En la mañana del 22 de mayo, cuando el guarda escocés McPherson llegó a la plataforma de la Estación del Puente de Londres para comenzar su día de trabajo, presenció un espectáculo inesperado. Frente al furgón de equipajes del tren a Folkestone había una mujer vestida de negro —según las apariencias, una criada, aunque bastante bella, sollozando del modo más desgarrador.
No era difícil descubrir la causa de su aflicción, pues cerca de la pobre joven, sobre una carretilla plana, se divisaba un sencillo ataúd de madera. Aunque era un objeto barato y sin adornos, el féretro tenía varios agujeros de ventilación a los costados. Y sobre la tapa se veía una especie de campanario en miniatura, con una campanilla, y una cuerda que bajaba desde ésta y atravesaba un orificio para perderse en el interior del ataúd.
Aunque el espectáculo era inesperado, de ningún modo constituía una escena misteriosa para McPherson —o en todo caso para cualquier victoriano de la época—. Tampoco le sorprendió, a medida que se acercó al ataúd, el olor nauseabundo de un avanzado proceso de descomposición, que brotaba de los orificios de ventilación, y que sugería que el actual ocupante del cajón estaba muerto desde hacía tiempo. También eso era perfectamente comprensible.
En el curso del siglo XIX se suscitó tanto en Inglaterra como en Estados Unidos una preocupación muy particular ante la idea de un entierro prematuro. Todo lo que resta de esta extraña inquietud es la macabra literatura de Edgar Allan Poe y otros, en la cual distintas formas de entierro prematuro constituyen un motivo frecuente. Para el concepto moderno, se trata de una actitud exagerada y fantasiosa. Ahora nos parece difícil admitir que para los victorianos el entierro prematuro era un temor auténtico y palpable, compartido por casi todos los miembros de la sociedad, desde el trabajador más supersticioso hasta el profesional mejor educado.
Tampoco puede afirmarse que este difundido temor fuese una obsesión simplemente neurótica. Todo lo contrario. Muchas pruebas inducían al hombre razonable a creer en la existencia de las inhumaciones prematuras, y en que acontecimiento tan horrible sólo se prevenía gracias a algún hecho fortuito. Un caso ocurrido en 1853 en Gales, relacionado con un niño de diez años aparentemente ahogado, mereció amplia publicidad. «Mientras el ataúd descansaba en la tumba abierta, y comenzaban a cubrirlo con las primeras paladas de tierra, de su interior surgieron ruidos y golpes espantosos. Los sepultureros interrumpieron su trabajo, y se ordenó abrir el ataúd, y entonces apareció el niño, y llamó a sus padres. Pero el mismo niño había sido declarado muerto muchas horas antes, y el médico había dicho que no respiraba ni tenía pulso, y la piel estaba fría y gris. Cuando vio a su hijo, la madre sufrió un profundo desmayo y no reaccionó durante cierto tiempo».
La mayoría de los casos de entierro prematuro tenían que ver con víctimas ahogadas, o electrocutadas, pero había otros casos en los que una persona podía caer en un estado de «muerte aparente o animación suspendida».
En realidad, la determinación del momento en que una persona estaba muerta suscitaba muchas dudas —como volvería a ocurrir un siglo después, cuando los médicos tuviesen que enfrentarse con la ética del trasplante de órganos—. Pero vale la pena recordar que los médicos no advirtieron que el paro cardíaco era totalmente reversible hasta 1950; y en 1850 había muchos motivos para mostrarse escéptico acerca de la habilidad de cualquier indicador del fallecimiento.
Los victorianos resolvían de dos modos esa incertidumbre. La primera consistía en aplazar el entierro durante varios días —no era raro que se demorase una semana— a la espera de la inequívoca prueba olfativa de que el ser amado había abandonado este mundo. Ciertamente, la inclinación victoriana a aplazar el entierro alcanzaba a veces límites extremos. En 1852, cuando falleció el duque de Wellington, se suscitó un debate público acerca del modo de organizar el funeral; y el Duque de Hierro tuvo que esperar que se resolvieran las discrepancias, de modo que en definitiva se le sepultó más de dos meses después de su muerte.
El segundo método para evitar el entierro prematuro tenía carácter tecnológico; los victorianos idearon una complicada serie de artefactos de aviso y señalización, con el fin de permitir que la persona fallecida indicase que había resucitado. Se enterraba a un individuo adinerado con un largo tubo de hierro que comunicaba el ataúd con el nivel del suelo, y se dejaba a un servidor de confianza que permaneciese en el cementerio, día y noche, durante un mes o más, no fuese que el fallecido despertara súbitamente y comenzase a pedir auxilio. Las personas depositadas al nivel del suelo, en panteones familiares, a menudo ocupaban ataúdes patentados, equipados con resortes, y con un complejo laberinto de cables unidos a los brazos y las piernas, de modo que el más pequeño movimiento del cuerpo determinaba que se abriera la tapa del féretro. Muchos creían que este método era preferible a cualquier otro, pues se pensaba que los individuos retornaban a menudo del estado de animación suspendida en condiciones de parálisis parcial o de mudez.
El hecho de que estos ataúdes de resorte se abriesen meses o aun años después (sin duda como resultado de una vibración externa, o del deterioro del mecanismo) acentuaba sencillamente la incertidumbre general acerca del tiempo en que una persona podía estar muerta antes de volver a la vida, aunque fuese por un momento.
La mayoría de los sistemas de aviso eran costosos, y estaban al alcance sólo de las clases adineradas. La gente pobre adoptaba la práctica más sencilla de enterrar a los parientes con algún elemento —una barra de hierro, o una pala— basándose en el supuesto más o menos impreciso de que si revivían podrían salir del aprieto gracias a sus propios esfuerzos.
Era evidente que existía un mercado propicio para un sistema de alarma poco costoso, y en 1852 George Bateson solicitó y obtuvo una patente para el Artefacto Resucitador Bateson, descrito como «un mecanismo sumamente económico, ingenioso y digno de confianza, superior a cualquier otro método, y capaz de llevar paz espiritual a los seres queridos en todos los momentos de la vida. Fabricado con los mejores materiales». Y un comentario adicional: «Un instrumento de probada eficacia en innumerables casos nacionales y extranjeros».
El «campanario de Bateson», como solía llamársele, era una simple campanilla de hierro instalada sobre la tapa del ataúd, a la altura de la cabeza del muerto, y estaba conectada por una cuerda o un cable, que atravesaba el féretro, a la mano de la persona fallecida, «de modo que el más mínimo movimiento da directamente la alarma». Los campanarios de Bateson conquistaron inmediata popularidad, y en pocos años una proporción importante de ataúdes tenía esas campanillas. Durante este período solamente en Londres morían diariamente tres mil personas, de modo que la empresa de Bateson trabajaba intensamente; y su propietario llegó a ser muy pronto un hombre adinerado, y también respetado: en 1859 la reina Victoria le otorgó un título de nobleza en reconocimiento de sus esfuerzos.
Como una especie de extraño colofón de esta historia, diremos que el propio Bateson vivía dominado por el terror mortal de que le enterrasen vivo, y así ordenó a su taller que fabricara sistemas de alarma cada vez más complejos que debían instalarse en su propio ataúd después de su muerte. Hacia 1867, la preocupación le desequilibró y redactó un nuevo testamento, ordenando a la familia que le incinerase después de su fallecimiento. Pero como sospechaba que no se cumplirían sus instrucciones, en la primavera de 1868 se roció con aceite de lino en su propio taller, se pegó fuego y murió en este acto de autoinmolación.
En la mañana del 22 de mayo, McPherson tenía preocupaciones más importantes que la criada llorosa y el ataúd con su campanilla, porque ese día llegaba el cargamento de oro de Huddleston & Bradford, y de un momento a otro habría que cargarlo en el furgón.
Por la puerta abierta del furgón vio a Burgess. McPherson le saludó con la mano, y Burgess respondió con un gesto nervioso y un tanto reservado. McPherson sabía que su tío, el jefe de estación había hablado seriamente a Burgess el día anterior; seguramente Burgess estaba inquieto por su empleo, sobre todo en vista de que habían despedido a uno de los guardas. McPherson supuso que ello explicaba el nerviosismo de Burgess.
O quizá se trataba de la mujer que sollozaba. No sería la primera vez que las lamentaciones femeninas desconcertaban a un hombre. McPherson se volvió hacia la joven y le ofreció su pañuelo.
—Vamos, señorita —dijo—. Vamos, cálmese… —olió el aire. Estaba cerca del ataúd, y advirtió que la emanación que se desprendía de los orificios de ventilación era atroz. Pero el hedor no le abrumó tanto que dejara de observar que la joven era atractiva, incluso en su aflicción—. Vamos, cálmese —repitió.
—Oh, por favor, señor —exclamó la joven aceptando el pañuelo y llevándolo a los ojos—. Oh, se lo ruego, ¿puede ayudarme? Ese hombre es una bestia insensible.
—¿A quién se refiere? —preguntó McPherson, en un arranque de indignación.
—Oh, señor, el guarda del furgón. No me permite subir a mi querido hermano, y dice que tiene que esperar al otro guarda. Oh, que desgraciada soy —dijo, y volvió a sollozar ruidosamente.
—Cómo, ¿ese canalla cruel no le permite subir el ataúd de su hermano?
Entre sollozos y quejidos, la joven dijo algo acerca de las normas.
—¿Las normas? —dijo McPherson—. Yo afirmo que al demonio con las normas —vio el seno agitado de la joven y su cintura estrecha y grácil.
—Por favor, señor, dice que el otro guarda…
—Señorita —dijo el escocés—, yo soy el otro guarda, y me ocuparé de que su querido hermano vaya inmediatamente al furgón. No haga caso de ese matón.
—Oh, señor, estoy en deuda con usted —dijo la joven, logrando sonreír entre lágrimas.
McPherson se sintió abrumado: era joven, la primavera florecía, la muchacha era bonita, y pronto estaría en deuda con él. En un instante experimentó la más profunda compasión y la más honda ternura ante el dolor de la joven. En resumen, se sentía agobiado por los sentimientos del momento.
—Espere un instante —prometió, y se volvió para reprender a Burgess, que se atenía a las reglas de un modo implacable y excesivo. Pero antes de que pudiese expresar su opinión, apareció el primero de los guardias armados, de uniformes gris, del Banco Huddleston & Bradford, trayendo el cargamento de oro por la plataforma.
La operación se realizó con absoluta precisión. Primero, dos guardias avanzaron por la plataforma, subieron al furgón y realizaron una rápida inspección del interior. Luego, llegaron ocho guardias más, en ordenada formación alrededor de dos carretillas, cada una empujada por varios mozos que gruñían —y sudaban—, y cada una con altas pilas de cajas rectangulares selladas.
Del furgón se bajó una rampa, y los peones unieron sus fuerzas para introducir en el furgón primero una de las carretillas, y después la otra, acercándolas a las cajas fuertes. Luego, un funcionario del banco, un individuo atildado con aire de autoridad, apareció con dos llaves en la mano. Poco después llegó el jefe de estación —el tío de McPherson—, con un segundo par de llaves. Los dos hombres introdujeron las llaves en las cajas y las abrieron.
Los recipientes con el oro fueron depositados en las cajas, y se cerraron las puertas con un poderoso sonido metálico que se prolongó en el interior del furgón. Las llaves giraron en las cerraduras, y así concluyó la operación.
El hombre del banco guardó sus llaves y se marchó. McPherson se metió en el bolsillo sus dos llaves, y se acercó al sobrino.
—Presta mucha atención esta mañana —dijo—. Abre cualquier bulto que pueda contener a un hombre, sin excepción —olió el aire—. ¿De dónde viene esta peste?
McPherson hizo un gesto por sobre el hombro en dirección a la joven y el ataúd, a pocos pasos de distancia. Formaban un espectáculo lamentable, pero el tío frunció el ceño sin rastro de compasión.
—Sale con este tren, ¿no es así?
—Sí, tío.
—Ordena que lo abran —dijo el jefe de estación, y se volvió.
El jefe de estación se detuvo.
—Pero, tío… —empezó a decir McPherson, temeroso de perder el favor que había conquistado con la joven si insistía en una cosa semejante.
—¿No tienes estómago para hacerlo? Caramba, eres delicado —examinó el rostro dolorido del joven, interpretando mal su desconcierto—. Muy bien. Estoy tan cerca de la muerte que no me intimida. Me ocuparé yo mismo —y el jefe de estación avanzó hacia la joven llorosa y el ataúd. McPherson le siguió de mala gana.
Y en ese momento oyeron un sonido electrizante y espectral; el campanilleo del artefacto patentado del señor Bateson.
En su testimonio ante el tribunal, Pierce explicó la psicología del plan. «Un guarda está al acecho de ciertas situaciones que le parecen sospechosas, y que lo encuentran preparado. Yo sabía que el guarda del ferrocarril sospechaba que se organizaría algo para introducir a una persona viva en el furgón. Ahora bien, un guarda alerta sabe que un ataúd puede contener fácilmente un cuerpo; pero sospecha menos, porque le parece un recurso muy mediocre. Es demasiado evidente».
»Sin embargo, probablemente se preguntará si el cuerpo está realmente muerto, y si es un hombre escrupuloso exigirá que se abra el ataúd, y dedicará un momento a realizar un examen completo del cuerpo, para comprobar si está muerto. Quizá le tome el pulso, o verifique la temperatura de la piel, o le clave un alfiler aquí o allá. Y ningún ser vivo puede soportar ese examen sin delatarse.
»Pero qué diferente es la situación si todos creen que el cuerpo no está muerto, sino vivo, y que se le puso en el ataúd por error. En este caso, todos los sentimientos se invierten. En lugar de sospecha, se alimenta la esperanza de que el cuerpo esté vivo. En lugar de abrir respetuosa y solemnemente el féretro, hay una agitación frenética para liberarlo, y todos los parientes colaboran de buena gana, prueba cierta de que no hay nada que ocultar.
»Y luego, cuando se levanta la tapa y aparecen los restos descompuestos, qué distinta la respuesta de los espectadores. Sus desesperadas esperanzas se frustran en un instante; la verdad cruel y espectral se manifiesta de inmediato, y no justifica una investigación prolongada. Los parientes se sienten amargamente decepcionados y son presa del dolor. Rápidamente se devuelve la tapa a su lugar —y todo porque se han invertido las expectativas—. Así es la naturaleza humana, evidente en todos los individuos comunes».
Al sonido de la campanilla, que vibró una sola vez, y brevemente, la joven llorosa pegó un alarido. En el mismo instante, el jefe de estación y su sobrino echaron a correr, salvando rápidamente la corta distancia que los separaba del ataúd.
La joven ya se encontraba en un estado de profunda histeria, clavando las uñas en la tapa del ataúd, sin advertir que sus esfuerzos eran inútiles.
—Oh, querido hermano… oh. Richard, querido Richard… oh, Dios mío, vive… —arañaba la superficie de madera, y sus movimientos balanceaban el ataúd, de modo que la campanilla tocaba constantemente.
El jefe de estación y su sobrino percibieron instantáneamente la frenética ansiedad de la joven, pero pudieron actuar con más criterio. La tapa estaba cerrada con una serie de aldabas de metal, y las abrieron una tras otra. En la situación del momento, parece que a ninguno de los dos hombres se le ocurrió que ese ataúd tenía más aldabas que lo usual.
Y ciertamente, la tarea de abrirlo se prolongó porque la pobre niña, en su dolor, con su propia agitación estorbaba los esfuerzos de los hombres.
En pocos instantes los hombres estaban trabajando con febril intensidad. Y la joven no cesaba de gritar:
—¡Oh, Richard! Dios mío, apresúrense, está vivo… por favor, Dios mío, vive, alabado sea Dios… —y mientras tanto, la campanilla sonaba por el movimiento del ataúd.
La conmoción atrajo a mucha gente, que se mantuvo a pocos pasos de distancia, mirando el extraño espectáculo.
—Oh, dense prisa, no sea que lleguemos tarde —exclamaba la joven, y los hombres trabajaban frenéticamente con las aldabas.
Cuando sólo faltaban dos aldabas, el jefe de estación oyó la exclamación de la joven:
—Oh, yo sabía que no era cólera, como decía ese matasanos. Oh, bien lo sabía…
Quedó como paralizado, con la mano sobre la aldaba.
—¿Cólera? —dijo.
—Oh, por favor, apresúrese —exclamó la joven—. Han transcurrido cinco días, y cómo esperaba oír la campana…
—¿Ha dicho cólera? —repitió el jefe de estación—. ¿Cinco días?
Pero el sobrino, que había continuado aflojando las aldabas, retiró de pronto la tapa.
—¡Gracias a Dios! —exclamó la joven, y se arrojó sobre el cuerpo inerte, dispuesta a abrazar al hermano. Pero se detuvo en mitad del gesto, lo cual era perfectamente comprensible. Cuando se levantó la tapa, un hedor repugnante, fétido y denso se desprendió como una oleada casi palpable, y no fue difícil identificar la fuente; el cuerpo que yacía en el ataúd, ataviado con sus mejores prendas dominicales, las manos plegadas sobre el pecho, se encontraba ya en estado de evidente descomposición.
La carne del rostro y las manos estaba tumefacta e hinchada, y exhibía un repulsivo color gris verdoso. Los labios estaban ennegrecidos, lo mismo que la lengua parcialmente visible. El jefe de estación y su sobrino, apenas entrevieron el horrible espectáculo, y ya la joven enloquecida, con un alarido final de dolor, cayó desmayada al suelo. El sobrino se apresuró a atenderla, y con no menor prontitud el jefe de estación volvió a cerrar el ataúd y comenzó a ajustar las aldabas con apremio mucho mayor que el que había mostrado cuando se trató de abrirlas.
Cuando se corrió la noticia de que el hombre había muerto de cólera, el grupo de curiosos se dispersó con igual rapidez. En un instante el andén de la estación quedó casi desierto.
Poco después la joven salió de su desmayo, pero continuó sumida en un estado de profundo abatimiento. Preguntaba sin descanso, en voz baja:
—¿Cómo puede ser? Oí la campana, ¿No oyeron ustedes la campana? Se oyó perfectamente, ¿verdad? Sí, la campana sonó.
McPherson hizo todo lo posible para reconfortarla, diciéndole que seguramente un temblor de tierra o un súbito golpe de viento habían provocado el fenómeno.
Como su sobrino estaba atendiendo a la pobre chica, el jefe de estación se ocupó de supervisar el transporte del equipaje al furgón del tren a Folkestone. Procedió con toda la diligencia de que fue capaz después de una experiencia tan ingrata. Dos damas elegantemente vestidas tenían grandes baúles, y a pesar de sus altivas protestas, el hombre insistió en que los abrieran para inspeccionarlos. Se suscitó otro incidente cuando un caballero corpulento depositó un loro —o un ave multicolor parecida— en el furgón, y exigió que su criado viajase con el animal para atender sus necesidades. El jefe de estación rechazó la petición, y explicó las nuevas reglas del ferrocarril. El caballero adoptó una actitud insultante, y luego ofreció al jefe de estación «una recompensa razonable», pero el empleado —que miró los diez chelines ofrecidos con un interés un tanto mayor que lo que estaba dispuesto a admitir, incluso ante sí mismo— sabía que era blanco de las miradas de Burgess, el mismo guarda a quien había reprendido el día anterior. De modo que el jefe de estación se vio obligado a rechazar el soborno, con gran disgusto propio y también del caballero, que se alejó murmurando una letanía de palabras soeces.
Estos incidentes no contribuyeron a mejorar el humor del jefe de estación, y cuando al fin fue cargado el ataúd maloliente en el furgón, el hombre se complació bastante en advertir a Burgess, con acento solícito, que le convenía cuidar de su salud, pues su compañero de viaje había caído víctima del Cólera morbo.
A lo cual Burgess nada respondió, limitándose a parecer nervioso y distraído, exactamente la misma actitud que tenía antes de la admonición. Con un indefinido sentimiento de insatisfacción, el jefe de estación ordenó finalmente a su sobrino que terminase el trabajo y clausurase el furgón. Luego, regresó a su oficina.
Muy molesto, el jefe de estación atestiguó tiempo después que no recordaba haber visto ese día a ningún caballero de barba roja en el andén.