Capítulo 6EL PROBLEMA Y LA SOLUCIÓN

Hacia mediados de julio de 1854, Edward Pierce conocía la ubicación de tres de las cuatro llaves que necesitaba para robar las cajas. Dos llaves estaban en la alacena verde de la oficina del supervisor de tráfico del Ferrocarril Sureste. Una tercera colgaba del cuello de Henry Fowler. Estas tres llaves no representaban problemas importantes para Pierce.

Por supuesto, había que resolver el problema del momento oportuno en que podría realizarse una entrada clandestina con el fin de obtener el molde de cera. También había que encontrar un buen culebra que ayudase a entrar en las oficinas del ferrocarril. Pero todos estos eran obstáculos que podrían superarse fácilmente.

La dificultad real estaba en la cuarta llave. Pierce sabía que se hallaba en poder del señor Trent, presidente del banco, pero ignoraba dónde estaba —y este desconocimiento representaba un desafío por cierto formidable, que absorbió su atención durante los cuatro meses siguientes.

Conviene hacer aquí una breve aclaración. En 1854 Alfred Nobel iniciaba su carrera; pasaría otra década antes de que el químico sueco descubriese la dinamita, y la posibilidad de la «sopa» de nitroglicerina todavía era cosa del futuro. Por consiguiente, a mediados del siglo XIX una caja de metal bien construida era un obstáculo serio para los ladrones.

Esta afirmación gozaba de un reconocimiento tan general que los fabricantes de cajas consagraban la mayor parte de sus energías al problema de la protección de esos artefactos contra el fuego, pues la pérdida de dinero y documentos por incineración era un riesgo mucho más grave que el robo. Durante este período se otorgaron distintas patentes que cubrían el ferromanganeso, la arcilla, el polvo de mármol y el yeso de París utilizados como revestimientos a prueba de fuego de las cajas fuertes.

El ladrón instalado frente a una caja tenía tres posibilidades. La primera consistía lisa y llanamente en robar la caja entera, llevándosela para violentarla cómodamente. Era una empresa imposible si se trataba de una caja de cierto tamaño pero determinado peso, y los fabricantes procuraban utilizar los materiales de construcción más pesados e incómodos para desalentar esta maniobra.

O bien el ladrón podía emplear un «rebajador», es decir, un taladro que fijaba al agujero de la cerradura de la caja, y permitía practicar un orificio sobre la cerradura. El mecanismo de la cerradura podía manipularse a través de este orificio, y de ese modo se abría la caja. Pero el «rebajador» era una herramienta de especialistas; era ruidosa, lenta e insegura; y además de su costo elevado, era voluminosa.

La tercera posibilidad era echar una ojeada a la caja y renunciar. Era el desenlace más usual. Veinte años después la caja fuerte dejaría de ser un obstáculo insalvable, y se convertiría en simple molestia en el espíritu de los ladrones; pero por el momento era prácticamente inexpugnable.

Por supuesto, a menos que se tuviese una llave de la caja fuerte. Aún no se habían inventado las cerraduras de combinación; todas las cerraduras se abrían y cerraban con llave, y el modo más seguro de violar una caja era ir provisto de una llave obtenida previamente. Este hecho subyace en la preocupación por las llaves que caracteriza al delincuente del siglo XIX. La literatura delictiva, oficial y popular, de la época victoriana, parece obsesionada por las llaves, como si fuese lo único que importaba. Pero en esos tiempos, como dijo en su proceso de 1848 Neddy Sykes, magistral violador de cajas fuertes: «La llave es el todo en el golpe, es el problema y la solución».

De modo que cuando Edward Pierce planeó el robo del tren, partió de la premisa indudable de que ante todo debía conseguir copias de las llaves necesarias. Y debía hacerlo obteniendo acceso a las propias llaves, pues si bien existía un nuevo método consistente en usar «modelos» de cera e insertarlos en las cerraduras de las cajas, esta técnica no merecía confianza. De ahí que las cajas fuertes de la época solían dejarse sin vigilancia.

El eje de la actividad delictiva era determinar el lugar en que se guardaban las llaves de la caja. El proceso de copia no ofrecía dificultades; en pocos momentos podían obtenerse impresiones en cera de la llave. Y podía violentarse con rápida facilidad el local donde se guardaba una llave.

Pero si uno se detiene a pensar en el asunto, una llave es por de pronto bastante pequeña. Puede ocultársela en los lugares más inverosímiles; es posible esconderla casi en cualquier parte del cuerpo de una persona, o en cualquier rincón de un cuarto. Y sobre todo de una habitación victoriana, donde incluso un objeto tan corriente como un cesto de papeles probablemente estaba forrado de tela, capas sucesivas de flecos, y cercos decorativos de borlas.

Solemos olvidar lo extraordinariamente recargadas que eran las habitaciones victorianas. El decorado que prevalecía en este período suministraba innumerables escondrijos. Además, los propios victorianos adoraban los compartimentos secretos y los lugares disimulados; a mediados del siglo, el anuncio de venta de un escritorio afirmaba que «contiene 110 compartimentos, incluso muchos disimulados del modo más ingenioso». Aún las chimeneas muy adornadas, que podían hallarse en todos los cuartos de una casa, ofrecían docenas de lugares donde ocultar un objeto tan pequeño como una llave.

Por consiguiente, a mediados de la época victoriana, la información acerca del escondite de una llave era casi tan útil como la copia de la propia llave. El ladrón que pretendía obtener una impresión en cera podía irrumpir en una casa si sabía exactamente dónde se ocultaba la llave, o por lo menos en qué habitación estaba. Pero si desconocía esos datos, la dificultad de realizar una búsqueda minuciosa —en silencio, en una casa poblada de habitantes y criados, usando sólo una linterna sorda que suministraba a lo sumo un ojo de luz— era tan grande que a veces no valía la pena realizar el intento.

En virtud de todas estas circunstancias, Pierce concentró su atención en descubrir dónde guardaba su llave el señor Edgar Trent, presidente de la firma Huddleston & Bradford.

Ante todo, había que averiguar si el señor Trent guardaba la llave en el banco. Los empleados jóvenes de Huddleston & Bradford almorzaban a la una de la tarde en una taberna llamada El Caballo y el Jinete, frente al local de la firma. Era un establecimiento pequeño, colmado y cálido a la hora del almuerzo. Pierce hizo amistad con uno de los empleados, un joven llamado Rivers.

En general, los ordenanzas y los empleados de menor categoría del banco se mostraban cautelosos frente a las relaciones casuales, porque uno nunca sabía si estaba conversando con un delincuente en libertad; pero Rivers no se inquietó, pues sabía que el banco estaba a salvo de cualquier intento de robo —y quizá tenía conciencia de que él mismo estaba bastante resentido con sus patrones.

En ese sentido, es conveniente reproducir aquí la versión revisada, de las «Normas para el personal de la oficina», distribuidas por el señor Trent a principios de 1854. Decían así:

  1. El temor de Dios, la limpieza y la puntualidad son factores indispensables de una buena empresa.
  2. La Compañía ha reducido el día de trabajo al horario de 8.30 de la mañana a 7 de la tarde.
  3. Todos los días, por la mañana, se elevarán rezos en la oficina principal. El personal administrativo estará presente.
  4. El atuendo debe ser sobrio. El personal administrativo no usará prendas de colores vivos.
  5. Se suministra una estufa para beneficio del personal administrativo. Se recomienda que cada miembro del personal traiga diariamente dos kilos de carbón durante el tiempo frío.
  6. Ningún miembro del personal administrativo puede dejar el salón sin permiso del señor Roberts. Se permiten las necesidades naturales y el personal administrativo debe usar el jardín que está detrás del segundo portón. Este sector debe mantenerse limpio y en buen orden.
  7. No se permite conversar durante las horas de trabajo.
  8. El deseo de consumir tabaco, vinos o alcoholes es una debilidad humana, y como tal está prohibida al personal administrativo.
  9. Los miembros del personal administrativo traerán sus propios lápices.
  10. Los administradores de la empresa esperan que, en compensación por estas condiciones casi utópicas, se obtendrá un gran aumento de la producción.

Utópicas o no, las condiciones de trabajo de Huddleston & Bradford movieron al empleado Rivers a expresarse libremente acerca del señor Trent. Y con menos entusiasmo de lo que cabía esperar en el caso de un superior utópico.

—Un sujeto bastante rígido —dijo Rivers—. Saca el reloj a las ocho y treinta en punto, y observa si todos están en sus respectivos lugares; y no valen excusas. Dios ampare al hombre a quien se le atrasa el ómnibus en la avalancha de la mañana.

—Hay que ajustarse a la norma, ¿verdad?

—Demasiado. Es un tipo duro… hay que cumplir la tarea, y eso es lo único que importa. Está más viejo —dijo Rivers—. Y también más envanecido: se ha dejado crecer bigotes más largos que los suyos, y sólo porque está quedándose calvo.

En este período se discutía mucho si estaba bien que los caballeros llevasen bigote. Era una moda nueva, y las opiniones acerca de sus beneficios estaban divididas. También comenzaba a difundirse la moda de fumar cigarrillos, pero los individuos más conservadores no fumaban —por lo menos no lo hacían en público, y a veces ni siquiera en el hogar—. Y los hombres más conservadores llevaban la cara totalmente afeitada.

—He oído decir que tiene ese cepillo —continuó Rivers—. El cepillo eléctrico del doctor Scott, viene de París. ¿Y sabe cuánto cuesta? Doce chelines y seis peniques, nada más y nada menos.

A Rivers le parecía una suma elevada: en efecto, le pagaban doce chelines semanales.

—¿Qué hace? —inquirió Pierce.

—Cura las jaquecas, la caspa y también la calvicie —dijo Rivers—, o por lo menos eso dicen. Un cepillito bastante original. Se encierra en su despacho y se cepilla una vez cada hora, puntualmente —Rivers se rio de las manías de su patrón.

—Seguramente tiene un despacho amplio.

—Sí, amplio y también confortable. El señor Trent es un hombre importante.

—¿Lo tiene bien ordenado?

—Sí, pero la encargada de la limpieza viene todas las noches, desempolva y ordena, y todas las noches al retirarse el señor Trent dice a la mujer: «Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar», y se marcha a las siete en punto.

Pierce no recordaba el resto de la conversación, que no le había interesado. Sabía ya lo que necesitaba, es decir, que Trent no guardaba la llave en su despacho. De haberlo hecho, no habría permitido que limpiasen el lugar en su ausencia, pues era notorio que las mujeres encargadas de la limpieza se dejaban sobornar fácilmente; y para el observador casual, había escasa diferencia entre una limpieza minuciosa y una búsqueda exhaustiva.

Pero aunque la llave no estuviese en la oficina, de todos modos era posible que se la guardase en el banco. Quizá el señor Trent había preferido depositarla en una de las bóvedas. Para aclarar el punto, Pierce podía suscitar una conversación con otro empleado, pero ciertamente prefería evitar ese paso. En cambio, eligió otro método.