La ejecución de Emma Barnes, la famosa asesina del hacha, el 28 de agosto de 1854, fue un asunto que mereció amplia publicidad. La noche anterior a la ejecución, comenzó a reunirse la multitud frente a los altos muros de granito de la cárcel de Newgate, dispuesta a pasar allí la noche para asegurarse un lugar que le permitiese ver bien el espectáculo al día siguiente. Esa misma noche trajeron el patíbulo, que fue armado en el lugar por los ayudantes del verdugo. El ruido de los martillos se prolongó hasta bien avanzada la noche.
Los dueños de las casas de inquilinato de la vecindad que daban a la plaza de Newgate alquilaron de buena gana sus cuartos para que pasaran la noche las damas y los caballeros deseosos de obtener un lugar que les permitiese presenciar la «ceremonia del ahorcamiento». La señora Emma Molloy, una virtuosa viuda, conocía perfectamente el valor de sus habitaciones, y cuando un culto caballero llamado Pierce quiso alquilar la mejor de ellas por toda la noche, la mujer fijó un precio elevado: veinticinco guineas por una noche.
Era una suma considerable. La señora Molloy podía vivir cómodamente un año con esa cantidad, pero la mujer no permitió que esa reflexión modificase su decisión, pues sabía lo que dicha suma significaba para el señor Pierce —el salario de seis meses de un mayordomo, o el precio de uno o dos vestidos de mujer, y nada más importante—. La prueba misma de la indiferencia del caballero estuvo en la prontitud con que le pagó, en el acto, utilizando guineas de oro.
La señora Molloy no quería correr el riesgo de ofender mordiendo las monedas en presencia del caballero, pero lo haría tan pronto estuviera sola. Nunca sobraban las precauciones con las guineas, e incluso algunos caballeros la habían engañado más de una vez.
Las monedas eran legítimas, y la mujer se sintió muy reconfortada De modo que no prestó mucha atención cuando algunas horas después el señor Pierce y su grupo subieron a la habitación alquilada. El grupo estaba formado por otros dos hombres y dos mujeres, todos bien vestidos El acento con que hablaban indicó a la señora Molloy que los hombres no eran caballeros, y las mujeres ciertamente no eran damas, a pesar de las elegantes canastas y las botellas de vino que llevaban.
Cuando el grupo entro en la habitación y cerró la puerta, la dueña de la casa no se molestó en pegar la oreja al ojo de la cerradura. Tenía la certeza de que esa gente no le causaría problemas.
Pierce se acercó a la ventana y contempló la multitud, cuyo número crecía constantemente. La plaza estaba a oscuras, apenas iluminada por el resplandor de las antorchas alrededor del patíbulo; esa luz ardiente y fantasmagórica le permitió ver el travesaño y la trampa que empezaban a tomar forma.
—No podrá —dijo Agar detrás de Pierce.
Pierce se volvió.
—Tiene que hacerlo, muchacho.
—Es el mejor culebra de la profesión, el mejor que ha existido jamás, pero no puede salir de ahí —dijo Agar, con un gesto a la cárcel de Newgate.
El segundo de los hombres intervino en la conversación. Era Barlow, un individuo corpulento, de rasgos ásperos, con una cicatriz de cuchillo en la frente, disimulada generalmente bajo el ala del sombrero Barlow, era un ladrón reformado que se había convertido en atracador —es decir, un carterista que había degenerado en asaltante puro y simple— y que había sido contratado pocos años antes como cochero por Pierce. Todos los atracadores eran en el fondo matones, y eso era exactamente lo que un hombre como Pierce deseaba en el pescante de su carruaje, un hombre que con las riendas en las manos estuviese pronto para huir —o dispuesto a cambiar algunos puñetazos, si a eso se llegaba. Y Barlow era leal, ya hacía cinco años que trabajaba para Pierce.
Barlow frunció el ceño y dijo:
—Si es posible, lo hará. Si se puede. Perfecto Willy es el hombre. —Habló lentamente, y dio la impresión de un hombre que pensaba sin apremio. Pero Pierce sabía que en la acción podía ser rápido.
Pierce miró a las mujeres. Eran las amantes de Agar y Barlow, lo cual significaba que también eran sus cómplices.
Ignoraba sus nombres, y no deseaba saberlos. Lamentaba el hecho mismo de que estuvieran ahí —en cinco años nunca había visto a la mujer de Barlow—, pero no había modo de evitarlo. La mujer de Barlow era evidentemente alcohólica; se olía su aliento a ginebra en todo el cuarto. La mujer de Agar no era mucho mejor, pero por lo menos estaba sobria.
—¿Han traído las cosas? —preguntó Pierce.
La mujer de Agar abrió una canasta de picnic. Allí había una esponja, polvos medicinales y vendas. También un vestido cuidadosamente doblado.
—Todo lo que me ordenaron, señor.
—¿El vestido es pequeño?
—Sí, señor. Apenas más que el vestido de una niña.
—Está bien —dijo Pierce, y se volvió para examinar nuevamente la plaza. No prestó atención al patíbulo ni a la multitud que crecía constantemente. En cambio, fijó la vista en los muros de la cárcel de Newgate.
—Aquí está la comida, señor —dijo la mujer de Barlow. Pierce examinó las vituallas de pollo frío, frascos de cebollas en conserva, patas de langosta y un paquete de cigarros oscuros.
—Muy bien, muy bien —dijo.
Agar dijo:
—¿Quiere dárselas de noble, señor? —Era una alusión a un conocido cuento del tío. Fue dicho sarcásticamente, y Agar atestiguó luego que Pierce no recibió con buen talante el comentario. Se volvió con la larga levita abierta delante para mostrar un revólver metido en la cintura del pantalón.
—Si cualquiera de ustedes me falla —dijo— le meteré una bala en la cabeza, y lo pondré en conserva —sonrió levemente—. Como saben, hay cosas peores que el viaje a Australia.
—No se ofenda —dijo Agar, contemplando el arma—. No, no se ofenda… Fue sólo una broma.
Barlow observó:
—¿Para qué necesitamos a un culebra?
Pierce no se dejó distraer:
—Recuerden mis palabras —dijo—. Al que me falle, le meto una bala en la cabeza. Hablo absolutamente en serio —se sentó a la mesa—. Y ahora —dijo—, comeré una pata de pollo, y nos entretendremos lo mejor posible mientras esperamos.
Pierce durmió parte de la noche; al alba lo despertó la multitud que se apiñaba en la plaza. Ya había más de quince mil personas ruidosas y agitadas, y Pierce sabía que vendrían diez o quince mil más, desviándose, en camino al trabajo, para presenciar la ejecución. Los patrones rara vez se mostraban rígidos los lunes por la mañana en que se ahorcaba a un delincuente: era sabido que todos llegarían tarde al trabajo —y con mayor razón ese día, en que colgaban a una mujer.
El patíbulo ya estaba instalado; la cuerda colgaba en el aire, sobre la trampa. Pierce miró su reloj. Eran las 7.45, y faltaba poco para la ejecución.
Abajo, en la plaza, la muchedumbre empezó a cantar: «¡Oh, Dios mío, piensa que voy a morir! ¡Oh, Dios mío, piensa que voy a morir!». Hubo risas, gritos y golpes de pies. Se suscitaron algunas peleas, pero no era posible cambiar puñetazos en una multitud tan apretada.
Todos se acercaron a la ventana para mirar. Agar dijo:
—¿Cuándo cree que lo hará?
—Supongo que a las ocho en punto.
—Yo me adelantaría un poco.
Pierce dijo:
—Tendrá que proceder de acuerdo con su propio criterio.
Los minutos pasaron lentamente. Ninguno de los presentes habló. Finalmente, Barlow dijo:
—Conocí a Emma Barnes… nunca creí que terminaría así.
Pierce no contestó.
A las ocho, el carillón del Santo Sepulcro señaló la hora, y la multitud rugió expectante. Se oyó el suave tintineo de una campana de la cárcel, se abrió una puerta de Newgate y apareció la prisionera, con las muñecas atadas a la espalda. Al frente, marchaba un capellán, leyendo pasajes de la Biblia. Detrás, el verdugo de la ciudad, vestido de negro.
La multitud vio a la prisionera y se elevó el grito:
—¡Descúbranse! —Todos los hombres se descubrieron mientras la prisionera subía lentamente al cadalso. Entonces se oyeron gritos de «¡Arrodíllense, delante! ¡Arrodíllense, delante!». Pero en general no fueron acatados.
Pierce tenía la vista fija en la condenada. Emma Barnes estaba en la veintena, y parecía bastante vigorosa. El vestido de cuello abierto permitía distinguir las arrugas y los músculos del cuello. Pero tenía los ojos perdidos y vidriosos; en realidad, parecía que no veía nada. Ocupó su lugar, y el verdugo de la ciudad se volvió hacia ella, para arreglar pequeños detalles, como si hubiera sido una costurera que acomoda un vestido sobre un maniquí. Emma Barnes miró por encima de la multitud. Le ajustaron la cuerda a una cadena que llevaba alrededor del cuello.
El clérigo leyó en alta voz, los ojos fijos en la Biblia. El verdugo unió las piernas de la mujer con una cinta de cuero; para conseguirlo, tuvo que meter las manos bajo las faldas, y la multitud profirió groseros comentarios.
Luego, el verdugo se enderezó, y deslizó una capucha negra sobre la cabeza de la mujer. A una señal, la trampa se abrió con un crujido de madera que Pierce oyó con sorprendente claridad; y el cuerpo cayó y se detuvo, e instantáneamente quedo inmóvil.
—Está mejorando la técnica —dijo Agar. Era sabido que el verdugo de la ciudad había realizado ejecuciones chapuceras, en las que el ahorcado continuaba retorciéndose y agitándose varios minutos antes de morir—. A la gente no le gustará —agregó Agar.
En realidad, la multitud no pareció preocupada. Hubo un momento de absoluto silencio, y luego el excitado rumor de las discusiones. Pierce sabía que la mayor parte del gentío continuaría en la plaza durante la hora siguiente, hasta que bajaran a la mujer muerta y la depositaran en un ataúd.
—¿Quieren beber algo? —preguntó la mujer de Agar.
—No —dijo Pierce. Y luego—: ¿Dónde está Willy?
Perfecto Willy Williams, el culebra más famoso del siglo, estaba en la cárcel de Newgate iniciando su fuga. Era un hombre menudo, y en su niñez había sido famoso por su agilidad como aprendiz de deshollinador; durante los últimos años había sido empleado por los ladrones más eminentes, y sus hazañas ya eran legendarias. Afirmábase que Perfecto Willy podía trepar por una superficie de vidrio, y nadie estaba absolutamente seguro de que fuera incapaz de hacerlo.
Ciertamente, los guardias de Newgate, que conocían la fama de su prisionero, lo habían vigilado de cerca durante muchos meses, por las dudas. Pero también sabían que era imposible fugarse de Newgate. Un hombre habilidoso podía intentarlo en Ponsdale, donde apenas había disciplina, los muros eran bajos, y los guardias no rechazaban el ofrecimiento de unas monedas de oro, que los incitaba a desviar la vista. Ponsdale, o Highgate, o cualquier otra cárcel, pero nunca Newgate.
Newgate era la cárcel más segura de toda Inglaterra. Había sido proyectada por Charles Dance, «uno de los intelectos más meticulosos de la Era del Gusto», y todos los detalles de la construcción tendían a destacar la dureza del confinamiento. Así, las proporciones de los arcos de las ventanas habían sido «engrosados sutilmente con el fin de acentuar la dolorosa estrechez de las aberturas», y los observadores contemporáneos aplaudían la excelencia de tan crueles efectos.
La reputación de Newgate no era simplemente cuestión de estética. En más de setenta años transcurridos desde 1782, fecha de terminación del edificio, ningún convicto había escapado. Y el hecho no era sorprendente: Newgate estaba totalmente rodeada por muros de granito de quince metros de altura. Las piedras tenían un corte tan limpio que según se afirmaba era imposible escalarlas. Pero aunque alguien hubiera realizado lo imposible, de nada le hubiese servido, pues rodeando el borde superior de los muros había una barra de hierro, equipada con cilindros giratorios erizados de puntas afiladas como navajas. También la barra estaba erizada de puntas. Nadie podía salvar el obstáculo. La fuga de Newgate era inconcebible. Con el correr de los meses, a medida que los guardias se familiarizaron con la presencia del pequeño Willy, dejaron de vigilarlo estrechamente. No era un detenido difícil. Nunca infringía la regla del silencio, jamás hablaba a los restantes prisioneros; soportaba la «noria» —un molino de escalones de tablas— durante los intervalos prescritos de quince minutos sin quejas ni incidentes; trabajaba picando estopa sin escatimar el esfuerzo. En realidad, sentían cierto respeto renuente ante la aparente reforma del hombrecillo, y el espíritu animoso con que cumplía la rutina. Era buen candidato para la libertad condicional, con acortamiento de la sentencia, en un año o pocos más.
Pero a las ocho de la mañana de ese lunes 28 de agosto de 1854. Perfecto Willy Williams se había deslizado hacia una esquina de la cárcel, donde se unían dos muros, y de espaldas al ángulo, trepaba por la superficie de la roca, apoyándose en las manos y los pies. Oyó el canto lejano de la multitud: «¡Oh, Dios mío, piensa que voy a morir!» cuando llegó al borde superior del muro, y sin vacilar se agarró a la barra de puntas de hierro. Las manos se le laceraron inmediatamente.
Desde la niñez, Perfecto Willy no sentía nada en las palmas, cubiertas por gruesos callos y cicatrices. Los propietarios de esa época solían mantener encendido el hogar hasta el momento mismo en que el deshollinador y su ayudante infantil venían a limpiar el conducto, y si el niño se quemaba las manos trepando por la chimenea todavía caliente, la cosa no les inquietaba mucho. Si al niño no le gustaba el trabajo, había muchos otros dispuestos a ocupar su lugar.
Avanzó lentamente a lo largo de los cilindros giratorios puntiagudos, recorriendo toda la extensión del muro, luego pasó al segundo muro y después al tercero. Era un trabajo agotador. Perdió el sentido del tiempo, y no alcanzó a oír el clamor de la multitud que siguió a la ejecución. Continuó abriéndose paso, siguiendo el perímetro del patio de la prisión hasta que llegó a la muralla sur. Allí se detuvo, y esperó mientras abajo pasaba un guardia que hacía la ronda. El guardia no levantó la vista, aunque más tarde Willy recordó que algunas gotas de su propia sangre habían caído sobre el gorro y los hombros del carcelero.
Una vez que el guardia se alejó, Willy pasó sobre las puntas afiladas —cortándose el pecho, las rodillas y las piernas, de modo que ahora la sangre manaba en abundancia— y saltó cinco metros hasta el techo del edificio más próximo a la cárcel. Nadie oyó el ruido de la caída, porque la zona estaba desierta; todos asistían a la ejecución.
De ese techo saltó a otro, y luego a otro, salvando sin vacilar distancias de dos y tres metros. Una o dos veces no llegó a agarrarse a las tejas de los techos, pero siempre consiguió reaccionar. Después de todo, había pasado gran parte de su vida sobre los tejados de las casas.
Finalmente, media hora después del momento en que comenzara a trepar por el muro de la prisión, se deslizó por una ventana triangular que estaba al fondo de la casa de inquilinato de la señora Molloy, atravesó en silencio el vestíbulo, y entró en la habitación alquilada a buen precio por el señor Pierce y su grupo.
Agar recordó que Willy «parecía un fantasma, ofrecía un aspecto terrible», y agregó que «sangraba como un santo acuchillado», pero esta referencia blasfema fue expurgada de las actas del tribunal.
Pierce dirigió el pronto tratamiento del hombre, que apenas se mantenía consciente. Lo reanimaron con vapores de cloruro de amonio extraído de un inhalador de cristal. Las mujeres le despojaron de las ropas, sin falsos recatos y con rapidez; aplicaron polvo astringente y esparadrapo a las muchas heridas, y después las vendaron con vendas quirúrgicas. Agar le dio de beber un sorbo de vino de coca para infundirle energía, y vino Burroughs & Wellcome con jugo de carne y hierro, para alimentarlo. Le obligaron a tomar dos Pildoritas de Carter para los Nervios, y un poco de tintura de opio, para calmar el dolor. Este tratamiento múltiple facilitó la reacción del hombre, y permitió que las mujeres le limpiasen el rostro, rociasen el cuerpo con agua de rosas, y lo vistiesen con las ropas femeninas.
Una vez vestido, le dieron un sorbo de Bromo Cafeína para reforzar su energía, y le dijeron que se fingiese desmayado. Le colocaron un sombrero de mujer sobre la cabeza, y lo calzaron con botas femeninas; el uniforme carcelario ensangrentado fue a parar a la cesta de la merienda.
De la multitud de más de veinte mil personas, nadie prestó la menor atención cuando el elegante grupo de espectadores salió de la casa de la señora Molloy —al frente una mujer tan desmayada que los hombres debían llevarla sostenida por los brazos, para introducirla en un carruaje que esperaba— y que se alejó en la mañana soleada. Una mujer desmayada era un espectáculo bastante corriente, y en todo caso nada que pudiera compararse con una mujer que giraba lentamente al extremo de la cuerda, adelante y atrás, adelante y atrás.