El señor Henry Fowler, de cuarenta y siete años, conoció a Edward Pierce en circunstancias un tanto distintas. Fowler admitió sin rodeos que no conocía bien los antecedentes de Pierce: el hombre le había dicho que era huérfano, y era evidente que se trataba de un individuo educado y de posición desahogada, que mantenía una casa muy bien puesta, siempre equipada con los artefactos más modernos, algunos muy ingeniosos.
El señor Fowler recordaba sobre todo una notable estufa instalada en el vestíbulo, con el fin de calentar la entrada de la casa. La estufa tenía la forma de una armadura, y funcionaba con admirable eficacia. El señor Fowler también recordó haber visto un par de prismáticos de campo, muy bien construidos con aluminio, y forrados de cuero marroquí; el artefacto había intrigado tanto al señor Fowler que buscó un par semejante, y le asombró el hecho de que costaban ochenta chelines, lo cual constituía un precio exorbitante. Sin duda, Pierce era un hombre acomodado, y Henry Fowler consideraba grato reunirse ocasionalmente con él a cenar.
Recordó, aunque con dificultad, un episodio ocurrido en la casa de Pierce a fines de mayo de 1854. Había sido en una cena a la que asistieron ocho caballeros, y la conversación se refirió principalmente al nuevo proyecto de ferrocarril metropolitano de Londres. Fowler consideró aburrido el tema, y se sintió decepcionado cuando los asistentes continuaron comentándolo mientras bebían el coñac en el salón.
Luego, la conversación se orientó hacia el cólera, que últimamente era epidémico en ciertas zonas de Londres, donde la enfermedad estaba matando a una persona de cada cien. La discusión acerca de los proyectos del señor Edwin Chadwick, uno de los Comisionados Sanitarios, en el sentido de que debían organizarse nuevos sistemas de alcantarillado en la ciudad, además de limpiar el Támesis contaminado, aburrió profundamente al señor Fowler. Además, el señor Fowler sabía de buena fuente que pronto sería el viejo Chadwick relevado del cargo; pero le habían hecho prometer que no divulgaría la información. Bebió su café con una sensación cada vez más acentuada de fatiga. En realidad, estaba pensando en la posibilidad de marcharse cuando su anfitrión, el señor Pierce, le preguntó acerca de un intento reciente de robar cierto cargamento de oro transportado por el tren. Era muy natural que Pierce preguntase a Fowler, pues Henry Fowler era cuñado de sir Edgar Huddleston, de la firma bancaria Huddleston & Bradford, de Westminster. El señor Fowler era gerente general de esta próspera firma, especializada en divisas extranjeras desde su fundación en 1833.
Era un período de notable dominio inglés del comercio mundial. Inglaterra extraía más de la mitad del carbón producido en todo el mundo, y su producción de mineral de hierro era mayor que la del resto de los países juntos. Producía las tres cuartas partes de la tela de algodón elaborada en todo el mundo. Se calculaba que su comercio exterior llegaba a 700.000.000 de libras esterlinas, el doble de lo que obtenían sus principales competidores, Estados Unidos y Alemania. Su imperio ultramarino era el más grande de la historia mundial, y continuaba expandiéndose, y así llegó a abarcar un cuarto de la superficie terrestre y un tercio de su población.
Por consiguiente, era perfectamente natural que las empresas extranjeras de toda clase convirtiesen Londres en un centro financiero, y que los bancos londinenses prosperasen. Henry Fowler y su banco se beneficiaban con las tendencias económicas generales, pero la especialización en transacciones con divisas extranjeras les aportaba también otros negocios. Así, cuando Inglaterra y Francia declararon la guerra a Rusia, dos meses antes (en marzo de 1854), se encomendó a la firma Huddleston & Bradford el pago de las tropas británicas que luchaban en la campaña de Crimea. Precisamente una de estas consignaciones de oro destinadas al pago de las tropas había sido objeto de un reciente intento de robo.
—Un esfuerzo trivial —declaró Fowler, consciente de que hablaba en nombre del banco.
Los demás hombres reunidos en la sala, fumando cigarros y bebiendo coñac, eran caballeros sólidos que conocían a otros caballeros sólidos. El señor Fowler se sintió obligado a disipar cualquier tipo de sospecha en el sentido de una posible ineficacia del banco, y a hacerlo en los términos más vigorosos.
—Sí, en efecto —dijo—, trivial y propio de aficionados. No tenía la más mínima posibilidad de éxito.
—¿Murió el malhechor? —preguntó el señor Pierce, sentado frente a Fowler, al mismo tiempo que expelía una bocanada de humo de su cigarro.
—En efecto —dijo el señor Fowler—. El guarda del ferrocarril lo arrojó del tren, que marchaba a bastante velocidad. El choque lo mató en el acto, sin duda —y agregó—: Pobre diablo.
—¿Lo identificaron?
—Oh, no lo creo —dijo Fowler—. El modo de abandonar el tren sin duda desfiguró considerablemente sus rasgos… Algunos afirman que se llamaba Jack Perkins, pero no se sabe con seguridad. La policía no se ha interesado mucho en el asunto, y me temo que su actitud es sensata. La técnica misma del robo revela a un aficionado. Jamás podía tener éxito.
—¿Supongo —dijo Pierce— que el banco adopta precauciones considerables?
—Mi querido amigo —dijo Fowler—, y muy considerables por cierto. Le aseguro que uno no transporta todos los meses doce mil libras de oro en barras a Francia sin adoptar las precauciones más minuciosas.
—¿De modo que el bandido quería apoderarse del dinero destinado a Crimea? —preguntó otro caballero, el señor Harrison Bendix.
Bendix era un conocido detractor de la campaña de Crimea, y Fowler no deseaba iniciar una discusión política a hora tan avanzada.
—Eso parece —dijo brevemente, y se sintió aliviado cuando Pierce volvió a tomar la palabra.
—Todos tenemos curiosidad de conocer la naturaleza de las precauciones que ustedes adoptan —dijo—. ¿O se trata de un secreto de la firma?
—En absoluto —dijo Fowler, aprovechando la oportunidad para extraer su reloj de oro del bolsillo del chaleco, soltar el resorte de la tapa y mirar la esfera.
Eran las once pasadas; debía marcharse, y sólo le retenía allí la necesidad de defender la reputación del banco.
—En realidad, yo mismo ideé las precauciones. Y si se me permite decirlo, le invito a que señale los defectos del plan que tracé —paseó la mirada por los rostros de sus amigos, y continuó hablando—. Cada embarque de oro en barras se deposita en las instalaciones del propio banco, y apenas necesito destacar el hecho de que las mismas son inexpugnables. El oro se guarda en una serie de cajas de hierro, las que luego se sellan. Un hombre razonable podría considerar que estas cajas constituyen protección suficiente, pero por supuesto llegamos mucho más lejos —se interrumpió para tomar un sorbo de coñac.
»Bien… Un grupo de guardias armados lleva las cajas selladas a la estación ferroviaria. El convoy no se ajusta a determinada ruta, ni tiene horario fijo; sigue las calles más concurridas, de modo que no es posible un asalto en un paraje desierto, en el trayecto hasta la estación. Nunca empleamos menos de diez guardias, todos hombres fidedignos, y antiguos servidores de la empresa; y todos fuertemente armados.
»Pues bien, en la estación, las cajas se cargan en el furgón de equipajes del ferrocarril a Folkestone, y se depositan en dos de las más modernas cajas fuertes de la firma Chubb.
—¿Cajas fuertes Chubb? —dijo Pierce, arrugando el ceño. Chubb fabricaba las mejores cajas fuertes del mundo, y su capacidad y sus técnicas eran reconocidas universalmente.
—Tampoco son cajas Chubb del tipo que normalmente ofrece esa firma —continuó Fowler—, pues en realidad se las construyó especialmente de acuerdo con las especificaciones del banco. Caballeros, fueron fabricadas con acero templado de un cuarto de pulgada, y las puertas están sostenidas por goznes interiores, que no permiten ningún género de manipulación desde afuera. Caramba, el peso mismo de estas cajas impide el robo, pues cada una tiene más de doscientas cincuenta libras.
—En verdad, impresionante —dijo Pierce.
—Hasta el punto —dijo Fowler— de que uno puede con razón considerar que todo esto constituye una adecuada protección del cargamento de oro. Pero hemos agregado otras cosas. Cada una de las cajas tiene no una sino dos cerraduras, que requieren dos llaves.
—¿Dos llaves? Qué ingenioso.
—No sólo eso —agregó Fowler—; además, cada una de las cuatro llaves, dos para cada caja, está protegida individualmente. Dos se guardan en la propia oficina del ferrocarril. Una tercera está a cargo del señor Trent, presidente del banco, que como algunos de ustedes sabrán es un caballero digno de toda confianza. Confieso que ignoro dónde guarda exactamente su llave el señor Trent. Pero conozco el paradero de la cuarta llave porque la tengo yo mismo.
—Qué extraordinario —dijo Pierce—. Yo diría que es una responsabilidad considerable.
—Reconozco que sentí cierta necesidad de mostrar inventiva en esta cuestión —reconoció Fowler, y luego inició una pausa teatral.
El señor Wyndham, un poco achispado por la bebida, decidió hablar.
—Bueno, maldita sea, Henry, ¿nos dirá donde ha ocultado su asquerosa llave?
El señor Fowler no se ofendió; al contrario, sonrió benigno. No solía beber mucho, y contemplaba con cierta modesta satisfacción los extravíos de los que se entregaban a los excesos del alcohol.
—La guardo —dijo— alrededor del cuello —y se abrió la camisa almidonada con la mano extendida—. La tengo siempre conmigo, incluso mientras me baño y cuando duermo. Nunca se separa de mí —sonrió satisfecho—. Como ven, caballeros, el torpe intento de un jovencito de las clases peligrosas mal puede preocupar a Huddleston & Bradford, pues ese minúsculo rufián no tenía más posibilidades de robar el oro que yo de… bueno, de volar a la luna.
El señor Fowler se permitió una risita entre dientes ante lo absurdo del proyecto.
—Y bien —dijo—, ¿ven algún defecto en mi sistema?
—Absolutamente ninguno —dijo fríamente el señor Bendix.
Pero el señor Pierce tuvo una reacción más cálida.
—Henry, lo felicito —dijo—. En verdad, es la estrategia más ingeniosa que he visto para proteger una expedición de valores.
—Eso mismo pienso —dijo el señor Fowler.
Poco después el señor Fowler se despidió comentando que si no llegaba pronto a casa, su esposa creería que había estado jugando con alguna muñeca «y lamentaría soportar las molestias del castigo sin la recompensa previa». Su comentario arrancó risas a los caballeros reunidos; le pareció que era la nota exacta que convenía para marcharse. Los caballeros deseaban que sus banqueros fuesen prudentes, pero no mojigatos; la línea divisoria entre ambas actitudes era muy delgada.
—Le acompaño hasta la salida —dijo Pierce, poniéndose de pie.