—¿Y entonces? —preguntó Pierce.
Miriam se encogió de hombros. Subieron al tren.
—¿Cuántos eran?
—Cuatro.
—¿Y abordaron el tren de Greenwich?
Miriam asintió.
—Iban con mucha prisa. El jefe era un sujeto corpulento de bigotes, y su subordinado tenía la cara completamente afeitada. Había otros dos, de uniforme azul.
Pierce sonrió.
—Harranby —dijo—. Debe sentirse muy orgulloso de sí mismo. Qué hombre tan sagaz —se volvió hacia Agar—. ¿Y usted?
—El gordo Lewis estuvo en la taberna Armas de la Regencia preguntando por un golpe en Greenwich. Dice que quiere participar.
—¿De modo que la noticia circula? —dijo Pierce.
Agar asintió.
—Se lo han tragado —dijo.
—¿Quién dijo que está en el ajo?
—Por ejemplo, Primavera Jack.
—¿Y si los miltonianos le encuentran? —dijo Agar.
—Lo dudo —dijo Pierce.
—Está escondido, ¿no?
—Eso creo.
—Entonces, lo menciono.
—Que el gordo Lewis pague —dijo Pierce—. Esta información es valiosa.
Agar sonrió.
—Le prometo que le saldrá cara.
Agar se marchó, y Pierce quedó solo con Miriam.
—Felicitaciones —dijo la joven, sonriendo—. Ahora nada puede salir mal.
Pierce se sentó.
—Siempre hay algo que puede salir mal —dijo, pero también sonreía.
—¿En cuatro días? —preguntó Miriam.
—Incluso en una hora.
Tiempo después, en su testimonio ante el tribunal, Pierce reconoció que se había sorprendido porque sus palabras en verdad fueron proféticas; en efecto, se suscitaron dificultades enormes… y respondieron a las causas más inverosímiles.