Capítulo 31EL CULEBRA DE LATA

Una semana después se suscitó otro factor de perturbación de los planes. El 17 de mayo de 1855 Pierce recibió una carta. Escrita por una mano diestra y educada, decía así:

Mi estimado señor:

Le estaría muy agradecido si se encontrara conmigo en el Palacio, en Sydenham, esta tarde a las cuatro, con el fin de conversar algunos asuntos de interés mutuo.

Respetuosamente suyo,

William Williams, Esq.

Pierce examinó consternado la carta. La mostró a Agar, pero éste no sabía leer, de modo que Pierce le informó del contenido. Agar examinó la caligrafía.

—Perfecto Willy ha conseguido un escribiente —dijo.

—Sin duda —dijo Pierce—. Pero ¿qué quiere?

—Quizá pretende apretarlo.

—Si eso es todo, me consideraré satisfecho —dijo Pierce.

—¿Irá a la cita?

—Por supuesto. ¿Vendrá conmigo? Necesito un campana.

Agar asintió.

—¿Aviso a Barlow? Una buena porra puede ahorrar muchos problemas.

—No —dijo Pierce—. Eso los pondría a todos sobre la pista.

—De acuerdo —dijo Agar—, solamente de campana. No será fácil en el Palacio.

—Seguro que Willy lo sabe —dijo Pierce con aire sombrío.

Conviene decir unas palabras acerca del Palacio de Cristal, esa estructura mágica que vino a simbolizar el universo victoriano de mediados de siglo. Era un enorme edificio de vidrio, que con sus tres plantas abarcaba unas diez hectáreas, y fue erigido en 1851 en Hyde Park, para albergar la Gran Exposición celebrada ese año; y en efecto, impresionó mucho a todos los visitantes que lo vieron. Ciertamente, aun en las reproducciones el Palacio de Cristal desconcierta al ojo moderno, y la visión de un millón de pies cuadrados de cristal resplandeciendo a la luz de la tarde seguramente fue un espectáculo notable para cualquiera. Así, no es sorprendente que el Palacio representara muy pronto la estética tecnológica y futurista de la nueva sociedad victoriana industrial.

Pero esta fabulosa estructura tuvo un origen extrañamente casual. Bajo la dirección del propio príncipe Alberto, en 1850 comenzaron a trazarse planes para la Gran Exposición, y pronto se suscitaron discusiones acerca del proyectado Salón de Exposición y de su ubicación.

Era evidente que se necesitaba un edificio muy espacioso. Pero ¿qué clase de edificio, y dónde situarlo? Un concurso organizado en 1850 reunió más de doscientos diseños, pero ningún proyecto satisfizo. De modo que el Comité de Construcción elaboró su propio plan, que se resumía en una horrenda monstruosidad de ladrillo; la estructura tendría el cuádruplo de la longitud de la Abadía de Westminster con una cúpula más grande que la de San Pedro. Se pensaba levantar la construcción en Hyde Park.

El público protestó ante la destrucción de árboles, las molestias que deberían soportar los jinetes, el deterioro general de un vecindario de agradable fisonomía, etc. El Parlamento parecía oponerse a la utilización de Hyde Park como asiento de la construcción.

Entretanto, el Comité de Construcción descubrió que sus planes requerían el uso de diecinueve millones de ladrillos. Hacia el verano de 1850 no se disponía del tiempo necesario para fabricar esta masa de ladrillos y construir el Gran Salón en la fecha indicada para la inauguración. Algunos incluso mencionaban la posibilidad de cancelar o por lo menos aplazar la exposición.

Entonces, Joseph Paxton, jardinero del duque de Devonshire, propuso erigir un enorme invernadero como Salón de Exposición. El plan original presentado al Comité, y dibujado sobre un pedazo de papel secante, en definitiva fue aceptado en vista de que ofrecía varias ventajas.

Primero, permitía salvar los árboles de Hyde Park; segundo, el principal material utilizado, es decir el vidrio, podía fabricarse rápidamente; y tercero, después de la exposición era posible desarmarlo y volver a instalarlo en otro sitio. El Comité aceptó una oferta por 79.800 libras esterlinas, presentada por un contratista dispuesto a levantar la gigantesca estructura, terminada en sólo siete meses, y más tarde centro del elogio casi universal.

De modo que un jardinero salvó la reputación de un imperio; y después habría de otorgarse a ese jardinero el título de caballero.

El Palacio de Cristal planteó un solo problema imprevisto. En el interior del edificio había árboles, y en los árboles gorriones, que no estaban domesticados. No era cosa de risa, sobre todo porque no podía dispararse sobre los pájaros, y ellos ignoraban las trampas que se les ponían. Anualmente, se consultó a la propia Reina, y ella dijo: «Avisen al duque de Wellington». El Duque fue informado del problema.

Después de la exposición, se desarmó el Gran Salón y se trasladó a Sydenham, en el sector sureste de Londres. En esa época Sydenham era un agradable barrio suburbano de residencias bien construidas y prados abiertos, y el Palacio de Cristal representó un adorno excelente. Poco antes de las cuatro, Edward Pierce entró en la amplia estructura, para reunirse con Perfecto Willy Williams.

El gigantesco salón alojaba varias exposiciones permanentes, la más impresionante de las cuales estaba formada por reproducciones a tamaño natural de las enormes estatuas egipcias de Ramsés II y Abu Simbel. Pero Pierce no prestó atención a tales atracciones, ni a los nenúfares y los estanques de agua distribuidos por doquier.

—«Madame, pruebe usar gavilanes», sugirió, y nuevamente tuvo razón.

Estaba desarrollándose un concierto de banda; Pierce vio a Perfecto Willy sentado en una de las filas de la izquierda. También vio a Agar, disfrazado de oficial retirado del ejército, y en apariencia dormitando en otra esquina. La banda tocaba estrepitosamente. Pierce se instaló en el asiento que estaba al lado de Willy.

—¿Qué pasa? —dijo Pierce en voz baja. Miró a la banda, y pensó ociosamente que ese tipo de música le desagradaba.

—Necesito algo —dijo Willy.

—Se le ha pagado.

—Necesito más —dijo Willy.

Pierce le dirigió una mirada. Willy sudaba, y estaba nervioso, pero no miraba nerviosamente alrededor como suele hacer un hombre inquieto.

—¿Ha hablado, Willy?

—No.

—¿Le han hablado, Willy?

—No, juro que no.

—Willy —dijo Pierce—, si me delata, le mando a criar margaritas.

—Se lo juro —dijo Willy—. No es mucho… solamente cinco o diez, y ahí termina.

La banda, en un rapto de apoyo patriótico a los aliados de Inglaterra, atacó la «Marsellesa». Unos pocos miembros del público tuvieron el mal gusto de repudiar la selección.

Pierce dijo:

—Willy, está sudando.

—Por favor, señor, cinco o diez, y nunca más.

Pierce extrajo su cartera y retiró dos billetes de cinco libras.

—No me delate —dijo Pierce—, o haré lo que es necesario.

—Gracias, señor, gracias —dijo Willy, y se embolsó rápidamente el dinero—. Muchas gracias, señor.

Pierce se alejó. Después de abandonar el Palacio e internarse en el parque, se dirigió rápidamente a la calle Harleigh. Allí se detuvo para ajustarse el sombrero de copa. El gesto fue advertido por Barlow, que había estacionado su carruaje al final de la calle.

Luego, Pierce avanzó lentamente por la calle Harleigh, con un aire de perfecta indiferencia, como el hombre sin problemas que sale a dar un paseo. De todos modos, sus pensamientos fueron interrumpidos por el silbido de una locomotora y el jadeo cercano de la máquina. Mirando por encima de los árboles y los techos de las casas, vio el humo negro que se elevaba en el aire. Con gesto automático, verificó la hora; era el tren de media tarde del Ferrocarril Sureste, que regresaba de Folkestone y se dirigía a la Estación del Puente de Londres.