Desde el punto de vista técnico, los combates de boxeo eran ilegales en Inglaterra, pero se realizaron a lo largo de todo el siglo XIX, y atraían a un público enorme y fiel. La necesidad de evitar la acción de las autoridades determinaba que a veces, a último momento, un encuentro se desplazara de una ciudad a otra, de modo que los nutridos grupos de entusiastas del pugilismo y de aficionados al deporte viajaban por distintas áreas rurales.
El combate del 19 de noviembre entre Dinamita Tim Revels, el Cuáquero Peleador, y su retador, Neddy Singleton, pasó de Liverpool a una pequeña localidad llamada Eagle Welles, y más tarde a Barrington, en las afueras de Manchester. Presenciaron la pelea veinte mil aficionados, quienes juzgaron poco satisfactorio el espectáculo.
En esa época los encuentros de boxeo se ajustaban a reglas que hoy nos parecerían casi imposibles. Los boxeadores peleaban con los puños desnudos, y procuraban regular sus golpes de modo que no sufriesen lesiones en las manos o los puños; el hombre que se lastimaba los nudillos o las muñecas al comienzo de un encuentro perdía casi con seguridad. Los asaltos tenían una duración variable, y los combates no se subordinaban a límites de tiempo. A menudo se prolongaban durante cincuenta o incluso ochenta asaltos, de modo que ocupaban gran parte del día. El propósito de la acción era lesionar lenta y metódicamente al adversario, con una sucesión de pequeños cortes y moretones; no se buscaba poner fuera de combate al contrario. Por lo contrario, el buen luchador sometía a golpes a su adversario.
Neddy Singleton se vio irremediablemente superado por Dinamita Tim desde el comienzo. Al principio de la lucha, Neddy adoptó el ardid de doblar la rodilla siempre que recibía un golpe, con el propósito de detener el combate y tomar aliento. Los espectadores silbaban y abucheaban a la vista de un truco tan indigno, pero era imposible impedirlo, sobre todo porque el árbitro —encargado de contar diez— decía los números con una lentitud que demostraba que había sido generosamente pagado por los partidarios de Neddy. La indignación de los aficionados se moderó un tanto porque advirtieron que esta argucia tenía al menos el efecto de prolongar el sangriento espectáculo que habían venido a presenciar.
Con millares de espectadores distribuidos alrededor del cuadrilátero, y entre ellos todas las variedades imaginables de rufianes y matones, los hombres del Yard se vieron en dificultades para actuar discretamente. Agar, con un revólver contra la espina dorsal, señaló desde cierta distancia a Pierce y a Burgess. Los dos hombres fueron detenidos en una operación ejecutada con destreza: aplicaron un revólver al costado de cada hombre, y les sugirieron en voz baja que se entregaran sin resistencia. De lo contrario, les meterían una bala en el cuerpo.
Pierce saludó amablemente a Agar.
—¿De modo que se ha vuelto soplón? —preguntó con una sonrisa.
Agar no se atrevió a mirarle a los ojos.
—No importa —dijo Pierce—. Como usted sabe, también he previsto esto.
—No tenía alternativa —exclamó Agar.
—Perderá su parte —dijo serenamente Pierce.
En la periferia de la multitud que asistía al encuentro, Pierce fue llevado ante el señor Harranby, del Yard.
—¿Es usted Edward Pierce, también conocido como John Simms?
—Yo soy —replicó el hombre.
—Se le arresta acusado de robo —dijo el señor Harranby.
A lo cual Pierce replicó:
—No podrán tenerme preso.
—Me temo que lo conseguiremos, señor —dijo el señor Harranby.
En la noche del 19 de noviembre, Pierce y Burgess fueron a reunirse con Agar en la cárcel de Newgate. Harranby informó discretamente de su éxito a los funcionarios del gobierno, pero nada se anunció en la prensa, porque Harranby quería apresar a la mujer llamada Miriam y al cochero Barlow, que todavía estaban en libertad. También deseaba recuperar el dinero.