A cuarenta minutos de Londres, mientras atravesaba los ondulados campos verdes y los huertos de cerezos de Kent, el tren matutino del Ferrocarril Sureste alcanzó su velocidad máxima de ochenta y cinco kilómetros por hora. Al mando de la reluciente máquina pintada de azul, podía verse al maquinista con su uniforme rojo de pie y expuesto a las ráfagas del viento, sin la protección de una cabina o un parabrisas, mientras que a sus pies, el fogonero agazapado echaba carbón al resplandor rojizo de la caldera. Detrás de la máquina jadeante y el ténder había tres coches amarillos de primera clase, seguidos de siete vagones verdes de segunda clase; y cerrando el convoy, un furgón gris, sin ventanillas, destinado a los equipajes.
Mientras el tren repiqueteaba sobre las vías, avanzando hacia la costa, la puerta corredera del furgón de equipajes se abrió bruscamente, revelando una lucha desesperada en su interior. La pelea era desigual: un joven delgado de raído atuendo, golpeaba a un corpulento guarda ferroviario de uniforme azul. Aunque más débil, el joven hizo buen papel, y logró aplicar uno o dos golpes vigorosos a su robusto antagonista. Ciertamente, sólo por casualidad el guarda, que había caído de rodillas, reaccionó de tal modo que sorprendió descuidado al joven y lo arrojó del tren por la puerta abierta; el joven aterrizó, entre tumbos y rebotes, como una muñeca de trapo.
El guarda, jadeando para recuperar el aliento, volvió los ojos hacia la figura cada vez más pequeña del joven caído. Luego, cerró la puerta corrediza. El tren aceleró, emitiendo un silbido agudo. Pronto tomó una suave curva, y lo único que se oyó fue el débil sonido de la máquina jadeante, y se vio un resto de humo gris que se posaba lentamente sobre las vías y el cuerpo del joven caído.
Pasó un momento, y el joven se movió. Acometido por intensos dolores, se apoyó en un codo, y pareció dispuesto a incorporarse. Pero sus esfuerzos fueron inútiles, casi al momento volvió a desplomarse, sufrió un último y convulsivo estremecimiento, y permaneció totalmente inmóvil.
Media hora después una elegante berlina negra de lujosas ruedas carmesí se acercó por el camino de tierra que corría paralelo a las vías del ferrocarril. El carruaje se acercó a una elevación, y el cochero contuvo el caballo. Del vehículo descendió un caballero de aspecto muy peculiar, elegantemente ataviado con una levita de terciopelo verde oscuro y alto sombrero de copa. El caballero subió a la colina, aplicó los ojos a un par de gemelos, y recorrió la línea de las vías. Inmediatamente identificó el cuerpo del joven postrado. Pero no hizo ninguna tentativa de aproximarse o prestarle ayuda. Al contrario, permaneció de pie en la colina hasta que tuvo la certeza de que el muchacho estaba muerto. Entonces se volvió, subió al coche que lo esperaba, y regresó en la misma dirección que había venido, hacia el norte y la ciudad de Londres.