Capítulo 33LOS MILTONIANOS SOBRE LA PISTA

Las instituciones de una sociedad están interrelacionadas, aunque aparenten tener metas completamente contrarias. El propio Gladstone observó: «En este mundo extraviado y sorprendente, a menudo se observa una oposición externa, y una actitud de condena sincera y aun violenta entre personas y organismos que, pese a todo, están profundamente vinculados por lazos y relaciones de los cuales no tienen conciencia».

Quizá el ejemplo más notorio en ese sentido, por lo demás admitido sin reservas por los victorianos, era la agria rivalidad entre las ligas antialcohólicas y las tabernas. De hecho, las dos instituciones tenían fines similares, y en definitiva adoptaron programas similares: las tabernas incorporaron órganos, organizaron grupos que cantaron himnos, y vendieron bebidas sin alcohol; y las ligas antialcohólicas apelaron a los animadores profesionales, y exhibieron una renovada y vigorosa vivacidad. Y cuando las asociaciones contra el alcohol comenzaron a comprar tabernas con el propósito de desterrar de ellas las bebidas alcohólicas, la confusión entre estas dos fuerzas hostiles se acentuó todavía más.

Los victorianos también presenciaron otro tipo de rivalidad, centrado en una nueva institución social: la fuerza policial organizada. Casi inmediatamente la nueva fuerza comenzó a establecer relaciones con su enemigo acérrimo, la clase criminal. Estas relaciones fueron materia de mucha discusión en el siglo XIX y el asunto continúa debatiéndose todavía hoy. La semejanza de métodos de la policía y los delincuentes, así como el hecho de que muchos agentes eran ex criminales —y a la inversa— fueron aspectos que no pasaron inadvertidos a los pensadores contemporáneos. Y sir James Wheatstone observó también que una institución consagrada a vigilar el cumplimiento de la ley planteaba un problema lógico intrínseco, «pues si la policía lograse realmente eliminar el delito, al mismo tiempo conseguiría eliminarse ella misma como apéndice necesario de la sociedad, y en verdad ninguna fuerza y ningún poder organizado está dispuesto a promover su propia desaparición».

En Londres, la Policía Metropolitana, fundada por sir Robert Peel en 1829, tenía su cuartel general en un distrito llamado Scotland Yard. Originariamente Scotland Yard fue una expresión geográfica, e indicativa de un sector de Whitehall que contenía muchos edificios oficiales. Entre ellos estaba la residencia oficial del inspector de obras públicas de la corona, ocupado por Inigo Jones, y después por sir Christopher Wren. John Milton vivía en Scotland Yard cuando trabajaba para Oliver Cromwell, entre 1649 y 1651, y parece que este hecho determinó la denominación popular de «miltonianos» para referirse a la policía dos siglos después.

Cuando sir Robert Peel instaló en Whitehall a la Nueva Policía Metropolitana, la dirección exacta del cuartel general era Whitehall Place 4, pero el asiento de la policía tenía una entrada por Scotland Yard propiamente dicho, y la prensa siempre utilizaba esta denominación para referirse a la institución, hasta que la expresión llegó a ser sinónima de la fuerza misma.

Scotland Yard creció rápidamente durante los primeros años; en 1829 la fuerza contaba con mil hombres, pero una década después eran tres mil trescientos cincuenta, y hacia 1850 más de seis mil, y diez mil hacia 1870. El Yard afrontaba una enorme tarea: debía ocuparse de los delitos cometidos en un sector de casi setecientas millas cuadradas, con una población de dos millones y medio de personas.

Desde el principio Scotland Yard adoptó una actitud de deferencia y modestia cuando tenía que referirse al modo en que había aclarado delitos; las explicaciones oficiales siempre mencionaban circunstancias afortunadas de diferente clase —un informador anónimo, una amante celosa, un encuentro casual— y todo ello en una medida que parecía inverosímil. En realidad, el Yard utilizaba informadores y policías de civil, y estos agentes eran tema de acalorado debate, por la razón ahora muy conocida de que muchos miembros del público temían que un agente provocara la comisión de un delito, para arrestar luego a los participantes. La provocación policial era un candente tema político contemporáneo, y el Yard procuraba defenderse lo mejor posible.

En 1855, la figura principal de Scotland Yard era Richard Mayne, «un abogado comprensivo» que había hecho mucho para mejorar la actitud pública frente a la Policía Metropolitana. El señor Edward Harranby estaba directamente bajo las órdenes de Mayne; y Harranby supervisaba la importante red de relaciones con agentes secretos e informantes. El señor Harranby tenía horarios irregulares; evitaba las relaciones con el periodismo, y su oficina tenía extraños visitantes, a menudo nocturnos.

Entrada la tarde del 17 de mayo, Harranby mantuvo una conversación con su ayudante, el señor Jonathan Sharp. El señor Harranby reconstruyó la conversación en sus memorias, tituladas Mis tiempos en la fuerza, y publicadas en 1879. Esta conversación debe considerarse con cierta reserva, pues en ese volumen Harranby intenta explicar por qué no había logrado frustrar los planes de robo de Pierce antes de que su autor los llevase a la práctica.

Sharp le dijo:

—El culebra cantó, y pudimos echar una ojeada al hombre.

—¿Qué clase de individuo? —dijo Harranby.

—Parece un caballero. Probablemente un ladrón o un carterista. El culebra dice que viene de Manchester, pero tiene una casa bien puesta en Londres.

—¿Conoce la dirección?

—Dice que ha estado en ella, pero no sabe la situación exacta. Por el lado de Mayfair.

—No podemos recorrer Mayfair llamando de puerta en puerta —dijo Harranby—. ¿No puede refrescarle la memoria?

Sharp suspiró.

—Quizá —dijo.

—Tráigalo. Conversaré con él. ¿Sabemos qué se propone nuestro hombre?

Sharp meneó la cabeza.

—El culebra dice que lo ignora. Teme verse implicado, y no quiere soltar todo lo que sabe. Dice que este individuo planea un golpe muy importante.

Harranby se mostró irritado.

—Todo eso me sirve de muy poco —dijo—. ¿Cuál es exactamente el delito? Es una pregunta que exige una respuesta apropiada. ¿Quiénes están siguiendo ahora al caballero?

—Cramer y Benton, señor.

—Son eficaces. Que lo sigan, y tráigame enseguida al informador.

—Ahora mismo, señor —dijo el ayudante.

Más tarde, Harranby escribió en sus memorias: «Hay momentos en la vida de un profesional en que los elementos exigidos por el proceso deductivo parecen casi al alcance de la mano, y pese a todo se nos escapan. Son las situaciones de mayor frustración, y ése es el caso del Robo de 1855».