Capítulo 12EL PROBLEMA DE LA SEÑORITA ELIZABETH TRENT

La Inglaterra victoriana fue la primera sociedad que recogió sistemáticamente estadísticas acerca de sí misma, y en general las cifras obtenidas determinaron siempre un sentimiento de irreprimible orgullo. Pero a partir de 1840 cierta tendencia inquietó a los principales pensadores contemporáneos: el número de las mujeres solteras crecía constantemente con relación al de los hombres en la misma situación. Hacia 1851, el número de mujeres solteras en edad de merecer era, según cifras dignas de crédito, de 2.765.000 —y una considerable proporción de este grupo correspondía a las hijas de las clases media y alta.

Era un problema importante y grave. Las mujeres de condición social más baja podían ocuparse como costureras, floristas, o trabajadoras rurales, o dedicarse a cualquiera de una docena de ocupaciones inferiores. Estas mujeres no implicaban un problema apremiante; eran criaturas poco atractivas, que carecían de educación y no sabían apreciar las cosas buenas del mundo. A. H. White explica asombrado que entrevistó a una jovencita empleada en una fábrica de fósforos, y que la persona en cuestión «nunca asistía a la iglesia o a la capilla. Jamás había oído hablar de “Inglaterra”, ni de “Londres” ni del “mar” y los “barcos”. No sabía nada de Dios. Ignora lo que Él hace. Desconoce si es mejor ser bueno o malo».

Evidentemente, en presencia de tan sólida ignorancia, sólo cabía agradecer que la pobre niña hubiese descubierto un modo de sobrevivir en la sociedad. Pero el problema de las hijas de hogares de clase media o alta era distinto. Estas jóvenes tenían educación y les agradaban los refinamientos de la civilización. Y desde la cuna se las había educado con el único y exclusivo propósito de que fueran «esposas perfectas».

Era esencial que estas mujeres contrajeran matrimonio. La soltería —es decir, la condición de solterona— representaba una suerte de terrible impedimento, pues todos convenían en que «la tarea verdadera de una mujer consistía en ser la administradora, el resorte y la estrella polar del hogar»; y si no lograba cumplir esta función, se convertía en una suerte de lamentable inadaptada social, una auténtica rareza.

Venía a agudizar el problema el hecho de que las mujeres de buena cuna tenían pocas alternativas fuera del matrimonio. Después de todo, como dijo un observador contemporáneo, «¿qué profesiones podían ejercer sin perder el lugar que les correspondía en la sociedad? Para merecer la condición de tal, una dama debe ser una dama y nada más. No debe trabajar en actividades lucrativas, ni comprometerse en ocupaciones subordinadas al dinero, no sea que afecte a los derechos de las clases trabajadoras, que viven de su labor…».

En la práctica, una mujer soltera de la clase superior podía utilizar el único atributo de su posición —a saber, la educación— y tomar empleo de institutriz. Pero hacia 1851 veinticinco mil mujeres ya eran institutrices, y lo menos que podía decirse era que no se necesitaban más. Las restantes posibilidades eran mucho menos atractivas: vendedora, empleada de oficina, telegrafista o enfermera; pero todas estas profesiones eran más apropiadas para una mujer ambiciosa de la clase baja que para una dama de calidad.

Si una joven rechazaba esos puestos que la rebajaban, su soltería implicaba una considerable carga financiera para el hogar. La señorita Emily Downing observó que «las hijas de los profesionales… inevitablemente sienten que son una carga y una rémora para el nivel de vida duramente conquistado de sus padres; tienen que saber —si se atreven a pensar en el asunto— que constituyen una fuente permanente de ansiedad, y que si no contraen matrimonio es muy probable que, más tarde o más temprano, se vean obligadas a afrontar la lucha por la vida sin la preparación o la aptitud necesarias».

En resumen, la presión en favor del matrimonio —cualquier clase de matrimonio decente— era intensa, y se manifestaba tanto en los padres como en las hijas. Los victorianos tendían a casarse a edad relativamente tardía, en la veintena o la treintena, pero el señor Edgar Trent tenía una hija, Elizabeth, que ya había cumplido los veintinueve años, y que era «perfectamente casadera» —lo cual significaba que ya había dejado atrás su mejor edad. No había escapado a la atención del señor Trent que el caballero de la barba roja podía necesitar una esposa. El propio caballero había manifestado que no se oponía al matrimonio, y que en realidad las exigencias de la actividad comercial le habían estorbado la búsqueda de la felicidad personal. Por lo tanto, nada impedía suponer que este joven bien vestido y sin duda acomodado, dotado de inclinaciones deportivas, podía sentirse atraído por Elizabeth. Con esta idea en mente, el señor Trent se las ingenió para invitar al señor Pierce a tomar el té en su casa de la calle Highwater, con el pretexto de discutir la compra de un perro de pelea al mismo señor Pierce. Con cierta renuencia, el señor Pierce aceptó la invitación para el domingo siguiente.

Por respeto a su más delicada sensibilidad, Elizabeth Trent no fue llamada a atestiguar en el proceso de Pierce. Pero las versiones populares de la época nos ofrecen una imagen bastante precisa de su figura. Era una mujer de mediana estatura, de cutis un poco más oscuro que el matiz reclamado por la moda, y de acuerdo con las palabras de un observador sus rasgos eran «bastante armoniosos, sin llegar a lo que podríamos llamar bonita». Entonces, como ahora, los periodistas tendían a exagerar la belleza de una mujer implicada en un episodio escandaloso, de manera que la ausencia de cumplidos acerca de la apariencia de la señorita Trent probablemente implica que tenía «un aspecto poco agraciado».

Parece que tenía pocos pretendientes, salvo los individuos francamente ambiciosos que deseaban desposar a la hija del presidente de un banco; pero a estos los rechazaba con firmeza, con la aprobación seguramente dubitativa del padre. Pero es indudable que se sintió impresionada por Pierce, ese «hombre apuesto, atrevido e intrépido, y dotado de sobrado encanto».

Según todas las versiones, Pierce se sintió igualmente impresionado por la joven. El testimonio de un criado describe el primer encuentro, que parece extraído de las páginas de una novela victoriana.

El señor Pierce estaba tomando el té en el jardín del fondo, con el señor Trent y su esposa, «una belleza admirada en la ciudad». Observaban el trabajo de los albañiles, que erigían pacientemente una construcción ruinosa en el jardín, mientras a poca distancia un jardinero plantaba pintorescas malezas. Era la última expresión de una fascinación inglesa por las ruinas que se había prolongado durante casi un siglo; y la moda tenía aún tanta vigencia que todo aquél que podía pagarse unas ruinas decentes las instalaba en su jardín.

Pierce observó un momento la labor de los albañiles.

—¿Qué será? —preguntó.

—Pensamos en un molino de agua —dijo la señora Trent—. Será encantador, sobre todo si le agregamos la rueda oxidada. ¿No le parece?

—Estamos construyendo la rueda oxidada, y bastante que nos cuesta —gruñó el señor Trent.

—La están haciendo de metal oxidado previamente, y eso nos ahorra mucho trabajo —agregó la señora Trent—. Aunque, como es natural, debemos esperar a que crezcan las malezas antes de que el lugar adquiera el aspecto deseado.

En ese momento apareció Elizabeth, ataviada con un vestido de crinolina blanca.

—Ah, mi querida hija —dijo el señor Trent, poniéndose de pie; y el señor Pierce lo imitó—. Señor Edward Pierce, mi hija Elizabeth.

—Confieso que ignoraba que usted tuviera una hija —dijo Pierce. Se inclinó profundamente de cintura, tomó la mano de la joven y pareció dispuesto a besarla, pero vaciló. Parecía sumamente turbado por la aparición de la joven.

—Señorita Trent —dijo, desprendiendo torpemente la mano—. Debo decirle que me ha cogido usted completamente por sorpresa.

—¿Es un cumplido… o lo contrario? —preguntó Elizabeth, al mismo tiempo que ocupaba un asiento y extendía la mano para recibir una taza de té.

—Le aseguro que debe interpretarlo como un cumplido —replicó el señor Pierce. Y de acuerdo con la versión, mientras decía estas palabras se ruborizó intensamente.

La señorita Trent se abanicó; el señor Trent carraspeó; la señora Trent, esposa perfecta, alzó una bandeja de bizcochos y dijo:

—¿Quiere probarlos, señor Pierce?

—Gracias, madame —replicó el señor Pierce, y ninguno de los presentes dudó de la sinceridad de sus palabras.

—Estábamos hablando de las ruinas —dijo el señor Trent, en voz quizás demasiado alta—. Pero antes el señor Pierce nos estaba refiriendo sus viajes al extranjero. A decir verdad, acaba de volver de Nueva York.

Era una señal, y la hija la recogió diestramente.

—¿De veras? —dijo, mientras se abanicaba con gesto nervioso—. ¡Qué fascinante!

—Eso suele creerse, pero me temo que la realidad no es tan deslumbrante —replicó el señor Pierce, evitando con tanto cuidado la mirada de la joven que todos advirtieron su vergonzosa reticencia. Sin duda se sentía atraído por ella, y la prueba definitiva fue que dirigió sus observaciones sólo a la señora Trent—. A decir verdad, es una ciudad como cualquier otra, y se caracteriza principalmente por la ausencia de los refinamientos que los residentes de Londres consideramos sobrentendidos.

—Me han informado —aventuró la señorita Trent, sin dejar de abanicarse— que hay depredadores nativos en la región.

—Me encantaría ofrecerle —dijo el señor Pierce— interminables aventuras con los indios, se les llama así tanto en América como en Oriente; pero me temo que no puedo hablar de aventuras. El territorio salvaje de América comienza más allá del Mississippi.

—¿Lo ha cruzado? —preguntó la señora Trent.

—En efecto —replicó el señor Pierce—. Es un ancho río muchas veces más ancho que el Támesis, y en América señala el límite entre la civilización y el salvajismo. Pero recientemente han iniciado la construcción de un ferrocarril que atraviesa esa extensa colonia… —se permitió la referencia condescendiente a América, y el señor Trent lanzó una risotada— y espero que con el establecimiento de la línea férrea muy pronto se extinguirá la vida salvaje.

—Qué extraño —dijo la señorita Trent, a quien aparentemente no se le ocurrió nada más ingenioso.

—¿Qué negocios lo llevaron a Nueva York? —preguntó el señor Trent.

—Si se me permite el atrevimiento —continuó el señor Pierce, ignorando la pregunta— y si los delicados oídos de las damas presentes no se ofenden, ofreceré un ejemplo del salvajismo que subsiste en las regiones americanas, y de la rudeza de una vida que, a juicio de muchos de sus habitantes, nada tiene de particular. ¿Han oído hablar de los búfalos?

—He leído sobre ellos —dijo la señora Trent; los ojos brillantes. Según algunos testimonios de los criados, se había sentido atraída por el señor Pierce tanto como su hijastra, y su comportamiento provocó un pequeño escándalo en el hogar de los Trent—. Esos búfalos son bestias grandes, como vacas salvajes, y muy peludas.

—Precisamente —confirmó el señor Pierce—. La región occidental del país americano está muy poblada de búfalos, y muchas personas viven, lo que allá llaman vivir, de la caza de estos animales.

—¿Ha estado en California, donde hay oro? —preguntó bruscamente la señorita Trent.

—Sí —dijo Pierce.

—Dejadle que termine su historia —intervino la señora Trent, quizás con cierta aspereza.

—Bien —dijo Pierce—, los cazadores de búfalos, como se los llama, a veces buscan la carne de los animales, parecida a la del venado, y a veces el cuero, que también tiene valor.

—No tienen colmillos —dijo el señor Trent. En representación del banco, el señor Trent había financiado poco antes una expedición para cazar elefantes, y en ese mismo momento un enorme depósito del puerto guardaba cinco mil colmillos de marfil. El señor Trent había ido a inspeccionar personalmente el cargamento, y se había encontrado con el impresionante espectáculo de un amplio cobertizo de colmillos blancos y curvos.

—No, no tienen colmillos, si bien el macho de la especie posee cuernos.

—Sí, cuernos. Pero no de marfil.

—No, no de marfil.

—Entiendo.

—Continúe, se lo ruego —dijo la señora Trent, con los ojos aún brillantes.

—Bien —dijo Pierce—, los hombres que ma… que sacrifican a estos búfalos se llaman cazadores de búfalos, y para realizar su tarea usan rifles. A veces forman una línea que empuja a las bestias contra un promontorio. Pero no es el método usual. Es más frecuente que sacrifiquen a un solo animal. En cualquier caso, y aquí debo disculparme por la crudeza de lo que debo relatar de ese país tan tosco, una vez que la bestia ha dejado de existir la despojan de las entrañas.

—Muy razonable —dijo el señor Trent.

—Sin duda —dijo Pierce—, pero aquí está lo particular del asunto. Estos cazadores de búfalos consideran el manjar más sabroso una parte de las entrañas… es decir, el intestino delgado.

—¿Cómo lo preparan? —preguntó la señorita Trent—. Supongo que lo asan al fuego.

—No, madame —dijo Pierce—, y repito que mi relato describe una situación de abyecto salvajismo. Estos intestinos muy apreciados, en opinión de los cazadores tan sabrosos, se consumen inmediatamente, sin apelar a ninguna forma de cocción.

—¿Quiere decir crudos? —preguntó la señora Trent, arrugando la nariz.

—En efecto, madame, así como nosotros consumimos una ostra cruda, los cazadores consumen el intestino, y lo hacen cuando todavía está caliente de la bestia que acaba de expirar.

—Dios mío —dijo la señora Trent.

—Y bien —continuó Pierce—, ocurre a veces que dos hombres cazan juntos, e inmediatamente después cada uno se arroja sobre un extremo de los preciados intestinos. Cada cazador procura aventajar al otro, tratando de devorar la presa antes que su rival.

—Cómico —dijo la señorita Trent, abanicándose con movimientos más nerviosos.

—No es sólo eso —dijo Pierce—, pues impulsado por su codicioso apremio, el cazador de búfalos se traga a menudo todo el órgano en cuestión. Es un truco conocido. Pero su rival, advertido del ardid, es capaz de arrancar directamente de la boca del otro la porción indigerida, del mismo modo que yo puedo extraer una cuerda que me pasa entre los dedos. De modo que un hombre puede tragarse lo que, por así decir, otro ya se había comido.

—Oh, Dios —dijo la señora Trent, palideciendo.

El señor Trent se aclaró la garganta.

—Notable —dijo.

—Muy extraño —dijo valerosamente la señorita Trent, con voz temblorosa.

—Le ruego me disculpe —dijo la señora Trent, poniéndose de pie.

—Querida —intervino el señor Trent.

—Madame, espero no haberla perturbado —dijo el señor Pierce, también poniéndose de pie.

—Sus anécdotas son realmente notables —acotó la señora Trent, volviéndose para entrar en la casa.

—Querida —repitió el señor Trent, y se apresuró a seguirla.

Así, el señor Edward Pierce y la señorita Elizabeth Trent permanecieron solos durante breves minutos en el jardín del fondo de la casa, y según se afirma cambiaron unas pocas palabras. Se ignora el contenido de la conversación. Pero la señorita Trent dijo después a una criada que el señor Pierce le parecía un hombre «fascinante, a su modo un poco áspero»; y en general se admitía en el hogar de los Trent que la joven Elizabeth había realizado ahora la más valiosa de las adquisiciones: es decir, tenía un «candidato».