PORTENTOS
Los funerales por el emperador y su heredero fueron una ceremonia magnífica, aunque breve, que se celebró ante las puertas del palacio. Ardnor presidió los rituales que marcaba la tradición. De su madre, que estuvo ausente, se dijo que el dolor no la había permitido acudir. Con una de sus hachas preferidas en el brazo doblado, en representación del espíritu de Bastion, alzaron al emperador hasta una pira aún más alta que la que habían levantado en su día para el hijo menor. Después de honrar a los dos muertos con un breve enunciado de sus hazañas, Ardnor prendió la pira y envió a su padre y a su hermano al otro mundo.
Al día siguiente, una violenta tempestad en forma de legiones con armadura negra, a pie y a caballo, cayó sobre la capital con un propósito siniestro. Armados de sólidas mazas para partir cráneos, los guerreros del yelmo dividieron metódicamente la ciudad imperial en dos secciones. La plebe, paralizada aún por el giro trágico y extraordinario que tomaban los acontecimientos, no se atrevió a protestar.
Los guerreros del yelmo negro sacaban a los ciudadanos importantes de sus casas para conducirlos a lugares desconocidos. Muchos oficiales de la Guardia Imperial fueron sustituidos sin aviso previo: la oficialidad de las legiones pertenecía ya tanto al templo como al trono. Y así, una vez que los Defensores dominaron con mano de hierro la ciudad y el palacio, Ardnor de-Droka se proclamó emperador.
Jubal tuvo un funeral sencillo. Primero, los rebeldes envolvieron su cuerpo en un estandarte del Cresta de dragón. Luego, la tripulación balanceó el cuerpo atado mientras el capitán Botanos recitaba las virtudes del antiguo gobernador. Al acabar, invocó a Sargonnas y a los dioses del mar —aunque eran deidades que no regían Krynn desde mucho tiempo atrás— para que acogieran a Jubal como orgulloso marino y guerrero y auténtico custodio del mar. Por fin, a una señal del capitán, depositaron el cuerpo a bordo de un pequeño bote, junto al cual había otro en el que estaban Faros y dos miembros de la tripulación.
Faros empapó el cuerpo en aceite y le prendió fuego. Luego, mientras las llamas lo devoraban todo, se alejó en su propio bote.
De vuelta al barco, Faros, el capitán Botanos y unos cuantos más contemplaron cómo desaparecían en el Mar Sangriento los ardientes restos de Jubal. Cuando el día nublado dio paso a la noche, las llamas iluminaron el mar como un faro hasta que una enorme ola se tragó la embarcación.
Los médicos habían considerado poco menos que un portento los tres días que bastaron a Faros para recobrarse de sus heridas.
Ahora, celebrado el ritual, el corpulento capitán se dirigió a Faros.
—A la primera oportunidad, haré una señal a otro de los barcos para que os recojan y podáis continuar camino con los vuestros…
—Yo me quedo.
—¿Qué? —Botanos atiesó las orejas.
Ausente, Faros jugaba con el anillo negro que había encontrado en la superficie del río. Los rostros de Jubal y de su padre, entre otros muchos, pasaban por su cabeza. Muertos todos por culpa de uno solo.
—Hotak debe caer —dijo por fin, con un fulgor de venganza en los ojos. Apretaba la empuñadura de la espada, mientras que la mano libre se crispaba continuamente—. Ha llegado la hora de que pague en su carne toda la sangre que ha derramado…
Mientras hablaba, ululó un viento repentino. El Cresta de dragón se agitó violentamente en medio del oleaje. Los que estaban en la cubierta se agarraron a las barandillas más próximas.
Entonces, el mar se calmó de un modo súbito. Cesó el viento. Cesaron las olas. Un silencio sepulcral cayó sobre el barco.
—¡Mirad! —gritó alguien, señalando el cielo.
Por encima de ellos apareció algo tan impresionante que ni los guerreros más avezados podían cerrar la boca.
—¿Qué… —gruñó finalmente el capitán Botanos— qué es eso?
El hijo de Gradic, último vástago de Kalin, mostró lentamente los dientes en una sonrisa indómita.
—Es una señal.
Entre los que presenciaron la señal a bordo del Cresta de dragón había un nuevo tripulante, un marinero rescatado de las aguas poco antes de que la nave rebelde abandonara el continente. Había permanecido varios días a la deriva, aferrado a un trozo de madera. Todos pensaron que su salvación se debía a un portento. Como no lenta heridas mortales, se añadió encantado a la tripulación. Era discreto, se confundía con el entorno y se aplicaba al trabajo, obediente a las órdenes del capitán.
Tenía buenas razones para no querer destacar. Su pelaje negro era raro, pero no único. Aunque se le había curtido la piel y estaba muy cambiado después de su odisea, cualquiera de los que habían servido en la legión o incluso un esclavo del contingente que él mismo escoltara en cierta ocasión hasta las naves de los ogros podrían reconocer al hijo de Hotak.
Bastion.
Mientras los demás contemplaban el cielo, él se escurrió a la bodega. De allí en adelante, trabajaría con los rebeldes e incluso lucharía contra las flotas y las legiones, si era necesario. Su última meta era regresar a Nethosak y a su padre.
Como si los dioses perdidos hubieran querido gastarle una broma, los rebeldes le habían comunicado el descubrimiento de otro minotauro en el mar, un ahogado con un cuchillo clavado en el vientre. Aunque habían devuelto el cuerpo al mar, Bastion reconoció la descripción del asesino de El Señor de las tormentas. Lo que más le preocupaba era el peculiar tatuaje que cubría el pecho del cadáver. Los rebeldes que se lo describieron no habían comprendido su significado.
Un hacha rota grabada en la carne.
El signo de los Defensores.
En aquel momento. Bastion había comprendido el repentino ataque de camaradería por parte de su hermano el día de la partida. Cayó en la cuenta, asombrado, de los oscuros abismos en que se había sumido Ardnor. Su hermano había dado orden de matarlo. Quién sabía lo que estaba haciendo en ese momento…
Temblorosos, los fantasmas recorrían la habitación con tanta agitación que Nephera estuvo a punto de despedir a la nerviosa Nellies. Sin embargo, los necesitaba más que nunca para su próximo hechizo.
Llevaba varios días recluida en su santuario, pero no ignorante del mundo exterior. La suma sacerdotisa estaba al tanto del funeral y de la declaración de poder de su hijo. Conocía todos los acontecimientos que se desarrollaban en la capital y en otros lugares más lejanos.
Sabiendo que aún quedaba quien se oponía a Ardnor y al influjo del templo, Nephera organizó su hechizo. Tenía nombres que su hijo no sospechaba; nombres de los que pretendían desposeerlo de su justa herencia. La suma sacerdotisa no podía permitir que se dudara ni del título de Ardnor ni de la supremacía del templo. Nada ni nadie lo privaría de su regalo.
Aquella noche daría tal golpe a los futuros traidores que nunca volverían a permitirse siquiera un pensamiento desleal. Nephera se sentía envuelta en un poder primigenio. Se había visto obligada a elegir varios leales para aquel acto supremo, pero los necesarios sacrificios garantizaban la gloria eterna de los Predecesores.
Sólo Takyr la ayudaría durante el hechizo.
Aquella noche…, aquella noche la suma sacerdotisa aseguraría el imperio para Ardnor y para el templo. Todos los nombres de su lista llevaban la marca de la muerte. Los enemigos potenciales debían morir de un modo que nadie confundiera con un accidente. Les arrancaría las almas vivas con tal furia que la agonía quedaría grabada para siempre en sus restos mortales. Los que quedaran en el mundo de los vivos conocerían y temerían su poder.
Aunque continuaba sintiendo el vínculo etéreo que la unía a su dios, lo cierto es que la divinidad no se había comunicado con ella últimamente. Quizá porque la suma sacerdotisa no se había puesto aún a prueba, pese a lo mucho que había orquestado en los últimos tiempos. Sí, lo que ahora proyectaba le devolvería el favor de su deidad. Esta vez, volvería a percibir su voz dentro de la cabeza.
Fuera, arreciaba la tormenta. Nephera estaba acostumbrada a los rayos y los truenos y no ignoraba que eran otra manifestación del poder que ella servía. Encapuchada, con los brazos elevados por encima de la cabeza, leía el gran encantamiento.
Los fantasmas lanzaban gemidos atormentados, que ella acalló con una mirada atroz antes de murmurar las primeras palabras. Al comenzar a hablar, extraía el poder de sus sacrificios.
Una a una, amarraba las fuerzas. El hechizo comenzaba a tomar forma, una masa de energía de color anaranjado y rojo sangre…, una especie de vórtice. Con cada palabra mágica, palpitaba y se expandía hasta llenar la habitación.
Cayó la capucha y la melena de Nephera se le desparramó por la espalda como si cada cabello fuera un tentáculo con vida propia. El cuerpo se le agitaba con una energía indomable, rodeado de una aura verde oscura, cuando gritó las palabras finales…
Y su monstruosa creación se desvaneció de pronto en el aire.
Las poderosas energías que la circundaban también desaparecieron. Fue tan sorprendente, tan imposible de aceptar, que Nephera lanzó un grito desgarrador y se desplomó sobre el frío suelo de piedra.
Durante un tiempo permaneció allí, sola, aturdida, llorosa. Poco a poco, sin embargo, se fue irguiendo y entonces notó el silencio de la habitación.
La cólera que le producía el desperdicio de sus esfuerzos le dio la fuerza necesaria para incorporarse.
—¿Qué ha ocurrido? ¡Exijo una respuesta! ¡Hablad! —gritó, con los ojos aún húmedos por la impresión.
Pero al girarse para demandar una explicación de sus patéticos fantasmas… descubrió que la habitación estaba vacía, absolutamente vacía. Las legiones de ultratumba se habían ido.
Cada vez más enfurecida, buscó a quien nunca le había fallado.
—¡Takyr! ¡Escúchame! ¡Takyr!
Pero tampoco aquella llamada tuvo respuesta.
Entonces… sintió que faltaba algo más. Dentro de ella se había abierto un vacío, un abismo que la obligaba a tambalearse y a boquear.
El vínculo con su adorada deidad, el omnipresente vínculo…, había desaparecido.
Agrandó los ojos hundidos.
—Nooo…, nooo…
Aporrearon la puerta. A través de la neblina de su horror, oyó que sus acólitas la llamaban. Se dio la vuelta y se arrastró por el suelo para alcanzar las puertas y abrirlas.
Inmediatamente, cayeron de rodillas en señal de respeto.
—¿Qué ocurre? ¡Hablad! ¡Hablad!
Una joven castaña la miró, con sus ojos enormes como escudos, antes de balbucear:
—¡S-santidad! ¡Se ha extendido por todas partes! ¡D-debéis verlo!
Nephera no lo entendía, pero observó que las otras asentían con la cabeza. Propinó una patada a la que había hablado.
—¡Llévame, entonces! ¡Ahora mismo!
Mientras atravesaban a la carrera los pasillos fríos y tenebrosos del templo, vieron deambular a otros en estado de confusión. Hasta los Defensores parecían desorganizados y abrían los ojos, inseguros, debajo de los oscuros yelmos.
Al llegar a la entrada, sintió que el pelaje de la espalda se le erizaba.
Las sacerdotisas abrieron las pesadas puertas con los músculos tensos, no por el esfuerzo, sino por la misma ansiedad inexplicable que Nephera había visto en todas partes.
Se oyó un murmullo. Para su sorpresa, se habían reunido cientos de fieles a pesar de lo avanzado de la noche. Arrodillados, con el hocico pegado al suelo, esperaban sin duda que el templo los tranquilizara.
Sólo entonces se dio cuenta de que no estaban empapados de ni zarandeados por el viento fuerte y ululante que acompañaba siempre a la tormenta. En efecto, ni los rayos ni los truenos les asaltaban los oídos y los ojos.
Había desaparecido todo, la tormenta, las nubes, la lluvia, los trenos. Pero no era aquél el portento que los desconcertaba.
No, lo que agitaba hasta lo más profundo de sus entrañas incluso los Defensores más avezados eran los propios cielos. Allá arriba, en el claro firmamento nocturno, flotaban dos lunas…, una blanca como el hielo, la otra roja como el fuego. Nephera retrocedió, incapaz de ocultar su sorpresa y su consternación.
Y detrás…, detrás de las lunas que no tendrían que haber estado allí, se alineaba una hueste de estrellas rutilantes formando inmensas constelaciones que llenaban los cielos antes vacíos…
Las constelaciones que nadie había vuelto a ver desde la noche en que los dioses abandonaron Krynn.