«En las últimas semanas», decía el Illustrated London News del 21 de diciembre de 1854, «la incidencia de la delincuencia callejera temeraria y brutal ha alcanzado proporciones alarmantes, sobre todo durante la noche. Parece que la confianza depositada por el señor Wilson en la iluminación callejera de gas como factor disuasorio de las tropelías de los malhechores ha sido injustificada, porque los delincuentes se muestran cada vez más temerarios, y atacan con audacia sin par a las personas desprevenidas. Ayer mismo, el agente de policía Peter Farrell fue atraído a un callejón, donde una banda de matones cayó sobre él, le golpeó y le quitó todo lo que llevaba encima, incluso el uniforme. Tampoco podemos olvidar que hace apenas un par de semanas el señor Parkington, miembro del Parlamento, fue cruelmente asaltado en un lugar abierto y bien iluminado, mientras se dirigía a pie del Parlamento a su club. Esta epidemia de ataques a mansalva debe merecer la pronta atención de las autoridades en un futuro próximo».
El artículo continuaba describiendo el estado del agente Farrell, cuya «condición no era mejor de lo que cabía esperar». De acuerdo con la versión del policía, había sido llamado por una mujer bien vestida, que estaba discutiendo con un cochero, «un sujeto de aspecto hosco y brutal, con una cicatriz blanca que le atravesaba la frente». Cuando el policía intercedió en la disputa, el cochero se arrojó sobre él jurando y maldiciendo y golpeándolo con una cachiporra; y cuando el infortunado policía recobró el sentido, descubrió que le habían despojado de sus ropas.
En 1854, muchos victorianos que habitaban en las ciudades se sentían inquietos ante al recrudecimiento del delito en las calles. Algunas «epidemias» ulteriores y periódicas de violencia callejera culminaron finalmente en el pánico de los transeúntes durante los años 1862 y 1863, y en la aprobación por el Parlamento de la Ley de Asaltos con Violencia. Esta legislación dictaminó castigos desusadamente severos para los infractores, entre ellos la flagelación por tandas —con el propósito de permitir que los detenidos se recuperasen antes de volver a castigarlos— y la pena de muerte por ahorcamiento. En efecto, en 1863 se ahorcó en Inglaterra a más personas que en cualquier otro año a partir de 1838.
El ataque brutal en la calle era la forma más baja de actividad delictiva. Los atracadores y los asaltantes a mano armada eran a menudo despreciados por sus colegas de los bajos fondos, que detestaban los métodos groseros y los actos de violencia. El método habitual de ataque requería que un cómplice, de preferencia una mujer, atrajese a la víctima, preferiblemente un borracho; entonces, el atracador caía sobre la víctima, la golpeaba con una cachiporra y la despojaba, dejándola tirada en la calle. No era un modo elegante de obtener dinero.
Los ingratos detalles del atracador cayendo sobre su impotente víctima eran el tema corriente de la información diaria. Según parece, nadie se detuvo a pensar que, en realidad, el ataque al agente Farrell era muy extraño. De hecho tenía muy poco sentido. Entonces como ahora los delincuentes evitaban siempre que era posible los enfrentamientos con la policía. Atacar a un policía era simplemente provocar una búsqueda exhaustiva en todos los palomares, hasta que se detenía a los culpables, pues la policía ponía particular interés en resolver los ataques contra los miembros de la fuerza.
Tampoco había motivos razonables para atacar a un policía. Sabía defenderse mejor que la mayoría de las víctimas, y nunca llevaba mucho dinero; a menudo, no tenía dinero.
Finalmente, carecía de sentido desvestir a un policía. En esa época era usual despojar de sus ropas a las víctimas, y la tarea estaba generalmente a cargo de viejas que atraían a los niños a un callejón, y luego les quitaban toda la ropa para venderla en una tienda de artículos de segunda mano.
Pero era imposible disimular el uniforme de un policía, con el fin de que tuviese cierto valor de reventa. Los establecimientos de artículos de segunda mano siempre estaban vigilados, y a menudo se les acusaba de aceptar artículos robados; ningún «traductor» aceptaría jamás un uniforme de policía. En todo Londres era quizá el único tipo de prenda que carecía absolutamente de valor de reventa.
Por consiguiente, el ataque al agente Farrell no sólo era peligroso, sino insensato, y un observador reflexivo debía preguntarse cuáles podrían ser las motivaciones de sus autores.