MAREAS DE SANGRE
Los cuernos salvaron a Faros…, los cuernos de combate que resonaron de pronto, la señal de victoria que todo minotauro reconocía.
El ogro tuvo un sobresalto evidente. El acero que debía haberse hundido en el pecho de Faros se desvió a la derecha y atravesó con una línea roja la parte baja de su abdomen. Le dolió mucho, pero no tanto como para soltar la espada que por fin había encontrado.
Cuando miró al Gran Señor Golgren, descubrió que había vuelto el rostro hacia el norte. Él mismo se encontró mirando en aquella dirección.
Por aquella parte, los minotauros, gritando su confianza y su ansia de combate, caían sobre los ogros. Blandían las hachas y las espadas por encima de sus cabezas. Muchos llevaban el cóndor en el peto, el antiguo símbolo de Sargas, o los faldellines verdes y blancos de los soldados de la flota. Otros ni siquiera iban uniformados.
La rebelión surgía de quién sabe dónde para rescatar a sus hermanos.
Golgren agarró a uno de los jinetes rojos y bramó algo en su lengua áspera y gutural. Luego lo apartó de un empellón, y el robusto subalterno cabalgó hacia el norte para comunicar las órdenes a los restantes jefes.
Faros se acercó a Golgren con cautela, pero el ogro se dio cuenta y miró al minotauro de frente, a los ojos, con un profundo desprecio.
El Gran Señor sonrió.
En ese momento, alguien agarró a Faros por el hombro y le dio un tirón. Comenzaba a contraatacar cuando rio que se trataba de Grom. Traía numerosos cortes en los hombros, pero sus cuernos chorreaban sangre de ogro.
—¡Faros! ¡Uno de los jefes rebeldes se ha abierto paso hasta nosotros! Dice que debemos ir al este, donde podrían formar una retaguardia para impedir que nos persigan.
Una retirada era lo último que deseaba Faros; lo que él quería era la sonrisa y la cabeza del Gran Señor Golgren. Mejor dicho, la cabeza de todos los ogros que pudiera malar.
Habría querido decir eso, pero estaba magullado y aturdido, y las palabras que salieron de su boca fueron:
—Sí, da la señal.
Con alivio en los ojos, Grom echó a correr. Faros lo siguió con la vista y entonces se acordó de su adversario. Se dio la vuelta para encararse con Golgren.
Pero el Gran Señor se había esfumado. A su alrededor quedaban muchos ogros que aún luchaban con ardor para hacer retroceder a esclavos y legionarios. La peor refriega, la más sangrienta, se desarrollaba a cierta distancia, en dirección sur.
El sur…
—¡Id allí! —gritó Faros, señalando la zona. Ahora comprendía lo que acababa de ocurrir. El Gran Señor Golgren sabía a dónde se encaminarían los minotauros si pretendían escapar y había enviado un jinete para traer refuerzos del norte. Si impedían que los minotauros se replegaran por el este, ni siquiera los rebeldes podrían ayudarlos, porque quedarían atrapados entre las dos laderas del valle.
Uno de los pocos mastarks que aún tenían cuidador embistió contra Faros, aplastando todo lo que hallaba en su camino. Detrás de él llegaban muchos ogros a la carrera.
Pero cuando tuvo cerca a la bestia, Faros saltó a sus colmillos y se agarró fuertemente a ellos. El mastark trataba de quitárselo de encima, pero él resistía.
El cuidador se irguió en la silla para detener el acero de Faros, y, con un gruñido, lo atacó con el hacha. Faros la agarró en aire y, aunque se cortó, dio un tremendo tirón que arrojó al ogro de su silla.
Entonces, con un salto, Faros se sentó y comenzó a espolear al mastark para que se diera la vuelta. Al notarlo, dos ogros trataron de impedirlo.
El mastark dio buena cuenta de uno de ellos, pues lo agarró con su peluda trompa y lo lanzó por los aires. El segundo consiguió llegar hasta el lomo del animal, pero perdió pie y se estrelló contra el suelo.
Los antiguos esclavos corrían, cumpliendo las órdenes de Grom. Desde su aventajada atalaya, Faros veía a los rebeldes que se encaminaban al sur.
Comprendió que necesitaban tiempo, así que, dando un grito, espoleó al monstruo para conducirlo a las filas de los ogros.
Una lanza le pasó rozando. Él se acachó a tiempo, pero la bestia lanzó un aullido de dolor porque tenía tres más clavadas en la pata delantera. Delante de ellos, un grupo de ogros distraía al animal mientras otros atacaban.
Y detrás, gritando órdenes y en actitud triunfante, llegaba el Gran Señor Golgren.
El mastark intentó retroceder, pero Faros volvió a espolearlo para que avanzara. Uno de los atacantes se introdujo por debajo de los colmillos sangrantes y lo hirió en la garganta. La descomunal criatura consiguió apartarlo de una patada, pero ya no se sostenía en pie. Faros tuvo que agarrarse cuando la silla se desplazó violentamente.
Dos lanzas más acabaron con la bestia, que emitió unos rugidos lastimosos antes de caer de costado. Faros saltó desde su cabeza. Aterrizó sobre dos ogros y se las compuso para hundirle a uno de ellos la espada en el pecho mientras rodaban por el suelo.
Al levantarse de un salto, se encontró rodeado por los suyos. Alguien gritaba su nombre y otros lo repetían hasta convertirlo en un canto.
—¡Faros! ¡Faros! ¡Faros!
La batalla cambiaba continuamente. De pronto, en uno de sus reflujos, Faros volvió a darse de bruces con el Gran Señor Golgren.
El ogro lo atacó con una sorprendente ligereza. Su espada golpeaba desde todos los ángulos. Sin embargo, no conseguía tocar una zona mortal. El arma de Faros detenía siempre sus ataques, pero la batalla era ya muy larga y el dolor de las heridas le hacía rechinar los dientes.
—Kya i daran i f’han, Uruv Suurt —dijo Golgren, mofándose. Ya no se molestaba en traducir.
Entonces, algo empujó a Faros hacia atrás. A su lado apareció una figura imponente.
—¡Vamos, jovencito, ellos te necesitan! ¡Tenemos protegida la retirada! —le ordenó con voz rasposa.
Jubal empujó al hijo de Gradic hacia un marino encargado de retirarlo del combate. Por una vez en su vida. Faros agachó la cabeza y se dejó conducir.
El antiguo gobernador bloqueó el paso a Golgren, que intentaba perseguir a su hostigador, pero el nuevo minotauro no parecía menos importante. Al Gran Señor le divirtió el gesto de Jubal para salvar a Faros, por eso sonrió.
—¡Ya puedes borrarte esa sonrisa del rostro, ogro…; o mejor, te la borraré yo!
Jubal lanzó un tremendo grito al blandir su hacha de combate. Sin perder la sonrisa, Golgren la eludió con facilidad. Unos metros más atrás, Faros y el marino oyeron a Jubal y se detuvieron, dudando.
Aunque Jubal lo obligaba a retroceder con repetidos mandobles el ogro no perdía la sonrisa. El hacha volaba en todas direcciones adelante y atrás, arriba y abajo, y a veces le pasaba rozando. El Gran Señor paraba los golpes, pero no contraatacaba.
Al fin, el prolongado combate impuso un respiro. Jubal se tomó un segundo o dos, no más, y bajó el hacha para reorganizar su ataque.
Golgren aprovechó el momento.
Su espada hirió a Juhal debajo del cuello, rozando el peto. El corpulento minotauro trató de decir algo al tiempo que intentaba detener con la mano la sangre que manaba de la herida, pero sólo se ovó un gorjeo.
Un nuevo golpe de Golgren lo hirió en el hombro.
El hacha cavó de la mano del veterano, que se inclinó para recuperarla.
Con una sonrisa amplia y diabólica, el ogro tomó la espada de Jubal y le acuchilló la garganta, muy cerca de la primera herida.
—¡Nooo! —Faros se soltó del marino y corrió hacia los dos combatientes. Jubal cayó de rodillas, sujetándose la garganta con las manos.
Golgren levantó la vista con su acostumbrado aire de diversión y comenzó a alzar su acero, pero Faros fue más rápido y consiguió atacarlo.
Aunque el Gran Señor de Kern logró parar el primer golpe, Faros estaba tan cerca que lo hirió en una mano.
La hoja del minotauro había cortado músculos, tendones y carne con tal rapidez que ni el propio Golgren se había dado cuenta de las consecuencias de la herida.
Apartó a Faros con la espada, para mirarse el muñón.
No se desmayó, ni siquiera lanzó un grito. Se limitó a mirar fijamente a Faros… y la extraña sonrisa de diversión se hizo más amplia.
—Zuri ki’in, Uruv Suurt —soltó una carcajada—. Buen golpe, minotauro…, buen golpe…
Antes de que Faros pudiera moverse, Golgren, con la sonrisa aún en el rostro, retrocedió unos cuantos pasos tambaleantes y desapareció entre las filas de los ogros que gruñían detrás de él. Faros pestañeó… ¿dónde se había metido? Quiso seguirlo, pero entonces oyó a Jubal.
Tosía y lanzaba gemidos. Faros se arrodilló a su lado y el marino llegó corriendo para ayudar al veterano luchador.
Con un ademán, Jubal les dio a entender que no se molestaran. Tosía violentamente y miraba el horizonte, más allá de Faros.
—¡Y-ya los tenemos, j-jovencito! ¡No te detengas! ¡Conduce a los t-tuyos y a los m-míos hasta Botanos!
—Vendrás con nosotros —replicó Faros, pero cuando trató de levantarlo, el veterano gimió lastimosamente.
—¡Es t-tarde, hijo…! —dijo con su voz áspera—. ¡Por favor! ¡Hazlo por… tu padre! ¡Debo tanto a Gradic! ¡Ve! —Apretó la mano de Faros y sus ojos se agrandaron al ver el anillo—. ¡Lo conozco! ¡Yo conozco ese anillo…!
Pero el joven minotauro no oyó más. La sola mención de su padre lo cambiaba todo para él. Jubal no era ya el antiguo amigo de su padre, el gobernador del imperio, sino su progenitor moribundo, rogando que se fuera. Vio a su madre, a sus hermanos pequeños, todos muertos junto a las escaleras. Al rostro de Crespos, su hermano mayor, siguieron los de Bek, Japfin y Ulthar. Los muros que había levantado alrededor de su alma y de su corazón comenzaban a derrumbarse.
Ahora tú eres la Casa…
Fueron las palabras de su padre, que deseaba que Faros mantuviera viva su línea de descendencia, pero la esclavitud y las torturas habían obsesionado al hijo de Gradic con la muerte.
Y ahora otra alma noble se sacrificaba por él.
—¡Te llevaremos con nosotros! —A pesar de las protestas de Jubal, Faros y el marino levantaron al moribundo. Cruzaron las líneas de los rebeldes que protegían la retirada de los esclavos y los legionarios.
Abandonaron el lugar del combate tras los que iban en retirada. En su estado de aturdimiento, Faros no supo con quién iba ni cuánto duró el viaje. En un determinado momento, el marino fue sustituido por un Grom empapado en sangre que también lo ayudaba a trasladar a Jubal. Grom musitaba plegarias a su dios perdido por todos los que dejaban a sus espaldas…, unos ya muertos, otros dispuestos al sacrificio para ayudar a los que escapaban. También rezaba por Jubal.
La débil luz del día tormentoso se hizo aún más escasa. Al entrar en la zona boscosa, cesó el ruido de la batalla. Faros sólo oía las palpitaciones de su propio corazón.
Al fin, lo despabiló el olor del mar. Parpadeando, vio a lo lejos la punta de un mástil muy alto que sobresalía de los árboles.
Entre los minotauros que salieron a recibirlos había uno de cuerpo rotundo que sostenía una pipa humeante.
—Deteneos —ordenó el de la pipa a Grom. Con mucha delicadeza, depositaron a Jubal en el blando suelo del bosque. Faros se inclinó sobre el camarada de Gradic.
—Lo conseguimos, gobernador, lo conseguimos —murmuró.
Pero Jubal no daba señales de vida. No respiraba. Faros se acercó más.
—Está muerto —le susurró Grom, haciendo el signo de Sargonnas—. Murió hace tiempo. Lo hemos trasladado muchos kilómetros para darle sepultura.
El capitán Botanos se acercó, con la mirada fija en Jubal. El único signo de angustia que mostraba eran las rápidas chupadas que daba a su pipa.
—No, aquí no. Lo llevaremos a bordo para darle sepultura en el mar.
Fue entonces, al levantar la mano del pecho de Jubal, cuando Faros comprendió que el gobernador se había referido al anillo… que él mismo llevaba en la mano. En efecto, en su mano había un anillo con una piedra negra en el centro.
Faros se puso de pie y, moviendo la cabeza, se lo quitó. ¿Dónde lo había encontrado y cuándo se lo había puesto en el dedo? Vagamente recordó haber encontrado algo pequeño y redondo hacía tiempo —siglos—, cuando estuvo a punto de ahogarse en el río.
Se le doblaron las rodillas. El mundo comenzó a desvanecerse. A lo lejos, Grom pronunciaba su nombre.
Las terribles heridas comenzaban a pedir su tributo, y Faros se desplomó boca abajo.
Al llegar la noche, las nubes de tormenta se extendían tanto sobre Nethosak como sobre la mayor parte del imperio. Los truenos no auguraban nada bueno. Aullaba el viento y llovía a mares. Los legionarios y los marinos más avezados buscaban refugio. Los rayos no se limitaban a iluminar el cielo, sino que caían a la tierra y al mar con terrorífica regularidad.
El que cayó en un almacén cercano al puerto obligó a la Guardia del Estado y a la patrulla a desafiar los elementos para luchar contra las llamas. La lluvia torrencial fue más un obstáculo que una ayuda, porque el fuego no remitía. Hubo que pedir refuerzos para evitar que se extendiera.
Más allá del puerto, la repentina fuerza del viento azotaba dos buques que, por su parte, las olas se encargaban de elevar y dejar caer. Uno de ellos consiguió entrar en el puerto con grandes dificultades, pero el otro fue empujado al mar abierto con la vela mayor hecha jirones.
Las andanadas de truenos hacían temblar a la capital imperial, especialmente a los que vivían en las inmediaciones del palacio.
En efecto, el palacio temblaba mientras el capitán Gar atravesaba sus pasillos a toda prisa. Hasta los propios pilares de mármol se agitaban. Gar llevaba en las manos varios pergaminos, la mayor parte de los cuales eran registros históricos relativos al templo de Sargonnas y a su relación con el trono a lo largo de distintos períodos de la historia.
Los dos centinelas de servicio, apostados ante las estancias privadas de Hotak, no molestaron a Gar, pues el emperador había dado órdenes de dejar pasar inmediatamente al oficial. Gar parpadeó al entrar en la habitación. Por todas partes había lámparas de aceite y velas altas que iluminaban la habitación con un resplandor desacostumbrado. Las llamas hacían que las estatuas gigantescas proyectaran numerosas sombras vívidas. En un sillón vacío, cerca del mapa, colgaba la antigua espada del general, metida en su funda.
Desde un escritorio próximo al mapa, Hotak lo miró con los ojos tan inyectados en sangre que el capitán dio un respingo y estuvo a punto de tirar algunos pergaminos.
—¡Gar! ¡Ya era hora! ¿Has encontrado todo lo que te pedí?
—Casi todo, mi señor. Sólo me han faltado dos.
—Me arreglaré sin ellos. ¡Rápido! Deposítalos aquí.
Con una pluma húmeda de tinta en la mano, Hotak indicó un atril de madera junto al escritorio. En la otra mano sostenía un pergamino nuevo sobre el que acababa de escribir unas primeras palabras.
El oficial depositó su carga.
—¿Necesitáis algo más de mí, mi señor?
—No. Nada más. —Hotak se agachó y comenzó a garabatear de nuevo sobre el pergamino—. Pero no te alejes mucho. Necesito que copies estos decretos y se los lleves al Círculo y a todos los altos oficiales. Así no quedarán dudas.
—Mi señor…, quizá os vendría bien un breve descanso; podéis acabar más tarde…
—No, tengo que terminar ahora. —Sin embargo, el emperador tuerto vaciló—. Pero trae algo para comer y beber. Vino no. Debo conservar la lucidez…
—Sí, mi señor.
Una vez a solas, Hotak comenzó a bucear en los pergaminos. Era importante acogerse a la tradición de los minotauros. Aquellos pergaminos explicaban las razones de los antiguos gobernantes del imperio para afirmar su autoridad sobre el poderoso templo de Sargonnas. La historia daría fuerza a su decreto. Sabía que se trataba de una decisión drástica y que sus súbditos aceptarían su política sin protestas si invocaba su devoción por las tradiciones.
Esperaba convencer incluso a los fieles de los Predecesores, descarriados por los excesos de su religión. No ignoraba que la parte más difícil sería la de la suma sacerdotisa, pero Hotak esperaba persuadir también a su esposa con su bien argumentado decreto a raíz de sus investigaciones.
Lothan y los consejeros de la secta pondrían obstáculos, pero al fin se plegarían a su voluntad, considerando sobre todo el sólido apoyo que le daban los oficiales de la legión y del imperio.
—Regresaras a mí, vida mía —susurró a las sombras fluctuantes—. Volveremos a ser uno solo, y limpiaremos esa mancha monstruosa de tu corazón y del mío.
Sabía que la fuerza que brindaban a Nephera sus monstruosos poderes emanaba de una fuente muy oscura. El emperador se maldecía por haber permitido que las cosas llegaran tan lejos.
Un toque en la puerta anunció la entrada de uno de los guardias con la comida y la bebida que Hotak había pedido para tranquilizar al capitán Gar. El centinela lo depositó en la mesa y salió en silencio de la habitación.
Después de tomar un pedazo de pierna de cabrito salada, Hotak alargó la mano pata coger la humeante laza con el aroma característico de la cola de caballo. No era una tisana, sino una mezcla de cerveza con la hierba, indicada para levantar el ánimo. Gar sabía elegir. Antes de acabar la taza, Hotak sintió que se aclaraban sus pensamientos y desaparecían las telarañas de su cerebro.
Más despierto, se puso a releer la redacción del decreto. Se ordenaba el cese inmediato de las actividades oficiales de los Predecesores. Se vaciaría el templo, que sería sellado por la Guardia Imperial.
Al mismo tiempo —y aquello no aparecía en el decreto—. Hotak lanzaría toda una campaña para denunciar el lado oscuro de la secta. La campaña de rumores mantendría a su esposa al margen de las maquinaciones más siniestras. Hotak contaba con una lista de chivos expiatorios, entre los que se hallaba un miembro del Círculo Supremo, que sería destinado a las minas. Su desgracia sería una advertencia para Lothan y los demás.
Tomó otro sorbo. El trabajo le pareció satisfactorio. Nephera tendría que abandonar su liderazgo o enfrentarse a la humillación…; una medida dura pero necesaria. Había ido demasiado lejos y, si no hubiera sido la emperatriz, su esposa, la habría arrestado mucho antes. Lo que ella necesitaba era descanso y paz, no la locura de aquella religión que la había transformado en un ser irreconocible.
—La pesadilla acabará, querida mía —murmuró, contemplando el baile de las sombras—. Cuando superes tu monstruosa obsesión, te recuperarás. Volverás a estar bien.
Habría sorpresas, protestas, pero era la única posibilidad.
De fuera llegaba el ulular del viento. Los truenos hacían temblar las velas, cuyas llamas y sombras danzaban alocadamente, como entregadas a un combate desenfrenado.
Dentro de su estado de lucidez, pensó que sería mejor hablar con Ardnor aquella misma noche. Si su hijo aceptaba su nueva posición en la jerarquía de Hotak, seguramente aceptaría las restricciones de los Defensores. Contaba con él. Se encargaría de proporcionar cargos a los más leales a Ardnor, pero aquello era lo de menos.
—¡Guardia!
Volvió a sentarse, vislumbrando lo que sería su reino sin la mancha de los Predecesores. Jamás creyó que aquella religión podía hacerse tan poderosa, tan extraña, tan cruel. Cuando recuperara el juicio. Nephera se lo agradecería. Hotak se inclinó para contemplar la mancha que marcaba en el mapa más pequeño el imperio que habían soñado con gobernar juntos. Aunque de menor tamaño, aquel mapa mostraba tantos detalles como el grande y el emperador se encargaba de actualizarlo continuamente. Las figuritas de guerreros y de barcos señalaban las últimas posiciones de sus fuerzas.
Gran parte de la información procedía del templo…
Era cierto, pero Hotak sacudió la cabeza con vehemencia. ¡Estaba dispuesto a no aceptar más ayuda del poder siniestro que había seducido a Nephera!
Despertando de sus pensamientos, Hotak se dio cuenta de que no habían acudido a su llamada. Resopló su ciliado y gritó con más fuerza:
—¡Guardia!
Ya tenían que haber respondido…; sin embargo, las puertas permanecían cerradas a cal y canto.
El emperador se levantó, maldiciendo la indolencia de sus centinelas.
Pero un movimiento despertó su interés.
Alcanzó el acero y lo sacó de su funda con un movimiento discreto; luego, recorrió la habitación.
Nadie. Se volvía viejo y desconfiado. El palacio volvió a temblar con otro trueno. Las sombras danzaban en todas direcciones con el estremecimiento de las lámparas y las velas. Sin embargo, no hallaba rastro de posibles intrusos. Por otro lado, ¿por dónde habrían podido entrar?
Hotak maldijo su nerviosismo. Se peleaba con su propia sombra. Sin embargo, de haber un asesino auténtico, los holgazanes que debían velar por él no le habrían servido de nada. ¿Dónde estaban?
—¡Vosotros! —gritó, dirigiéndose a la puerta con la espada aún en la mano—. ¿Qué significa esto…?
Otra vez el movimiento…, y ya no eran imaginaciones.
Pero al inspeccionar el entorno sólo vio su propia sombra, rodeada de las de los diminutos guerreros y barcos del mapa.
Bruscamente, un viento helado le cruzó el rostro. Se agarró la garganta como si quisiera protegerse. Los pelos de la nuca se le pusieron de punta. Algunas llamas se extinguieron.
Hotak miró las ventanas, pero las habían cerrado herméticamente cuando empezó la tormenta y no habrían podido ser el origen del viento helado. También habían cerrado el balcón, aunque ahora el aire batía los postigos.
Sin soltar la espada, el emperador se aproximó a la puerta con mayor cautela.
Y de nuevo algo o alguien fluctuó a su lado.
—¡Alto, maldito! —ordenó, girando en círculo, aunque no vio nada material.
Respiró profundamente, reflexionando.
—Nervios —murmuró—. Nada más que nervios.
Toda la noche había estado en tensión. El enfrentamiento con la secta de los muertos y la posibilidad de que su esposa hubiera celebrado sacrificios cruentos en más de una ocasión para aumentar su poder eran cosas capaces de destrozar los nervios de cualquiera.
—Pero se ha terminado —gruñó—. En cuanto hayamos demolido el templo, se acabará todo…, el culto y los negocios siniestros.
Parecía que las sombras que lo rodeaban se reían de sus palabras. Estaban más cerca. Blandió la espada contra ellas, riéndose de su propia locura.
Riendo aún, se acercó a una de las figuritas del mapa. Con un toque suave pero deliberado derribó al guerrero.
—¡Así! Todos mis enemigos, de carne o de tinieblas, caerán de este modo…
Sintió un golpe profundo en el pecho que lo obligó a doblarse contra la mesa, y perdió la espada.
Jadeando, trató de reponerse. Entonces, vio su propia sombra… y otra que se parecía mucho a él y que llevaba una espada. ¿No era la sombra de una de las estatuas o de las figuritas?
—Por el de los Grandes Cuernos, ¿qué es eso? —murmuró, agarrándose el pecho por el dolor e invocando al dios que durante tanto tiempo había olvidado.
El viento helado volvió a llenar la estancia. La mayor parte de las lámparas y las velas se extinguieron. Sólo unas cuantas arrojaban su luz mortecina. Pero la oscuridad no impedía que las sombras de los muros se hicieran cada vez más nítidas. Hotak tuvo la impresión de hallarse en una habitación llena de enemigos tenebrosos. Aunque inspeccionaba la estancia con su único ojo, no distinguía nada, a nadie, sólo el vacío.
Con terror, vio que otra sombra materializaba una espada que hería en la cabeza a la suya.
Sintió un dolor agudo en la nuca y cayó contra el escritorio, tirando el decreto y los pergaminos, derramando la tinta.
Oía extraños balbuceos, y, aunque no comprendía las palabras, su hostilidad le producía escalofríos. Notaba que la muerte, no, algo más que la muerte, lo tentaba…, lo atraía…
Abrió los ojos para ver a los espectros.
—¡No! —barbotó—. ¡No caeré como ella! ¡No permitiré que dictéis lo que debo hacer! ¡Yo soy Hotak, y Hotak no se inclina ante un poder que se oculta tras las sombras!
A pesar del dolor, volvió a tomar la espada y, con mucho esfuerzo, avanzó unos pasos. Observaba las sombras reunidas, tratando de identificarlas una a una, a través de sus ojos humedecidos, para descubrir su punto débil.
Cuando comenzó a comprender atiesó las orejas. Con una sonrisa de triunfo, se dirigió al mapa y lo barrió con la espada hasta que las figuras —guerreros y barcos— cayeron al suelo.
Pero aunque los guerreros de sombra se retorcían y adoptaban posiciones macabras, no desaparecían igual que los de juguete. Por el contrario, revivían y se acercaban a la silueta del emperador con una determinación siniestra.
Después del ataque de otra sombra, Hotak notó un hombro entumecido. La siguiente fue en el estómago, y, tambaleándose, chocó con una de las pocas lámparas que aún estaban encendidas.
La habitación quedó casi a oscuras. Ya no se distinguían las sombras de la oscuridad.
Hotak se llamó imbécil. En efecto, no había más que apagar la última luz para privar a las sombras de su inmunda magia. ¡Se acabaría la amenaza!
Se dirigía a una de las pocas lámparas que quedaban, cuando un apéndice en forma de hoz de otra sombra se cruzó con la suya y envió a Hotak al suelo. Se golpeó con fuerza contra la pared, pero, de una estocada, consiguió tirar la lámpara, que, sin embargo, lejos de apagarse, derramó el aceite en llamas por la estancia. Las brasas cayeron en el mapa, y el fuego se adueñó de toda la habitación.
Con el corazón ya herido, el emperador acorralado se dio cuenta de que el fuego alimentaba las sombras, que variaban, crecían y adoptaban formas más agresivas que las anteriores, y sus armas se transformaban en fantásticas espadas.
—¡Aaag! —El emperador estaba en el suelo, pidiendo ayuda a gritos. Las sombras letales asaltaban a la suya en todos los rincones, y su cuerpo acusaba todas las heridas.
Tocó con la mano una de las figuritas y la arrojó al fuego. Se oyó un sonido chirriante seguido de un grito, y las llamas ganaron altura. La habitación comenzaba a llenarse de humo.
No acudían los guardias. Las puertas seguían cerradas. Los centinelas debían de haber olvidado su deber. Hotak se levantó realizando un esfuerzo supremo para lanzar una última estocada a sus tenebrosos adversarios. No consiguió más que rayar las paredes y dejar grandes marcas en la madera y la piedra, pues las sombras no cejaban en su ataque.
La agonía se hacía insoportable. Miró al balcón. Fuera arreciaba la tormenta y los nubarrones lanzaban rayos. Quizá allí estuviera a salvo.
Medio ciego, con los ojos empapados en sangre, se dirigió a trompicones hacia su meta. Las sombras lo acompañaban, sin cesar en sus ataques. Tosiendo a causa del humo, el emperador daba inútiles estocadas contra las formas negras que lo rodeaban.
Enardecido, corrió hacia la barandilla de madera y salió al halcón.
El brusco cambio de la luz a la oscuridad lo privó momentáneamente de la vista. Al girar sobre sus talones sintió un dolor de una intensidad increíble. Perdió el equilibrio y fue a can contra una barandilla no muy alta.
La barandilla cedió. Algo inmaterial lo agarró para arrojarlo a la negrura.
Sólo entonces comprendió que la noche era la más terrible de las sombras…
Los nerviosos soldados no pudieron aclarar a Ardnor las razones su convocatoria. Cada vez que él preguntaba, le respondían lo mismo: el capitán Gar, uno de los ayudantes de su padre, quería verlo en palacio.
Salieron del templo al galope, a pesar de que la lluvia torrencial volvía traicionero el camino.
Gar, que lo aguardaba en los escalones, lo saludó con un fervor que el Gran Maestre sólo esperaba de sus Defensores.
—¡Gracias sean dadas porque habéis venido, mi señor Ardnor, con esta tempestad monstruosa…!
—Cuando es mi padre quien me necesita, las tormentas no pueden detenerme.
Gar tragó saliva.
—Vuestro padre… No es él quien os ha llamado. Perdonad, pero he sido yo. —El oficial no señalaba la entrada principal, sino una puerta que había a la derecha—. Por favor, entrad aprisa. Os… lo ruego.
A pesar de su ceño, Ardnor asintió y echó a andar tras él, pues sabía que Gar era uno de los asistentes más leales a su padre. Lo siguió alrededor del perímetro exterior del palacio. El viento era implacable; los truenos, ensordecedores. Aquí y allí, la luz de los relámpagos iluminaba brevemente el palacio. La lluvia no amainaba.
—¿Adónde me conduces? —preguntó Ardnor. Hada varios minutos que rodeaban el edificio.
—Un poco más adelante. Aquí…, aquí, mi señor.
Delante de ellos, cinco miembros de la Guardia Imperial, de pie, completamente empapados, protegían algo con actitud solemne. Ardnor vio una figura en el suelo.
Su único signo de sorpresa fue hinchar las aletas de la nariz. Observó la figura retorcida, el rostro atónito. Tan fuerte en la vida y tan frágil en la muerte. El emperador Hotak, su padre, contemplaba los cielos como si la muerte se estuviera riendo de él.
—Parece… parece que hubo un fuego desastroso, mi señor. La estancia está destruida. Es evidente que vuestro padre se sintió atrapado, confundido. Sólo cabe imaginar que, cegado, se dirigiera al balcón y saltara por allí.
Ardnor maldijo con furia. ¿Su padre muerto durante un fuego? ¿Confundido? No era honroso. Se agachó para examinar el cuerpo. Parecía más pequeño de lo que él recordaba… y mucho más viejo.
—¿Por qué sigue aquí fuera?
—No sabía qué hacer, fue tan rápido y tan inesperado… No quería tocar nada antes de que me lo dijera alguien de la familia. Avisé a la suma sacerdotisa, naturalmente, pero cuando vi que nadie venía, os envié el mensajero. ¿Me equivoqué?
—No. —Tras pensarlo un momento, el hijo de Hotak añadió—: ¡A fin de cuentas, era el emperador! ¡No debería estar aquí, con esta tormenta!
—¡No, mi señor!
Gar indicó en seguida a los soldados que levantaran el cuerpo. Trajeron una carreta y, con todo cuidado, depositaron en ella el cadáver del emperador.
—Llevadlo… —el capitán hizo una pausa—. ¡Llevadlo al salón del trono! —De pronto miró, ansioso, a Ardnor—. Con vuestro permiso, naturalmente.
—¿El mío? —Ardnor atiesó las orejas y lanzó un suspiro—. ¡Sí, claro! ¡El salón del trono me parece bien! ¡Atendedlo como se deba!
—Así se hará, mi señor —respondió el guardia al mando.
Gar se mantuvo detrás.
—Mi señor, ¿queréis ir a buscar a vuestra madre para informarla?
—Mi madre… —A Gar la expresión de Ardnor le parecía muy extraña—. Sí, no os preocupéis, capitán. Yo informaré a mi madre.
—Una tragedia tan terrible y tan cercana a la muerte de lord Bastion. Una tragedia para la familia… y para todo el imperio… —dijo Gar, e inclinó la cabeza.
—Sí, es cierto. —El Gran Maestre se impacientaba—. ¿Ya hemos acabado aquí?
Ardnor se encaminó a toda prisa hacia su montura, dejando al capitán al cuidado de todo. A pesar de la aparente calma, la cabeza le daba vueltas.
Hotak la Espada, Hotak el Vengador, su padre, había muerto. Y él, Ardnor, era el primero en la línea de sucesión.
Halló a su madre en su santuario privado, como casi siempre, con un pergamino en una mano y una pluma en la otra. Lady Nephera levantó los ojos cuando entró su hijo y lo obsequió con un cálido gesto de asentimiento. Estaba aún más flaca que la última vez que la había visto.
—No puedo hablar mucho contigo, Ardnor. Hay un asunto complicado en el continente que debo atender yo misma antes de que se nos vaya de las manos.
—Te traigo noticias de la mayor trascendencia, madre. Ha ocurrido algo terrible.
Las pupilas negras y fijas de la suma sacerdotisa rutilaron con la luz de la vela que tenía al lado.
—Sí, hijo…, ya lo sé.
—No, no creo… —Ardnor se alteró, con las aletas de la nariz dilatadas—. ¿Lo sabes?
—Ante todo, soy la suma sacerdotisa de los Predecesores. ¿Cómo no iba a saberlo? ¿Cómo no iba a saber lo que les ocurre a mis seres queridos?
Su voz carecía de tono, y sus ojos eran dos pozos negros.
De pronto, Ardnor lo comprendió todo, sin la menor sombra de duda.
—Ya veo.
Nephera esbozó una ligera sonrisa. Un gesto atroz incluso para él, que era el primero entre sus Predecesores.
—Eres mi hijo. Claro que ves, y con el tiempo, comprenderás. —Señaló la puerta—. Ahora, tendrás mucho que hacer…, como yo. Pronto hablaremos, pero estoy muy ocupada.
—Perdona que te haya molestado, mador. —Ardnor retrocedió cautelosamente.
—Tú nunca me molestas, hijo mío.
Cuando Ardnor se dio la vuelta, Nephera añadió:
—Por cierto, hiciste bien en reconciliarte con tu hermano Bastion antes de que se hiciera a la mar…, no me lo dijiste, pero yo me he enterado. Fue un gesto sensible por tu parte.
Ardnor estaba aturdido. Lentamente, se volvió de cara a su madre.
—¿Qué? —exclamó.
Pero la suma sacerdotisa había vuelto a enfrascarse en sus asuntos y escudriñaba una lista. Pasados varios segundos de frustración esperando una respuesta, su hijo dio la vuelta y abandonó a toda prisa la habitación.