«Un concepto claro de la tortuosa mente criminal», escribió Edward Harranby en sus memorias, «es fundamental en el interrogatorio policial». Es indudable que Harranby poseía dicho concepto, pero también tenía que reconocer que el hombre sentado frente a él, tosiendo y temblando, planteaba un caso particularmente difícil. Ya llevaban dos horas de interrogatorio, pero Robert Agar se aferraba a su versión.
En los interrogatorios, Harranby tendía a introducir bruscamente nuevas líneas de investigación para sorprender a los delincuentes. Pero Agar parecía capaz de afrontar fácilmente la situación.
—Señor Agar —dijo Harranby—. ¿Quién es John Simms?
—Nunca he oído hablar de él.
—¿Quién es Edward Pierce?
—Ya le he dicho que no lo conozco —tosió en un pañuelo facilitado por Sharp, el ayudante de Harranby.
—Este Pierce, ¿no es un famoso ladrón?
—No lo sé.
—No lo sabe —suspiró Harranby. Estaba seguro de que Agar mentía. Su postura, los ojos huidizos y bajos, los gestos de la mano… todo sugería el engaño—. Bien, señor Agar, ¿cuánto tiempo hace que se dedica a la falsificación?
—No he falsificado —negó Agar—. Le juro que no fui yo. Yo estaba en la taberna, bebiendo un trago. Eso es todo, lo juro.
—¿Es usted inocente?
—Sí, lo soy.
Harranby hizo una pausa.
—Usted miente —dijo al fin.
—Digo la verdad, como que hay Dios —insistió Agar.
—Irá a la cárcel por muchos años. Puede estar seguro de ello.
—No soy culpable —dijo Agar, excitándose.
—Mentiras, todo mentiras. Usted es un falsificador vulgar.
—Lo juro —dijo Agar—. Yo no he falsificado. No tendría sentido… —se interrumpió bruscamente.
Hubo un breve silencio en el despacho, interrumpido únicamente por el tictac del reloj sobre la pared. Harranby había comprado el reloj especialmente por el tictac, que era constante, sonoro e irritante para los detenidos.
—¿Por qué no va a tener sentido? —preguntó suavemente.
—Porque soy un hombre honrado —replicó Agar, clavando la vista en el suelo.
—¿Qué trabajo honrado hace?
—Jornalero. Aquí y allá.
Era una excusa poco concreta, pero bastante verosímil. En el Londres de la época había casi medio millón de jornaleros sin especialización que desempeñaban trabajos diversos cuando encontraban empleo.
—¿Dónde ha trabajado?
—Bien, veamos —dijo Agar, enderezándose—. Un día de trabajo en el gasómetro de Millbank, cargando. Dos días en Chenworth, transporte de ladrillos. La semana pasada unas horas en casa del señor Barnham, limpiando el sótano. Trabajo donde puedo, como todos.
—¿Le recordarán esos patrones?
Agar sonrió.
—Quizás.
Otro callejón sin salida para Harranby. Los patrones que utilizaban jornaleros a menudo no recordaban a sus obreros, o los recordaban mal. En todo caso, todo eso no significaba gran cosa.
Harranby se puso a mirar las manos del hombre. Agar tenía las manos entrelazadas sobre su propio regazo. Luego, Harranby vio que la uña del meñique era más larga. Estaba mordida para disimular, pero de todos modos era todavía un poco más larga.
Una uña larga podía significar muchas cosas. Los marineros la usaban para atraer la buena suerte —sobre todo los griegos—; también algunos empleados que usaban sellos, para separar el sello de la cera caliente. Pero Agar…
—¿Cuánto tiempo hace que es cerrajero? —preguntó Harranby.
—¿Eh? —preguntó Agar con expresión de refinada inocencia—. ¿Cerrajero?
—Vamos, vamos —dijo Harranby—. Usted sabe de sobra qué es un cerrajero.
—Trabajé como leñador una vez. Pasé un año en el norte, trabajando en un aserradero. Si, eso, eso.
Harranby no se dejó desviar del tema.
—¿Hizo usted las llaves de las cajas?
—¿Llaves? ¿Qué llaves?
Harranby suspiró.
—Usted no tiene futuro como actor, Agar.
—No sé qué me quiere decir, señor —dijo Agar—. ¿De qué llaves me habla?
—De las llaves del robo del tren.
Agar se echó a reír.
—Caray —dijo—. ¿Y usted cree que si hubiera estado en eso ahora me dedicaría a falsificar? ¿Realmente lo cree? Eso es tonto, de veras.
El rostro de Harranby no tenía expresión alguna, pero sabía que Agar tenía razón. Era absurdo pensar que un hombre que había participado en el robo de doce mil libras se dedicaría un año después a falsificar billetes de cinco libras.
—Es inútil fingir —dijo Harranby—. Sabemos que Simms le ha dejado. No le importa qué le ocurra… ¿por qué lo protege?
—No lo conozco —dijo Agar.
—Díganos dónde está y le recompensaremos bien.
—No lo conozco —insistió Agar—. ¿No me entiende?
Harranby miró fijamente a Agar. El hombre se mostraba muy sereno, salvo los ocasionales ataques de tos. Miró a Sharp, que estaba en un rincón. Había llegado el momento de cambiar de táctica.
Harranby recogió una hoja de papel de su escritorio y se colocó los lentes.
—Veamos, señor Agar —dijo—. Aquí tenemos una relación de sus antecedentes. No es muy buena.
—¿Antecedentes? —Ahora se lo veía sinceramente asombrado—. Yo no tengo antecedentes.
—Pues claro que los tiene —dijo Harranby, recorriendo el texto con el dedo—. Robert Agar… hum… veintiséis años… hum… nació en Bethnal Green… hum… Sí, aquí está, cárcel de Bridewell, seis meses, acusado de vagancia, en 1849…
—Eso no es cierto —explotó Agar.
—… y Coldbath, un año y ocho meses, acusado de robo, en 1832…
—Eso no es cierto, ¡juro que no es verdad!
Harranby miró al detenido por encima de sus lentes.
—Señor Agar, está aquí, en la ficha. Creo que el juez se interesará en el asunto. ¿Qué le parece, señor Sharp? ¿Cuánto le pondrán?
—Catorce años de destierro, por lo menos —dijo Sharp con aire reflexivo—. Hum, sí, catorce años en Australia… creo que será eso.
—Australia —dijo Agar con voz apagada.
—Bueno, yo creo —dijo calmosamente Harranby—, que en un caso así no hay más remedio que embarcarlo.
Agar guardaba silencio.
Harranby sabía que si bien el destierro a Australia aparecía a los ojos del pueblo como un castigo muy temido, los propios delincuentes veían el asunto con ecuanimidad o incluso con cierta agradable expectativa. Muchos criminales sospechaban que Australia era un lugar agradable, y sin duda «la caza del canguro» era preferible a una larga temporada en una cárcel inglesa.
Además, durante esos años Sydney, en Nueva Gales del Sur, era un bello y próspero puerto de mar de treinta mil habitantes. Por otra parte, se trataba de un sitio donde «no interesaban las historias personales, y la buena memoria y la mente inquisitiva suscitaban particular desagrado…». Y si tenía sus aspectos brutales —a los carniceros les gustaba desplumar las aves aún vivas— también era un lugar grato, con calles iluminadas con luz de gas, mansiones elegantes, mujeres enjoyadas y pretensiones sociales propias. Para un hombre como Agar el destierro podía ser una situación con sus defectos y sus virtudes. Pero Agar estaba muy agitado. Era evidente que no deseaba salir de Inglaterra. Cuando vio esta reacción, Harranby se sintió alentado. Se puso de pie.
—Eso es todo por ahora —dijo—. Si durante los próximos días desea comunicarme algo, informe a los guardias.
Agar fue retirado del despacho. Harranby volvió a su sillón. Sharp se acercó al escritorio.
—¿Qué estaba leyendo? —preguntó.
Harranby le mostró la hoja de papel.
—Una notificación de la Comisión del Ayuntamiento —dijo— en el sentido de que debe evitarse estacionar los carruajes en el patio.
Tres días después, Agar informó a los guardias de Newgate que deseaba tener otra audiencia con el señor Harranby. El 13 de noviembre Agar dijo a Harranby todo lo que sabía acerca del robo, a cambio de la promesa de un tratamiento benévolo, y la indefinida posibilidad de que una de las instituciones afectadas —el banco, el ferrocarril o aun el propio gobierno— aceptara otorgarle una parte de las recompensas pendientes ofrecidas a quienes suministran información.
Agar no sabía dónde se guardaba el dinero. Dijo que Pierce le había estado pagando una asignación mensual en papel moneda. Los delincuentes habían convenido previamente en que dividirían el botín dos años después del golpe, en mayo del siguiente año, es decir, 1857.
Pero Agar conocía el domicilio de Pierce. En la noche del 13 de noviembre las fuerzas del Yard rodearon la mansión de Edward Pierce, o John Simms, y entraron con las armas dispuestas. Pero el propietario no estaba en casa; los atemorizados sirvientes explicaron que había salido de la ciudad para asistir al combate de boxeo del día siguiente en Manchester.