hacer los tacos de las balas: «Las damas de Cawnpore renunciaron a lo que era quizás el componente más apreciado de su atuendo femenino para mejorar el abastecimiento…».

La situación adquirió caracteres desesperados. No había agua, excepto la que podía obtenerse de un pozo que estaba fuera del campamento; los soldados que intentaron conseguirla murieron en la empresa. Durante el día se alcanzaban temperaturas de 58ºC. Varios hombres murieron de insolación. Un pozo seco que tenían dentro del recinto fue utilizado como sepultura de los cadáveres.

El 12 de junio uno de los edificios se incendió y quemó totalmente. Se destruyeron todos los abastecimientos médicos. Pero los ingleses continuaron resistiendo y repeliendo todos los ataques.

El 25 de junio los cipayos pidieron una tregua, y ofrecieron a los ingleses paso libre por agua a Allahabad, una ciudad que estaba a 160 kilómetros río abajo. Los ingleses aceptaron.

La evacuación se inició al alba del 27 de junio. Los ingleses embarcaron en cuarenta navíos fluviales, vigilados atentamente por los cipayos armados. Apenas subió el último inglés a bordo, los tripulantes nativos saltaron al agua. Los cipayos abrieron fuego sobre las embarcaciones, todavía amarradas a la costa. Pronto la mayoría de los barcos comenzó a incendiarse, y el río se cubrió de cadáveres y cuerpos que se ahogaban. Los jinetes indios entraron en el río y sablearon a los supervivientes. Todos los hombres fueron muertos.

Las mujeres y los niños fueron llevados a una casa de adobe cercana a la costa, y mantenidos allí varios días en un calor sofocante. El 15 de julio, varios hombres, entre ellos algunos que eran carniceros de profesión, entraron en la casa con sables y cuchillos y exterminaron a todos los prisioneros. Los cuerpos desmembrados, incluso «algunos que aún no habían terminado de morir», fueron arrojados a un pozo próximo, que según se afirma se llenó.

Los ingleses de la metrópoli, en una expresión de su «vigoroso cristianismo», clamaron sangrienta venganza. Incluso el Times, impulsado por la furia del momento, exigió que «cada árbol y cada alero del lugar comparta la carga, en la forma del cadáver de un amotinado». Lord Palmerston afirmó que los rebeldes indios habían actuado como «demonios brotados de las más hondas profundidades del infierno».

En tal momento, la presentación de un delincuente ante el tribunal del Antiguo Bailey, por un delito cometido dos años antes, tenía un interés secundario. De todos modos, se publicaron algunas informaciones en las páginas interiores de los diarios, que son fascinantes por lo que revelan acerca de Edward Pierce.

Fue llevado por primera vez ante el juez el 29 de julio, «apuesto, seductor, mesurado, elegante y atrevido». Atestiguó con voz regular, absolutamente serena, pero sus afirmaciones fueron por demás explosivas. Dijo del señor Fowler que era «un estúpido sifilítico», y del señor Trent que se trataba de «un viejo majadero». Estos comentarios llevaron al fiscal a inquirir la opinión de Pierce acerca del señor Harranby, el hombre que le había capturado. «Un petimetre hinchado con el cerebro de un escolar» anunció Pierce, provocando una exclamación en el tribunal, pues el señor Harranby estaba en la galería, en calidad de observador. Se vio enrojecer intensamente al señor Harranby, y se le hincharon las venas de la frente.

Más asombrosa aún que las palabras del señor Pierce fue su actitud general, pues «se le veía muy compuesto, y orgulloso, y no mostraba indicios de arrepentimiento, ni rastros de remordimiento moral por sus negras fechorías». Todo lo contrario, parecía entusiasmado con su propia astucia a medida que explicaba los diferentes pasos del plan.

«Se diría», observó el Evening Standard, «que hasta cierto punto se complace en sus propios actos, lo cual parece del todo inexplicable».

Esta complacencia se extendió al relato detallado de las manías de los restantes testigos, quienes se mostraron muy renuentes cuando les tocó el turno de atestiguar. El señor Trent se mostró torpe y nervioso, y muy molesto («con sobrada razón», protestó un indignado observador) en vista de lo que tenía que decir, y por su parte el señor Fowler declaró sus propias experiencias en voz tan baja que el fiscal se vio forzado a pedirle constantemente que elevara la voz.

Hubo algunos momentos dramáticos durante el testimonio de Pierce. Uno fue el siguiente diálogo, al tercer día de su presentación en el tribunal.

—Señor Pierce, ¿conoce al cochero llamado Barlow?

—En efecto.

—¿Puede indicarnos su paradero?

—No.

—¿Puede decirnos cuándo le vio por última vez?

—Sí, puedo.

—Por favor, dígalo.

—Le vi hace seis días, cuando me visitó en Coldbath Fields.

(Un murmullo de voces en el tribunal, y el juez reclama orden).

—Señor Pierce, ¿por qué no comunicó antes esta información?

—Porque no me la pidieron.

—¿Cuál fue el sentido de su conversación con este hombre Barlow?

—Hablamos de mi fuga.

—Entonces, ¿usted se propone fugarse con la ayuda de este hombre?

—Preferiría que fuese eso una sorpresa —dijo Pierce con voz serena.

La consternación del tribunal fue considerable, y los diarios se mostraron profundamente ofendidos: «Un delincuente brutal, desaprensivo y maligno», dijo el Evening Standard. Se alzaron voces en el sentido de que se le aplicara la sentencia más severa posible.

La actitud serena de Pierce nunca se alteró. Continuó mostrándose desdeñosamente insultante. El 1 de agosto, Pierce dijo de pasada del señor Henry Fowler que «es un estúpido tan grande como el señor Brudenell».

El fiscal ignoró el comentario. Replicó al punto:

—¿Se refiere a Lord Cardigan?

—Me refiero al señor James Brudenell.

—En realidad, se trata de Lord Cardigan, ¿verdad?

—Usted puede llamarle como le plazca, pero para mí no es más que el señor Brudenell.

—¿Usted denigra a un par e Inspector General de la Caballería?

—Es imposible denigrar a un idiota —dijo Pierce con su habitual serenidad.

—Señor, le recuerdo que usted está acusado de un perverso delito.

—No he matado a nadie —replicó Pierce—, pero si por mi propia estupidez hubieran muerto quinientos ingleses, deberían ahorcarme sin demora.

Este diálogo no tuvo amplia difusión en los periódicos, temerosos de que Lord Cardigan les demandara por difamación. Pero había otro factor: con su testimonio, Pierce estaba atacando los cimientos de una estructura social que ya se sentía asaltada desde muchos frentes distintos. En resumen, el delincuente magistral había dejado de ser fascinante para nadie.

Y en todo caso, el juicio de Pierce no podía competir con los relatos sobre los «negros» (como se les denominaba) de ojos febriles, entrando a cuchillo en un salón colmado de mujeres y niños, violando y matando a las mujeres, ensartando a los pequeñuelos que lloraban, y «ofreciendo un espectáculo escalofriante de atavismo pagano».