TERRIBLE DESCUBRIMIENTO
La rapidez con que se movían los ogros, desacostumbrada en ellos, bloqueó las vías de escape de los legionarios y los antiguos esclavos antes de que el ejército de Faros pudiera organizar la defensa.
—Podría llevarme unos cuantos —proponía Grom— para cruzar las colinas del norte y pedir ayuda a los rebeldes.
—Jamás los alcanzaríais —resopló Faros—. Además, ¿por qué crees que los rebeldes querrían ayudarnos?
Grom no supo responder al cinismo de Faros, pues, en efecto, ¿por qué iban a jugarse la vida las fuerzas de Jubal, ya tan agotadas?
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó una humana de mediana edad y cabellos color de arena. Una nariz aguileña y una fuerte mandíbula hablaban de un misterioso pasado solámnico.
Faros le lanzó una mirada feroz y contempló a Grom y a todos los demás como si fueran niños con deseos pueriles. Sólo había un camino.
—Lucharemos, como hemos hecho siempre.
Aguardaron a que añadiera alguna otra cosa, pero Faros endureció aún más la mirada. Todos habían comprendido. Quizá estaban sentenciados; quizá su vida estaba destinada a terminar así, pero si se mantenían unidos podrían al menos llevarse muchos enemigos por delante.
—Sí, lucharemos —repitió Grom—. Lucharemos hasta la muerte.
Empuñando la espada. Faros señaló hacia el sur.
—Allí. Debéis agruparos aprisa y situar pequeñas partidas más allá del primer cerro. De ese modo, será más difícil que se acerquen.
Grom hizo una señal para que se dispersaran.
—¡Ya habéis oído! ¡Corred la voz! ¡Vamos, vamos! —Mientras se alejaban, se volvió a Faros—. Hoy correrá la sangre. Pienso teñir de rojo las colinas.
—Entonces, vamos a ello. —Faros, con el rostro púrpura por la extraña ansiedad que lo invadía en aquellas ocasiones—. Tiñamos las colinas con la sangre de los ogros y con la nuestra.
Por orden de Golgren, los ogros se habían desplegado formando un amplio arco para evitar que los esclavos huyeran por el norte. No obstante, dejaron una estrecha vía de paso al sur; un cebo que el Gran Señor deseaba tender a los Uruv Suurt, que ya habían mostrado su debilidad al elegir un terreno imposible de defender para asentar su campamento. Lentamente, los ogros acorralaban a su presa, ansiosos de la matanza que se aproximaba. También ellos tendrían bajas, desde luego, pero morir en combate era un honor muy alto para un ogro, sobre todo si moría por una gran victoria.
—¡Harak i jurun! —gritó uno de los capitanes, adornado con una ristra de orejas que hablaba a las claras de sus hazañas. Golpeó a dos guerreros con su espada para obligarlos a avanzar más aprisa. Algunos montaban a los mastarks, que tenían la misión de aplastar literalmente a los minotauros, de reventarlos o arrojarlos por los aires. Detrás venían los guerreros con los merodracos, que se daban un festín con los heridos que tenían la desgracia de encontrarse con ellos. Aquel día, el Gran Señor había decretado que no quedara un solo minotauro vivo, y lodos sabían que les iba su propia vida en ello.
La audacia de los minotauros hizo sonreír a Golgren, pues, no sólo no se arredraban, sino que marchaban estoicamente contra una fuerza muy superior. Los Uruv Suurt mostraban también una divertida tendencia a conquistar la gloria mediante una muerte grandiosa. Aunque eran más abundantes de lo que Golgren había calculado, no bastaban para detener la marea de ogros que se les venía encima. Golgren alzó su espada larga y curva y cortó el aire en señal de avance.
Se oyó el salvaje retumbar de los tambores y los gritos de carga de los ogros.
Los minotauros se habían detenido y esperaban. Uno de los mastarks atacó a la primera línea, agachando la cabeza para embestir a los defensores y romper el frente. Los minotauros deshicieron la formación para evitar caer aplastados o empalados, pero de nada sirvió. Los jinetes espolearon a los mastarks en su persecución con el fin de extender la matanza.
Pero entonces, de la retaguardia de las filas defensoras llegó una lluvia de flechas contra el primero de los monstruos. Y aunque la piel de un mastark es realmente gruesa, tantos venablos a la vez surtieron su efecto. Algunos atravesaron el costado de la bestia y dos fueron a dar en su ojo derecho. El bicho lanzó un bramido y se levantó sobre los cuartos traseros.
El ogro que lo montaba, herido también por dos flechas certeras, cayó del lomo de la bestia. Aunque ya se había roto el cuello contra el duro terreno, los minotauros más próximos saltaron sobre él y lo dejaron irreconocible a cuchilladas.
Las restantes bestias, entrenadas para seguir al primer mastark, imitaban ahora su conducta errática —perseguía a los minotauros de izquierda a derecha sin control— y sus cuidadores se las veían y se las deseaban para mantenerlos en línea. La carga perdió impulso.
—¡Aquí! ¡Aquí! —llamaba Zyri, la decurión. Doce lanceros la seguían, formando un círculo alrededor de un mastark. Entre ellos, un arquero derribó con su saeta al ogro que lo montaba. Cuando se hubo desplomado, los defensores se lanzaron contra el solitario monstruo con la intención de matarlo o, cuando menos, de desviarlo de su camino. La bestia bajó la cabeza y embistió a un minotauro, cuyo cuerpo danzó unos segundos ensartado en el cuerno descomunal antes de que lo arrojara a un lado con una sacudida.
Pero mientras el temible animal se mantenía ocupado, Zyri había saltado sobre él. Gateó por la cuerda que los cuidadores empleaban para subir por las criaturas hasta alcanzar la silla pequeña y curva que se sujetaba detrás de la cabeza.
—¡Kya! —gritó la legionaria—. ¡Kya!
La palabra familiar calmó a la alimaña. Sin embargo, su conocimiento de la lengua de los ogros era limitado, por eso tuvo que espolearla con los talones en el cuello, lo cual era también una orden conocida.
El gigante se dio la vuelta con su habitual torpeza, sin protestar. La legionaria siguió adelante hasta conseguir situarlo de cara a los ogros.
Mientras que varios compañeros lo herían por detrás, su amazona espoleaba los dos costados al mismo tiempo.
El mastark avanzaba pesadamente. Los ogros más cercanos se pusieron a salvo al verlo agachar los cuernos; en efecto, atravesó dos líneas de indefensos atacantes, tumbando ogros a izquierda y derecha.
Por el norte, los arqueros habían derrumbado otro mastark, pero aún quedaban dos de camino hacia las filas de Faros. Pronto, sin embargo, se vio que, sin sus cuidadores, las bestias preferían vagar a su aire. Uno a uno, los cuidadores fueron cayendo.
Por desgracia, mientras se deshacían de los mastarks, el ejército de Faros se había desperdigado, dejando huecos que ahora llenaban los ogros. Esclavos y legionarios quedaron divididos en grupos acorralados.
El más numeroso, conducido por Faros, luchaba contra el grueso de la horda de los ogros. Faros no perdonaba a una sola figura colmilluda que se le acercara y, la mayoría de las veces, su espada apuntaba al corazón. Se regocijaba con la sangre, con las miradas temerosas, con la muerte de tantos ogros.
Grom, siempre junto a él, le guardaba el flanco aun a riesgo de su propia vida. A Faros, en cambio, su propia seguridad le importaba un ardite. Se movía constantemente en vanguardia, dando tajos y estocadas, segando vidas.
—¡Son demasiados! —gritó Grom—. ¡No se acaban nunca!
—¡No los cuentes, mátalos! —respondió Faros, casi alegre, mientras arrebataba el hacha a un ogro de pelaje tupido antes de hundirle la espada en la garganta.
Sin embargo, de improviso, se abrió un espacio delante de la partida que encabezaba Faros, para dar paso a una figura a caballo.
Se trataba de un ogro hercúleo, con una armadura de color rojo oscuro. Tenía el rostro redondo y porcino y unos colmillos grandes y curvos cuyas puntas le llegaban casi a la altura de los ojos. La cabeza de su hacha duplicaba todas las que había visto Faros en su vida.
A la memoria de Faros afloraron recuerdos mucho tiempo enterrados. Recordó un instructor en la escuela que lo había iniciado en las sutilezas y las diferencias de la raza de los ogros. En general, los más altos y flacos procedían de Kern. Otros, también grandes, pero más gruesos, con armaduras distintas, procedían de distintas partes.
Blode. No sólo se enfrentaban a los habitantes de Kern, sino a sus no menos repulsivos hermanos del sur. El descubrimiento apenas despertó su interés. A fin de cuentas, un ogro era un ogro…, y lo único importante era acabar con ellos.
El que dirigía el contingente de Blode cargó ferozmente contra él. Faros detuvo el ataque con su espada ensangrentada y, a pesar del inmenso peso del hacha, consiguió desviar el arma enemiga.
Intercambiaron golpes por dos veces, y el ogro consiguió patear a Faros desde su caballo. El minotauro olía su aliento pútrido incluso entre tantos cuerpos sudados. La figura armada soltaba risotadas al blandir el hacha una y otra vez contra el escurridizo minotauro.
Pero, de repente, una figura de color castaño se interpuso entre los dos. Grom se había abalanzado contra el jinete para bloquear el hacha dirigida a Faros con su propia arma. Luchaba con el ogro, que se mantenía sobre su enorme garañón a fuerza de obligar a dar continuas vueltas al animal.
Apareció de pronto un mastark y dispersó a los ogros. Zyri, la decurión, continuaba sobre su lomo, pero estaba tan herida como la bestia, a la que no paraba de espolear. Del animal se desprendían las lanzas clavadas por los ogros. Por eso, de repente y sin aviso, lanzó un bramido de dolor y se desplomó.
La legionaria fue a caer entre las filas enemigas. En el momento en que un ogro alzaba el hacha contra su figura tendida boca abajo, se oyeron cuernos…, cuernos de ogro. La horda presionó de nuevo, con tal número de combatientes que Faros casi no encontraba espacio para blandir su espada.
Los jinetes rojos continuaban infiltrándose entre los defensores. Las manos de los minotauros consiguieron tirar a un jefe de la montura, pero los demás hicieron estragos.
Faros no se daba tregua en repartir cuchilladas entre los jinetes. Vio que Grom continuaba luchando con el guerrero colmilludo a cuya silla había saltado, pero el ogro lo tenía agarrado por la cabeza y se la echaba hacia atrás con la intención de romperle el cuello.
Faros retrocedió hasta ellos y lanzó una estocada al ogro. Aunque sólo lo hirió superficialmente, consiguió distraerlo para que Grom pudiera zafarse. Grom, imposibilitado para emplear el hacha, inclinó la cabeza y, con los cuernos, ensartó al ogro por los hombros.
Gruñendo, el ogro rodó de la silla arrastrando consigo a Grom. Faros corrió a rematar al jinete pero una espada le hirió como un rayo en el hocico. Estaba tan afilada que hasta el endurecido esclavo lanzó un grito de dolor.
Atacó a ciegas. El adversario invisible paró un golpe salvaje, pero Faros no se arredró. Ante él, se encabritó un caballo, cuyos cascos pateaban el suelo. Faros atacó al animal, pero la sangre que le salpicaba los ojos le hizo errar la puntería.
Mientras parpadeaba para limpiarse la sangre, por primera vez en su vida, Faros contempló de cerca al Gran Señor Golgren.
—Ky i hatar i fhan, Uruv Suurt —dijo con una sonrisa sarcástica. A pesar del combate, sus ropas y su capa verde de viaje estaban tan inmaculadas como la acicalada melena que descendía por su espalda. Más que colmillos, lucía protuberancias, y sus facciones eran más suaves que las de un ogro, como si tuvieran algo de humano o de élfico. Faros no apartaba la vista de los verdes ojos, fríos y almendrados, para saber qué podía esperar.
Hasta aquel momento, el jefe de los ogros había sido más legendario que real, un espectro de su imaginación que representaba todos los males padecidos desde la sangrienta noche del golpe de estado. Conocía la existencia de un pacto entre Hotak y Golgren y que este último había estado en la galera donde él remaba; era el ogro que había conducido a Kern a los minotauros traicionados por Hotak y el mismo que aprobaba el trato sádico que Sahd daba a los esclavos y el trabajo agotador que había matado a tantos.
Faros contemplaba al odioso ogro sin dar crédito. Era la oportunidad de vengar todos los horrores del pasado. Con un bramido, cargó contra él, dando estocadas a diestro y siniestro. Pero Golgren las detuvo todas con aparente facilidad y, desde la altura del caballo, propinó a su oponente una patada en el hocico herido.
—Garoki Uruv Suurt i f’han. —Cuando se dio cuenta de que Faros no comprendía sus palabras, sonrió y las tradujo en perfecto común—. Te traigo la muerte, minotauro.
Lanzó su montura contra él, pero Faros saltó a un lado: luego trató de herir al animal en un costado, pero la espada de Golgren aparecía siempre a tiempo de golpear la suya.
El Gran Señor movía su montura de un Indo a otro con pericia. Sin dejar de sonreír, se inclinaba para atacar repetidamente a Faros, hasta que le hizo perder el equilibrio.
Faros buscó su daga en el faldellín y se la lanzó a Golgren cuando este cargaba de nuevo.
Por desgracia, la daga fue a clavarse en una sien del caballo. Un corte menor que, sin embargo, lo pilló desprevenido. El corcel comenzó a corcovear y Golgren salió por los aires arrojado por su montura —¿o había saltado él?—, pero no había hecho más que aterrizar y ya estaba preparado para el ataque. La sonrisa no había desaparecido e incluso hizo un cumplido a su enemigo en tono sarcástico.
—Zur i ke’en Uruv Suurt —se burló—. Buen ataque, minotauro.
Con los ojos inyectados en sangre, Faros lanzaba continuos y furiosos sablazos. Un ogro cercano retrocedió a destiempo con un brazo menos aunque Faros ni siquiera supo que lo había hecho él. Volvió contra el adversario de la capa, con el único deseo de borrar su sonrisa rebanándole la cabeza.
Pero Golgren se movía con una soltura y una pericia que Faros jamás había visto en un colmilludo. Esquivaba la sangrienta espada con toda facilidad, y cuando Faros lo sobrepasó por propio impulso, él aprovechó para sacar una pequeña daga y se la hundió en el brazo que sostenía la espada. Temblando, Faros tuvo que tirar el arma al suelo, donde su propio pie vacilante le propinó una palada para alejarla del alcance de su enemigo.
Cayó de rodillas, sacó su daga… y lanzó un grito cuando un filo dentado lo hirió en el hombro expuesto. Soltó el acero para apretarse la herida sangrante.
Una patada terrible lo tiró al suelo. Mientras rodaba, sus ojos llorosos se fijaron en la curiosa expresión divertida del jefe de los ogros.
—Sí, no luchas mal —murmuró con voz suave. La batalla se recrudecía a su alrededor, pero Faros no lo notaba; todo comenzaba a tener un aspecto irreal. Hasta el propio Golgren parecía hallarse en otro plano de la existencia—. Las minas te hicieron fuerte, ¿eh? —le dio unas palmadas en la cicatriz del hombro herido—, pero no lo suficiente.
Faros miró a su alrededor buscando la espada, sin encontrarla. No, estaba… demasiado lejos. La espada de Golgren aún se cernía sobre su pecho sangrante.
Casi indiferente, Faros quiso arrebatársela.
El ogro la descargó.
Había algo que no iba bien…, otra vez.
Nephera apartó el cuenco y se quedó mirando a sus legiones de muertos. A muchos los conocía bien. Enemigos, amigos, presuntos amigos.
Uno era incluso carne de su carne.
Pero sólo uno… y tenía que haber dos.
¿Dónde estaba Bastion?
La suma sacerdotisa se lo preguntó a los fantasmas. Algunos estaban encargados de no perderlo de vista. Lo habían visto caer, pero ¿qué había ocurrido en el agua? Sus centinelas no sabían explicarlo, ni siquiera bajo la peor de las amenazas de Takyr. Aquel lapso… y no era el único. Sus espías de ultratumba comenzaban a vacilar, a fracasar en misiones sencillas, a perder los datos.
Y ahora, a pesar de su poder, Nephera no podía convocar al fantasma de su segundo hijo.
Eso quería decir que Bastion estaba vivo…, pero ¿dónde?
—Demasiadas responsabilidades —murmuró—. Demasiadas cosas siempre. ¿Tengo que hacerlo yo todo? ¿Hace su parte mi esposo?
Caminaba nerviosa, ajena a la ansiedad de la mirada de sus acólitas y a la actividad cada vez más frenética de los fantasmas.
¡Se había visto sometida a demasiadas pruebas! ¿Acaso no lo comprendía su prodigioso señor? Nephera había hecho todo lo q se podía hacer y más aún, pero últimamente los detalles se le escapaban con extraordinaria facilidad y tenía que prestar atención a todo…
—Takyr.
El leal Takyr, al menos, aparecía siempre que se le llamaba y siempre respondía a sus mandatos. La suma sacerdotisa agradecía su perseverancia.
Señora.
—Mi hijo. Bastion…, ¿sabes algo de su presencia entre los que son como tú?
No hay… nada. —la sombra se ocultaba en su diabólica capa, temerosa de un castigo.
—Si no se encuentra entre vosotros —dijo por fin—, ha de estar vivo. No existe un solo fantasma en el reino que no me pertenezca, ¿no es así?
Sí… señora… —replicó Takyr, aunque no era cierto. Sabiamente, calló el caso de la sombra de Rahm Es-Hestos.
Abriendo mucho los ojos, Nephera asintió con un gesto triunfal.
—Entonces, es cierto que está vivo. Pero ¿dónde? Esos cretinos no han dejado de buscarlo desde su desaparición. ¿Por qué no lo encuentran?
Se adelantó hacia la muchedumbre etérea, que se dispersó delante de ella, gimiendo lastimeramente. Lady Nephera buscaba con la vista a derecha e izquierda, arriba y abajo, como si pretendiera descubrir la verdad entre ellos.
Con un bufido de desprecio, se apartó de los espectros susurrantes. Bastion estropeaba todos sus planes. Muerto él, Ardnor heredaría el trono de Hotak. Bastion serviría a una causa más grande en el templo. Hasta su propio esposo acabaría por darse cuenta de la ventaja. Con el tiempo, Hotak acudiría al templo para ver a su hijo… muerto.
Habría coronado todos los logros de la suma sacerdotisa; el hijo más admirado de Hotak proclamando la legitimidad del puesto que ocupaba el templo dentro del imperio; ayudándola a ella en el más allá. ¡Sin duda habría agradado a su señor! Y sin duda Nephera podría recuperar el contacto con la fuerza.
Pero Bastion volvía a interferir en los deseos de su madre.
—No, no es Bastion. —Sus ojos fijos brillaron—. No es culpa de Bastion, sino de Hotak. Sí, eres tú, amor mío. Si ya no puedo confiar en ti, esposo —gruñó con desprecio—, entonces…
Hacía tiempo que no prestaba atención a las actividades de su esposo, consciente de que sólo se interesaba por la gran invasión de Ansalon. Pero si él aprendía de sus mapas y sus informes, ella sabía muchas cosas por sus espías; y recientemente había sabido que su esposo no respetaba a los Predecesores. ¿Podría ser la desaparición de Bastion un complot de Hotak para desacreditara Ardnor y arrojar sospechas sobre el templo?
Regresando al cuenco de sus visiones, lady Nephera agitó el contenido rojo y comenzó a susurrar algo en la lengua de su dios.
Mientras ella hablaba, se formó una niebla con la vaga apariencia de varios rostros… de distintas edades y de ambos sexos, pero todos con la expresión luctuosa de los muertos.
—Decidme…, decidme, ¿habéis oído algo de Bastion?
Se produjo una cacofonía de voces que sólo ella podía captar. Los rostros inquietantes aparecían, desaparecían y volvían a aparecer. Lady Nephera puso atención y, gracias a su hechicería, oyó algo que le pareció de sumo interés. Sin embargo, los susurros de sus espías sólo hacían alusión al funeral que se iba a celebrar. Se había recibido un nuevo mensaje de El Señor de las tormentas, pero sólo decía que no habían descubierto nada y que, de no hallar algo pronto, pensarían que el segundo hijo de Hotak y Nephera había perecido ahogado.
—¡Basta ya! —gritó finalmente, llena de frustración. Hizo un ademán para despedir a los espectros; sin embargo, uno de ellos tuvo la osadía de quedarse. No dejaba de balbucir palabras que salían de su rostro impasible.
Con renovada curiosidad, la suma sacerdotisa se acercó a él. No pertenecía a los invocados. Se trataba de un decurión de las legiones, de mediana edad, con la parte alta del pecho decorada con el espeluznante trabajo de un hacha, que le había dejado colgando el brazo izquierdo y un trozo de peto. Diez, años antes había servido a las órdenes de Hotak. Nephera no lo había invocado con anterioridad por falta de tiempo y de interés, pero ahora el triste espectro deseaba repetir semanas de información inservible, datos, conversaciones y…
Y algo que sobresaltó tanto a la suma sacerdotisa que estuvo a punto de derramar el contenido del cuenco en sus vestidos.
Las acólitas corrieron a su lado, temiendo por su salud, pero Nephera las despidió con una mirada llena de furia.
Las jóvenes se refugiaron en los rincones. Jamás habían visto una rabia tan salvaje en la suma sacerdotisa.
Nephera temblaba sin control, inclinada de nuevo sobre el cuenco. En silencio, dio orden a la sombra ensangrentada de que repitiera sus últimas palabras.
Luego, se irguió, sin el menor rastro de emoción en la cara. Su mirada estaba muerta, como la de las sombras que la rodeaban. Caminaba como movida por hilos invisibles.
Una negrura se adueñó de su semblante. Las antorchas de la cámara se apagaron. Un frío que helaba los huesos se apoderó de la estancia cuando elevó la vista hasta los descomunales símbolos de los Predecesores.
—Jamás —pronunció, inclinando la cabeza ante el glorioso poder que representaban—. Primero Ardnor… y ahora esta… esta blasfemia.
Cuando volvió a levantar la cabeza, su rostro mostraba una expresión reverente. Alargó la mano huesuda hasta tocar el hacha rota y el pájaro en vuelo.
—Me hago cargo. Ha ido demasiado lejos.