Capítulo 11LA DESTRUCCIÓN DE ALIMAÑAS

El capitán Jimmy Shaw, pugilista retirado, dirigía la Cabeza de la Reina, una de las tabernas «deportivas» más famosas en la calle del Molino de Viento. El visitante que hubiese entrado en el local en la noche del 10 de agosto de 1854 habría presenciado el espectáculo más original, pues si bien la taberna se caracterizaba por el techo muy bajo, y era un lugar sórdido y barato, estaba ocupado en ese momento por toda clase de caballeros bien vestidos, que alternaban con buhoneros, vendedores ambulantes de alimentos, jornaleros y otros miembros de condición social humilde. Pero eso a nadie parecía importarle, pues todos compartían un sentimiento de nerviosa y estridente expectación. Además, casi todos habían traído perros. Eran animales de características muy variadas: bulldogs, terriers de distintos tipos y diferentes mestizos. Algunos descansaban en los brazos de sus propietarios; otros estaban atados a las patas de las mesas, o al posapiés del mostrador. Todos eran tema de intensa discusión y atento examen: se les sopesaba, se les palpaba las patas con el fin de determinar la resistencia de los huesos, y les abrían las fauces para examinar los dientes.

Un visitante podría haber observado luego que los pocos elementos decorativos de la Cabeza de la Reina indicaban idéntico interés por los perros. De las perchas colgaban collares de cuero claveteados; había perros disecados, guardados en sucios fanales, sobre el mostrador; sobre la chimenea, imágenes de distintos perros, entre ellas un famoso dibujo de Tiny, «el perro maravilloso», un bulldog blanco cuyas hazañas legendarias eran bien conocidas por todos.

Jimmy Shaw, una figura corpulenta con la nariz rota, se desplazó por el salón diciendo en voz alta: «Pidan lo que gusten caballeros». En la Cabeza de la Reina aun los caballeros más elegantes bebían ginebra caliente sin quejarse. Más aún, nadie parecía tener en cuenta la sordidez del ambiente.

O para el caso, a nadie parecía preocuparle que la mayoría de los perros exhibiese abundantes cicatrices en la cara, el cuerpo y las patas.

Sobre el mostrador, un cartel manchado de hollín decía:

TODO HOMBRE CON SU ANTOJO
LA CAZA DE RATAS EN LA REALIDAD

Y si alguien dudaba del sentido del cartel, sus dudas se disipaban a las nueve de la noche, cuando el capitán Jimmy ordenaba «abrir la pista», y todo el público se dirigía hacia el salón del primer piso; cada hombre llevaba su perro, y cada uno depositaba un chelín en la mano de un empleado antes de subir la escalera.

El primer piso de la Cabeza de la Reina era un salón amplio, de techo tan bajo como la planta inferior. Carecía totalmente de muebles, y en el centro estaba la pista —un círculo de dos metros de diámetro, cerrado por planchas de un metro veinte de altura—. El suelo de la pista estaba encalado, con una capa que se aplicaba todas las noches.

A medida que los espectadores llegaban al segundo piso, los perros reaccionaban vigorosamente, se agitaban en los brazos de sus propietarios, ladraban con energía, y tiraban de las correas.

El capitán Jimmy dijo con voz severa:

—Ahora, los caballeros que tienen antojos… háganlos callar —Y algunos intentaron obedecer la orden, pero con escaso éxito, sobre todo cuando apareció la primera jaula de ratas.

A la vista de las ratas, los perros ladraron y gruñeron fieramente. El capitán Jimmy sostuvo la oxidada jaula de alambre sobre su propia cabeza, balanceándola en el aire; contenía unas cincuenta ratas asustadas.

—Lo mejor de lo mejor, caballeros —anunció—. Todas ratas de campo, ni una sola rata de albañal. ¿Quién quiere empezar?

En el salón se habían reunido cincuenta o sesenta personas. Muchas se apoyaban en las tablas de madera que circundaban la pista. Todos tenían dinero, y regateaban animadamente. Imponiéndose al vocerío general, se alzó una voz:

—Probaré con veinte. Veinte de las mejores para mi perro.

—Pesen el perro del señor T. —dijo el capitán Jimmy, pues conocía al que había hablado. Los ayudantes se apresuraron a retirar el bulldog de los brazos de un caballero calvo de barba cana. El perro fue pesado.

—¡Trece kilos! —dijo una voz, y el perro fue devuelto a su dueño.

—Así es, amigos —dijo el capitán Jimmy—. Trece kilos pesa el perro favorito del señor T., y quiere probar con veinte ratas. ¿Digamos cuatro minutos?

El señor T. asintió.

—Caballeros, son cuatro minutos, y pueden cruzarse apuestas. Hagan sitio al señor T.

El caballero de barba cana se acercó al borde de la pista, siempre con el perro en brazos. El animal tenía manchas blancas y negras, y gruñó a las ratas que estaban enfrente. El señor T. azuzó al perro emitiendo él mismo gruñidos y rezongos.

—Que salgan —dijo el señor T.

El ayudante abrió la jaula y metió la mano desnuda para atrapar las ratas. El gesto era importante, porque demostraba que las ratas eran animales del campo, y no estaban infectadas por ninguna enfermedad. El ayudante seleccionó «veinte de las mejores», y las echó a la pista. Los animales se distribuyeron por todo el perímetro, y finalmente se agruparon en un rincón, formando una masa peluda.

—¿Estamos listos? —preguntó el capitán Jimmy, con un cronómetro en la mano.

—Listo —dijo el señor T., mientras excitaba a su perro con gruñidos y rezongos.

—¡Ataca! ¡Ataca! —Fue el grito de los espectadores, y varios caballeros, por lo demás muy dignos, gritaron y soplaron en dirección a las ratas, de modo que estas se erizaron y el miedo se convirtió en frenesí.

—¡Ahooooora! —gritó el capitán Jimmy, y el señor T. echó el perro a la pista.

Inmediatamente el señor T. se agazapó, de modo que su cabeza apenas sobresalía del círculo de madera, y en esta postura incitó a su perro, con instrucciones a grito pelado y gruñidos caninos.

El perro se abalanzó sobre la masa de ratas, lanzando dentelladas a los cuellos, como auténtico animal de pelea que era. En un momento mató tres o cuatro.

Los apostadores gritaban y aullaban tanto como el propietario, que no apartaba los ojos del combate.

—¡Eso es! —gritó el señor T.—. Ya está muerta, suéltala, sigue. ¡Grrrr! Bien, otra más, suéltala, ¡sigue! ¡Grrrrr!

El perro pasaba prontamente de un cuerpo peludo al siguiente. De pronto, una rata se le prendió del hocico, y no lo soltó; el perro no podía librarse de la rata.

—¡Sacúdela! ¡Sacúdela! —gritó la turba.

El perro se contorsionó, consiguió liberarse, y se arrojó sobre el grupo de ratas. Ya habían muerto seis, y los cuerpos yacían en la pista manchada de sangre.

—Dos minutos —llamó el capitán Jimmy.

—Adelante, Lover, adelante, Lover —gritó el señor T.— Vamos, chico. ¡Grrrrr! Ya está, suéltala. ¡Vamos, Lover!

El perro corría de un lado a otro, persiguiendo a su presa; la gente gritaba y golpeaba las tablas de madera para mantener la excitación de los animales. En cierto momento Lover tuvo cuatro ratas colgadas de la cara y el cuerpo, pero no cejó y con las fuertes dentelladas, desgarró a una quinta. En medio de la furiosa excitación, nadie vio a un caballero de barba rojiza y digno porte que se abría paso entre la gente y se detenía al lado del señor T., cuya atención continuaba totalmente concentrada en el perro.

—Tres minutos —anunció el capitán Jimmy. Varios espectadores gimieron.

Habían transcurrido tres minutos, y había matado sólo doce ratas; los que habían apostado al preferido del señor T. seguramente perderían su dinero.

El propio señor T. parecía no tener noción del tiempo. No apartaba los ojos del perro; ladraba y aullaba; retorcía el cuerpo, al mismo tiempo que su perro; rechinaba las mandíbulas y gritaba órdenes con voz ronca.

—¡La hora! —gritó el capitán Jimmy, alzando el cronómetro. La gente suspiró y se calmó. Retiraron a Lover de la pista; las tres ratas que habían quedado con vida fueron encerradas prontamente por los ayudantes.

El combate del perro con las ratas había concluido. El señor T. había perdido.

—Excelente actuación —dijo el hombre de la barba roja, como consuelo.

La paradoja implícita en la conducta del señor Edgar Trent en la Cabeza de la Reina —más aún, su presencia misma en un lugar de ese estilo— exigen cierta explicación.

En primer lugar, un hombre que era presidente de un banco, devoto cristiano y columna de la comunidad decente, jamás hubiera concebido la idea de relacionarse con miembros de las clases inferiores. Todo lo contrario: el señor Trent consagraba una medida considerable de tiempo y energía a mantener a esta gente en su lugar, y procedía así con el conocimiento seguro y cierto de que estaba contribuyendo a mantener el buen orden social.

De todos modos, en la sociedad victoriana había algunos lugares en los cuales todas las clases se mezclaban libremente, y uno de los principales estaba representado por los acontecimientos deportivos —el boxeo, los caballos, y por supuesto las peleas entre animales—. Todas estas actividades gozaban de mala reputación o eran directamente ilegales, y sus partidarios, reclutados en todas las capas sociales, compartían un interés común que les permitía ignorar el incumplimiento de los convencionalismos sociales en tales ocasiones. Y si el señor Trent no advertía ninguna incongruencia en su propia presencia en un ambiente de buhoneros y vendedores ambulantes, no es menos cierto que estos, que generalmente guardaban silencio y se sentían incómodos en presencia de caballeros, mostraban la misma desenvoltura en tales episodios deportivos, y reían y alternaban libremente con hombres a quienes ni se habrían atrevido a rozar en circunstancias corrientes.

El interés común de todos —las peleas de animales— había sido una diversión muy apreciada en Europa occidental desde los tiempos medievales. Pero en la Inglaterra victoriana los deportes animales estaban decayendo velozmente, víctimas de la legislación, y de la transformación de los gustos del público. La lidia de toros y osos, común a comienzos del siglo, era ahora bastante rara; y sólo en los centros rurales se organizaban peleas de gallos. En el Londres de 1854 sólo tres deportes con animales conservaban popularidad, y todos tenían que ver con los perros.

Desde los tiempos isabelinos casi todos los observadores extranjeros han comentado el afecto que los ingleses dispensan a sus perros, y por eso mismo es extraño que precisamente la criatura más cara a los corazones ingleses fuese el centro de un «deporte» tan visiblemente sádico.

De los tres deportes con perros, las luchas entre perros eran consideradas como el «arte» supremo en el mundo de los deportes animales. Su difusión justificaba que muchos delincuentes londinenses se ganaran bien la vida dedicándose exclusivamente a robar perros (se los denominaba «peleteros»). Pero las peleas de perros eran relativamente poco comunes, pues solían ser combates a muerte, y un buen perro de pelea era un artículo caro.

La pelea entre el perro y el tejón era todavía menos corriente. Se encadenaba a un tejón, y un perro o dos se dedicaban a hostigarlo. La piel resistente y fuerte dentellada del tejón proporcionaban un espectáculo sobremanera tenso y muy popular, pero la escasez de tejones limitaba las posibilidades de este deporte.

La lucha del perro con las ratas era el deporte más corriente, sobre todo a mediados del siglo. Aunque técnicamente era ilegal, durante varias décadas se practicó en flagrante violación de la ley. En muchos lugares podían verse carteles que decían «Se necesitan ratas» y «Se compran y venden ratas», de hecho, la caza de ratas era una industria menor, ajustada a sus propias normas especiales. Eran muy valoradas las ratas de campo, por su capacidad combativa y la ausencia de infecciones. Las ratas de albañal, más comunes y fácilmente identificables por el olor, eran tímidas y sus mordeduras tenían mayores probabilidades de infectar a un valioso perro de pelea.

Si se considera que el dueño de una taberna «deportiva», con una buena clientela, podía llegar a comprar dos mil ratas en una semana —y una buena rata de campo costaba hasta un chelín—, no sorprende que muchos individuos se ganaran la vida capturando ratas. El más famoso fue «Black Jack» Hanson, que se desplazaba en un vehículo parecido a un coche fúnebre, ofreciendo limpiar de plagas las mansiones elegantes por una retribución absurdamente baja, a condición de que se le permitiera «atrapar vivas a las sinvergüenzas».

No se sabe con seguridad por qué los victorianos de todos los niveles sociales fingían no saber nada del asunto, pero a decir verdad padecían una ceguera muy conveniente. La mayoría de los alegatos humanitarios de la época deploran y condenan las peleas de gallos —las cuales de todos modos eran bastante raras— y no aluden en absoluto a los entretenimientos con perros. Tampoco hay indicios en el sentido de que los caballeros honorables se sintiesen incómodos participando en estos deportes con perros y ratas, pues en definitiva dichos caballeros se creían «firmes sostenedores de la campaña de destrucción de alimañas», y nada más.

Uno de estos firmes sostenedores, el señor T., se había retirado a la planta baja de La Cabeza de la Reina, ahora prácticamente desierta. Hizo una señal al barman solitario, y pidió un vaso de ginebra para sí y un poco de menta para su perro.

El señor T. estaba lavando con menta la boca de su perro —para impedir la formación de úlceras— cuando el caballero de la barba rojiza descendió la escalera y dijo:

—¿Puedo acompañarle con una copa?

—Con mucho gusto —dijo el señor T., sin dejar de atender a su perro.

Arriba, el ruido de los pies golpeando el suelo y los gritos indicaron el comienzo de otro episodio de destrucción de alimañas. El desconocido de la barba rojiza tuvo que gritar para hacerse oír por encima del estrépito.

—Veo que es usted un caballero de aficiones deportivas —observó.

—Y desafortunado —contestó el señor T., también a gritos. Palmeó al perro—. Lover no ha estado en su mejor forma. Cuando está bien, no tiene igual, pero a veces le falta impulso —el señor T. emitió un suspiro dolido—. Esta noche ha sido una de esas ocasiones —pasó la mano sobre el cuerpo del perro, en busca de heridas profundas, y se limpió con el pañuelo la sangre de varios cortes que le había manchado los dedos—. Pero se ha portado bastante bien. Mi Lover volverá a luchar.

—Sin duda —convino el caballero de la barba roja—, y ese día volveré a apostar por él.

El señor T. mostró cierta preocupación.

—¿Ha perdido?

—Una fruslería. Diez guineas, realmente nada.

El señor T. era un hombre de carácter conservador, y estaba en situación acomodada, pero rehusaba creer que diez guineas fuesen «una fruslería». Miró de nuevo a su compañero de copas, y advirtió el excelente corte de su levita y la calidad de la seda blanca de su corbatín.

—Me alegro de que no le conceda mucha importancia —dijo—. Permítame invitarle a una copa, para compensar en parte su mala suerte.

—De ningún modo —replicó el hombre de la barba rojiza—; yo no creo haber tenido mala suerte. En realidad, admiro a un hombre que puede tener y presentar animales. Yo también lo haría si los negocios no me obligaran a viajar a menudo el extranjero.

—¿Ah, sí? —dijo el señor T., mientras pedía otra ronda al barman.

—En efecto —dijo el desconocido—. Sin ir más lejos, el otro día me ofrecieron un excelente perro entrenado, de notable ferocidad, con las inclinaciones de un auténtico luchador. No pude cerrar trato, porque no dispongo de tiempo para cuidar del animal.

—Lamentable —dijo el señor T—. ¿Cuánto le pidieron?

—Cincuenta guineas.

—Excelente precio.

—En efecto.

El mozo trajo más bebidas.

—Yo también estoy buscando un perro entrenado —dijo el señor T.

—¿De veras?

—Sí —dijo el señor T—. Desearía el tercero, para agregarlo a Lover, y Shantung es el otro perro. Pero no creo…

El caballero de la barba roja hizo una discreta pausa antes de contestar. Después de todo, el entrenamiento, la compra y la venta de perros de pelea eran actividades ilegales.

—Si así lo desea —dijo al fin Pierce—, puedo preguntar si el animal aún está disponible.

—¿De veras? Sería muy amable de su parte. Realmente muy amable —al señor T. se le ocurrió súbitamente un pensamiento—. Pero si yo fuera usted, no vacilaría en comprarlo. Después de todo, mientras está en el extranjero su esposa podría vigilar a los criados que cuidan de la bestia.

—Me temo —replicó su interlocutor— que durante estos años he consagrado la mayor parte de mis energías a las actividades comerciales. No me he casado —y luego agregó—: Aunque, por supuesto, desearía hacerlo.

—Por supuesto —dijo el señor T., con una expresión muy peculiar en el rostro.