Capítulo 32INCIDENTES SECUNDARIOS

El tren continuó su marcha hacia Londres, y el señor Pierce hizo lo mismo. Al final de la calle Harleigh, cerca de la iglesia de St. Martin, subió a un coche de punto y ordenó que lo llevase a Regent Street, donde descendió.

Pierce caminó tranquilamente por Regent Street, sin volver jamás la cabeza, pero deteniéndose a menudo para examinar los escaparates de la calle, y observar las imágenes reflejadas en el cristal.

Lo que vio no fue de su agrado, pero estaba totalmente desprevenido para la escena que siguió. Una voz conocida exclamó:

—¡Edward, querido Edward!

Con un gemido interior, Pierce se volvió para ver a Elizabeth Trent. La joven estaba haciendo compras, acompañada por un niño de librea que llevaba paquetes envueltos en papel de vivos colores. El rostro de Elizabeth Trent se ruborizó intensamente.

—Yo… bueno, admito que es una sorpresa extraordinaria.

—Cuanto me alegra verla —dijo Pierce, inclinándose para besarle la mano.

—Yo… sí, claro, yo… —La joven retiró la mano y la frotó con la otra—. Edward —dijo respirando hondo—. Edward, ¿qué le ocurrió?

—Debo disculparme —dijo blandamente Pierce—. Tuve que viajar muy repentinamente al exterior por negocios, y seguramente mi carta de París no satisfizo sus sentimientos heridos.

—¿París? —dijo la joven, frunciendo el ceño.

—Sí. ¿No recibió mi carta de París?

—Bueno, no.

—¡Maldición! —dijo Pierce, y luego se disculpó por su lenguaje descomedido—. Son los franceses —dijo—, siempre tan ineptos. Si lo hubiera sabido, pero yo no sospechaba nada, y como usted no me contestó a París, supuse que estaba enojada…

—¿Yo? ¿Enojada? Edward, le aseguro… —empezó, pero se interrumpió—. Pero ¿cuándo volvió?

—Hace apenas tres días —dijo Pierce.

—Qué extraño —dijo Elizabeth Trent, con una súbita expresión de sagacidad muy poco femenina—, pues el señor Fowler vino a cenar hace un par de semanas, y dijo que lo había visto.

—No deseo contradecir a un colaborador comercial de su padre, pero Henry tiene la deplorable costumbre de confundir las fechas. Hace casi tres meses que no lo veo —Pierce agregó rápidamente—: ¿Y cómo está su padre?

—¿Mi padre? Oh, mi padre está bien, gracias —la expresión astuta dejó paso a una actitud de herido desconcierto—. Edward, yo… A decir verdad, mi padre dijo algunas palabras poco halagadoras acerca de usted.

—¿Realmente?

—Sí. Dijo que era un individuo grosero —suspiró—. Y cosas peores.

—Comprendo perfectamente, dadas las circunstancias, pero…

—Pero ahora —dijo Elizabeth Trent, con aire decidido—, puesto que ha regresado a Inglaterra, confío en que volveremos a verle en casa.

Aquí Pierce pareció muy desconcertado.

—Querida Elizabeth —dijo, balbuceante—. No sé cómo decírselo —y se interrumpió, meneando la cabeza. Parecía que los ojos se le llenaban de lágrimas—. Como en París no recibí cartas, supuse naturalmente que usted estaba irritada conmigo, y… bien, pasó el tiempo… —Pierce se enderezó súbitamente—. Lamento informarle que estoy comprometido.

Elizabeth Trent le miró fijamente, la boca entreabierta.

—Sí —dijo Pierce—, es cierto. He dado mi palabra.

—Pero ¿con quién?

—Con una dama francesa.

—¿Una dama francesa?

—Sí, me temo que así es, precisamente. Como usted comprende, me sentía muy desgraciado.

—Comprendo, señor —dijo secamente la joven, y volviéndose bruscamente siguió su camino.

Pierce permaneció de pie en la acera, procurando exhibir la actitud más abyecta posible, hasta que ella subió a su carruaje y se alejó. Luego, continuó caminando por Regent Street.

Quien lo hubiese observado atentamente, habría advertido que cuando llegó al final de la calle nada en su rostro o su porte indicaba el más mínimo remordimiento. Subió a un coche que le llevó a la calle del Molino de Viento, y allí entró en una casa de citas que era un conocido refugio de prostitutas, aunque uno de los establecimientos de mayor categoría en su tiempo.

En el vestíbulo tapizado de terciopelo la señorita Miriam dijo:

—Está arriba. La tercera puerta a la derecha.

Pierce subió al primer piso y entró en una habitación, donde le esperaba Agar instalado en una silla.

—Un poco tarde —dijo Agar—. ¿Dificultades?

—Me he encontrado con una antigua amistad.

Agar asintió distraídamente.

—¿Qué ha visto? —dijo Pierce.

—Había dos —dijo Agar—. Los dos le han seguido. Uno es un policía de civil, el otro iba vestido de marino. Le han seguido por toda la calle Harleigh, y han subido a un coche cuando usted se ha venido para el centro.

Pierce asintió.

—Les he visto en Regent Street.

—Probablemente ahora están ahí afuera —dijo Agar—. ¿Qué pasa con Willy?

—Creo que Willy está delatando —dijo Pierce.

—Seguramente ya ha cantado.

Pierce se encogió de hombros.

—¿Qué hacemos con Willy?

—Lo que se hace siempre con los que hablan.

—Lo despacharé —dijo Agar.

—No sé si será lo mejor —dijo Pierce—, pero no tendrá otra oportunidad de delatarnos.

—¿Qué va a hacer con esos dos policías?

—Por el momento nada —dijo Pierce—. Tengo que pensar un poco —se arrellanó en el asiento, encendió un cigarro, y fumó en silencio.

El robo debía realizarse cinco días después, y la policía estaba siguiéndole los pasos. Si Willy había cantado, con toda su voz, la policía debía saber que la banda de Pierce había entrado en las oficinas de la Terminal del Puente de Londres.

—Necesito preparar otro golpe —dijo, los ojos fijos en el techo—. Algo muy llamativo que los miltonianos descubran —contempló la ascensión del humo de su cigarro, y frunció el ceño.