Capítulo 22CHALANEOS

A fines de diciembre de 1854, Pierce se reunió con un hombre llamado Andrew Taggert en la taberna Las Armas del Rey, cerca de Regent Street. En ese momento, Taggert tenía casi sesenta años y era un personaje muy conocido en el vecindario. Había sobrevivido a una carrera prolongada y pintoresca, que podemos rememorar brevemente, porque es uno de los pocos participantes del Gran Robo del Tren de quien se conocen los antecedentes.

Taggert había nacido alrededor de 1790 en las afueras de Liverpool, y había llegado a Londres hacia fines del siglo, con su madre soltera, que era prostituta. Tenía unos diez años cuando trabajó en «el negocio de la resurrección», es decir, la exhumación de cadáveres recientes, extraídos de los cementerios para venderlos a las facultades de medicina. Pronto adquirió una reputación de audacia sin igual; decíase que cierta vez había transportado un cadáver atravesando las calles de Londres en pleno día, con el hombre instalado en su carromato como un pasajero.

La Ley de Anatomía de 1838 liquidó el negocio de los cadáveres, y Andrew Taggert se dedicó a la profesión de pasador, «dando cambio», es decir, colocando dinero falsificado. En esta maniobra, se pagaba con una moneda genuina la compra a un comerciante, y luego el pasador rebuscaba en su bolso, diciendo que creía tener el cambio justo, y tomaba de vuelta la moneda original. Después de un momento decía: «No, en realidad no tengo cambio», y entregaba una moneda falsificada en lugar de la anterior. Era un trabajo mezquino, y Taggert se cansó pronto del asunto. Se dedicó a diferentes estafas, y hacia mediados de la década de 1840 era un experto en la materia. Según parece, tuvo mucho éxito en su profesión; alquiló un piso respetable en Camden Town, un barrio, por cierto, no del todo respetable. (Charles Dickens había vivido allí unos quince años antes, mientras su padre estuvo encarcelado). Taggert también tomó esposa, una viuda llamada Mary Maxwell, y una de las ironías menores del asunto es que este magistral estafador fue engañado a su vez. Mary Maxwell se especializaba en la falsificación de pequeñas monedas de plata. Había cumplido varias condenas de cárcel, y tenía ciertos conocimientos jurídicos, lo que no era el caso de su nuevo esposo; en realidad, la mujer se había casado respondiendo a motivos ulteriores.

La posición legal de la mujer ya era tema de activos intentos de reformas; pero en esa época las mujeres no tenían derecho de votar, poseer propiedades o testar, y los ingresos de una mujer casada que estaba separada de su marido legalmente continuaban siendo propiedad de éste. Aunque la ley trataba a las mujeres casi como a idiotas, y parecía favorecer abrumadoramente a los hombres, el asunto contenía ciertas complicaciones extrañas, como muy pronto habría de descubrirlo Taggert.

En 1847, la policía allanó el lugar donde trabajaba Mary Maxwell Taggert, sorprendiéndola en el momento mismo en que estaba fabricando monedas de seis peniques. La mujer recibió serenamente el allanamiento, anunció con voz tranquila que estaba casada, e indicó a la policía el paradero de su esposo.

De acuerdo con la ley, el marido era responsable de las actividades delictivas de su mujer. Se presumía que dicha actividad era resultado del planeamiento y la ejecución del hombre, en los cuales la esposa era un mero participante… quizá contra su voluntad.

En julio de 1847, Andrew Taggert fue detenido, convicto de falsificar moneda, y condenado a ocho años en la cárcel de Bridewell; Mary Maxwell quedó en libertad, y ni siquiera se le formuló una reprimenda. Se asegura que en la sesión en que se condenó al marido exhibió en el tribunal «una conducta burlona y desafiante».

Taggert cumplió tres años de su sentencia, y luego se le permitió salir en libertad condicional. Más tarde se dijo que había perdido toda su fibra, un resultado bastante usual de los períodos de cárcel; ya no tenía la energía ni la confianza necesarias para dedicarse a la estafa, de modo que comenzó a «frenar cascos» —es decir, robar caballos. Hacia 1854 era un rostro conocido en las tabernas frecuentadas por los aficionados a las carreras de caballos; se dice que estuvo complicado en el escándalo de 1853, en el cual un animal de cuatro años fue presentado en el Derby incluyéndolo en la categoría de caballos de tres años. Nadie tenía datos ciertos, pero se supuso que, en su condición de ladrón de caballos, organizó el robo del animal más famoso durante ese período: Silver Whistle, un caballo de tres años proveniente de Derbyshire.

Pierce se reunió con él en Las Armas del Rey, y le hizo una propuesta sumamente singular. Taggert se tragó de golpe su ginebra y dijo:

—¿Quiere que le consiga qué?

—Un leopardo —dijo Pierce.

—Pero ¿dónde puede hallar un leopardo un hombre honrado como yo? —dijo Taggert.

—No lo sé —dijo Pierce.

—En toda mi vida —dijo Taggert— jamás he tenido que ver con leopardos, y por lo que sé, se los encuentra únicamente en los zoológicos, que tienen toda clase de bestias.

—Así es —dijo calmosamente Pierce.

—¿Hay que bautizarlo?

Este era un problema particularmente difícil. Taggert sabía bautizar muy bien, es decir, disimular el hecho de que los artículos eran robados. Podía disfrazar las señas de un caballo de modo que ni siquiera su dueño lo reconociera. Pero bautizar un leopardo podía ser más difícil.

—No —dijo Pierce—. Lo acepto como esté.

—No engañará a nadie.

—No es necesario.

—Entonces, ¿para qué lo quiere?

Pierce dirigió a Taggert una mirada especialmente severa y no contestó.

—Preguntando no hago mal a nadie —dijo Taggert—. No todos los días vienen a pedirme que consiga un leopardo, por eso pregunto… sin mala intención.

—Es un regalo —dijo Pierce— para una dama.

—Ah, una dama.

—Del Continente.

—Ah, del Continente.

—De París.

—Ah.

Taggert le miró de arriba a abajo. Pierre iba bien vestido.

—Usted podría comprar uno legalmente —dijo—. Le costaría casi tanto como comprármelo a mí.

—Le he hecho una propuesta comercial.

—En efecto, y muy correcta, pero no ha dicho cuánto me pagará. Solamente que le consiga un leopardo.

—Le pagaré veinte guineas.

—Demonios, quiero cuarenta y considérese afortunado.

—Le pagaré veinticinco y considérese usted el afortunado —dijo Pierce.

Taggert pareció molesto. Hizo girar el vaso de ginebra en la mano.

—Muy bien —dijo—. ¿Adónde lo llevo?

—No se preocupe —dijo Pierce—. Encuentre el animal y guárdelo, que pronto tendrá noticias mías —y dejó una guinea de oro sobre el mostrador.

Taggert la recogió, la mordió, hizo un gesto de asentimiento y se tocó la gorra.

—Señor, tenga usted buenos días —dijo.

—Buenos días —dijo Pierce.