En la noche del 21 de mayo, pocas horas antes del robo, Pierce cenó con su amante Miriam en la casa de Mayfair.
Poco antes de las nueve y media de la noche, la cena fue interrumpida por la repentina llegada de Agar, que parecía muy nervioso. Entró bruscamente en el comedor, sin disculparse por la súbita irrupción.
—¿Qué pasa? —preguntó Pierce serenamente.
—Burgess —dijo Agar, sin aliento—. Burgess: Está abajo.
Pierce frunció el ceño.
—¿Le ha traído aquí?
—Era necesario —dijo Agar—. Espere a saber lo que ha ocurrido.
Pierce se apartó de la mesa y bajó al salón. Burgess estaba de pie, estrujando incesantemente su gorra azul. Parecía tan nervioso como Agar.
—¿Qué pasa? —preguntó Pierce.
—La compañía —dijo Burgess—. Lo han cambiado todo, y justo hoy… lo han cambiado todo.
—¿Qué han cambiado? —dijo Pierce.
Burgess habló desordenadamente:
—Me enteré esta mañana, fui a trabajar como siempre a las siete en punto, y en el furgón había un cerrajero, martillando y golpeando. Y también un herrero, y algunos caballeros los miraban trabajar. Y entonces descubro que lo estaban cambiando todo, precisamente hoy, absolutamente todo. Quiero decir, el sistema del furgón, la forma de trabajo, todo cambiado, y yo no sabía…
—¿En qué consisten, exactamente, los cambios? —preguntó Pierce.
Burgess tomó aliento.
—El sistema —dijo—. El modo de hacer las cosas, todo es distinto.
Pierce frunció el ceño, impaciente.
—Dígame qué ha cambiado —dijo.
Burgess apretó la gorra, hasta que los nudillos palidecieron.
—Primero, tienen un nuevo guardia, ha empezado hoy… un individuo nuevo, joven.
—¿Viaja con usted en el furgón?
—No, señor —dijo Burgess—. Trabaja solamente en la plataforma de la estación. Vigila la estación, sí.
Pierce dirigió una mirada a Agar. Poco importaba que hubiese más guardias en la plataforma. Para el caso podían destacar un regimiento, si así lo deseaban.
—¿Y qué? —dijo.
—Bueno, está la nueva norma, ¿comprende?
—¿Qué norma?
—Solamente yo puedo viajar en el furgón —explicó Burgess—. Es la nueva regla, y ese tipo nuevo la hace cumplir.
—Comprendo —dijo Pierce—. Ese era un cambio importante.
—Hay más —dijo Agar con aire sombrío.
—¿Sí?
Burgess asintió.
—Han puesto una cerradura nueva en la puerta del furgón. Por fuera. Ahora, cierran en la terminal, y abren en Folkestone.
—Maldición —exclamó Pierce. Comenzó a pasearse por la habitación—. ¿Y en las restantes paradas? El tren se detiene en Redhill, y en…
—Han cambiado eso —informó Burgess—. El furgón no se abre hasta Folkestone.
Pierce continuó caminando.
—¿Por qué han modificado la rutina?
—Por lo que ocurrió en el rápido de la tarde —explicó Burgess—. Hay dos rápidos, uno por la mañana y otro por la tarde. Parece que la semana pasada robaron en el tren de la tarde. Robaron un objeto valioso a un caballero… Un vino raro, oí decir. Bueno, reclamó a la compañía. Despidieron al guarda, y se armó un escándalo. El jefe de estación en persona me llamó esta mañana, y me echó un discurso, advirtiéndome de esto y aquello. Por poco me manda detener. Y el tipo nuevo de la plataforma es el sobrino del jefe de estación. Es quien cierra el candado en la estación central, antes de la salida.
—Vinos raros —dijo Pierce—. Dios santo, vinos raros. ¿Podemos poner a Agar en un baúl?
Burgess meneó la cabeza.
—No, si hacen lo mismo que hoy. Este sobrino, se llama McPherson, es escocés, y pone toda el alma en el trabajo. Seguramente necesita el empleo, este McPherson obliga a los pasajeros a abrir los baúles o los bultos que pueden contener a un hombre. Yo diría que ha causado bastante desorden. Un tipo voluntarioso. Sabe, es nuevo en el trabajo, y quiere hacer méritos, de modo que así están las cosas.
—¿Podemos distraerle e introducir a Agar mientras no mira?
—¿Mientras no mira? Nunca deja de mirar. Parece una rata hambrienta frente a un pedazo de queso, mira a todas partes. Y cuando ya han cargado todo el equipaje, sube al furgón, y mete la nariz en todos los rincones, no sea que haya alguien escondido. Después sale, y cierra el candado.
Pierce extrajo su reloj del bolsillo del chaleco. Eran las diez de la noche. Tenían diez horas antes de que el tren a Folkestone partiese, a la mañana siguiente. Pierce podía imaginar una docena de modos astutos de introducir a Agar bajo las narices de un escocés alerta, pero nada que pudiese arreglarse enseguida.
Agar, cuyo rostro era la imagen misma de la desesperanza, seguramente pensaba lo mismo.
—Bueno, ¿lo dejamos para el mes próximo?
—No —dijo Pierce. Pasó inmediatamente al problema siguiente—. Veamos ese candado que han instalado en la puerta del furgón… ¿puede manipularse desde adentro?
Burgess meneó la cabeza.
—El candado asegura un cerrojo que cae sobre una traba, por fuera.
Pierce continuaba paseándose.
—¿Podría abrirse es una de las paradas, por ejemplo, Redhill, y cerrarlo de nuevo en Tonbridge, unas estaciones más lejos?
—Es un riesgo —dijo Burgess—. Es un candado grande, como un puño, y podrían verlo.
Pierce continuó paseándose. Durante largo rato el ruido de sus pasos sobre la alfombra y el tic tac del reloj en la chimenea fueron los únicos sonidos en la habitación. Agar y Burgess lo miraban. Finalmente, Pierce dijo:
—Si la puerta del furgón está clausurada, ¿cómo puede renovarse el aire?
Un poco confuso, Burgess dijo:
—Oh, hay suficiente aire. El furgón está mal construido, y cuando el tren toma velocidad, el viento silba por las grietas y las junturas, hasta que me zumban los oídos.
—Quiero decir —insistió Pierce—, ¿hay algún aparato de ventilación en el furgón?
—Bueno, están los ventanillos del techo…
—¿Qué son? —preguntó Pierce.
—¿Los ventanillos? Pues ventanillos… bueno, a decir verdad, no son ventanillos auténticos, porque no tienen goznes. Muchas veces quisiera que fuesen ventanillos auténticos, quiero decir que tuviesen goznes, y más cuando llueve, se forma un charco frío adentro, le aseguro que…
—¿Qué es un ventanillo? —interrumpió Pierce—. El tiempo apremia.
—¿Un ventanillo? Una cosa parecida a una trampilla. Es una puerta con goznes en el techo, y dentro una barra para abrirla o cerrarla. A veces, los ventanillos —quiero decir, los verdaderos— se ponen por pares en cada vagón, mirando en direcciones contrarias. Así, uno está siempre contra el viento. En otros vagones, los dos ventanillos miran hacia el mismo lado, pero es una molestia en los cobertizos de depósito, sabe, porque significa que debe agregarse el vagón con los ventanillos hacia atrás, y…
—¿De modo que su furgón tiene dos ventanillos?
—Sí, así es —dijo Burgess—, pero no son de los verdaderos, porque siempre están abiertos, sabe, no tienen goznes, y cuando llueve me empapo…
—¿Los ventanillos dan directamente al interior del furgón?
—En efecto van directo abajo —Burgess hizo una pausa—. Pero si piensa meter un hombre por ahí, quítese la idea de la cabeza. Tienen el ancho de una mano, y…
—No pensaba en eso —dijo Pierce—. Ahora, ¿dice usted que hay dos ventanillos? ¿Dónde están?
—Como ya le he dicho, en el techo, en medio, y…
—¿Dónde, en relación con la longitud del vagón? —dijo Pierce. Su continuo desplazamiento, y su actitud brusca e irritable desconcertaban completamente a Burgess, que estaba nervioso y al mismo tiempo deseaba ser útil.
—Dónde… en relación… —su voz se apagó.
Agar dijo:
—No sé lo que está pensando, pero me duele la rodilla —la izquierda— y eso es siempre mala señal. Creo que por ahora debemos dejar el asunto.
—Cállese —dijo Pierce, en un súbito acceso de cólera que indujo a Agar a retroceder un paso. Pierce se volvió hacia Burgess—: Escuche mi pregunta —dijo—, si usted mira el vagón desde un lado, parece una caja, una caja muy grande, y sobre la parte superior de esa caja están los ventanillos. Bien. ¿Dónde están exactamente?
—No donde deberían, que Dios me asista —dijo Burgess—. Un ventanillo debe estar en el extremo del vagón, uno en cada extremo, de modo que el aire pase de un extremo al otro, de un ventanillo al siguiente. Ese es el mejor modo de…
—¿Dónde están los ventanillos de su furgón? —dijo Pierce, volviendo a mirar el reloj—. Es lo único que me interesa.
—Ahí está el problema —dijo Burgess—. Están cerca del centro, separados apenas por tres pasos, y no tienen goznes. De modo que cuando llueve entra el agua, directo al centro del furgón, y se forma un gran charco, exactamente en el centro.
—¿Dice que los ventanillos están separados unos tres pasos?
—Tres o cuatro, más o menos —dijo Burgess—. Nunca me he ocupado de averiguarlo, pero le aseguro que odio esas cosas, y…
—Muy bien —dijo Pierce—, me ha dicho lo que necesitaba saber.
—Me alegro —dijo Burgess, con una especie de sentimiento de confuso alivio—, pero le aseguro que ni un hombre ni un chico pueden pasar por ese agujero, y una vez encerrados…
Pierce le interrumpió con un gesto de la mano y se volvió hacia Agar.
—Ese candado de la puerta, ¿será muy difícil?
—No sé —dijo Agar—, pero los candados no suelen ser problema. Los hacen fuertes, pero a causa de su tamaño tienen seguros gruesos. Algunos hombres pueden moverlos con el meñique, y abrirlos en un instante.
—¿Yo podría? —preguntó Pierce.
Agar le miró.
—Es bastante fácil, pero quizá tarde un par de minutos —frunció el ceño—. Pero ya ha oído lo que ha dicho, no podrá hacerlo en una de las paradas, así que…
Pierce se volvió hacia Burgess.
—¿Cuántos vagones de segunda clase hay en el tren de la mañana?
—No lo sé seguro. A veces seis, siete los fines de semana. Algunos días, en mitad de semana ponen cinco, pero últimamente son seis. Ahora bien, en primera clase hay…
—No me interesa la primera clase —dijo Pierce.
Burgess guardó silencio, totalmente confundido. Pierce miró a Agar; Agar adivinó. El cerrajero meneó la cabeza.
—Madre de Dios —dijo Agar—, está loco, totalmente loco, como que yo respiro. ¿Qué se cree? ¿Qué es el señor Coolidge? —Coolidge era un montañero muy conocido.
—Sé quién soy —dijo secamente Pierce. Se volvió hacia Burgess, cuya confusión se había acentuado constantemente durante los últimos minutos, de modo que ahora estaba casi rígido, el rostro vacío e inexpresivo, incapaz incluso de manifestar desconcierto.
—¿De modo que se llama Coolidge? —preguntó Burgess—. Usted dijo que era Simms…
—Me llamo Simms —dijo Pierce—. Nuestro amigo está bromeando. Ahora, vuelva a casa, duerma y mañana vaya a trabajar como siempre. Compórtese como de costumbre, no importa qué ocurra. Cumpla sus tareas habituales, y no se preocupe de nada.
Burgess miró a Agar, y luego de nuevo a Pierce.
—Entonces, ¿será mañana?
—Sí —dijo Pierce—. Ahora, vuelva a casa y duerma.
Cuando los dos hombres estuvieron solos, Agar estalló en un arrebato de angustia y de furia.
—Que me cuelguen si seguiré hablando del asunto. Lo de mañana no es un juego de niños. ¿Está claro? —Agar alzó las manos—. Le digo que no, es imposible. El mes próximo puede ser.
Pierce permaneció en silencio un momento.
—He esperado un año —dijo al fin— y será mañana.
—Está obcecado —dijo Agar—, lo que dice no tiene sentido.
—Puede hacerse —insistió Pierce.
—¿Hacerse? —explotó otra vez Agar—. ¿Cómo? Mire, sé que usted es hábil, pero yo no soy ningún idiota, y no me engatusa. Esto se terminó. Es una lástima que robaran el vino, pero así son las cosas, y tenemos que aceptarlas —tenía el rostro congestionado y estaba frenético; movía los brazos dominado por la agitación.
En cambio, Pierce parecía extrañamente sereno. Sus ojos examinaron serenos a Agar.
—Hay un modo —dijo Pierce.
—Como que Dios es mi testigo, ¿cuál? —Agar miró a Pierce, que se dirigió tranquilamente a una alacena y sirvió dos vasos de coñac—. No me hará beber tanto que me confunda las ideas —dijo—. Vamos, la cosa está bien clara.
Agar levantó una mano y fue señalando los puntos con los dedos.
—Dijo que debo viajar en el furgón. Pero no puedo entrar… esa bestia de escocés vigila la puerta. Usted mismo lo ha oído. Muy bien: supongamos que usted consigue meterme ahí. Sigamos.
Bajó otro dedo.
—Ahora, estoy en el furgón. El escocés cierra el candado desde fuera. No consigo tocar el candado, de modo que aunque abra las cajas, no puedo sacar el oro. Estoy bien encerrado, hasta llegar a Folkestone.
—A menos que yo le abra la puerta —dijo Pierce. Entregó a Agar el vaso de coñac.
Agar se bebió el licor de un solo trago.
—Sí, una hermosa solución. Usted recorre todos esos vagones, caminando despacito sobre los techos, y baja como el señor Coolidge por el costado del furgón, para abrir el candado y dejarme salir. ¡Perfecto, de veras se lo digo!
Pierce le interrumpió.
—Conozco al señor Coolidge.
Agar se extrañó.
—¿De veras?
—Lo conocí en el Continente el año pasado. Estuve con él en Suiza. Escalamos con él tres picos y aprendí todo lo que sabe.
Agar se quedó sin habla. Miró a Pierce, procurando descubrir algún indicio de engaño en el rostro del ladrón. El montañismo era un deporte nuevo, que había comenzado a difundirse apenas tres o cuatro años antes, pero había atraído la atención popular; y los más notables profesionales ingleses, por ejemplo A. E. Coolidge, habían alcanzado la fama.
—¿De veras? —preguntó de nuevo Agar.
—Tengo las cuerdas y los ganchos en el armario —aseguró Pierce—. En serio.
—Tomaré otra copa —anunció Agar, entregándole el vaso vacío. Pierce lo llenó inmediatamente, y Agar bebió el licor.
—Bien —dijo—. Supongamos que puede abrir el candado, colgando de una cuerda, y abrir el furgón, y cerrar otra vez sin que nadie le vea. ¿Cómo consigo entrar, con ese escocés que todo lo ve?
—Hay un modo —dijo Pierce—. No es agradable, pero puede hacerse.
Agar no pareció convencido.
—Digamos que usted me mete en un baúl. Él lo abre y me ve, y ahí estoy. ¿Qué pasa?
—Me propongo que abra y lo vea —dijo Pierce.
—¿Se propone?
—Eso mismo, y la cosa funcionará, si usted puede soportar un poco de olor.
—¿Qué clase de olor?
—El olor de un perro o un gato muerto —dijo Pierce—. Muerto hace varios días. ¿Puede conseguirlo?
Agar dijo:
—Le juro que no entiendo. Ayúdeme con una o dos copas más —y extendió su vaso.
—Basta ya —dijo Pierce—. Tenemos que trabajar. Vaya a su alojamiento y vuelva con su mejor traje, el más elegante, y rápido.
Agar suspiró.
—Vaya —dijo Pierce—. Y confíe en mí.
Una vez que Agar se marchó, mandó llamar a Barlow, su cochero.
—¿Tenemos cuerdas? —dijo Pierce.
—¿Cuerdas, señor? ¿Quiere decir cuerdas de cáñamo?
—Exactamente. ¿Tenemos alguna en casa?
—No, señor. ¿Le sirve una de cuero?
—No —dijo Pierce. Pensó un momento.— Ate el caballo al coche, y prepárese para trabajar. Tenemos que conseguir algunos artículos.
Barlow asintió y salió. Pierce regresó al comedor, donde le esperaba Miriam, paciente y serena.
—¿Hay problemas? —preguntó la joven.
—Nada irreparable —dijo Pierce—. ¿Tienes un vestido negro? Me refiero a una prenda barata, de las que podría usar una doncella.
—Creo que sí.
—Bien —dijo Pierce—. Prepárala, pues tendrás que usarla mañana por la mañana.
—¿Para qué? —preguntó la joven.
Pierce sonrió.
—Para demostrar tu respeto al muerto —dijo.