El señor Henry Fowler apenas podía creer en el testimonio de sus ojos. Allí, al débil resplandor del farol callejero de gas, había una criatura delicada, de mejillas sonrosadas, maravillosamente joven. No podía tener mucho más de doce años, y su postura misma, el porte y la actitud tímida revelaban su condición ingenua y virginal.
Se acercó a la niña; ella replicó con voz suave y temblorosa, los ojos bajos, y le condujo a una casa de citas que había no lejos de allí. El señor Fowler miró vacilante el lugar, pues el exterior no era particularmente atractivo. Por eso mismo, tuvo una grata sorpresa cuando la suave llamada de la niña en la puerta fue respondido por una mujer muy bella, a quien la pequeña llamó «señorita Miriam». De pie en el vestíbulo, Fowler vio que esta casa de citas no era uno de esos establecimientos sórdidos donde se alquilaban camas por cinco chelines hora, y el propietario venía a llamar a la puerta con un bastón, una vez cumplido el plazo; por lo contrario, aquí había muebles forrados de suave terciopelo, con lujosas fundas, buenas alfombras persas, y accesorios de excelente gusto y calidad. La señorita Miriam se condujo con extraordinaria dignidad cuando pidió ciento cinco libras; sus modales fueron tan discretos que Fowler pagó sin chistar, y se encaminó directamente a un cuarto del primer piso con la niña, cuyo nombre era Sarah.
Sarah le explicó que había llegado poco antes de Derbyshire, que sus padres habían muerto, que tenía un hermano mayor en la guerra de Crimea, y otro menor en el asilo. Le explicó todo esto casi alegremente, mientras subían la escalera. Fowler creyó advertir cierta excitación en el modo de hablar de la niña; era indudable que la pobre pequeña estaba nerviosa ante su primera experiencia, y él se hizo el firme propósito de actuar del modo más gentil.
La habitación en la cual entraron estaba amueblada tan soberbiamente como el salón de la planta baja; era rojo y elegante, y el aire estaba suavemente perfumado con aroma de jazmín. Fowler examinó brevemente el sitio, porque un hombre siempre debía tomar precauciones. Luego, echó el cerrojo a la puerta y se volvió hacia la jovencita.
—Bien, ya estamos —dijo.
—¿Señor? —dijo ella.
—Bien, ahora —dijo—. Creo que es el momento de…
—Oh, sí, por supuesto, señor —dijo ella, y la sencilla niña comenzó a desvestirlo. A él le pareció que era extraordinario, hallarse en el centro de esta habitación elegante —casi podía decirse decadente— mientras que una niña que apenas le llegaba a la cintura con sus deditos le manipulaba los botones y le desvestía. En verdad, fue algo tan notable que se sometió pasivamente, y pronto quedó desnudo, mientras ella continuaba vestida.
—¿Qué es eso? —preguntó la niña, tocando una llave que Fowler llevaba alrededor del cuello, unida a una cadena de plata.
—Nada más que… bueno… una llave —replicó.
—Es mejor que se la quite —dijo ella—, puede lastimarme.
Fowler se la quitó. La niña atenuó las luces de gas, y luego se desvistió. Las dos horas siguientes fueron un episodio mágico en la vida de Henry Fowler, una experiencia tan increíble y sorprendente que casi olvidó su dolorosa condición. Y por cierto no oyó que una mano misteriosa surgía de entre las pesadas cortinas de terciopelo rojo, y se apoderaba de la llave depositada sobre su ropa; y tampoco vio cuando, un rato después, la llave fue devuelta a su lugar.
—Oh, señor —exclamo la niña en el momento decisivo—. ¡Oh, señor!
Y durante un breve instante Henry Fowler sintió en su cuerpo más vida y más excitación que la que podía recordar en los cuarenta y siete años de su vida anterior.