Capítulo 20ASUNTO ARREGLADO

La facilidad con que Pierce y sus cómplices obtuvieron las dos primeras llaves les infundió un sentimiento de confianza que pronto se demostraría falso. Casi inmediatamente después de conseguir la llave de Fowler, surgieron dificultades en un sector inesperado: el Ferrocarril Sureste cambió su rutina en las oficinas de la Estación del Puente de Londres.

La banda utilizó a la señorita Miriam para vigilar la rutina de las oficinas, y a fines de diciembre de 1854 la joven apareció con malas noticias. En una reunión celebrada en casa de Pierce, explicó a Pierce y Agar que la empresa ferroviaria había contratado a un detective que ahora cuidaba las instalaciones durante la noche.

Como habían planeado entrar de noche, la noticia era muy desagradable. Pero según la versión de Agar, Pierce disimuló prontamente su decepción.

—¿Cómo trabaja? —preguntó.

—Entra en servicio todas las noches a la hora del cierre, a las siete en punto —dijo la señorita Miriam.

—¿Y qué clase de individuo es?

—Un profesional —contestó ella, queriendo decir que era un auténtico policía—. Alrededor de cuarenta años; corpulento, gordo. Pero seguro que no se duerme en su guardia, y no es ningún borracho.

—¿Va armado?

—Sí —dijo la joven, asintiendo.

—¿Dónde espera? —preguntó Agar.

—En la puerta. Se sienta al final de la escalera, al lado de la puerta, y no se mueve de allí. Tiene una bolsa de papel al lado, creo que lleva en ella la comida —la señorita Miriam no podía estar segura, porque no se atrevía a prolongar demasiado la vigilancia de la oficina por temor a despertar sospechas.

—Maldito —dijo Agar, disgustado—. ¿Se sienta frente a la puerta? Así es imposible.

—Me pregunto por qué habrán puesto un guardia nocturno —dijo Pierce.

—Tal vez se hayan enterado de que pensamos dar el golpe —dijo Agar, pues habían estado vigilando la oficina durante varios meses, con diferentes intervalos, y quizá alguien había advertido el hecho.

Pierce suspiró.

—Ahora no hay nada que hacer —dijo Agar.

—Siempre hay algo que hacer —dijo Pierce.

—Ahora es imposible —insistió Agar.

—Imposible, no —dijo Pierce—, sólo un poco más difícil que antes.

—¿Cómo piensa hacerlo? —preguntó Agar.

—A la hora de la comida —respondió Pierce.

—¿A la luz del día? —dijo Agar, desconcertado.

—¿Por qué no? —dijo Pierce.

Al día siguiente, Pierce y Agar observaron la rutina de la oficina al mediodía. A la una, la Estación del Puente de Londres estaba colmada de pasajeros que entraban y salían; mozos de cuerda cargando equipajes detrás de viajeros elegantes que iban a abordar los vagones; vendedores ofreciendo refrescos; y tres o cuatro policías aquí y allá, manteniendo el orden y vigilando a los carteristas porque las estaciones ferroviarias estaban convirtiéndose en el coto de caza favorito. El ladrón despojaba a la presa cuando ésta subía al tren, y la víctima generalmente descubría el robo cuando ya había salido de Londres.

La relación de los carteristas con las estaciones ferroviarias llegó a ser tan notoria que cuando en 1862 William Frith pintó uno de los cuadros más famosos de su generación, «La estación ferroviaria», el centro de la composición estaba representado por dos detectives que detenían a un ladrón.

Ahora, la Estación del Puente de Londres tenía varios agentes de la policía Metropolitana. Además, las empresas ferroviarias contrataban agentes privados.

—Los polis pululan —dijo Agar con gesto de desagrado, recorriendo con la vista las plataformas de la estación.

—No se preocupe —dijo Pierce. Estaba observando la oficina del ferrocarril.

A la una, los empleados descendieron la escalera de hierro charlando despreocupadamente mientras se dirigían a almorzar. El gerente de tráfico, un caballero de aire severo y bigotes recortados, permaneció en la oficina. Los empleados retornaron a las dos, y se reanudó la rutina oficinesca.

Al día siguiente, el gerente fue a comer, pero dos de los empleados permanecieron en la oficina, privándose del almuerzo.

Hacia el tercer día, ya conocían el sistema: Uno o varios empleados salían a almorzar a la una, y permanecían ausentes una hora; pero la oficina nunca quedaba sola. La conclusión era evidente.

—No hay nada que hacer de día —dijo Agar.

—Quizá el domingo —observó Pierce, pensando en voz alta.

En esa época —e incluso ahora—, el sistema ferroviario británico se oponía firmemente al trabajo el día de guardar. Se consideraba innecesario e impropio que la empresa trabajase los domingos, y sobre todo los ferrocarriles siempre habían exhibido un sesgo extrañamente moralista. Por ejemplo, se prohibía fumar en los vagones ferroviarios aún mucho después de que el consumo de tabaco se hubiese convertido en una costumbre social generalizada; el caballero que deseaba saborear un cigarro debía dar una propina al empleado del tren —otro acto prohibido—; y a pesar de la presión intensa de la opinión pública, esta situación se prolongó hasta 1868, año en que el Parlamento aprobó finalmente una ley obligando a los ferrocarriles a permitir que los pasajeros fumasen.

Asimismo, aunque todos convenían en que a veces los individuos más temerosos de Dios necesitaban viajar en domingo, y pese a que la costumbre popular de las excursiones de fin de semana acentuaba la presión en favor de los trenes dominicales, los ferrocarriles se opusieron firmemente a esta tendencia. En 1854, el Ferrocarril Sureste corría sólo cuatro trenes en domingo, y la otra línea que usaba el Puente de Londres, el Ferrocarril de Londres & Greenwich, tenía solamente seis trenes, menos de la mitad del número habitual.

Pierce y Agar inspeccionaron la estación el domingo siguiente, y hallaron una doble guardia instalada cerca de la oficina del gerente de tráfico; un hombre se estacionaba cerca de la puerta, y el otro ocupaba su lugar a pocos metros del comienzo de la escalera.

—¿Por qué? —preguntó Pierce cuando vio a los dos guardias—. En nombre de Dios, ¿por qué?

Gracias a los testimonios ofrecidos después ante el tribunal, pudo saberse que en el otoño de 1854 la administración del Ferrocarril Sureste había cambiado de mano. El nuevo propietario, Willard Perkins, era un caballero de inclinaciones filantrópicas; deseoso de beneficiar a las clases inferiores, inició la política de emplear a más personas en todos los cargos de la línea, «con el fin de ofrecer trabajo honesto a quienes de lo contrario se sentirían tentados de incurrir en una conducta ilegal y una sórdida promiscuidad». Esta fue la única razón que determinó la contratación de personal suplementario; el ferrocarril nunca sospechó la posibilidad de un robo, y en efecto el señor Perkins se sintió profundamente afectado cuando más tarde se dio el golpe.

También debe señalarse que por esa época el Ferrocarril Sureste intentaba tender nuevas líneas de acceso al centro de Londres, y esta política determinó el desplazamiento de muchas familias y la destrucción de sus viviendas. Por consiguiente, en el espíritu de estos propietarios del ferrocarril esta conducta filantrópica implicaba también cierto aspecto de relaciones públicas.

—Nada que hacer en domingo —dijo Agar, examinando a los dos guardias.

—¿Quizá en Navidad?

Pierce meneó la cabeza. Era concebible que el día de Navidad se atenuasen las medidas de seguridad, pero no podían depender de eso.

—Necesitamos algo que se ajuste a la rutina —dijo.

—De día no hay nada que hacer.

—Sí —dijo Pierce—. Pero no conocemos toda la rutina nocturna. Nunca hemos vigilado toda la noche —de noche la estación estaba desierta, y los policías que hacían sus rondas expulsaban sin miramientos a los holgazanes y a los vagabundos.

—Si metemos a un hombre, lo echarán —dijo Agar—. Y quizá también lo detengan.

—Estaba pensando en un espía escondido —dijo Pierce—. Un hombre oculto podría permanecer toda la noche en la estación.

—¿Perfecto Willy?

—No —dijo Pierce—. Perfecto Willy es un charlatán y un idiota y no tiene fibra. Es un retrasado.

—Eso es cierto —dijo Agar.

Según se indicó en el testimonio ante el tribunal, Perfecto Willy, que en el momento del juicio ya había muerto, era un individuo de «disminuida capacidad de raciocinio»; así lo afirmaron varios testigos. El propio Pierce afirmó: «Pensamos que no podíamos confiarle la tarea de vigilancia. Si lo detenían, nos delataría; revelaría nuestros planes sin el menor escrúpulo».

—¿Entonces? —dijo Agar, paseando la vista por la estación.

—Pensaba en un skipper —dijo Pierce.

—Un skipper —dijo sorprendido Agar.

—Sí —dijo Pierce—. Creo que un skipper haría bien el trabajo ¿Conoce alguno que sirva?

—Puedo encontrarlo. Pero ¿dónde se esconderá?

—Lo meteremos en un cajón de embalar —dijo Pierce.

Pierce ordenó que enviasen a su casa un cajón de embalar. De acuerdo con su propia versión, Agar consiguió «un skipper digno de toda confianza», y se adoptaron las medidas necesarias con el fin de enviar el cajón a la estación ferroviaria.

El skipper, llamado Henson, nunca fue hallado, y tampoco se realizaron esfuerzos muy intensos para identificarlo; era una figura muy secundaria en todo el plan y, en vista de su condición social, no valía la pena tomarse demasiado trabajo con él. Pues la palabra skipper no implicaba una ocupación, sino más bien un modo de vida, y más específicamente un modo de pasar la noche.

A mediados de siglo, la población londinense crecía al ritmo del 20 por ciento cada década. El número de habitantes de la ciudad aumentaba en un millar diario, y a pesar de los grandes programas de construcción y los barrios bajos densamente poblados, una parte importante de la población carecía de techo, y de medios necesarios para pagarlo. Estas personas pasaban la noche al aire libre, dondequiera que la policía con sus temidas linternas sordas las dejaba en paz. Los lugares favoritos eran los llamados «hoteles de las arcadas», es decir, bajo los puentes ferroviarios; pero también había otros lugares: edificios en ruinas, portales de establecimientos, cuartos de calderas, estaciones de ómnibus, mercados vacíos, al amparo de los matorrales, cualquier lugar que suministrase un poco de abrigo. Los skippers eran personas que rutinariamente buscaban otro tipo de refugio: es decir, los establos y los retretes instalados fuera de las casas. En esta época, incluso las residencias más o menos elegantes a menudo carecían de instalaciones sanitarias en la casa misma. El retrete fuera de la casa era un elemento común a todas las clases, y comenzaba a difundirse también en los lugares públicos. El skipper se refugiaba en esos lugares estrechos, y así pasaba la noche.

En el juicio, Agar mencionó orgullosamente el modo en que había conseguido un skipper digno de confianza. La mayoría de la gente que dormía al raso estaba compuesta por vagabundos, gente miserable completamente desmoralizada; los skipper eran un poco más emprendedores que el resto, pero de todos modos formaban el último peldaño del orden social. Y a menudo eran borrachos; es indudable que la embriaguez les ayudaba a tolerar sus fragantes refugios.

Por supuesto, la razón por la cual Pierce quería un skipper era que necesitaba a alguien capaz de tolerar el encierro durante muchas horas. Según se informó, el individuo llamado Henson encontró que el cajón de embalar era «perfectamente espacioso».

El cajón fue ubicado estratégicamente en la Estación del Puente de Londres. Por las rendijas que separaban las tablas, Henson pudo vigilar el comportamiento del guardia nocturno. Después de la primera noche, el cajón fue retirado, se pintó de otro color y se expidió nuevamente a la estación. Se aplicó la misma rutina durante tres noches sucesivas. Luego, Henson comunicó sus observaciones. Ninguno de los ladrones se sintió muy alentado.

—El poli es un tipo sólido —dijo Henson—. Regular como este reloj —mostró el reloj que Pierce le había entregado para cronometrar las actividades—. Viene a las siete en punto, con su bolsa de comida. Se sienta en la escalera, siempre alerta, jamás se duerme, y saluda al tipo que hace la ronda.

—¿Cómo son las rondas?

—El primer policía trabaja hasta medianoche, y pasa cada once minutos. A veces doce; y una o dos veces trece minutos, pero en general cada once. El segundo guardia trabaja de media noche hasta la madrugada. Es un tipo difícil, no sigue un camino fijo, se desvía de aquí para allá, mirando en todas direcciones como esos muñecos con resorte. Y tiene dos revólveres en el cinto.

—¿Qué hay del hombre que se sienta frente a la puerta de la oficina? —preguntó Pierce.

—Como digo, es un tipo muy sólido. Viene a las siete, charla con el primer guardia y no simpatiza con el segundo, por cierto que lo mira mal. Pero le gusta el primer tipo, y de cuando en cuando charla; pero el hombre no interrumpe la ronda, solamente charla al pasar.

—¿Nunca abandona su puesto? —preguntó Pierce.

—No —informó el skipper—. Está sentado ahí, y oye las campanas de Saint Falsworth dando las horas, y siempre que empiezan a tocar inclina la cabeza y escucha. Bueno, a las once abre la bolsa y se traga la comida, siempre de acuerdo con el reloj. Come durante diez o quince minutos, y tiene una botella de cerveza, y entonces aparece otra vez el guardia. Bueno, el hombre se acomoda, tranquilo, y espera a que el guardia venga otra vez. Ahora son las once y media, más o menos. El guardia se aleja, y el tipo va al aseo.

—Entonces, deja su puesto —dijo Pierce.

—Sólo para orinar.

—¿Y cuánto tarda?

—Pensé que usted querría saberlo —dijo Henson—, de modo que le tomé el tiempo. Una noche tardó setenta y cuatro segundos, sesenta y ocho la segunda vez, y sesenta y cuatro la tercera. Siempre a la misma hora, cerca de las once y media. Y vuelve a su puesto cuando el guardia hace la última ronda, a las doce menos cuarto, y después viene el segundo guardia.

—¿Fue lo mismo todas las noches?

—Todas las noches. Es la cerveza. Con la cerveza un hombre tiene que orinar.

—Sí —dijo Pierce—, la cerveza produce ese efecto. ¿Y no abandona su puesto otras veces?

—No, que yo sepa.

—Y usted, ¿no se ha dormido en ningún momento?

—¿Qué? Aquí estoy durmiendo todo el día en su preciosa cama, en su propia casa, ¿y todavía me pregunta si duermo de noche?

—Tiene que decirme la verdad —insistió Pierce, pero sin excesivo apremio.

Agar atestiguó después: «Pierce le hace las preguntas, pero sin mucho interés, actúa como el descuidero, o el timador, sin interés, como si no le importara mucho, es que no quiere que el skipper se dé cuenta de que es un pastel grande. Nos tomamos tanto trabajo porque el skipper podía cantarnos a los miltonianos, por unas monedas, pero no tiene sesos suficientes si no, no sería skipper, ¿verdad?».

(Esta declaración provocó conmoción en el tribunal. Cuando su Señoría pidió una explicación, Agar dijo sorprendido que se había explicado todo lo mejor posible. Se necesitó un interrogatorio de varios minutos para aclarar que Agar había dicho lo siguiente: Que Pierce había fingido ser un carterista común, o un ladrón de poca monta, o un «cogotero», un hombre que atacaba a los borrachos con el propósito de engañar al skipper, de modo que éste no advirtiese que se estaba desarrollando un plan de gran alcance. Agar dijo también que el skipper podría haberlo imaginado por sí mismo, en cuyo caso hubiera podido denunciarlos a la policía; pero no había tenido inteligencia suficiente. Este fue uno de los casos en que la incomprensible jerga delictiva interrumpió los procedimientos del tribunal).

—Le juro, señor Pierce —dijo el skipper— que no he dormido un minuto.

—¿Y el policía sólo se aleja una vez durante la noche?

—Sí, y todas las noches lo mismo. Es regular como este chirimbolo —sostuvo el cronómetro—, completamente regular.

Pierce dio las gracias al skipper, le pagó media corona por su trabajo, se dejó convencer por las protestas y regateos y agregó otra media corona, y despidió al hombre. Cuando se cerró la puerta, Pierce dijo a Barlow que «aleccionase» al hombre; Barlow asintió, y salió de la casa por otra puerta.

Cuando Pierce volvió a donde estaba Agar, dijo:

—¿Y bien? ¿Es imposible?

—Sesenta y cuatro segundos —dijo Agar, meneando la cabeza—. No es un juego de niños…

—Nunca dije que lo fuera —dijo Pierce—. Pero usted me dijo muchas veces que era el mejor cerrajero del país, y aquí tiene un problema apropiado para su talento: ¿Le parece imposible?

—Veremos —dijo Agar—. Tengo que practicar el asunto. Y necesito verlo de cerca. ¿Podemos visitarlo?

—Seguramente —dijo Pierce.